Arturo Núñez Alday
Mujeres al borde de la luz
A ellas, en su día.
La mujer se asoma a la calle. Este día la ventana no es cárcel, sino un rectángulo de firmamento para lanzarse al vuelo. Afuera, los gritos de las mujeres de negro con rostros cubiertos son una canción que la seduce; los escucha ya cercanos. Siempre ha querido ser una nota de esa melodía, pero nunca se atrevió; temía convertir su rabia y su mano en las pintas a un monumento o en los cristales rotos de un aparador. Su miedo ha sido edificado durante años por el poder concedido a un hombre con sotana, a un padre déspota, a un marido opresor con piel de cordero y a un Estado que camina como lo hace un cangrejo. Ahora está sola, pero son siglos los que lleva cargando en su espalda. Sacudírselos no es tan fácil como algunas veces lo creyó. El rostro del buitre que la depredó una década y media sigue presente en su casa, la insulta siempre que la ve desnuda tratando de amarse ante el espejo, la reconviene al verla llevarse la mano al pubis en busca de una forma de amarse a sí misma, se mofa de ella cuando se atreve a poner rímel en sus pestañas y sale con amigas a tomar la copa en un bar. Sin embargo, ha caminado desde su desierto hasta pequeños oasis de reconciliación consigo misma. Por eso, ahora que ya están cerca las insurgentes, a unas cuantas decenas de metros de pasar frente a su departamento, sus manos tiemblan al tomar la capucha que compró unos días atrás. Desde hace una hora, sin saber si se atrevería, se vistió de negro, soltó su pelo y se sorprendió ante el halcón hembra que nació en su mirada.
Ya están ahí, estremeciendo el piso de cemento y haciendo vibrar las paredes. Se asoma nuevamente y la inunda la sensación de que una ola de progesterona barre cualquier resistencia en la calle. Agitada, va hacia la puerta para alcanzar lo más rápido posible las escaleras. Antes de cerrar, sabe que a esa morada jamás volverá la misma mujer. Mañana será otra, a la que le habrán nacido garras y jardines nuevos en la piel. El descenso por los peldaños ella lo traduce como un ascenso a la luz. Al salir a la calle se convierte en una llama luminosa vestida de negro.
* * *
Presurosa, con el labial en mano, se asoma por la ventana. La horda de mujeres de negro que distingue a lo lejos y sus gritos la molestan un poco. Trata de entenderlas, pero no puede del todo. Se siente tan distante de ellas, aunque en el fondo intuye que es una mentira. Yo también llevo a cabo mi revolución personal, pero elegí otro frente y otros medios, se dice a modo de justificación.
Ahora tiene prisa porque Everardo la espera; debe cruzar media ciudad para llegar a donde se encuentra. No es una cuestión de rosas rojas y tarde romántica en el parque, sino de manos jardineras que siembran en su piel calores que al final la dejan tan dueña de una paz y tan florecida, con la culpa perfectamente tomada de las riendas si acaso la imagen de su marido proveedor se cruzara por su mente. Everardo es el cuerpo en el que toma forma su rebeldía, la pasión que eligió para vengarse de una infancia llena de carencias y ausencias. No sabe si lo ama, porque el tiempo y sus amarguras la obligaron a olvidarse de la definición de sus sentimientos. Ese hombre es un volcán al que asciende cada vez que puede para mojarse con su lava y mirar desde esa cúspide la amplitud de su reino, mientras su esposo de pelo entrecano juega a que la posee desde una ausencia justificada por compromisos de trabajo. Es uno de esos acuerdos tácitos que se dan por nunca pactados, pero íntimamente asumidos.
Ya cruzan frente a ella las mujeres de negro. Desde la ventana las ve pasar con actitud neutral. Ustedes a su modo y yo al mío, parece decirles en silencio. El reloj le recuerda que se hace tarde. Se coloca el cubrebocas brillante que hace juego con su vestido corto. Luego baja las escaleras con un encanto que parece natural, pues el vaivén de su cadera es motivado por impulsos eléctricos que la tocan desde la distancia, desde dónde aquel la espera
Al salir aún encuentra a unas pocas rezagadas de la marcha. Portan una manta con una leyenda que dice: “Rompan el pacto patriarcal los hombres nuevos. Y caminen con nosotras”.
Imagina que Everardo es uno de esos hombres nuevos, y que camina con ella grandes distancias dentro de las cuatro paredes de su edén clandestino.
* * *
Los niños corren hacia la ventana en cuanto alcanzan a escuchar las proclamas, lejanas aún. “Ya vienen, mamá”, le dicen con alborozo mientras ella multiplica sus manos en la cocina. Antes de ir a su labor debe dejar preparada la comida y terminar de ordenar el ligero caos que generó el almuerzo. Hace un rato llamó su madre para preguntarle si hoy trabajaría. Respondió con sonrisa amarga a las preguntas y recomendaciones de su progenitora, quien por la pandemia no puede apoyarla con el cuidado de los niños. Ellos se cuidan solos ahora. Pedrito, de diez, tuvo que convertirse en adulto casi de la noche a la mañana; Elenita, de ocho da lecciones de madurez que enorgullecen a su madre.
Va hacia a la ventana para verlas pasar. Algunas de estas mujeres le producen sentimientos encontrados. Le es difícil quererlas con esa facha de guerrilleras urbanas y esos cuchillos en las miradas que a los hombres que van por las banquetas los vuelven culpables de delitos no cometidos. Aunque hay otras que le parecen luminosas, porque al mirar sus ojos desbordan una bondad difícil de encontrar en estos tiempos. Sus hijos la cuestionan sobre los motivos de la marcha. Ella busca la mejor manera de explicarles, pero se atora cuando la chiquilla pregunta por qué ella no participa. En los breves segundos en que busca la respuesta algo parecido a una toma de conciencia o súbito descubrimiento la hace estremecer. En realidad, el abandono de Pedro, su marido, y su negativa a colaborar con la manutención de los niños, son motivos suficientes para tomar la calle y las banderas. Sin embargo, sabe que no puede darse ese lujo: debe trabajar, hacer lo que antes correspondía a dos, enfrentar la calle de otro modo; hacerla de plomero, cocinera, asesora educativa en casa, cuentacuentos, educadora de la fe y de muchas cosas más que no la incluyen como sujeto beneficiario.
“Porque yo grito y lucho de otra manera, mi amor. Te lo explicaré hoy al volver de mi trabajo”, atina a responder.
Las proclamas ya se pierden en la distancia. Es necesario dejar indicaciones para las clases virtuales de sus hijos y otras advertencias indispensables.
Al bajar las escaleras con la misma prisa de todos los días, no reprime un par de lágrimas que salen desde lo profundo, a modo de interrogantes líquidas que le dicen: “¿Y tú cuándo volverás a pensar en ti?” Se detiene un poco antes de salir a la calle para revisar el ligero rímel de sus ojos y colocarse la mascarilla. Se descubre cansada en el pequeño espejo de mano, pero debe respirar y convencerse de su condición de guerrera anónima, sin pancartas y con gritos que sólo encuentran eco en los caminos de sus venas.
Al salir escucha la furia del dueño de la tiendita de junto: “Ya vio, vecina, cómo me dejaron la pared esas cabronas”. Responde con una media sonrisa que intenta ser amable. Al echar a andar un pensamiento imprevisto la estremece: “Hay pintas negras en el alma que son peores”.
Se pierde por la calle rumbo a su guerra cotidiana de segundo turno.
* * *
La manifestación la sorprende tecleando con el esmero que propicia en ella la segunda taza de café del día, bien cargado como lo tomaba su padre. No puede reprimir el deseo de acercarse a la ventana y atestiguar una vez más que el ocho de marzo se ha vuelto la fecha más aguerrida en el país, superando incluso al emblemático “2 de octubre no se olvida”. Desde su primera juventud se convenció de que la siguiente revolución sería feminista o simplemente no sería. La llena de orgullo vivir desde hace diez años en la calle de las rebeliones, como la han llamado algunos periodistas de la radio y la televisión. Nada más cercano a la verdad. Por ahí desfilan de continuo: feministas, estudiantes, campesinos, miembros de la comunidad LGBT y muchos otros gremios.
Su emoción se ensombrece porque sabe que detrás de la fe activa y de la rabia de la mayoría de las mujeres que cruzan frente a ella, hay una estadística cruda sobre asesinadas y desaparecidas, violaciones, trata de blancas, violencia intrafamiliar e inequidad de género. Ayer discutió con un compañero escritor respecto a la insurgencia feminista. Él sostenía que las mujeres han avanzado mucho en diferentes aspectos, que deberían aquilatar sus logros y buscar formas más atenuadas y diplomáticas de ejercer la protesta. Tuvo ganas de golpearlo en los bajos por el tono de desdén hacia las que toman la calle, pero no pudo hacerlo, a menos que utilizara una de las muletas que usa desde hace ocho años a causa de su accidente.
Con cierta dificultad logra asomarse un poco más para cuando menos lanzarles sonrisas solidarias y algún grito que las empuje al frente. Esas mujeres encendidas caminan los pasos que sus pies yermos ya no pueden dar; mientras ella rescata sus voces de cualquier confinamiento en la tinta de sus crónicas, poemas y narraciones.
Después de mirarlas partir rumbo al zócalo de la ciudad y colmada del espíritu de la antigua Aspasia, vuelve a su intento por arrebatarle al silencio las palabras e, inspirada, da a luz una serie de metáforas que para ella contienen los significados de la lucha. Las frases se deslizan sobre la página con la velocidad de una avalancha. Puede escuchar en ellas los cristales rotos de la ignominia, los gritos aflorando desde lo más primitivo de los vientres, las voces unidas en una punta de flecha que rompe el aire y abre las llagas de la memoria. Ve a las aburridas estatuas alegrarse con la caricia de pintura fresca, cambiar sus gestos hieráticos en sonrisas cómplices, avivarse en esos rostros de piedra el deseo de bajar del pedestal y echar a andar, porque los personajes que representan no hicieron la historia montados sobre bloques de hormigón ni fueron mesurados en el momento de lanzar piedras contra Goliat y luego decapitarlo.
Satisfecha, envía horas más tarde su pancarta electrónica al diario que la publica semanalmente. Enciende su música predilecta, una combinación exótica de violines e instrumentos de bambú. Con cierta dificultad por el entumecimiento de sus piernas va hacia la cocina por el cuarto café de la jornada. Al beber el primer sorbo caliente y cerrar los ojos experimenta la entrada al paraíso. Como todos los días a esa hora, siente como nacen alas en su espalda y vuela ligera por los cielos que abren para ella la música y su imaginación. Su semblante es de paloma torcaza profundamente enamorada de sí misma.
Una hora más tarde, su hija, un bello zorzal vestido de negro, entra a casa aún con huellas de la refriega en su plumaje. Sin abrazarse, por cuestión de asepsia amorosa, vuelan juntas el resto del día con alas compartidas.
Tres razones para querer a Rocato, o para odiarlo
(Texto integrado en el libro “Memoria de la lucidez”, en el que escribimos una gran cantidad de artistas y amigos de Rocato a manera de homenaje por su incansable labor como editor, cronista, escritor y promotor cultural. Fue editado por Infinita Editorial y está a la venta con Rocato mismo. Los fondos obtenidos serán para apoyarlo en este momento de adversidad en el que están prácticamente detenidos su trabajo editorial y la venta de libros)
Primera
Sólo alguien tan desprendido de sí mismo decide presentarse ante los demás sin su nombre de pila de clara reminiscencia aristocrática, Roberto del Callejo y Torrentera, que le abriría más rápido las puertas de muchos remilgosos que viven de la jactancia y de sueños de sangre azul en sus venas, y por qué no, también las ventanas del corazón de algunas damitas que aún prefieren nombres masculinos con tono de abolengo, como el de un mosquetero al servicio de una reina o de un virrey de la Nueva España. Mucho le ayudaría para ello esa barba de conquistador ibérico del siglo XV. Pero no, elípticamente quedó en Rocato, tres consonantes duras y tres vocales fuertes, sin alguna breve aliteración que suavice el aire cuando se le pronuncia, sin la suave “j” de su primer apellido que amortigua la tormenta petulante de la doble ere en el segundo. Y así firma sus libros que escribe a velocidad de condenado a muerte, así cruza fronteras para conectarse con los muchos amigos que conquista por las redes o en las ferias del libro en las que ya es un personaje imprescindible; así ríe y seguramente así llora, aunque no puedo saber si Rocato llora algunas veces. Será que lo que ofrece siempre es alegría, sarcasmo inteligente, conocimientos enciclopédicos, remedios para la ignorancia en presentación rústica, protegidos por pastas de cartón y decorados por su imaginación que nació y morirá amante de las mujeres, sus diosas necesarias en estos tiempos de escasa devoción, sus sirenas que le cantan al oído sin asesinarlo. Rocato. Así suena. Así va. Así se le quiere.
Segunda
Rocato es, no simula ser ni cuando tiene que decir que el café no le gusta. El café es desastroso y todos los empleados que trabajan en el lugar se enteran porque lo dice a grito abierto, y el administrador del lugar y los otros cafeinómanos de las mesas aledañas también. Luego le dice a la mesera que es una broma, que el café es una porquería, pero que ella está muy linda y es una buena chica. Rocato es, cuando escribe algunas de sus novelas sin importunarle la conciencia los signos de puntuación a los que trata como huérfanos abandonados en un rincón de su delirio que no sabe de mesuras ni se acongoja por sus pobres lectores que tienen solo el consuelo de un inútil punto final al término de cada capítulo de su novela Café mis dos luceros, como si fuera Jerzy Andrzejewski escribiendo Las puertas del paraíso con solo dos frases o Camilo José Cela quien escribió una novela usando un solo punto y así nos obligan los tres a ejercitar la capacidad de enlace de ideas de nuestro pobre cerebro subdesarrollado por faltarle la adicción a la cafeína. Sin embargo, Rocato es, y exige ser libre, intuitivo, pícaro, socarrón, con su sentido del humor tan quevedesco y la herida dulce en la punta de su pluma y de su lengua. Rocato es cuando camina por las calles de Cuernavaca llevando todo su tesoro y su riqueza en su mochila. Ahí se lleva, cargándose a sí mismo, almacenado en el mundo de papel cosido con estambre que lo teje, lo muestra, lo declara, lo desnuda ante los demás sin que le importe gran cosa que todas las calles de Cuernavaca se enteren de sus secretos y de sus manías; y que desde atrás de las paredes y de las miradas se escuchen voces y susurros acerca de él: “Ahí va Rocato, el alquimista, que a los cartones que envasan leche Lala o Alpura los convierte en centinelas que guardan los oros de su ciencia, sus palabras de la noche y del día, de los misterios y las historias pasadas, de las guerras lúcidas y las estúpidas; sus palabras que son mujeres con jalea en la piel, con piernas abiertas y sexos suplicantes; sus palabras que son virtudes y pecados, ingeniosas humoradas, dilectas hermanas y cómplices, sabias y vulgares a la vez, prostitutas y ángeles”. Ahí va Rocato, o su fantasma que lo remplaza cuando Rocato no va por las calles de su amada ciudad. Escritor, amigo, conspicuo admirador de la mujer, hombre que cambia la almohada por las letras, irredento socarrón, palabra interminable, paradigma de lo que no es paradigma, chacota sabia, abrazo cierto. En cualquiera de sus versiones, Rocato es. Siempre es.
Tercera
Esta última razón es muy sencilla. Tiene que ver con lo auténtico que te sientes cuando estás junto a él. Te quita las máscaras cuando las usas y pone fácilmente en jaque mate a tu ego. Por esto y más Rocato es mi amigo y de todos ustedes. Los pocos que no lo quieren por las mismas razones que muchos lo queremos, no beben café o mezcal con él porque temen no tener capote para torearlo, porque les preocupa lidiar con alguien que desde joven vive sin nubes en su cabeza y fabrica barcos de papel cargados del oro de aquellas letras que nacen impúdicas, como Afroditas lúbricas que reclaman su espacio en olimpos democráticos y libres de los detestables gérmenes de la lisonja. Y qué bueno que no se acerquen demasiado con sus pieles de irritante ortiga, porque echarían a perder las tertulias en las que sus amigos libamos de él y le aprendemos.
Larga e inspirada vida a Rocato.
Los soldados negros
Los vieron venir con su machete en mano, los rostros pétreos y ennegrecidos, un asomo de furia contenida en sus miradas y pisando firme el suelo seco. Parecían una masa compacta que no dejaba escapar el aire entre sus cuerpos, una máquina humana de muchos brazos y filos que detuvo su engranaje, y dijo: “Basta”. Atrás de ellos seguía en pie la caña quemada, viva en su negrura y aún asida a la tierra, porque ellos no quisieron ya cortarla hasta que el inspector y su gente llegaran a escucharlos.
Los ingenieros abrieron las piernas para afianzar sus botas sobre el terregal del camino. Sus dos acompañantes se movían nerviosos detrás de ellos, como escudándose en su menor rango. El inspector, un ingeniero joven de rostro jovial, carraspeó y dijo al otro:
―Déjame hablar a mí primero. Y no te alebrestes que con estos no se juega.
―Nomás no dejes que te pisen la sombra. Tenemos que hacer que vuelvan al corte o nos joden allá arriba.
Ya estaban ahí. Ninguno puso su machete en el suelo o cuando menos lo enfundó en su cintura. Con esa hoja de metal en su mano diestra un poder claro y definible los acompañaba. Habló uno de ellos, no el más viejo ni el más arisco ni el más tozudo; el más ladino y lenguaraz habló:
―Pues aquí estamos, inge. A ver qué nos dices. Ya viste que la gente está de muinas y sabes bien por qué.
―Está bueno, mi amigo; vámonos con calma. Me dieron algunas razones por las que detuvieron el corte, pero queremos oírlas directas de ustedes para que nadie invente nada ―dijo conciliador el inspector―. Díganos la razón si nomás es una, o suelten todas las que tengan, los escuchamos.
―Se nos hace que ya lo sabes bien. Nos pagaron a 39 la tonelada esta semana y la semana pasada a 42. Nos habían dicho que ya nos venía un aumento de tres pesos, ¿y cuál?, nos los descontaron. Entonces, ¿qué pasó?
―Vámonos entendiendo. El aumento vendrá tal vez la semana que viene, nunca se les dijo que ya estaba autorizado para esta.
―No, pues con esas ayudas vamos a trabajar rebonito ―la ironía se impuso en la voz del trabajador―. Mira, ingeniero, te presto mi machete y éntrale tú al corte, nomás un día para que te des un quemón.
―De ese modo no nos vamos a entender. Escuchen, ustedes sabían que el campo que acaban de cortar esta semana sería pagado a 39. Así estaba establecido.
―Pues a nosotros el capitán nos dijo que nos pagarían a 42, y que a lo mejor llegaba el aumento y en una de esas hasta a 45.
Se escucharon varias voces ad libitum secundando a su líder momentáneo, algunas en tono de reclamo ligero y otras mucho más encendidas. El inspector alzó la voz para dejarse oír.
― ¡Óiganme, amigos!, así no vamos a llegar a nada. Si empezamos a gritar todos se amuela la cosa ―las voces se apaciguaron―. Me dices que tu capitán les dijo que les pagarían más. ¿Quién es el capitán de tu cuadrilla?
― ¿Cómo no sabes quién es? Pues Anastasio, el Rayo.
― ¿Y dónde está el Rayo? Que venga y explique por qué anda dando información equivocada.
Nuevamente se escucharon voces del colectivo, entre reclamos e insultos semi velados. Incluso el capitán de la cuadrilla, el Rayo, salió mal librado en las menciones. El calor en las palabras subía igual que el sol en lo alto.
―Entre el Rayo y ustedes nomás se hacen uno. ¡Puro jarabe de pico! Por allá anda güevoneando el cabrón, que no sirve pa otra cosa ―gritó uno de los más aguerridos.
Entonces intervino el otro ingeniero con cierto tono altivo. Una de dos: o lograba imponer su autoridad o caldearía más los ánimos. Decidió jugársela.
― ¡A ver, señores! Nosotros no venimos a recibir insultos ni a permitir que insulten a otro de sus compañeros que los lideran. ¡Está bien!, que venga el Rayo y nos aclare todo, pero párenle al alboroto.
―Por aquí tengo el número de su teléfono, inge ―terció uno de los otros dos acompañantes―. Si quiere, lo llamo.
No fue necesario. Alguien le había dado aviso y a los pocos minutos lo vieron venir bamboleando su rollizo cuerpo, el que poco tenía que ver con su apodo. En sus inicios también fue cortador de caña, pero un poco de talento y otro poco de suerte lo convirtieron en capitán de cuadrilla. Desde entonces ganó kilos y lo conocían muy bien las sombras de los árboles de todos los campos, pues en ellas disfrutaba a menudo de buenas siestas. Se colocó frente a los ingenieros, pero del lado de los cortadores de caña, como asumiendo la misma condición proletaria de todos ellos, con la diferencia de que él sí comía pollo dos o tres veces por semana.
Lo pusieron al tanto del asunto y lo interrogaron al respecto. Muchos de los compañeros de su cuadrilla lo miraban con desconfianza y murmuraban entre ellos. Al fin habló.
―Pues mire, ingeniero. Yo sólo les comenté que a lo mejor les llegaba el aumento de los tres pesos por tonelada de caña, y que lo más seguro es que por eso se las pagaran a 42 en vez de 39. Ellos tenían esa esperanza, pero no les llegó el aumento. Ahí estuvo la confusión.
― ¡A 45 dijiste que nos pagarían, Rayo!, 42 más los tres del aumento. No salgas con otra cosa ahora ―gritó una voz desde atrás.
―No’mbre, ¿cuándo se los dije? Yo qué hubiera querido que así les pagaran, pero no es cosa mía ni de los ingenieros. ¿O no, inspector?
Se oyeron muchas voces al unísono: “Para eso bebes, cabrón, para que se te olvide lo que dices”; “esto ya valió, no sé para qué sirvió que vinieran si no arreglan nada”; “¡ese Rayo es pura baba de perico!”; “a mí díganme a quién hay que madrear para que nos aumenten los tres pesos por tonelada y yo mero me encargo”; “y a las cuadrillas que traen de Guerrero bien que las tratan, ¿eh?, y les dan sus despensas chingonas, ¿verdad?”; “es cierto, y son puro fuereño mafufo, y nosotros somos locales, ¡carajo!”; “tanto jaleo para tres pinches pesos que nos van aumentar”; “¡unta madre!, y de qué nos sirven tres pesos, viéndolo bien”; “¡ajá!, necesito cortar diez toneladas para ganarme otros 30 pesos, tres por cada una. Ni siquiera ajusta para una caguama”.
La reunión se volvió caótica. El segundo ingeniero intervino con energía.
― ¡Carajo!, si no dejan hablar, mejor nos retiramos. ¡Guarden silencio!, ¡por favor! Les voy a comentar algo ―a regañadientes se fueron calmando; algunos de ellos ya muy alejados del grupo, escépticos―. Miren, ustedes no saben todo lo que los líderes administrativos tuvieron que hacer para aumentar los tres pesos por tonelada. Hay que quitar de aquí y quitar de allá. Y finalmente, el que paga todo es el productor, a ellos les debemos todo. Por eso les pedimos que vuelvan al corte y vamos a revisar hoy mismo que se les garantice el aumento para esta semana. No depende de nosotros, entiendan. No somos los que decidimos ni los precios de la caña ni los pagos a los cortadores, a los transportistas, a los dueños de las alzadoras, ni nada.
―Miren, ingenieros ―intervino uno de los más viejos que no había dicho una palabra; habló calmado y sin alarde―, nomás queremos que vayan y les digan que si no cortamos la caña se detiene todo. La verdad es que ni con tres pesos más por tonelada se nos hace justo, ni siquiera con seis. Lo que no aguantamos es la burla, que nos prometan algo y no se cumpla, que los machetes y las limas que nos dieron este año sirvan para pura chingada, que ni una despensa nos haya llegado hasta ahora, que los patrones nomás cuiden sus ganancias y los salarios de ustedes. Hace un rato los invitó aquí mi compa para que tomaran el machete y le entren un poquito a la friega, nomás pa que nos entiendan. Mire, nosotros vamos a seguir tragando bolillos con frijoles y chile con huevo si bien nos va; y ustedes de seguro al ratito van a pasar a comer a una fonda, se tomarán una cerveza y nos mentarán la madre. Así están las cosas y así van a seguir. Nomás les repito que si no nos cumplen con lo mínimo les movemos a otras cuadrillas y se para todo. Eso les quería decir.
Hubo un silencio. Los rostros de los cortadores reflejaban una insatisfacción acumulada que a la vez se podría leer como resignación. Eran los rostros de una historia antigua, repetida; la misma historia de desigualdades e impotencias, de palabras que no se cumplen y de promesas inútiles. Esta vez estaba pintada con el color del tizne.
Sinceramente conmovido, el inspector volvió a tomar la palabra.
―Señores, me cae que si pudiera ahorita mismo autorizaba pagarles a 50 pesos la tonelada. Sin embargo, a mí no me toca decidir. Yo sé cómo se la parten y me duele ver que hasta a sus chamacos se traen al jale, cuando deberían estar en las clases de la escuela. Lo único que les ofrezco es llevar sus inconformidades con los jefes y traerles pronto las respuestas, las que sean. Pero échenos la mano y vuelvan al corte, por el bien de todos. Mañana mismo les aviso a través de su capitán si les pueden pagar la diferencia de tres pesos por las toneladas que metieron esta semana. ¿Cómo ven, compas?
Nuevamente voces bajas. Algunos habían dado completamente la espalda y se dirigían en silencio hacia los terrenos pendientes de corte. Sólo se adivinaba lo que decían sus labios renegridos: “Pues ya qué”; “siempre es la misma chingadera”; “de haber sabido ni paro el corte”; “de todos modos los de arriba harán lo que les diga su chingada gana”. Y se fueron retirando, casi todos sin despedirse, como soldados negros que tienen bien asumidos como su destino al sol quemante, a la lluvia de tizne y a la caña repleta de una miel que no les pertenece. El Rayo los siguió, se fue con ellos para confirmar que a ellos se debía, y enseguida fue a buscar una sombra para refugiarse.
Los ingenieros y su gente subieron a la camioneta. El inspector iba circunspecto, pensativo. El otro, el más impetuoso, se encargó de dar la conclusión.
― ¿Ya vieron, cabrones? Solitos aflojan estos jijos. Nomás es cuestión de dejar que se desahoguen sin que les prometas gran cosa.
Y cambió súbitamente de tema:
―Está duro el calor, chingao. ¿Entonces, qué?, ¿pasamos por una amarga a casa de mamá Lucha?
Los otros dos celebraron la propuesta. El inspector sólo afirmó con una sonrisa forzada. Ensimismado, caía en la cuenta de que no volvería a mirar del mismo modo a los soldados negros.
Brevedades de amor y una sandez
SECRETOS DEL IRIS
Había encontrado palabras para todo. Igual que un pintor, aprendió a combinarlas para describir paisajes, acontecimientos y emociones. Sin embargo, cuando se trató de hacer referencia al amor el resultado fue el silencio. Lo intentó con ahínco, pero en su mente mil nubes competían en su afán de oscurecerlo, callarlo y mutilar sus pensamientos. Probó con fórmulas ya hechas y con algunas ya olvidadas. No hizo más que confirmar cuán conmovedores son los intentos de un ser humano por hacer alquimia con las palabras. Por eso, dejó en blanco la carta y sólo estampó un beso sobre ella, muriendo de vergüenza por su falta de talento.
Al entregarle el ramo de rosas a su amada, con la hoja de papel perfumada y sus labios simples y delgados estampados en ella, sólo acertó a decir: “Búscame en la mirada, tal vez en ellas encuentres algún incendio, algún significado”. Ella lo llevó hasta algún lugar lleno de luz para atender su petición. Era cierto. Sin conocimientos de iridología pudo encontrar oleajes de mediana intensidad, cervatillos saltando con alegría y orquestas con músicos milimétricos interpretando sinfonías. Él, en ella, descubrió planicies enormes de trigales encendidos y los murmullos que produce un volcán a punto de erupción. Y había más, mucho más en medio de los trazos y las vetas de color de sus ojos.
El resto lo descubrieron bajo la tenue luz de dos lámparas de buen gusto colocadas sobre los burós de cama en el cuarto del hotel. Los dedos de sus manos también leyeron lo propio sobre las pieles.
Mientras tanto, afuera, continuaba el discurso consumista e inacabable del tal llamado amor.
UNO, DOS, TRES…
Vuélcate, corazón, en contra de tus victimarios. Te venden y compran, inflan tu imagen en horrorosos plásticos, encapsulan tu imaginario latido en bolsas y cajas de regalo, entre celofanes y tiras de papel; vales a veces menos de diez pesos, aunque también te mercadean los grandes señores solidificado en plata o en oro, incluso en diamante. Me duele el vilipendio que hacen de ti miles de canciones: en ellas eres bueno y dador de las bondades u oscuro y traidor asesino del amor. Mientras tanto tú, incólume guerrero, sigues tocando tu tambor y regalando vida al pecho que te lleva, ignorando las injurias y desdeñando las lisonjas, firme y soldadesco a favor de la vida libre y trotamundos, guardado en tu cárcel oscura de clavículas y carne. No mueres de pena como dicen las canciones tristes, mueres de tanta vida medida en los relojes de arena, en los ciclos solares y lunares. Mueres poco a poco en la fuga de una liebre, en el ascenso de los médanos que la existencia impone, en la lucha alada de un colibrí por descubrir el néctar de los néctares. Mueres, en fin, de tanta vida acumulada. Por eso me resisto a la inútil pleitesía de una forma que no es tuya. Prefiero agradecer la caliente osadía de tus ventrículos y entrar en el silencio para que tú te escuches en toda la amplitud de tu potencia. Ahí adentro, en la contemplación exclusiva de tu fiesta, percibir el aliento divino que empuja tu uno, dos y tres inacabable.
CUESTIÓN DE ONDAS EXPANSIVAS
Es cierto, tiene muchas formas el amor. Sobre eso saben mucho los psicólogos, los filósofos y quizá los poetas. Yo sólo poseo algunas evidencias objetivas. Con la prima Chucha, viuda en sus cincuenta y tantos, por ejemplo, el amor tuvo cara de borracho y con apariencia de espantapájaros. La prima lo lloró cuando murió como si se perdiera al hombre más hermoso y benefactor que haya habido sobre el planeta, cuando su marido era un pelafustán bueno para nada que parasitó casi toda su vida, además de feo y sin ninguna gracia. Cuando lo velaban, Chucha decía que hombres como él ya no había en el mundo y que pronto se convertiría en un ángel del señor. Por consolarla, con hipocresía compasiva, le daban por su lado y trataban de enumerar con grandes esfuerzos una o dos virtudes del difunto. Muchos se preguntaban qué secreto tan bello guardaría el hombre como para mantener intacta la devoción de su triste esposa.
Después de enterrarlo y del novenario de rigor, me acerqué a ella para entenderla mejor. Sin siquiera esperarlo, me descubrió el secreto de su dolor: “Todo le perdonaba, su pereza y su fealdad, cuando por las noches me besaba los pies con devoción y después se expandía el paraíso debajo de su ombligo”. Y se me quedó viendo con ojos que dejaron de ser los de mi prima.
Entonces me alejé, sacudido por una onda expansiva que sacudió mi cuerpo.
DILUVIO
Al contrario de lo que pensó en un inicio, Noé tuvo serios problemas con varios tipos de aves que se resistían a ingresar en el arca. Acostumbradas al vuelo, no veían con buenos ojos eso de quedarse encerradas tanto tiempo y, por si fuera poco, tener que oler los abundantes excrementos de los elefantes elegidos y de otras bestias de gran talla. Estos pájaros rebeldes parecieron aliarse con aquellos hombres y mujeres que se burlaban del “loco del arca”; pero se convencieron casi al final, cuando vieron nubes tan oscuras y gruesas llenando el cielo, como jamás antes las hubo.
Paradójicamente, animales como el lagarto, el león y la hiena, entre muchos otros de igual fama agresiva, aceptaron la propuesta de Noé sin resistencia alguna. Cuando inició el abordaje, los más temibles por su veneno, como la cobra o el escorpión, fueron de los primeros en inundar los compartimientos, las rajaduras de la madera, las oquedades y las esquinas altas. Las moscas, cucarachas, ratas y otras especies similares regularmente detestadas, no pidieron permiso para entrar porque no lo necesitaban; como siempre, se colaron por todas partes
El día esperado llegó. Con el arca repleta, Noé y su familia la abordaron. Una gran compasión lo inundó por los demás miembros de su especie, que serían destruidos por traer en su sangre la malignidad de Caín.
Después de los ciento cincuenta días que duró la inundación, agradecido y librado de tan grande responsabilidad, Noé mandó a las parejas de animales a poblar el mundo y reproducirse a lo grande; igual orden dio a sus hijos y sus parejas, que ya estaban hartos de ayuntarse a escondidas en los lugares menos inhóspitos del arca, utilizando incómodos preservativos de tripa de animal y lino; poco seguros, por cierto.
Noé, dicen, vivió aún 350 años después del diluvio, por lo que pudo darse cuenta de que la vocación del corazón del hombre seguía siendo hacia la imperfección y la crueldad.
Antes de morir, concluyó que si hubiera sabido que su sangre aún llevaba dentro el germen de una bestia apocalíptica, que tiempo después depredaría a las especies que cuidó con tanto celo, incluyendo a la suya, habría desobedecido y cerrado la puerta del arca, quedándose afuera él y su familia en el acto de amor más pleno hacia el mundo; claro, después de ingresar a la última pareja de animales.
LA VENTANITA
Cuando eras jovencito, la abuela te contaba que tu abuelo le hacía el amor por la ventana. Se refería al único tragaluz de la pared que daba a la calle y conectaba al exterior con el pasillo de la casa que hacía las veces de terraza, sala de estar y comedor, como eran las típicas viviendas de pueblo hechas de adobe y con techo de teja.
Tu cerebro, enfebrecido y apenado a la vez, se debatía en su intento por comprender cómo era posible, si la ventanita triangular apenas tendría unos cuarenta centímetros por lado. El abuelo era esbelto, pero no una lombriz como para colarse por ahí. El pudor te hizo olvidar aquello.
Creciste e hiciste el amor infinidad de veces, pero nunca a través de una ventana. Te casaste, compraste una casa, algo diste al mundo y llego luego la vejez. Ya no haces el amor y esperas en paz la muerte. Las canas te han vuelto inocente de nuevo, como un niño.
Hasta ahora entiendes finalmente a la abuela.
LINAJE
¿Qué no tengo ancestros literarios? ¡Claro que sí! Mi padre abría renglones en la tierra con el arado, y escribía en ellos; sus letras florecían tiempo después. Mi madre cuece poemas al fuego, sobre un comal; los como ávido y satisfecho. Tuve un abuelo que escribió con la aguda pluma de su bajo vientre sobre cantidad de pieles femeninas; produjo cantidad de versos que por ahí deambulan, escribiéndose a su vez una historia. Otro abuelo declamaba alcoholes, emborrachado por las rimas; escribió una maravillosa narración: la de su muerte dentro de una cabina telefónica, mientras dialogaba a través del alambre con alguna dama o tal vez con Dios. Más hondo en el tiempo, encuentro a un bisabuelo que escribió con balas la fabulosa anécdota de su fusilamiento; es tan hermosa que le debo un premio, una lágrima y una rosa en su tumba.
Como verán, soy un hombre de fina ralea artística, y eso que no les hablé de un tío medio enloquecido que recogía borrachos en su carretilla, para convertirlos después en las delicadas líneas de una historia de amor que se deshacía entre sus manazas, mientras apresaba las cinturas indefensas de los beodos.
Haikú con crisantemo
Los berridos del niño en la casa vecina son molestos, sobre todo porque suelen prolongarse mientras la joven madre no ceda a los caprichos del nene, quien deberá aprender a enfrentar la frustración de otras maneras; rudo proceso por el que pasan todos. Sin embargo, te has acostumbrado a ese llanto instrumental y engañoso, y lo escuchas como si fuera el pájaro que canta en el árbol. Sabes que más al rato el mismo escuincle correrá por el jardín con el tilingo al aire y risa encantadora. Te preocupan otros llantos. Son estos últimos los que te han pintado esta mañana una omega en el entrecejo.
El día anterior habías decidido desconectarte del mundo, hundirte en la frágil paz de un estado meditativo y escribir haikús en busca de un verso poderoso que retratara el estado de tu alma. El llanto de Leo, el pelirrojo chillón de al lado, no te impediría intentarlo, a menos que su madre, desesperada, le gritara como a menudo suele hacerlo: “¡Leobardo!, ¡que te metas a la casa con una chingada!”, con el consecuente llanto ininterrumpido durante una hora. Más que el llanto, te molesta la palabra de vibraciones tan bajas (ni hablar, estos días andas pudibundo) que sí es capaz de sacarte de tu nimbo espiritual. Hoy no hay tal grito histérico; es más, ni siquiera ha venido a tu calle el camión del gas con su sirena insoportable e innecesaria. A pesar de eso, no logras la paz tan codiciada porque las noticias no son buenas, las últimas te han calado hondo, son de esas que cuentan tragedias de personas que has querido, tocado, escuchado de cerca, y que ahora ya no están en este plano físico.
El café te encuentra triste en la mesa. Juraste no hacerlo, pero te retractas y enciendes la radio con la esperanza de que el noticiario diga algo bueno, a sabiendas de que el ochenta por ciento de sus informes no lo son. Otra vez las estadísticas de la gran enfermedad, frías y terribles como cada día (a tu mente llegan los rostros desdibujados de tus familiares y amigos queridos: todos tienen un número pintado en la cara), y las noticias del funcionario extraditado de Europa que tal vez llegue a un arreglo para no ir a la cárcel y adherirse al famoso “criterio de oportunidad” (piensas en las oportunidades que no tienen los pobres en este país); nuevamente sale a la luz el candidato a gobernador acusado de acoso sexual por muchas mujeres (el café te da nausea) y el otro ex “gober precioso” amigo de pederastas que ha caído preso (ahora casi vomitas); y el debate sobre la vacuna rusa y sobre la otra no apta para ancianos (recuerdas las canas que insisten en platear tus sienes); enseguida te enteras de cómo ha crecido el número de figuras públicas y deportistas que aspiran a un puesto político (imaginas a Paquita la del Barrio en una tribuna arengando a sus seguidores: “¿Me están oyendo, inútiles?”).
Apagas la radio. Aún no entiendes por qué sueles escuchar a ese periodista con acné y tan criticado por favorecer a los regímenes políticos nefastos; también dicen que enriquecido a través de su oficio. Hoy te enteraste de algo: nació bajo el signo de Acuario, como tú, y esa podría ser la razón. Nunca has sido adepto a ese tipo de charlatanerías seudocientíficas, pero no deja de sorprenderte que muchos de tus buenos amigos sean de tu mismo signo zodiacal; incluso, al conocer a una persona que te cae demasiado bien de inmediato sospechas que es un acuario, y después lo compruebas con sorpresa. Ese misterio es un encanto para tu ser escéptico, lo vulnera y lo empuja relajando sus normas.
Pero hoy no es suficiente el horóscopo para alentarte. Cierras los ojos y vuelas al pasado. Recuerdas al joven dentista que diagnosticó el estado lamentable de tu dentadura, a tus apenas 20 años. Tenía poco de haber egresado y montado su consultorio. Hizo lo que pudo por ti, con más entusiasmo que experiencia. Lo recuerdas alegre y animoso, sonreía mucho para mostrar que sus dientes eran buenos e influir en tu decisión de dejarte torturar con la fresa en sus manos, calamidad de la que no escaparías, sea con él o con otro. Hace tres días supiste que partió con su buen humor a cuestas. Quien sabe si haya un cielo lleno de ángeles con dientes repletos de caries. De no ser así, deseas que no se aburra mientras espera a que lo alcancen los que amó, y que siga sonriendo como lo hacía en la última foto suya que viste en las redes, como lo hacía siempre.
Intentas perderte en la novela que lees mientras la mañana se hace vieja. Después de diez páginas, tu hija te interrumpe para contarte que en el chat del grupo de animalistas alguien llama con urgencia para auxiliar a una perra que está pariendo en plena calle, a más de veinte kilómetros de tu casa. Ha parido cuatro perros y tiene otro atravesado que no puede salir; eso contó la dama que lo vio y no pudo quedarse a auxiliarla. Tu hija es capaz de recorrer la ciudad de lado a lado para quitarle una garrapata de la oreja a un perro. Por eso te pide acompañarla a su labor de salvación y de paso a atender otros asuntos que de por sí estaban planeados para esa tarde. Te resistes, habrá alguien más cercano que se encargue del animal. Ella insiste. Preguntas a la nube que alcanzas a ver por la ventana por qué tu hija no es una chica normal. Te llenas de valor y le dices que no. ¡Esta vez no!
Media hora después manejas tu auto rumbo a la parturienta de cuatro patas, después de constatar que al menos la mitad de los animalistas sólo son del tipo: “Pásame una cuenta y te coopero”, o “mándame los datos y la foto para compartir; ¡ay!, pobrecito animal”. En un alto necesario durante el trayecto checas tu móvil y te enteras de que una estimada profesora y amiga también ha cerrado sus ojos. ¡Cómo anda terca la muerte! ¡Carajo!, casi gritas, mientras mil emociones se te aprietan en el pecho.
Han llegado al lugar siguiendo las indicaciones que te da la mujer esa del Google Maps. Súper Chica, o sea tu hija, se coloca cubrebocas, careta y guantes. Enseguida sale, indaga, platica con dos herreros desprovistos de algún aditamento de protección. Luego regresa para indicarte el lugar donde están los perritos abandonados, pues su perra madre no se encuentra ya en el lugar. Después de dialogar con otra señora del rumbo que se ha sumado, y con su esposo, Súper Chica (SCh, para efectos prácticos) va con ellos a buscar la perra en la periferia. ¡Horror! La encuentran a doscientos metros de ahí, con una protuberancia tremenda colgando atrás, tumor o cachorro atravesado, nadie sabe. Tú esperas en el auto y SCh llega. Llamadas al veterinario y toma de decisiones; a sacar tu cartera para mostrar la nobleza. Levantas los perros que han nacido vivos y dejas ahí los muertos (SCh no es capaz de hacerlo, ni aún con sus guantes super profilácticos; para eso te tiene a ti, que en las sombras de una covacha debajo de unas escaleras apresas una rata muerta en vez de un cachorrito). Tiempo después, ya en la clínica veterinaria, SCh y tú se despiden ofreciendo apoyo a distancia y deseando lo mejor para la orejona callejera. La vecina del lugar se hará cargo.
Después de realizar algunas compras se dirigen a casa, con la satisfacción moral de haber cumplido y después de que tu hija te roció el cuerpo con desinfectante teóricamente anti virus. Ella ha dejado de ser SCh. Su semblante es triste. La oyes decir que si para algo quisiera tener mucho dinero es para construir un gran albergue donde recibir y hacer felices a todos los perros callejeros. Así como están las cosas, agrega, sólo casándome con un rico. Buscas las palabras, las más sabias para ayudarla con su dilema. No las encuentras. Así son las cosas, hija, no puedes resolver todo del mundo; le sueltas esas frases y otras que cachas al vuelo, a sabiendas de que no ayudas mucho. En el fondo deseas que no se vuelva un día la pareja de un papanatas, y que, además de no serlo, algún dinerito tuviera guardado bajo el colchón.
Al entrar a casa, un haikú atraviesa tus sienes. Lo escribes:
En su mirada
descubrió lo que no es:
un crisantemo.
Los tres versos son flagelos para tu ánimo. Querías ser esta tarde la luz dorada que despide al sol y te identificas más con las sombras que se anuncian en el oriente. Desistes de la idea de construir otro haikú. Temes no encontrar en él conejos en fuga o alegrías sonoras de bambú, o al menos una tersura de rosa para terminar el día con ánimo aterciopelado.
El teléfono móvil es una tentación. La resistes. No quieres recibir más noticias lamentables. Llamas a tu madre y a tus hermanas para saber si todo va bien. Enseguida apagas tu celular, haces gárgaras con vinagre de manzana y te dispones a seguir con la lectura pendiente. Antes, escuchas el que podría ser el último chillido del día del pequeñín de al lado y, para tu consuelo, oyes a tu hija cantar en su cuarto una canción setentera. Ambos hechos, el llanto y el canto, suenan a bendición en tus oídos. El mundo gira como debe ser y tú con él. Un día más de resistencia que has ganado.
Te zambulles en el mar de palabras.
Sueño de un efecto secundario
A Elisa nunca le advirtieron respecto a la posibilidad de perder el sabor de los besos. Ese mediodía, los labios de él no eran esa fogata tibia con esencias de maracuyá y carambolo: frescos, tropicales, capaces de remontarla de inmediato a paraísos de arena y olas suaves. Al contrario, le parecieron un páramo seco y con estrías, ajenos a cualquier tipo de humedad
Aterrada, se dijo indispuesta y le pidió llevarla a casa. Las secuelas del contagio aún hacían estragos en ella, pensó, y debería seguir resguardándose como los últimos veinte días. Sin embargo, fuera de eso y de una ligera megalomanía que la hacía verse más hermosa en el espejo, también como una resultante del virus, no experimentaba ya ningún otro síntoma. Había culminado el tratamiento farmacológico y sólo continuaba con un refuerzo de vitaminas, alimentación sana y música espiritual para reforzar sus defensas físicas y anímicas. ¿Será que también el virus se llevó la pasión por él y hasta el amor que juró sería eterno?
Por la noche, al abrir la caja de chocolates que su novio le regalara, tomó uno con forma de corazón, engulléndolo. ¡Nada! El cacao había desparecido junto con el azúcar. Tomó uno más relleno de licor y el líquido viscoso parecía agua simple enlodada. Su angustia creció y corrió a la cocina para probar algo que sí tuviera sabor. Partió una naranja y con desesperación la exprimió directamente en la boca. El jugo dulcísimo entró libidinoso y devolvió al paladar la calma, siguió por su garganta regalándole un agridulce consuelo. Aún con cierta inquietud cogió una manzana y le hincó el diente. ¡Deliciosa!
No cabía duda, los chocolates eran de mala calidad y los besos de él… ¿también? Debía resolver el misterio de inmediato. Encendió la pantalla del celular, identificó rápidamente el nombre y envío el mensaje: “¿Estarás sólo esta noche?” Dos minutos, tres; justo después de cuatro, aquél, el otro, respondió: “Por ti, estoy solo cada vez que necesites que lo esté, con pandemia o sin ella”. Dos, tres, justo al cuarto segundo, ella respondió: “¡Quiero verte!” Aquel, el otro, paladeando con mucha anticipación la tarde que pronto vendría, cerró el acuerdo: “A las cuatro te espero y a las cinco estarás enloqueciendo; pero, ¿ya no me contagiarás de nada?” Ella, gatuna: “Sólo de este fuego que te busca en los tejados”.
Con “él” llevaba cuatro años de noviazgo; con “aquel”, apenas unos meses de incendio. Con “él” pensaba casarse, tener un hijo que heredara la ternura de su padre y comer juntos sopa caliente cada día; con “aquel”, seguir quemándose las ganas, marcándose la piel, explotando su vientre hasta gastar toda la pólvora que algún ancestro suyo le colocó al nacer. A “él” quería amarlo toda la vida; a “aquel”, quería exprimirle la suya hasta convertirla en una belleza que sólo habitara en el recuerdo.
Antes de irse bebió dos copas. Mientras manejaba prendió un cigarro. Un poco de alcohol y tabaco mentolado la ayudaban a menguar la culpa, a dejar de pensar en él.
A las cuatro con tres aquel abrió la puerta, le dio un beso extrañamente tierno, la tomó suave del talle y la llevó a la mesa. Ahí había una botella de vino tinto joven y dos copas, bocadillos de carnes frías, queso y aceitunas. Y también un regalo envuelto en papel con corazones y adornado con un moño. Extraño, porque jamás había hecho algo así; apenas se veían y sus bocas se tornaban dos borrascas en medio del mar más tumultuoso, y su destino inmediato era la cama. Ahora aquel parecía otro, y otra su mirada, sus manos, su palabra. Asustada y sorprendida, se negó a creer que había perdido fuerza el torbellino que la sacaba de su centro y de su mundo de verdades indiscutibles.
Al terminar su primera copa se arrojó sobre aquel en busca de su boca y la rudeza de sus manos. Mordió, arañó, lamió y hurgó. Aquel la detuvo en algún momento, tomó su rostro y le dijo que la amaba. Ella se desbordó en llanto y comenzó a golpearlo, desesperada porque encontró sus labios secos y su piel inerte; sabían a menos que nada. Encima estaba esa incomprensible confesión amorosa, prohibida entre ellos. Se arrojó al piso a llorar su desgracia. ¡Qué dolor!, su amante le decía que la amaba con ojos suplicantes como jamás los vio. Ella sólo quería sentirse poseída, viva, palpitante. Y aquel la aturdía con ese discurso romántico fuera de lugar, sin encontrar al menos en los besos del hombre restos del furor que la enloquecía.
Salió de ahí y aquel la vio irse, con dos lágrimas que hacían acto de presencia por primera vez a causa de ella.
Sumamente contrariada, Elisa se dirigió a casa de su mejor amiga. Necesitaba que alguien de confianza la ayudara a entender un poco. Por fortuna encontró a Rita en su hogar, acompañada de su hermano menor, el chico más dulce y tímido que hubiera conocido. Al verla en tal estado de desesperación, su amiga se dirigió a la cocina a preparar una solución con valeriana y pasiflora para dárselo. El chico la veía sin entender y tratando de calmarla con frases cortas. De pronto, la miró abalanzarse sobre su cuerpo. No supo cómo ella se prendió de su boca y hurgó con su lengua, toda ansiedad y frenesí. Intentó separarse, pero era tanto el ímpetu de Elisa que sólo pudo echarse hacia atrás buscando algún soporte. Recargado en la pared, por fin la tomó de las sienes con sus manos en un intento desesperado por retirar sus labios de los suyos y poder respirar, aunque la excitación empezaba a adueñarse de su timidez.
Súbitamente, como si una ventosa se separara violentamente de su boca, Elisa se retiró mirándolo con ojos extraviados y diciendo incoherencias. El muchacho, confuso y jadeante, tomó conciencia plena de lo sucedido y, mudando su cara hacia el terror, se dirigió al baño tosiendo y en busca del enjuague bucal, atemorizado ante la posibilidad de un contagio intencional por parte de la loca amiga de su hermana. Al mismo tiempo, esta última volvía de la cocina con un vaso en una mano y un pequeño frasco en la otra. Elisa ya salía por la puerta rumbo a la calle ante el azoro de su amiga.
Con un tsunami corriendo por sus venas y una lluvia salada cayendo desde sus ojos, caminó tres cuadras hasta llegar a un parque. Necesitaba que alguien autorizado le dijera exactamente qué estaba sucediendo. No pudo reprimirse al ver a tres jóvenes departiendo cerca de la fuente, dos con cubrebocas y uno con careta. Es necesario que alguno de ustedes me bese, se los suplico, les dijo. Extrañadísimos, se miraron entre sí e intercambiaron risillas. Pensaron que estaba drogada, pero los inquietó su atractivo físico. Osado y divertido, el de la careta se acercó a ella, la tomó de la mano y la llevó a diez metros de ahí, detrás de un árbol. Liberó su cara, tomó la barbilla de Elisa y la besó, primero dulcemente y poco a poco aumentó la pasión en un beso largo e inacabable. Ella sintió que de nuevo su cuerpo vibraba, y la tarde entera que moría se metió toda en ella, incluyendo el escándalo de pájaros que buscaba las copas de los árboles y el bolero de un organillero que pintaba de melancolía los últimos rayos de luz natural. Estaba viva de nuevo. Los monzones perdidos habían regresado a su piel junto con las lluvias de verano. ¡Cásate conmigo!, le dijo al chico de la fuente, que, festivo y confuso, sólo deseaba seguir con una nueva andanada de besos.
Entonces lo vio venir a él, caminando por un pasillo del parque; a su novio de labios sabor carambolo. Agitada, se desprendió de los brazos recién encontrados y abrió los suyos para recibir los del hombre. El encuentro fue tierno y no falto de deseo. Rápidamente se abrieron las puertas a un pequeño infierno prometedor, lo suficientemente candente para cobijar sus ímpetus.
¡Cásate conmigo, Elisa! Despierta, tienes que ver claras las cosas. ¡Cásate conmigo!, lo escuchó decir, enfático cómo nunca.
Elisa despertó. Abrió los ojos y encontró los de él. Sonrió. Después de un suspiro hondo, sin dudarlo, respondió que sí. Ya después vería qué hacer con los insólitos sueños de sus labios.
Tiempo de campanas
Son las siete con siete. Truenan dos cohetes rompiendo el fresco de esta mañana de enero. Mi madre, desde el patio, confirma mi presagio: Otro muerto, Padre mío. Enseguida doblan las campanas de la iglesia, como arrojando al aire lágrimas sonoras que se cuelan hasta debajo de las sábanas; es domingo y ni los muertos impiden que alberguemos la duda un poco más de tiempo sobre la cama. Luego pasará alguien por la calle y nos pondrá al tanto. Entonces haremos recuento durante el desayuno y sabremos de quién es la tristeza de hoy, y cuál otra se anuncia para mañana.
Desde hace unas semanas, en este pueblo casi a diario avisa la muerte su visita. Estuvo dormida durante buen tiempo y sólo nos guiñaba un ojo desde alguna esquina o susurraba su presencia en los noticiarios de la radio. Hoy camina descarada por las calles y no tiene empacho en mostrar su desnudez, su risa desdentada cuya fealdad no hace juego con el aroma de crisantemos que va despachando por todas partes.
Yo no la busco ni tampoco la rehúyo. Algún día entrará por la puerta sin que la invite, y vaciará mi closet y llenará de polvo los muebles, colocará un retrato mío en la pared a fin de que el nieto que aún no tengo me recuerde, e irá desdibujando de la memoria mi risa y el tamaño de mi cuerpo; terminará convirtiéndome en una presencia amable que atisba desde los rincones de la casa, inofensiva como las telarañas altas que nadie quita de las vigas del techo. Mientras tanto, respiro hondo para constatar la vida al tiempo que suena otra serie de cohetes, allá por el rumbo del difunto.
Es hora de mover el cuerpo, estirar los músculos y calentar los huesos, para que no se les ocurra sentir que por ellos suenan las campanas. Mi madre ya debe saber de quiénes son las lágrimas del día, porque hace un rato la escuché comadrear en el portón con una vendedora de rábanos y aguacates que pasa por aquí todas las mañanas; comadrear desde lejos, como le hemos enseñado, con cubrebocas y un poquito de recelo en la mirada, con frases cortas y un tanto lapidarias, pues no vaya a suceder que la vendedora se suelte a contarle una historia triste y, ella, conmovida, le compre todos los rábanos y la invite a almorzar, como suele pasar si permitimos que su bondad no tenga freno. En este tiempo, incluso la bondad abierta y en exceso también resulta peligrosa. En todo caso, estamos aprendiendo a no darla entera en las manos de los otros y en los abrazos, sino a mandarla por mensaje electrónico o transferencia bancaria.
Salgo del baño y me evado de la nueva andanada de cohetes con una canción clásica de Sabina: Ahora es demasiado tarde, princesa. Búscate otro perro que te ladre, princesa. Me va mejor esta mundana pena musical en vez de la otra anunciada por las campanas que compiten con el rocanrolito de mi español preferido: …cuando eras la princesa de la boca de fresa, cuando tenías aún esa forma de hacerme daño.
Al terminar la canción me siento un poco ruin. Vuelvo a sentir la obligación de sumarme a la pena colectiva, porque este es un pueblo y aquí se lloran todos los muertos, aunque no sean los tuyos; aquí estamos todos hermanados, por lazos de sangre o por un santo patrono que desde su hierática postura nos define un código de vida y conducta. Dejo a Sabina en paz, después de todo el andaluz es hierba mala y para llorarlo falta rato.
Me entero de la noticia y se me hace un nudo en la garganta. Recuerdo poco al difunto, a causa de haberme ido muchos años tras mi tesoro y volver después para encontrarlo aquí, enterrado junto al árbol que planté de niño. Inevitable, me viene a la mente el famoso texto de John Donne, el poeta inglés: La muerte de cualquier hombre me disminuye porque soy parte de la humanidad; así, nunca pidas a alguien que pregunte por quién doblan las campanas; están doblando por ti. Vaya en paz, murmuro, mientras preparo mi almuerzo con medido entusiasmo. Para esto de estar vivo no basta quererlo, hay que alimentar las células y luego salir a llorar o reír el día.
Media hora más tarde, decidido, me dirijo con paso firme hacia el hospital del pueblo vecino. Lo pensé muy bien y creo que es menester hacerlo. He rodado de acá para allá, fui de todo y sin medida; juega mi mente con la letra de esta canción triste de un cantante triste también ya dormido; y con estos pensamientos justifico mi decisión de hacerme la prueba.
La fila no es muy larga, sin embargo, me llevaré buen rato esperando. Abro el libro que llevo en mis manos e intento leer. Es inútil, me han contagiado los demás la inquietud que salta de sus miradas. Entonces me dedico a imaginar la historia de cada uno de ellos. Tres lugares delante de mí está una mujer guapa. ¿Por qué tendrá la duda?, me pregunto. ¿Será que tendrá un amante y ayer le dijo ese hombre que está en cuarentena porque tiene los síntomas? ¿O es mi pensamiento injusto y realmente esta mujer ha cuidado a su madre enferma porque un nieto que se fue de farra le pegó el famoso virus aquella noche que llegó borracho a pedirle posada, y todo por miedo de llegar a casa de sus padres en tales condiciones? ¡Dios!, la imaginación puede ser terrible.
Justo detrás de mí viene un hombre obeso. Lo escucho respirar con dificultad y trato de estar lo más distante posible de él. Vuela mi mente, la loca de la casa: seguro es bebedor de cerveza, le ha valido un bledo esto del semáforo escarlata y es el mismo que vi días atrás entrando sin cubrebocas a una tienda de esas que no oso mencionar, con un cartón de cerveza vacío y una sonrisa de estúpido que me enfureció.
Creo que debo respirar hondo y volver a mi libro. Corro el riesgo de convertirme en censor implacable y en el tipo odioso que a veces soy. La fila ha avanzado y estoy a tres lugares de llegar. Un temorcillo vuelto gota de sudor me moja detrás de la oreja y también abajo en ‘salva sea la parte’.
Una repentina indecisión me impide avanzar cuando me toca hacerlo. Dejo pasar al gordito que va detrás de mí, quien ahora me preocupa por el semblante y hasta me resulta simpático, me dan ganas de abrazarlo y decirle que todo estará bien. También dejo pasar a una señora que viene casi en los huesos y me mata con su semblante de invalidez. Ahora detrás de mí está un anciano con bastón y enseguida una señora más obesa que el gordo de adelante, y más atrás una chica que carga una culpa en todo su cuerpo y no deja de mirar sus manos que frota con desasosiego.
En ese momento me salgo de la fila. Sin explicarme la razón, echo a andar rumbo a la salida con ansiedad por llegar a campo libre, descubrir mi rostro y respirar profundo. El sol es tibio esta mañana y lo recibo con agradecimiento. Me percato de que el aire entra libre en mis pulmones y de una gran energía invadiendo mis huesos. Decido que este no es mi lugar y debo dejarlo a quienes tienen mayores razones para estar ahí. De cualquier manera, la duda persigue siempre a los escépticos y he aprendido a vivir con ella; me ayuda, me inspira, me mueve. Lo mejor que puedo hacer es seguir tomando vitamina D, dosis abundantes de paz y de sol, y distancia amorosa. Enredar el miedo en la cola de un papalote y mandarlo a volar por cielos desconocidos.
Vuelvo a casa, liberado de un gran peso. Doblan las campanas nuevamente; parece que están sepultando al paisano. Bajo la mirada y le regalo un minuto de silencio. Lo imagino cruzando el umbral con sonrisa inefable y eterna. Después enciendo el móvil para ponerme al día y encuentro otra noticia: la muerte de Bruno, el hijo mascota de un querido amigo. En la foto, él duerme para siempre y la mano bondadosa lo acaricia. Duerme tranquilo, mi Brunito hermoso. Velaré tu sueño hasta ese día que nos volvamos a encontrar. Entonces me mostrarás el sendero hacia ese lugar divino, donde no hay dolor ni sufrimiento ni miedo… No evito derramarme en lágrimas por el perrito, al que no conocí. Un can me conmueve tanto como un niño. La duda que me embarga ahora es terrible: ¿Cómo pude hoy llorar a rienda suelta por Bruno y no por alguien de mi especie?
Las campanas guardan silencio. Me envuelve el vientecillo vacilante de la tarde nublada; parece también llorar y no entiendo por qué, pues ella y yo sabemos que existe otro día. Tal vez conoce secretos que ignoro. Prefiero que así sea. Bendita ignorancia que me empuja a la cama, cierra mis ojos y duerme conmigo la siesta dominical.
El balcón de Aurelia
A mi mamá le molestaba que le dijera tía a la tía Aurelia. Al principio no entendía el porqué. Si la madre de mi madre era prima hermana del padre de Aurelia, entonces ellas dos eran primas y yo debía decirle tía; así razonaba mi cerebro púber. Pero no, mi santa señora se avergonzaba de su prima y evitaba a toda costa que hablara de lo bien que me caía. Y cómo no iba a gustarme su carácter si sacaba chispas, alegraba las calles por las que pasaba y me producía una curiosidad extraña en el vientre al ver el bamboleo exagerado de sus caderas. En ese entonces yo pensaba que algo andaba mal en los huesos de su coxis y por eso al caminar tenía que mover su anca veinte centímetros a la derecha y veinte a la izquierda; ya después me di cuenta de que algunas chicas de mi edad también movían el cuadril, cómo decía mi abuela, pero ninguna lo hacía como la tía Aurelia, ni las demás muchachas mayores o las señoras que veía pasar por mi calle.
Debo decir, sin embargo, que no era el bamboleo lo que más me encantaba de la tía, a mí y a muchos, sino esa manía suya de estarse riendo todo el tiempo, como si nunca hubiera nada que lamentar, como si no fueran pobres su familia y la mía, como si nada más respirar fuera suficiente para traer pintada una rosa roja en las mejillas. Mi casa estaba enfrente de la suya y muchas veces escuché a su padre, el tío Nico, de gran nariz y bien gruñón, regañarla con palabrotas que yo no podía pronunciar a riesgo de que me zumbara mi madre con la vara de cuaulote que siempre tenía lista para aleccionarnos. Muchas veces castigaban a la tía Aurelia con no dejarla salir durante días. Ella ni se abrumaba, pasaba la tarde asomada en el balcón de grandes barrotes que da a la calle y desde ahí hacía que la tarde tuviera golondrinas, aunque no fuera primavera. Yo la veía atisbando tímido por las cortinas de una ventanita de mi casa. Así descubrí una noche que estaba enamorado de la tía. Hacía cuentas y calculaba que me llevaba cuando menos unos ocho años, por lo tanto “lo nuestro”, y lo decía así, emulando a los galanes de las telenovelas que veía la abuela, sería imposible. Además, sería incesto. ¡Horror! Pecado mortal, diría mi madre si hubiera adivinado mis pensamientos.
¡Pecatum masturbari!, fueron las primeras palabras encendidas que pronunció el cura en el confesionario cuando le revelé que me había tocado mis partes nobles pensando en la sonrisa y en el escote de la tía Aurelia. Me sonaron a condena en los infiernos, a tridente de demonios encuerados y a mi abuela golpeándose el pecho entre jaculatorias para lograr la redención de su nieto malcriado. Cumplí la penitencia de rezos y silencio que me impuso, pero no logré jamás detener al demonio que se me había metido dentro, aunque por las noches las pesadillas me atormentaban y concluí que había ganado un lugar de honor dentro del gran cazo de aceite hirviendo donde eran castigados los mayores pecadores que llegaban al averno. Sin embargo, no me importó. Crecería, me haría fuerte trabajando con el ganado y la tierra, y liberaría a mi amada de su cárcel y de su padre carcelero.
No fue necesario esperar ni siquiera unas semanas. A los pocos días Aurelia se fue con un ranchero bragado de ojos zarcos que la subió en su camioneta y levantó una polvareda al arrancar rumbo a no supe dónde. En esa nube de polvo se perdió el ímpetu pueril que había nacido en mí y sufrí como el tío abuelo Nico; él lloraba de rabia por el deshonor y yo de abandono. Su mujer, mi tía Pita, sólo fingió pena, porque en el fondo se puso contenta de que Aurelia encontrara hombre, sin importar que no se vistiera de blanco como las mayores.
A nadie le duró mucho la pesadumbre o el gusto, porque a los siete meses el ranchero ojizarco la devolvió en la misma camioneta y la dejó frente a su casa con una maleta y una panza en la que hubiera cabido un becerro. Que fue porque nomás se le iba en puro reír y hablaba sin parar con las plantas; que porque el niño era de otro que se metió en su cuarto un día cuando aquel no estaba; que porque no sabía freír ni un huevo y no quería hacer pie en la casa; que el ranchero hacía así con todas y no había quien le echara pleito. Duró una semana entera la comidilla de la gente. No supe a quién creerle. Para ese entonces ya tenía la oreja bien entrenada; captaba de aquí y de allá los decires y cacareos. Como sea, me puse feliz por su regreso porque vi los beneficios para mis intereses ingenuos: con la panza y el nacimiento del niño no habría quien la quisiera; de eso modo, el tiempo pasaría y mi esperanza de alcanzarla despertaba.
Pronto terminaría la primaria. En la secundaria ya tendría bigotito como mi primo Memo y eso me alentaba. No volví a confesarle ninguna de mis fantasías al cura, pues mis amigos hacían lo mismo que yo con sus cuerpos y era normal que sucediera. Mandé a los demonios a hacerse cargo de los abigeos y los asesinos, de los ladrones de niños y las comadres chismosas.
Una vez fui a comprar tablillas de chocolate criollo con la tía abuela Pita y ahí estaba su hija, mi adorada tía Aurelia, amamantando a su hijo de más o menos tres meses. Se sorprendió al verme tan crecido y me acarició el pelo como nunca lo había hecho. La caricia y su risa eran para mí pruebas irrefutables de que me quería. Guardé esa ternura para apaciguar mis noches y darles sentido a mis suspiros. La guardé muchos meses, un año entero, hasta que Aurelia se llevó otra vez su risa, su crío y su bamboleo al irse con otro hombre.
Sentí en mi pecho una punta de maguey atravesándome. Por las tardes huía hacia los campos para que la tristeza la enterrara más o terminara sacándola. El tiempo fue el ungüento necesario para olvidar a la Aurelia y estrenarme dos años después en dar besos de pajarito a una noviecita de la escuela, flaca como un espanto, pero con unos ojotes que se comían todo mi asombro.
Cumplí quince y la vi regresar de nuevo, ahora con dos chilpayates arrastrando, el mayorcito ojizarco como su padre y el pequeño medio mulato, como dicen que era el segundo hombre que se la llevó, a quien una vez juré matar. No me emocioné como antes al verla, nada más me dieron ganas de estar con ella para entender por qué la querían encuerar todos los hombres y en dónde tenía en su piel el botón para apagar su sonrisa eterna y ladina, cambiarla por un grito mientras estaba conmigo. Porque su risa ya no hacía aparecer golondrinas en el invierno, sino lumbre ardiendo en mis ojos y mis manos.
El tío Nico la obligó a vivir en el fondo de su enorme patio, en unos cuartos que daban al callejón que lleva al mercado. No quiso dejarle el balcón para que desde ahí conchabara a otro que le plantara un tercer hijo. Se le oía decir que esta hija suya, la menor de todas, le había manchado el orgullo a la familia, pues las otras tres tenían temor a Dios y estaban bien casadas, aunque quién sabe si fueran felices. El tío ya andaba agotado y pronto se hizo de la vista gorda cuando por las noches veía moverse unas sombras en el patio, y luego saltarse la barda hacia el callejón. Se dio cuenta de que nada podía hacer y se conformó con la esperanza de no ver llegar más niños sin padre a través del vientre de la tía Aurelia, de quien ya no deseaba sentirme sobrino para brincarme también la barda una noche de esas.
Andaba en mis dieciséis cuando por fin me animé, no a saltar la barda en lo oscuro, sino a tocar su puerta un sábado que regresaba de ayudar a mi padre en una faena. Le confesaría mi emoción y tal vez se compadeciera de mí descifrándome algunos de sus misterios de mujer. Para mi sorpresa, la puertita que daba al callejón estaba abierta; temblando, me aseguré de que nadie me viera y la empujé. Encontré al pequeño dormido en una hamaca del patio y el otro tal vez andaría con los abuelos. Seguí el caminito empedrado que daba a su dormitorio, la llamé quedito al estar frente a la puerta y respondió el silencio. Empujé y entonces la vi, desnuda y abrazada al cuerpo también desnudo de un fulano; ambos dormían profundamente. Yo sudaba por la turbación extraña que me provocó esa imagen, molesto y excitado a la vez. Increíble que aun estando dormida no se desdibujara esa sonrisa que nuevamente hacía trizas mis emociones. Después de unos segundos reaccioné y en puntas eché a andar hacia la puerta antes de que el tío Nico apareciera por ahí, o la tía Pita, a quien poco le importaba que Aurelia metiera hombres a su cuarto si ella de vez en cuando recibía algo de los buenos pesos que juntaba, según supe luego por medio de las lenguas viperinas que nunca faltan.
El desencanto lo curé pronto con una novia de manita sudada e ida a misa juntos. De alguna manera la tía Aurelia había muerto para mí. Dejó de ser la tentación incestuosa, el ensueño, la duda, la sonrisa permanente. Sobre todo, cuando se largó nuevamente con alguien para regresar muchos años después con una hija nueva, morenita y de pelo color azabache. Crecí, me casé y dejé de interesarme por sus amantes. El tío Nico se murió y años más tarde lo siguió la tía Pita. Entonces el balcón que da a mi calle cobró vida nuevamente. Las cortinas se abrieron y adentro se instaló una alegría de borrachos y botellas chocando entre sí. El patio de su casa se convirtió en centro de reunión de bohemios campiranos bebedores de mezcal y cerveza, y uno que otro ingeniero agrónomo de botas y tejana. Aurelia ganó muchos kilos y algunas arrugas, pero parecía seguir viendo en el aire colores que nadie más miraba y escuchando campanas alegres, porque su risa jamás envejecía.
Me fui del pueblo con mi esposa y mis hijos durante media vida. Al regresar la encontré marchita y cuidando al único hombre que quiso quedarse con ella, igual de viejo e inútil como estropajo rancio. Al poco tiempo se le murió. Lo lloró unos cuantos meses.
Una mañana se puso un vestido de flores y encaje, colorete en las mejillas, algo de rímel en las pestañas y salió a la calle, encorvada y con su sonrisa de pocos dientes, medio enloquecida y con brillo desquiciado en los ojos. Recorrió las calles del pueblo tocando en cada puerta, preguntando a quien la atendía si en esa casa habría un hombre para ella. Ofrecía su balcón con herrería para mirar desde ahí la calle y esperar la muerte, y también sus labios ajados que seguían apuntando hacia arriba incluso en la desolación. No pasó a tocar en mi puerta, justo frente a la suya. Uno de sus hijos, al comunicarle una comadrita el desfiguro que andaba haciendo su madre, fue por ella para regresarla a casa, sin saber que lo agarraría a bastonazos al intentarlo, gritando a viva voz que necesitaba un hombre a su lado para seguir viva.
Un día se esfumó la última alegría que guardaba su cuerpo. Yo mismo la vi salir por entre los barrotes del balcón y dejarla a ella dormida para siempre en su mecedora. Tenía forma de golondrina. Juro que dio dos o tres giros en el centro de la calle y después voló hacia una nube que pasaba.
La mañana siguiente sonaron extrañamente alegres las campanas de la iglesia. Y la llevaron a enterrar.
Alfa
I
Se llamaba Pedro. Lo supe algún día cuando su dueña limpiaba el corral y yo pasaba trotando a un lado por el camino que bordeaba un arroyuelo. Solía detenerme a menudo para intercambiar con él dos o tres pavoneos y refrescarme la cara. De inmediato me di cuenta de que era el macho alfa; gallinas, guajolotas y demás pípilos se rendían a su garbo esponjado. Su moco era impresionante y campaneaba sobre su pico pendenciero.
La primera vez que lo vi, antes de saber que tenía el mismo nombre de un tío cuya juventud pasó creyéndose el gallo mayor de su rancho, realizaba su ritual de conquista alrededor de la más hermosa de las hembras. Me llamó la atención su plumaje expandido y su cloqueo tan característico que me hizo viajar a la infancia.
Vi nuevamente a mi madre dando de comer a las gallinas y pípilos en el patio; y la recordé entregándome un pollito que yo adopté como mascota. Me dediqué a engordarlo y, terror, una noche antes de mi cumpleaños mi madre lo guardó en una caja enrejada de madera para tenerlo a mano muy temprano al día siguiente. Al mediodía, sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo, comía melancólico la pechuga del bípedo animal que supuse me había querido en vida. ¡Qué crueldad la mía!, después de haber abandonado su pescuezo a las manos de mi madre convertida en verdugo medieval, lo traicionaba de la manera más vil, comiéndolo con la culpa a cuestas y con lágrimas que me guardé adentro para no poner en riesgo ante mi padre mi condición de hombrecito. Lo lloraría después entre las sábanas, eructándolo y soñándome a mí enrejado y en espera del sacrificio. De ahí en adelante, mientras seguí en casa de mis padres, me dediqué a dejar libres los pollos y guajolotes que mi madre encerraba sospechosamente en la caja de madera una noche antes de algún día especial. Al menos intentaba convertir en actos mis afanes justicieros. De cualquier manera, al otro día chupaba con deleite culposo los huesos del animal embarrados de delicioso mole verde o rojo, celebrando tal vez el cumpleaños de la abuela o el día del santo patrono del pueblo.
Volviendo a Pedro, entabló conmigo una extraña relación cotidiana, cuando yo, después de correr por las mañanas los primeros tres kilómetros y faltando otros dos, me detenía frente a su corral para saludarlo especialmente a él, cloqueando a mi manera y enseñándole aquellos músculos míos de los que ahora sólo queda un vago recuerdo. Él reaccionaba esponjando su plumaje y echando al aire su garboso “gordo, gordo gordo gordo gordo gordo…”. Se me hizo costumbre cada mañana nuestro ridículo juego de machos. Seguramente el día domingo, que me quedaba en cama hasta las nueve olvidándome de mi rutina diaria de ejercicio, le extrañaría no verme llegar, detenerme a refrescarme en el arroyo y pavonearnos los dos.
Aquel año, unos días antes de Navidad, salí de vacaciones con la familia y volví justo después de año nuevo. Extrañaba a mi amigo emplumado y deseaba verlo. Salí temprano a ejercitarme el siguiente día de mi arribo. Al pernoctar junto al corral me extrañó no encontrarlo. En su lugar, otro guajolote menos imponente expandió su plumaje al verme, reclamando la atención que no le prodigué antes. La señora salió al patio a alimentarlos y escuché el nombre de este nuevo fanfarrón esponjado. Pancho se llamaba. Quise preguntar a la mujer, de no buen genio, por cierto, qué había pasado con Pedro, a quien no podía imaginarlo desplazado de su función de galán del corral. No me atreví, pues su mirada era de esas que te congelan la lengua al primer intento de moverla.
Me retiraba apesadumbrado cuando salió al patio un niño rollizo cuya estampa asocié de inmediato con el destino de Pedro. Mi imaginación hizo una retrospección y pude escuchar claro al mozalbete diciéndole a su madre durante la cena de Navidad o quizá de año nuevo: “Ahora sí te luciste, mami ―mientras se chupaba los dedos asquerosamente―, te quedó bien rico Pedro”.
Mi alegría matutina quedó contenida en una rejilla de madera y adentro de ella cloqueaba agonizante.
La mañana siguiente cambié de ruta. Triste por Pedro, ya no quise encariñarme con Pancho.
II
Mi madre dice que soy un ateo porque no voy a misa. Piensa que no creo en los milagros. En lo primero, concedo; no soy fan de los hombres de sotana. Respecto a lo segundo está equivocada, no hay nadie más asombrado ante los milagros de la existencia que yo. El último de ellos ocurrió hace poco en mi calle. Fue tan rotundo e inesperado que me hizo abandonar mis quehaceres para ser testigo de tal maravilla.
Los niños jugaban esa mañana del Día de Reyes, en este inicio del enero más incierto de los que he vivido. Unos presumían sus juguetes electrónicos a quienes los desconcertantes magos no les habían regalado uno igual; alguno más se encorvaba sobre su luminosa tableta digital buscando un juego que lo atrapara dejando a sus huesos quietos sobre la banqueta; otro, para fortuna del movimiento que debe significar la vida, pedaleaba su pequeña bicicleta con llantitas traseras auxiliares; y una pequeña hacía alardes de equilibrio para sostenerse sobre sus patines nuevos. Me llamó la atención un pequeñín haciendo berrinches al ser incapaz de manejar con destreza el control remoto de su auto transformer, y otra nenita hablando por celular con su muñeca ultra fashion, anoréxica y de cinturita imposible.
Me llamaron más la atención algunas de sus madres, de quienes su voz me llegaba en oleadas de murmullos. Querían también participar en el juego poco inocente de la presunción: “Fíjate que tuvimos que comprarle su iPad en vez de juguetes; por la pandemia, tú sabes. Además, se lo merecía mi chiquito por ser el segundo mejor de su salón”; “Pues, yo le dije a Ernesto: ‘no más de cinco mil por esta vez para Quique’; ya ven cómo andan las cosas, con su sueldito de 35 mil mensuales no da para gran cosa”; “¡Cállate!, yo le compré a Kimberly su bike Benotto con la tarjeta y sin avisarle a mi marido; ya después me arreglo con él como yo sé”. Así, entre risillas, siguió su juego de vanidades y simulaciones mientras los chicos descifraban los misterios de sus nuevas propiedades con emoción que iría menguando al paso de los días.
De pronto, llegó Julito, un chico al parecer muy popular entre los niños, pero del fraccionamiento contiguo, a decir de algunas de las damas. Era esbelto, cándido y con sonrisa permanente en su rostro. Traía una pelota de futbol rodando en sus pies. Después de inspeccionar con entusiasmo sincero cada juguete y artefacto electrónico de la decena de niños, y con todos ellos arremolinándose a su alrededor, propuso: “¿Y si jugamos a las escondis?” No se diga más, en plena mañana soleada todos abandonaron sus juguetes y aparatos para buscar el mejor escondite y guardarse, buscando cómo desordenar ese ambiente de casas edificadas con un mismo modelo y madres ufanándose en ser mejor que las demás. Vi al sol bajar desde su trono para perseguirlos detrás de árboles, autos y setos de jardines; escuché al viento contar con ellos el uno, dos, tres, cuatro, cinco… y hasta llegar a cincuenta; oí trinar de alegría a tres pájaros que por ahí volaban, felices por ver correr a los niños rumbo a un escondite que los protegiera de los horrores de las noticias y de las vanidades de sus madres, quienes, frustradas, recogían cada una las caras adquisiciones que tanto presumían, limpiándolas de pasto y cuidando que un piececito no estropeara lo que debía pagarse a plazos aún a costa de dejar medio vacíos sus refrigeradores.
Luego jugaron a “Los encantados”, llevándome de viaje hacia una infancia recordada sólo con imágenes y sensaciones. Siguió el juego de “La rabia” y enseguida “La gallinita ciega”. Al final volvieron a las escondidillas y el uno, dos, tres por todos mis amigos y por mí me sacudió el pecho hasta hacerme recordar el primer amor hipnótico de mi infancia, mi primer round de trompadas con un primito en casa de la abuela y mis pantalones rotos de la rodilla que tanto fastidiaban a mi madre.
Más tarde se impuso el orden, el sagrado llamado a la paz y la quietud bajo el pretexto del sol quemante de las once treinta. Las madres llevaron los regalos de reyes al interior de sus casas y los niños se despidieron a regañadientes con la promesa de verse por la tarde para seguir jugando. Julito se fue por donde vino, rodando su viejo balón. Me pregunté quién era él, de qué callejón del pasado saldría o de cuál planeta, por qué conocía los mismos juegos de mi infancia, de dónde nacía su encanto para llevarse tras de sí una tropilla de nativos digitales pertenecientes a la generación Alfa, que nacieron y crecían en un entorno dominado por la tecnología.
Lo ocurrido fue mágico y agradecí estar ahí como testigo conmovido. Seguí con mis asuntos después de repetir varias veces, a manera de mantra y con un agregado mío, la oración de salvación que me regaló esa mañana luminosa: “Uno, dos y tres por todos mis amigos, por mis enemigos y por mí”.
En algún lugar del sueño
La primera gran acción que debes realizar es quitarte esa barba de tres días. No te ayuda a recibir el año con una sensación limpia en la piel de tu rostro. Libéralo de sombras, no seas tú quien ponga nubarrones en tu reflejo. Anda, pasa el rasurador por tus mejillas, lento, gozoso, es una caricia gratuita que cuesta sólo un poco de espuma y unos minutos de devoción. Quien inicia limpio el año será capaz de hallar un brochazo de tersura en todo lo que mira. Al terminar deja que el agua fría revitalice tus ganas y unta un poco de loción en tus mejillas. La lavanda, por ejemplo, es magnífica para incentivar las ganas de amar, perdonarte y perdonar; convierte los miedos y las culpas en dos alas que se van lejos hasta explotar convertidas en un punto invisible del horizonte.
Enseguida, es momento de enfrentarte al espejo, de cuerpo entero si es posible. Asedia tu rostro, hurga, ahonda sin temores, húndete en él por alguna de sus arrugas, desvela tus verdades detrás de la mirada, descubre las barcazas que navegan en los océanos que tus ojos contienen, piratas y corsarios incluidos, tormentas y días calmos, colibríes y cuervos, páramos y acequias de salinas aguas. Revisa tu piel y las tormentas de arena que la han resecado, quita con la imaginación la primera capa árida, la segunda y las demás hasta dar con la humedad. Sonríe en ese momento para que brote la fuente y te pinten los colores. Sacude tu pelo y acepta si alguna nieve ha caído sobre él. El blanco es el color de la paz y la reconciliación, no te preocupes por la relativa ausencia del negro; lo necesita el potro azabache que relincha en el corral y el plumaje del cuervo, pertenece sobre todo al dominio de la noche. Ama los huesos que ves y los músculos que los revisten, bien puestos y orgullosos o un tanto vencidos por el tiempo. Agradece al señor Cronos que aún eres capaz de convertir sus segundos en pasos y sus días en largos caminos por andar, agradécele incluso el plomo de las horas muertas porque de ellas nacen al final sonrisas vivas.
Retírate del espejo ahora. Abre las cortinas y date cuenta de que el año nuevo es el mismo sol antiguo de cada día, y de que se han abierto las flores a su llegada y algunos críos se alimentan de él en la calle al correr tras la pelota. Nada es nuevo, pero todo lo es. La misma línea de montañas se perfila en la distancia, pero debajo de ella hay una renovación constante de los pulsos vitales. Tal vez al inhalar tus pulmones te ofrecen evidencias de aromas diferentes. Anhela en este momento la clarividencia olfativa del perro, para quien los secretos del aire no lo son; ambiciona el paraíso inacabable que abre sus puertas en la punta de su nariz y vuélvete su hermano de aventuras. ¡Eso es! Sacude toda tu modorra y tu pesimismo en la ventana, la fe no es otra cosa que luz golpeándote la cara o la tozudez de un salmón nadando contracorriente, o bien una flecha obstinada que perfora el aire en busca de su blanco.
Es hora de vestirte para recibir estos días de enero que se empinan cuesta arriba, deberás caminar en ellos con los pasos conspicuos de un ciervo. No es preciso que planches tu camisa, basta que esté limpia y aloje en sus hilos la pureza del algodón. No uses corbata, este tiempo necesita otro tipo de elegancias. Tampoco es preciso que tu calzado sea lustroso e impoluto; es uno de los engaños más ridículos y ahora poco convincentes. Busca mejor el resplandor de las palabras que irás tirando al viento por el sendero y ese otro que nace de tu iris al topar tu mirada otras miradas. Hace bien vestirse de silencio cada tanto, resguardar el fuego para cuando un incendio sea imprescindible, cuidar los significados a fin de ponerlos a salvo de tanta estupidez, descolgar las palabras frente a quien las merezca para evitar convertirlas en putillas que se vendan en cualquier esquina sin mayor atractivo que sus faldas cortas.
Es momento de bajar la escalera para buscar la puerta que da a campo abierto, o de subirla si hasta ahora tu destino ha sido un sótano. Canta una canción en el trayecto, sobre todo si debes subir y bajar varias veces. La música ablanda los peldaños y es capaz de recuperar el líquido sinovial de las articulaciones. No temas si al salir o al entrar, o al subir o bajar, el perro araña tus ropas. Un amante fiel como él no porta ninguna enfermedad para tu espíritu ni virus alguno que ponga en riesgo tu vida. De lo único que puede contaminarte es de su canino amor, despreciado casi siempre por su talante peludo, pero infinitamente más pleno que cualquier otro afecto humano.
Antes de salir bebe tu jugo de amor verde de preferencia preparado por tus manos, aunque no vivas solo. Previo a licuar los vegetales, la piña, la naranja, el jengibre y la cúrcuma, agrega una cucharadita de sol y otra de luna guardadas en la despensa, y una más de fe destilada de la luz matinal. Bebe ahora como si fueran los besos líquidos de una mujer salida de una ostra gigante en la orilla del mar.
Es tiempo de salir a la calle, recorrer los días, dar vuelta en las semanas y seguir de frente tras los meses, a boca y nariz cubiertas porque de sobrevivir se trata, pero nada cubra la luz de tus pensamientos. Si has de guardar distancia que sea por respeto a la vida y no por miedo a la muerte; cuando ella llegue habrá de ser tu compañera hasta el final de los tiempos. No te dejes impresionar por los anuncios espectaculares ni por los vaticinios oscuros que se escuchan en la radio, mucho menos por los discursos de políticos que, si acaso, contienen tres palabras verdaderas dentro de cada cien.
Cada que vuelvas a casa revisa en el espejo si sigues siendo el mismo, para que no sea otro el que bese a tu compañera en vez de ti ni otro quien salga de paseo con tu perro. Es muy fácil perderse en la selva del miedo, debilitar las defensas y llegar a creer que no percibes el aroma del jazmín subiendo por tu balcón.
Si sabes rezar, hazlo un minuto cada noche por los caídos y otro más por los que están en la primera línea de batalla. Si no aprendiste a hacerlo porque vives peleado con los dioses, coloca tu mano en el pecho y piensa en ellos, albérgalos un rato en tu silencio.
Luego, duerme. El invierno es frío; sin embargo, hay un fuego, una flama, una vela prendida en algún lugar del sueño.
Después despierta, encendido.
Agenda
Ha llegado la hora de hacer balance de las pérdidas y las ganancias. No sé si habrá suficientes uvas en la mesa para acompañar las doce campanadas; quisiera mejor pensar en la docena de milagros que tendremos que fabricar durante el año que se anuncia. Las luces aún adornan las fachadas y los cánticos navideños insisten con su nostalgia a pesar de que un decreto nos arrojó afuera de las tiendas, entristeciendo a los modernos flautistas de Hamelin que insistían en meternos en ellas para atender al discurso de un imperialista gordo, blanco y barbón vestido de rojo.
En los hospitales, los nuevos héroes embozados sin súper poderes caen rendidos por el cansancio o mueren en solitario deshonor para convertirse en cenizas. A la par, hemos descubierto la vulnerabilidad de nuestra dieta de carbohidratos, fritangas y venenos dulces embotellados, y que nos ha colonizado la ignorancia digitalizada. Nunca antes imaginamos que nos acostumbraríamos a los besos y abrazos electrónicos, que renunciaríamos sin demasiada dificultad a la necesidad de congregarnos para reír, comer, beber, amar, o simplemente para satisfacer la necesidad magnética de estar junto a otros incluso dentro de largos silencios compartidos.
Debo registrar en la agenda que la esperanza prometió pronto una cotidianidad que hoy nos suena a paraíso y, en cambio, diciembre difícilmente nos abre las puertas a un purgatorio de espera. Los más soñaremos con vacunas milagrosas y otros pocos gritarán que en la solución de las jeringas se aloja otro virus más letal que nos volverá zombis. Y luego seguiremos viviendo y muriendo como siempre, viviendo del amor que nunca muere y muriendo porque es oficio necesario.
Mientras tanto, debo anotar también en la libreta el número de besos reales que no pude dar y recibir, los muchos abrazos convertidos en deseos y pechos anhelantes, y las hermosas noches de viernes que no me regalaron su algarabía de cristales chocando y carcajadas negando el mutismo. Anotaré también los cientos de sonrisas encubiertas que me tuvieron miedo al pasar y se replegaron hacia su mueca de indiferencia, y los pequeños pecados que no gocé porque casi todas las voces se volvieron discursos sobre un púlpito. Registraré los días que no existieron, el nombre de las playas que no pisaron mis pasos, los cientos de impulsos convertidos en dudas cuando apenas nacían, las quinceañeras que no compraron sus vestidos albos, los amantes que tuvieron excesiva precaución y se replegaron, los miles que perdieron sus trabajos y aprendieron a medio comer sólo dos veces al día, las risas de los perros que no sacudieron la soledad de los árboles en los parques, los suspiros de los abuelos meciéndose en los patios en eterna espera de sus nietos. Y guardaré también en los renglones todos los nombres que no dije al no saludar a la gente por las calles, los tantos asombros que no alcanzaron a mis ojos y los vaivenes de caderas que no despertaron a esta piel enjutada por el ritmo desquiciante de las horas.
Pondré también claves en mi agenda para evitar que los recuerdos se conviertan en amnesia, porque la tiniebla honda y larga que antecede al sol guarda en su misterio las verdades profundas. ¿Quién no ha despertado en esas madrugadas que llena con su canto el gallo, o en su caso el rugido de los primeros autos, para descubrir en su mente un hallazgo, o emocionarse con la hermosa serendipia que le regala lo no buscado? ¿Quién no ha interrumpido el sueño para descubrir a las cinco y sereno que en realidad amaba a alguien sin saberlo y por eso moja su almohada con un llanto que sabe a distancia? ¿Quién no se ha creído el adivino al hallar en duermevela la punta del hilo de la madeja y espera ansioso la aurora para salir a gritar los secretos desvelados o a enmendar entuertos? Así ahora esperamos que amanezca después de la noche densa para salir a contarnos las verdades que aprendimos, y hacerlo a labios descubiertos, a insana distancia, sin fina prudencia y con los ojos limpios.
Tenme un poco de paciencia, tinta. Saldré a buscar para ti las historias que se esconden tras los muros y a veces asoman sin tapabocas por las ventanas. Tal vez podamos escribir tú y yo en los muchos espacios vacíos de la agenda los nombres de los que estamos vivos y ojalá lo sigamos estando, porque a mí no me gusta contar a los muertos, me duele y quizá prefiero guardarlos en la memoria. Pero seremos tantos que no habrá suficientes renglones. Pudieran ser nada más los nombres de los valientes, aunque siguen siendo muchos; los encuentro a diario limpiando parabrisas en los semáforos, saliendo por docenas de las fábricas o laborando en los centros comerciales, en el mercado, las tiendas, las panaderías, las oficinas, los puestos callejeros y, sobre todo, en los hospitales. Mejor anotaremos en los renglones solitarios las consignas que gritaremos mañana y el nombre de las estatuas que será obligación derribar cuando las calles sean recuperadas. No olvidemos registrar los nombres de los falsos superhombres que nos embaucaron por décadas y que hoy han muerto llevándose a la tumba sus ridículos poderes envueltos en sus capas o desechos en sus músculos inútiles.
Antes de cerrar diciembre dibujaré velas encendidas en los márgenes de cada página y no caeré en el cuento de aquellos agoreros que escuchan en el veinte veinte el tintineo del año de la bestia. Mantendré abierta la agenda vieja a un lado de la nueva para hacer frente a los olvidos y descolgaré los frutos nuevos del árbol sin dejar de honrar aquellos que no supieron de nuestras manos y cayeron al suelo para convertirse en abono y semilla. El propósito mayor será no ser el mismo, cambiar la piel, renovar el iris, aprender a hablar en el silencio, injertar agujas de fe en mi corteza, lanzar las redes, perseguir embustes, llover sobre el estío si alguna vez puedo ser agua. Y no vender a los hijos del amor por treinta denarios; y no perdonar a los padres del horror si no es tras los barrotes; y no esconder fotografías de los caídos en archivos muertos. Sobre todo, no olvidar lo pequeños que parecemos ante un microscópico enemigo que tejió su redonda telaraña por el mundo para sacudir y aquietar nuestra soberbia, como nefasto semidios encargado del trabajo sucio.
No suenen a duelo las doce campanadas; no amarguen las uvas la noche que recibe la década tercera del tercer milenio; no enciendan las luces los rictus de las sombras. Aquí está mi copa y el vino está limpio. Encerremos a Átropos, la Moira que corta el hilo de la vida, y liberemos a las Auras para que limpien los vientos.
Rojo intenso
La alarma suena quince minutos antes de las siete. La noche anterior, antes de dormir, Humberto olvidó desactivarla. El mismo sonido de todos los días: una especie de campanas tintineando durante un paseo dominical por un camino bordeado de árboles; siempre la misma asociación de imágenes al escucharlo, siempre el mismo deseo de perderse en ese sendero con el que asocia su limitada idea de la felicidad.
Intenta dormir a sabiendas de que será inútil intentarlo. Dará vueltas en la cama y pronto terminará entrando de lleno en la luz débil del último día del otoño. En otro tiempo el día lunes era el mejor de la semana; después de cuatro o cinco jornadas intensas de trabajo lo aprovechaba para dar una larga caminata con Teo por el parque de Chapultepec y visitar a su madre, aún viva. El martes iba de compras y atendía pendientes, porque a partir del miércoles o jueves su rutina de trabajo como actor era intensa y apenas le quedaba tiempo para trotar un poco con su mascota por las calles de la colonia Juárez, para beber una copa en un bar o meterse entre las sábanas con alguna de sus amantes. Este lunes, sin embargo, la luz que se filtra por la ventana le parece gris, aunque el sol insista en matizarla de naranja al tocar las hojas de los árboles de la calle. Y no tiene el mínimo deseo de salir a caminar con Teo ni de ir a la cocina a preparar su jugo verde ni de levantarse de la cama, pero tampoco de quedarse en ella.
Con dificultad sale de su cuarto para dar de comer al perro, quien al verlo mueve su cola sin mucha convicción y luego come sin demasiado entusiasmo al darse cuenta de las sombras en los ojos de Humberto. Teo no sabe que la ciudad ha vivido los últimos meses bajo los designios de un semáforo, y que naranja significa ciertas restricciones en la movilidad y en las rutinas comerciales y de servicios; asuntos fuera de la órbita de un perro. También ignora que hoy el semáforo cambió a rojo y que los teatros han cerrado sus puertas por tiempo indefinido. Sí sabe, como nadie más, que su amo desde hace un tiempo luce más encorvado, lo acaricia menos, inunda el departamento con olor a cigarro y lo lleva a pasear un día sí y otro no, y que, al hacerlo, es la mano de un fantasma la que lleva su correa, como cualquier otro de esos paseantes embozados que trashuman el temor en su mirada.
En vez del acostumbrado jugo verde, Humberto se sirve una generosa copa de tequila. El aroma excita y pone en alarma a Teo. Hace mucho su olfato no percibía esa fragancia fuerte, desde que el departamento se llenaba de hombres y mujeres que reían y al final dejaban en el ambiente un tufo por completo desagradable a su sensibilidad canina. Eran otros tiempos, las cortinas de las ventanas siempre estaban corridas durante el día, su paseo diario era rutina alegre, Humberto cantaba bajo la regadera y del refrigerador, regularmente lleno, extraía manjares para ambos. En una época no muy lejana habitó ese espacio una dama cuyo olor le pareció a Teo como una puerta al paraíso, y le gustaba cómo empataba el aroma de ella con el de su amo, sobre todo al medio cerrar la puerta de su recámara y dejarlo a él afuera, que era feliz escuchando los gemidos y exclamaciones que venían desde adentro, envueltos en el vapor de un perfume que no ha vuelto a disfrutar más.
Humberto va a la cocina y prepara café. Al poco tiempo ingresa a su cuarto con la jarra caliente en una mano y una taza medio llena en la otra. Deja a su paso el olor a cigarrillo tan detestado por Teo, quien lo mira sin levantar su cabeza pegada al piso. Pasan las horas y el perro sólo escucha los golpes suaves sobre un teclado, ruido poco escuchado en casa. Las ventanas siguen cerradas, huele a rancio y la luz natural declina pronto. Una tristeza infinita inunda como un tsunami los huesos del viejo labrador, que de pronto gimotea e intenta perderse en el sueño para encontrar ahí su bosque de ahuehuetes, pinos, cedros y álamos, y tal vez el vaivén alborozado de una cuatro patas en alegre celo. Sin embargo, ni el sueño lo reconforta; la tarde corre como secuencia de sobresaltos interrumpida sólo dos veces por el deambular de su amo entre la cocina y su recámara, sin voltear a verlo siquiera para darse cuenta de que sufre en silencio.
La noche se desploma pronto. Suenan cancioncillas navideñas que llegan desde algunos departamentos vecinos, como un remedo de felicidad que hoy parece forzado, condicionado por la tácita prohibición de salir a buscar bajo un cielo ya de por sí insalubre alguna estrella de Belén que ilumine una pequeña esperanza.
En el cuarto de Humberto canta el silencio. Por fortuna, ha dejado la puerta entreabierta como siempre. Teo no resiste más su angustia y la empuja con su trompa. Encuentra una penumbra apenas rota por una línea de luz que sale del cuarto de baño. Se dirige hacia allá lleno de inquietud acompañada por un gemido lastimero. Empuja la puerta por fortuna sólo entornada y lo que ve lo congela plantándolo en el piso. El hombre más triste del mundo se encuentra desnudo dentro de la tina de baño, medio ebrio y con un cúter en la mano derecha tratando de encontrar el valor para cortar la muñeca izquierda, pero con una mirada vidriosa y enrojecida en la que no existe arrojo alguno. Si algo se puede leer en ella es que los artistas del escenario no pueden vivir con un aforo permitido del treinta por ciento y ahora de cero por el semáforo en rojo; que a Renata, la dama con cuyos aromas los suyos hacían milagrosa simbiosis y llevaban a Teo hasta un cielo perruno, la amaba más de lo que pudo aceptar antes su egoísmo masculino, y ahora ella no estaba; que se sentía terriblemente solo y cansado de representar sobre un escenario a personajes inexistentes que le habían robado el alma dejándolo casi sin sustancia; que la llegada de la Navidad, como siempre, volvía endeble su estructura psicológica y el mar era el único capaz de reinventarlo, pero ahora incluso el mar parecía lejano y no había en sus arcas dinero suficiente para llegar hasta él.
Sabio, el casi anciano labrador va desplazándose lento sin despegar un segundo sus ojos de Humberto, como un felino que sabe cómo dar cada paso para tener éxito en la caza; ahora se trata de cazar la vida y su instinto lo sabe. Al estar por completo de frente a él se lleva a cabo un duelo de miradas. Teo sabe que detrás de sus ojos Humberto sigue vivo. El hombre también sabe que su mano derecha temblorosa no es más que una escena muchas veces vista en las películas y alguna vez representada por él sobre las tablas de un teatro, pero unos minutos antes quiso probar si era capaz de acabar con la ficción y colorear de rojo intenso el agua de la tina, el iris de sus ojos, el aire, las calles, la ciudad entera con sus millones de cubrebocas escondiendo hasta quién sabe cuándo las sonrisas.
Humberto encuentra en los ojos de su perro aquello que antes no fue capaz de ver en ellos aun amándolo tanto: el incondicional amor que el animal le profesa, el más puro de todos; la compasión más plena; una presencia incuestionable que moriría por él si se lo pidiera y pudiera entenderlo.
Teo va acercándose con todo sigilo hasta alcanzar con su lengua la mano derecha ya vencida que todavía aprieta débilmente el cortador metálico. Tres o cuatro lamidas son suficientes para que Humberto reviente en un llanto sin diques, convirtiendo rápido en salina el agua destinada un poco antes a volverse roja. Entre salpicaduras, lengüetazos, gimoteos, abrazos y garras tiene lugar un renacimiento que nunca será relatado sobre la tarima de un teatro ni recogido en un papel por dramaturgo alguno de medio pelo.
Una hora después, Humberto asoma por la ventana y mira los juegos de luces que cuelgan de los balcones y fachadas de algunas casas. Dos niños con cubrebocas y gorros rojos caminan de la mano de sus padres rumbo a quién sabe qué alegría que sus pasos anuncian. Suenan estribillos navideños y logra experimentar un ligero regocijo escarbando su piel recién aseada. A su lado, Teo apresa ansioso su correa entre sus mandíbulas y mueve la cola, impaciente. Desde sus 55 centímetros de altura, el perro no puede vislumbrar lo que aquel ve, pero sí es capaz de distinguir el esbozo de sonrisa en su cara. Enseguida escucha el ansiado ¡vamos! Sabe que la vida ha vuelto a casa y la recibe con saltos y cabriolas.
Salen y se van por las calles en medio de la noche fría y roja por decreto. A Humberto se le ocurre pensar que una descomunal flor de nochebuena se extiende por completo en el cielo nocturno de la ciudad y se derrite sobre ella.
Inicia el vuelo
María Luisa, este año han muerto las cinco crías de golondrina. Dos cayeron del nido y las encontré muertas una mañana. De una más quedaron regadas en el suelo algunas plumas tiernas y la cabecita que ya no quiso comerse el gato, o no pudo. Otra amaneció muerta en el nido. Quise salvar a la única sobreviviente que también había caído sobre una cama de periódico que puse en el piso, debajo del nido. La coloqué en una caja de zapatos llena de tiras de papel para darle calor y la intenté alimentar con carne molida, pero nunca quiso abrir el pico. Sus padres revoloteaban alrededor tratando de entender la desgracia. Ellos, a diferencia de ti, que hablabas sin parar incluso cuando no debías, no dicen nada para mostrar su enojo, contrariedad o tristeza; claro, no pueden. O será que no sé nada del lenguaje de las golondrinas. Posiblemente tengan matices en sus trinos o cantos, pero habría que ser uno de su especie para distinguirlos.
Querida Marilucha, ¿te acuerdas que el año pasado solo murió una de seis? Aún estabas conmigo y las vimos aprender a volar. Alegraron la casa unas semanas. Hoy hay silencio: no cantan ellas ni cantas tú.
Voy a tirar el nido cuando partan las aves, mi amor. No quiero que regresen otra vez a nacer y morirse pronto. No sé qué hacer con la tristeza de la golondrina madre que aún duerme en el tendedero del patio, cerca del nido. Casi no escucho sus gorjeos, se quedó sin ganas de cantar. Sólo mueve sin parar su cabecita como si buscara a sus polluelos, como si quisiera escucharlos. Insiste en quedarse a vivir su duelo o tal vez la consuelan los olores de sus crías que sólo ella percibe. La golondrina macho la resguarda desde el techo de la casa y parece sufrir menos. O qué se yo. Las dos maestrías que tengo no me sirven para saberlo; ni haberte amado tanto ni haber vivido 81 años me sirven para entender cómo llora una golondrina, cómo su tristeza puede ser igual a la mía.
Conforme pasa el tiempo sin ti, mientras espero, lloro igual que mi huésped de brillante azul oscuro: en silencio. Yo colgado del tiempo; ella del aire.
Es septiembre ya, mi amor, pronto cumpliré un año sin ti. Creo que las golondrinas preparan sus alas para marcharse. Me pregunto si no sería bueno preparar también mis maletas y emigrar a un mejor lugar. No me aterra nuestro lecho ni tus vestidos en el closet ni las fotos ni tus murmullos guardados en las esquinas de la casa; tampoco tengo miedo de la noche que te trae hacia mí para jugar cartas en la mesa del comedor o tomar café juntos mientras escuchamos las noticias y llega la hora de irnos a dormir en el lecho que guarda tu olor como si aún fueras de huesos y carne. Lo que me acuchilla es la tristeza imposible de nombrar al saber que te pierdo paulatinamente, la certeza dolorosa que se adueña de mí al aceptar poco a poco el trance de tu ausencia. Mientras me resisto a dejarte ir, soy como la golondrina madre que vuelve al nido una y otra vez para soñar que de ahí brotan gorjeos hambrientos e inmaduros.
Veré el modo de guardarte en la maleta junto con las pequeñas cosas que me interesan. Un fantasma no pesa ni hace demasiado volumen. En cuanto llegue octubre y en los cables de luz se reúnan en parvada las andolinas, sabré que es la hora. Tiraré el nido y enviaré las llaves de la casa a nuestra hija. Ella tiene mucho tiempo para saber qué hacer con sus recuerdos de nosotros. Yo apenas tengo el necesario para escaparme contigo a aquella playa en la que una vez experimentamos el paraíso, donde pensamos que morir sería bendición. Ahí cualquier pretexto será bueno, cualquier manera: una ola osada y atrevida, un dulce filo de navaja, tu fantasma compartiendo conmigo una botella entera de nuestro brandy predilecto o un sueño nocturno en el que me besas sin dejarme respirar ni ver la luz del amanecer.
Mientras llega la hora, Marilucha, mientras sigues siendo una sombra precisa yendo y viniendo por la casa, regañándome por dejar tirados los calcetines en cualquier lado y no bajar la tapa del baño, deja que te cuente que nunca me guardé nada contigo, que pude amarte lo estrictamente necesario, pero decidí hacerlo hasta el tope de mis posibilidades. Sólo hay algo de lo que me arrepiento, querida mía: de no haber muerto primero que tú. Parecía lógico e hice lo necesario para que así fuera, como las golondrinas hacen por sus hijos. Por eso se quiebra mi escepticismo y me veo tentado a pensar en el buen Dios y sus trazos del destino. Si existe su capricho todopoderoso alguna razón habrá tenido para llevarte primero.
Desde ayer no hay un solo excremento de ave en el patio, ningún gorjeo se escucha desde que amaneció. Asomo por la ventana y veo a lo lejos los cables que conducen la electricidad. Son huestes aladas dispuestas a partir.
Ha calentado la mañana. Inicia el vuelo.
Oaxaca’s tremens
Llevo unas copas encima y mis pasos me llevan a buscarte hasta ese lugar. El bullicio de viernes en “La coronela” es una inyección de ánimo para los corazones desgajados que algún placer encuentran en deambular su soledad bajo lloviznas y ciudades frías. He estado en pocas cantinas como ésta. Uno se embriaga de inmediato al entrar en ella por la mezcla de alcohol, humo y emanaciones de hombre y mujer espesando el aire.
Encuentro libre la mesa en que estuvimos, milagrosamente sola. Parece que me espera; nos espera. Pero ella no sabe si llegarás, aunque yo sé que estarás ahí.
Tomo mi lugar, el de aquella vez, a tu derecha. El mesero se acerca y pido dos copas de mi mezcal oaxaqueño preferido, del mismo que aquella ocasión encendió tus labios para que yo los apagara luego a mordidas. El muchacho me mira con extrañeza, pero cumple el encargo.
―Uno es para la dama ―le digo, señalando tu lugar a mi izquierda.
―Perdón, ¿cuál dama, señor?
―La que me acompaña. Podrás verla si te esmeras un poco. La belleza, cuando es real, nos hace esperar antes de exhibirse.
― ¡Ah!, ya entiendo. Su acompañante… vendrá pronto ―colocó tu copa en su lugar y se marchó, confundido y sonriente.
Te pregunto si deseas los tacos de cochinita pibil y los chapulines asados que te encantaron. Recuerdo que por primera vez comí unos cuantos animalejos de esos aquí contigo e intercambiamos sus patitas, antenas y ojos en los tantos besos largos que nos dimos. Mi lengua y la tuya se fusionaban en una dicha inexplorada de bichos y mezcal.
El mesero me mira de reojo, cuchichea con sus compañeros y contiene la risa cuando le pido las segundas copas, llevándose las primeras ya vacías. Él no sabe y lo disculpo. No entiende que bebo tu copa por ti para poder mirarte. Seguramente piensa que estoy completamente pirado cuando me ve cerrar los ojos para verte mejor. Me oye hablar contigo sin oír tus respuestas que sólo yo escucho. Tú me preguntas qué me gusta de ti. El mesero me escucha contestarte: tus labios finos, tu pelo crespo azabache, tu mirada lunar y sobre todo tu voz, viento caliente de meretriz elegante que me enerva todo, vaho sabio que anuncia cabalgatas sudorosas sobre camas mojadas de esperma y destilados vaginales. Te pregunto qué te gusta de mí. El mesero no te escucha responderme que son mis manos, la manera de mirarte, los versos que te escribo y el furor de mi cuerpo con el tuyo.
Mi tercer mezcal, en realidad el sexto, me libera de la necesidad de cerrar los ojos, porque ahora, abiertos, te miro en todo tu esplendor y siento el calor de tus manos en las mías, las humedades brujas que tienes en los labios. Nuestras carcajadas sorprenden al empleado, quien ahora duda de que en verdad no estés aquí. Lo mismo les sucede al resto de los clientes, quienes con un mínimo de esfuerzo podrían verte, ahora que vuelan como yo en cielos vaporosos de vino. De rato en rato voltean a vernos, divertidos, y nos saludan brindando por nuestra felicidad. Veo cómo sus ojos recorren tus piernas largas y responden a tu risa gratuitamente coqueta, evanescente.
El siguiente trago nos levanta a bailar alrededor de la mesa, al ritmo alegre del trío musical que ha llegado a la cantina para amenizar la borrachera. ¡Cómo me envidian los demás! Tu falda vuela hechizándolos con los aromas que nacen en tu sexo. Juro que están encantados contigo como estoy yo, los miro quitándose las ropas mientras me quito las mías y te quitas las tuyas. Un trago más anuncia la orgía que estamos a punto de iniciar. Estás hecha una diosa desnuda. Escucho gemidos de placer que salen por debajo de las sillas, por las paredes y las bombillas del techo. No soy el único en éxtasis, el perfume de tu piel derretido en el aire ha encantado a los presentes. No resisto más el deseo de poseerte y reclamas que te haga mía de inmediato. Te tomo del talle y levanto tu cuerpo caliente sobre la mesa. Estoy a punto de entrar en ti, cuando siento el golpe seco en mi cabeza. Lo último que veo antes de desmayarme son los ojos del mesero, desorbitados por el asombro.
Al volver de la inconsciencia alcohólica has desaparecido por completo; no sé a dónde te has ido. El mesero hace esfuerzos por subir el cierre de mi pantalón, mientras alguien más insiste en que extienda un brazo para colocarme una manga de la camisa. Frente a mí veo a dos tipos uniformados con tolete en mano. Logro ponerme de pie y les invito una copa. Me responden con una orden y me conducen con la cabeza baja hacia la salida. Ya no escucho gemidos ni suspiros. Los parroquianos me miran con lástima, murmuran y uno que otro suelta risitas burlonas.
Mientras me conducen a la patrulla voy cayendo en la cuenta de que me engañó tu fantasma. Otra vez te inventé, como ha pasado últimamente desde que te fuiste. Algunas lágrimas de alcohol resbalan por mi cara y siento caer en un abismo a cada paso. Nuevamente la llovizna y la ciudad fría.
El auto inicia su marcha conmigo adentro.
De pronto, el muchacho de los ojos asombrados corre hacia nosotros, gritando. El policía que maneja se detiene y abre la ventanilla.
―El señor olvidó esta foto sobre la mesa. ¿Puedo entregársela?
Las bestias uniformadas asienten, abren una de las ventanas traseras y el chico me entrega tu imagen.
―Si la mujer de su alucine es ésta, patrón, y la ve así de chula como en la foto, pues bien vale el desmadre que armó en la cantina ―y se va, guiñándome un ojo.
El auto arranca. Te guardo en la bolsa de mi camisa para que calientes mi pecho y no tenga demasiado frío en la cárcel. Como los efluvios del mezcal oaxaqueño no se han marchado del todo, cierro los ojos y apareces.
¡Ay!, no sé…
1991
Da vueltas en su cuna, inquieto. Me hace pensar que no la pasa bien en el sueño. Lo quiero tanto y llego a pensar que el amor en exceso le hace daño. Sé que me critican por darle pecho aún. ¡Pero si apenas tiene trece meses! Además, no volveré a tener hijos, me quedaré con Perlita y con él. Entonces para qué quiero cuidarme tanto los senos si no habrá otra boca que alimenten después. Bueno… queda la de Javier, mi marido, pero a sus treinta años creo que está bastante bien nutrido; su madre hizo su trabajo de maravilla. A mi niña sólo le di nueve meses porque se me acabó la leche; tengo sentimientos de culpa. No quiero que me pase lo mismo con Lalito. El problema es que empieza a morderme, como si se enojara el muy bandido. Dice mi prima psicóloga que lo hace para aferrarme a él, que empieza a querer controlarme. ¡Ay!, alucina demasiado. ¿Cómo se le ocurren esas cosas? Si es un inocente. Lo que pasa es que no lo puede evitar, es varoncito y por eso es más brusco. Javier también me… ¡Ay!, qué pena. Pero bueno… pienso que a todos los hombres, grandes o chiquitos, le gusta darnos mordiditas ahí. Y diré la verdad, a mí me gusta que me muerdan, sobre todo cuando estoy a punto de… Bueno, ése no era el tema, me estoy acalorando demasiado. El otro día tuve un problema con mi marido. Regañó a Lalito como si fuera un niño mayor, todo porque rompió al rey Baltazar en el nacimiento. Le dije que estaba jugando y que no lo puede tratar desde pequeño como si fuera un soldado. Incluso le dio una nalgada. Y todo porque rompió al rey negrito, como si no hubiera muchos en el mercado. Me enfurecí con él, a una criatura no lo puedes tratar así, pierde la confianza en sí mismo y en los demás; en eso creo que tiene razón mi prima. Perlita también tembló de miedo al verlo enojado, y ella tanto que lo quiere. De castigo, toda la semana lo puse en ayuno de… En abstinencia carnal, pues, para ser elegante. Ni te atrevas a tocarme, le dije. Lo amenacé con ponerme “cinturón de castidad” todo un mes si volvía a tratar así a Lalito. Vieran el arreglote de flores que me trajo al otro día y lo bien que la pasamos en el restaurante lujoso al que me llevó a cenar para curar su culpa. Ya por la noche lo premié como se debe. Pensándolo bien, una nalgada a Lalito de vez en cuando no es para tanto alboroto. ¡Ay!, pero no. Pobre de mi pequeño. A veces pienso que soy mala madre. No me tengo confianza y así menos la van a tener mis hijos. ¡Ay!, no sé…
1993
Algo le pasa a Lalito. Desde que Perlita ingresó a preescolar se ha puesto muy chillón e inseguro. No quiere jugar y anda pegado de mis faldas todo el tiempo. Me ha desesperado tanto que el otro día le di su nalgada. Luego me sentí tan vil que lloré y lo abracé durante horas. Mi prima nos recomienda llevarlo a una guardería, porque así tendré tiempo para mí y podré empezar a trabajar; además, dice, Lalito se volverá más autónomo y dejará de aferrarse al trapo con el que anda todo el día. ¿Quién le dijo que quiero trabajar más de lo que lo hago en mi casa? Como ella no tiene hijos ni marido se la pasa en cursos y congresos. No, decidí ser madre y cumplo mi obligación. Tengo mi título de enfermera, pero la verdad es que acabé la carrera por complacer a mis padres. Me siento realizada en mi casa, atendiendo a mis hijos y a mi marido. Lalito me necesita tanto. Tiene mucho miedo y es demasiado sensible, no soy capaz de abandonarlo todavía. Luego me puede pasar como a Rocío, mi otra prima, que se siente tan independiente y liberada que acabó enredándose con otro y largándose con él sin importarle su hijo; lo bueno es que sólo tuvo uno. Y vieran qué lindo es. Acaba de cumplir tres años, tiene dos meses más que Lalito, pero es un verdadero remolino. Le gusta cantar, jugar futbol y hasta lo metió su papá a clases de nado. ¡Tan chiquito! En una de esas se ahoga y luego vienen los arrepentimientos por andar queriendo meter a sus hijos en todo. Yo pensé en llevar a Lalito, pero no creo que sea tiempo todavía. No sé, a veces pienso que debo ser más valiente. Últimamente me he sentido muy ignorada por Javier. Casi no me ayuda con los niños, llega muy tarde del trabajo y dice mi pariente psicóloga que a esta edad mi hijo lo necesita mucho. Yo entiendo a Javier, pobrecito, trabaja tanto que a veces se queda a dormir en la oficina. Aunque en ocasiones sospecho… Mejor no pienso nada, sólo me hago bolas y ofendo a mi marido, tengo plena confianza en él. Mi mayor preocupación es mi niño. No lo saco de la tele y llora si no encuentra su trapito. ¿Y si lo llevo a natación como me recomiendan?... ¿Mi marido andará con alguien?... Quisiera ser más segura… La verdad es que… ¡Ay!, no sé…
1995
Dudo que hayamos elegido bien el kínder para Lalito. Ayer llegó muy triste y dice que ya no quiere ir. La verdad es que hay muchos niños majaderos. Le he dicho a Javier que debemos cambiarlo de escuela, pero no me baja de loca y consentidora, como si no supiera que nuestro hijo es tan sensible. Me indignó bastante la actitud de su miss cuando a Lalito le dieron un balonazo en la cabeza por jugar de portero. A mí me choca el futbol y a mi hijo tampoco le gusta. Pero su padre insiste en que debe practicar esos deportes de contacto para que se haga fuerte. Pues ahí tienen, que lo dejaron casi privado cuando no pudo atajar con sus manos el balón y le dio en el entrecejo. La bruta de su maestra diciéndoles a sus compañeritos que no le hicieran caso, que él se levantaría solo. Y sí, Lalito se levantó tiempo después, ante las burlas de varios niños estúpidos y la indiferencia de su maestra, que sólo atinó a decirle que en la vida uno se cae muchas veces y hay que saber levantarse. ¡Bruta! Si hubiera estado yo ahí, la moqueteo y la tiro al suelo para que también aprendiera a levantarse sola. Con esas nalgas de yegua no creo que hubiera podido. Desde esa vez veo muy retraído a mi hijo, ni siquiera lo vi feliz ahora que le festejamos su quinto cumpleaños, sólo se emocionó cuando el payaso que contratamos se puso a hacer trucos de magia y luego declamó un poema sobre la alegría. Vi que su mirada se perdía en los movimientos del payaso, tratando de descubrir el secreto de los trucos y después escuchó el poema con la boca abierta, como si fuera música lo que estaba oyendo. Una de dos: Lalito será poeta o mago, o algo por el estilo. Su papá quiere que sea ingeniero civil como él, pero no le veo la pinta para eso. Últimamente no muestra ninguna iniciativa y se queda mirando por la ventana como si escapara por ella con la imaginación. De repente hace unos berrinches tremendos y termina llorando, y rompe lo que tiene a la mano. Me dicen que debo ignorarlo; mi prima, ya saben. Pero yo lo abrazo al pobre hasta que se calma. Ahora que entre a la primaria lo llevaremos a otra escuela donde no haya tantos pelafustanes. ¡Ay!, yo me siento bien apenada con mi niño. El otro día entró a mi recámara por la noche, porque lo despertó una pesadilla, y nos encontró haciendo el amor. Entró justo cuando yo pegaba de gritos. Porque soy así, escandalosa, no puedo evitarlo. Pobrecito, se impresionó tanto que me siento una madre pervertida por hacerle eso. A veces creo que lo debo llevar a terapia… o que soy yo la que debe ir. Ya me lo había sugerido mi prima, pero… ¡Ay!, no sé…
2000
No debería, pero estoy preocupada por Lalito. Le dolió mucho que su padre no estuviera en su décimo cumpleaños. Desde que me separé de Javier han bajado sus calificaciones en la escuela y le ha sido difícil llevarse bien con Pedro. Perlita, al contrario, se lleva excelente con él, le ayuda mucho su carácter más ligero. Pero Lalito no entiende que separarme de su papá fue lo mejor; ya no era vida la nuestra. Gritos, malas caras, fastidio todo el tiempo. Lo peor: me fue infiel y yo también a él. No había nada que hacer. Ahora con Pedro me siento otra vez viva. Tal vez a Lalo le pareció muy precipitado de parte mía que a los cinco meses yo tuviera otro hombre, pero no pude evitarlo, no nací para estar sola. Además, lo de Javier y yo ya tenía tiempo que estaba muerto. Pero, ¡ay!, no sé qué hacer con mi niño. Apenas va en quinto de primaria y me salió con que ya no le gusta la escuela. De plano tuve que llevarlo con un terapeuta recomendado por mi prima, ahora sí le hice caso en medio de mi desesperación. Sé que ella no lo aprobaría, pero cuando veo a mi hijo triste y con mucho miedo, me acuesto un rato con él en su cama, como ahorita. Lo acaricio hasta que se queda dormido. No me gusta cuando se queda con Javier en su departamento, dos días a la semana; regresa enojado y hosco conmigo. No sé qué tantas cosas le dirá de mí esa bestia peluda. Lo que menos me agrada es que lo obligue a tomar esas estúpidas clases de Tae Kwon Do. Regresa furioso porque siempre lo golpean y me pide que hable con su padre para que no lo lleve más. Con todo, ayer mi hijo me dio una alegría que, para mí, es al mismo tiempo una pena. Le gusta una niña de su escuela y dice que se siente enamorado. Es tan pequeño que me causa ternura; también un poco de celos. ¡Mi chiquito de diez años fijándose ya en sus compañeritas! Pero eso le va ayudar a no extrañarme ahora que me vaya con Pedro al mar por una semana y lo encargue a él y a su hermana con su tía. Sé que me critican mis familiares por estas liviandades, como les llaman ellos, pero es que necesito mi espacio. De cualquier modo, dice el terapeuta que Lalito está resolviendo mejor sus conflictos, que poco a poco aprenderá a competir y a tolerar mejor la frustración. Necesito el mar, cada vez que voy a él me renuevo. Con Pedro quiero repetir algo que no hago desde hace mucho, cuando estaba con Javier: hacerlo a la orilla del mar, en una playa que conozco y detrás de unas rocas a las que llega poca gente. Ahí desarrollé la potencia orgásmica de mis pulmones y no hay nada en el mundo que me alivie más que sentirme poseída en ese lugar. Sé que parezco un poco loca, pero ésa soy yo. Ya se durmió Lalo. ¡Qué lindo se ve!, se está volviendo hombrecito. De pronto no quiero que crezca, siento que le da miedo el mundo. ¿Será que el miedo lo tengo yo?... ¡Ay!, no sé…
2008
Desde hace unas semanas que su madre se fue a vivir a un pueblito de la costa de Oaxaca, San Agustinillo, creo, Lalo se ha puesto en mal plan conmigo. Tenemos seis meses de andar de novios y no había reaccionado así. Al principio me gustó por tierno y callado, tan diferente de los demás chicos de la prepa. No le conocía sus arranques de enojo. La verdad es que me ha herido, pues lo quiero mucho. Todo comenzó porque me atreví a opinar sobre la partida de su mamá hacia ese lugar en el mar, con su nuevo galán medio hippie. No pensé que se enfureciera cuando le dije que no estaba bien que lo dejara viviendo con su abuela, que todavía la necesitaban él y su hermana; aunque Perlita es otro rollo, bien independiente ella y bien lanzada. Lo que más le pudo es que me reí del modo de vestir de su mamá, pues desde que encontró a su reciente amor usa puras faldas hindús, blusas de manta, collares y huaraches, así como bien retro. Como que no le queda, le dije. Yo la conocí trabajando en oficina, con traje sastre y todo, y pues se me hizo muy raro el cambio, neta. Eso fue todo. Se encabronó tanto que terminó llorando, no sé si sólo de enojo o porque le toqué algo muy adentro. Yo lo quiero, pero en el fondo no lo conozco mucho. Me he dado cuenta de que hablándole bonito se le baja lo berrinchudo. Cuando lo hicimos por primera vez, y así, literal, por primera vez, pues los dos éramos vírgenes, me sacó de onda cuando al final me pidió que le dijera Lalito, mientras se quedaba adormilado encima de mis pechos. Yo lo tomé como un juego bien padre, pero cada vez que hemos estado juntos me solicita lo mismo. ¡Y pues ya!, ¿no? Le dije que me explicara por qué siempre me pedía eso; se le pusieron los ojos llorosos y terminé consolándolo. Lo que de plano no tolero es que sean mis pechos lo que más le guste de mí cuerpo; siempre me lo dice. ¡Ay!, eso me fastidia, porque si algo me tiene traumada son esos dos globos que me cuelgan y donde se pegan los ojos de todos los idiotas que me encuentro por la calle. ¿Y mi cerebro, qué? Y mis ojos, mis piernas, mis sentimientos, mis ideas, ¿qué onda con ellos? Lo perdono porque lo quiero. Me preocupa verlo tan confundido. Cada vez quiere saber menos de su padre, no sabe qué área vocacional escoger y ya nos quedan pocos días para decidir. Le pregunto qué se ve haciendo dentro de diez años. Se lo toma a cotorreo y me dice que se mira cogiendo conmigo en un maratón de sexo interminable. Ya pronto saldremos de vacaciones, quiere que lo acompañe a visitar a su madre, pasar allá su cumpleaños dieciocho y echarnos unos churritos mirando el mar. Tengo mis dudas. No sé a dónde voy a llegar con Eduardo. Quiero mucho a mi chiquito, pero… neta que… ¡Ay!, no sé…
2022
Ayer me sorprendió mucho con su aparente decisión de abandonar su trabajo. Desde hace varias semanas lo he visto inseguro y deprimido, refugiado siempre en sus libros y quejándose de los políticos, la violencia, la economía y el consumismo. Justo ahora que estoy embarazada y necesito certeza. Me cuesta lidiar con esos bajones emocionales de Eduardo, quiere abandonarlo todo, no le ve sentido a lo que hace. Es extraño, cuando comenzó a dar clases se veía encantado. Decía que el aula es un espacio revolucionario por excelencia, que ahí está el futuro del país, en la educación. Si algo me encantó cuando lo conocí en el último año de la universidad fue su idealismo y espíritu crítico, su fe en el arte y la poesía. Nunca pensé que un estudiante de letras hispánicas tuviera más espíritu revolucionario que mis compañeros de la facultad de leyes. Por eso no entiendo su fastidio, dice que ya no soporta a esos adolescentes descerebrados que no creen en nada, se guían por las redes sociales y son incapaces de una mínima solidaridad hacia los demás, perdidos siempre en ese mundo de pantallas digitales e imágenes que los manipulan como a unos títeres. Más me duele no verlo emocionado con mi embarazo y que me diga que no se siente apto para ser padre. ¿Por qué ahora me lo dice, carajo? Pudo haberlo dicho antes de embarcarnos en esto. Pero de pronto vuelve a ser el mismo hombre tierno que conocí y me confunde. Llega, me abraza, nos pide perdón al bebé y a mí, y se adormila en medio de mis pechos. ¿Quién es tu chiquito?, me pregunta. La respuesta mágica es: tú, mi amor; eso parece tranquilizarlo y darle fuerza. En ocasiones tengo la sensación de que estoy a punto de parir dos niños, uno de 32 años. No estoy segura de seguir queriéndolo igual, muchas cosas se han perdido entre los dos. Antes me encantaba su poesía, esa hermosa desazón que había en sus palabras, su dulce fastidio del mundo; ahora ya no me sirve esa melancolía impresa en papel. Creí que evolucionaría hacia algo más constructivo, con mayor reflexión y propuesta. Nada, se quedó en la descripción de la pestilencia del pantano y lo que quiero es salir de él, ver firme hacia adelante. ¡Dios!, se me ha ocurrido dejarlo y enfrentar sola el nacimiento de mi hijo. Yo gano más dinero que él y no me da miedo ser madre soltera. Sin embargo, me atormenta pensar en lo que sería de Lalo. Lo veo tan aislado, tan insatisfecho. Se me oprime el corazón, pobrecito. Además, la enfermedad de su madre lo ha afectado mucho, aunque no creo que la señora se merezca sus atenciones y los de Perla, mi cuñada, pues dejó de estar en los momentos importantes de sus hijos. Tal vez Lalo tenga razón, otro trabajo le ayudaría a salir del bache en que se encuentra. ¡Ay! A veces dejo de ser comprensiva con él. Mi madre dice que los hombres a esta edad tienen muchas crisis y que yo… ¡Ay!, no sé…
2041
Su edad es buena para morir, me lo dice muy convencido después de hacer el amor. Es un hombre raro y yo reconozco mi propensión hacia los hombres raros. Llevamos más de dos años como amantes y me siento bien así. Tengo bien claro que no soportaría despertar todos los días junto a un tipo que por las noches escribe panegíricos a los suicidas, a la eutanasia y al sexo con androides, que todo lo compra y paga por Cosmonet: la marihuana, los alimentos, los libros electrónicos, la pantalla enrollable OLED y la cuota por vigilancia satelital de seguridad. Fue curioso haberlo conocido hace ocho años en el funeral de su madre, al que acudí para darle el pésame a su hijo Rogelio por la muerte de su abuela; Roge era mi alumno en la escuela secundaria. Eduardo me pareció un tipo encantadoramente desfachatado, con esa barba y su melena larga, y unos ojos infantilmente tiernos. Cuando mucho tiempo después nos hicimos amantes no pensé que llegaría a quererlo tanto. De hecho, provoca un conflicto interesante en mí, pues aunque me lleva ocho años, lo siento como un niño desamparado; estancado, dice él, por no haber podido hacerse de un patrimonio que un hombre de su edad debería tener. Mueve mi emoción a querer cuidarlo, cobijarlo. Será que nunca fui madre y de alguna manera él llena ese hueco inconsciente mío. También está Roge, que, aunque sabe que su papá y yo tenemos una relación especial y no exclusiva, cuando eventualmente convivo con él me ve como una segunda madre; le gusto, me dice en broma. Es extraño mi Lalo. En algún momento pensé que podríamos tener una relación normal, pero definitivamente no es posible. Me entristece cuando afirma que no rebasará los sesenta años y pedirá la eutanasia; no soporta la idea de llegar a viejo. No quiero vivir con alguien que hace apología de la muerte en lo que escribe. No pude terminar de leer su última novela, sus personajes son una especie de espíritus que hacen la guerra para ganarse el derecho a no nacer en esta dimensión tridimensional, luchan por la no vida. El tema me asusta demasiado, soy aún un tanto conservadora y amo estar viva, tener sexo no virtual y consumir comida de verdad, no hamburguesas de carne de ternera fabricada en un tubo de ensayo a partir de células madre de vaca, que hoy están tan de moda. Eduardo dice amarme, tanto, que accedió a cumplir una fantasía mía muy común de realizar por muchas mujeres modernas, pero que a mí me ha costado trabajo; qué quieren, aún nací en el siglo pasado. Se trató de tener sexo con dos hombres a la vez. Fue una experiencia plena de amor, divina, me procuraron un placer exquisito que antes no experimenté. Eduardo me pide que probemos un trío con un androide mujer que él suele alquilar eventualmente. Pero hasta esos extremos no llego, ya no es natural. De mi parte, lo último que hice por darle gusto fue colocarme unas prótesis mamarias autólogas para aumentar el tamaño de mis senos. Me resistía, pues a mi edad sigo practicando natación y me serían muy incómodos; pero quise satisfacerlo. Además, son operaciones tan habituales que prácticamente el 80 por ciento de las mujeres lo hace. ¡Ay!, mi Lalo, debo pensar bien si quererte es suficiente para seguir de amantes, pues ese afán tuyo de pedir la eutanasia antes de los 60 me perturba. Tal vez deba voltear hacia alguien menos complicado. Pero… ¡Ay!, no sé…
2060
Eduardo, no sabes cuánto te agradezco que haya sido yo a quien elegiste para estar contigo este día. Sé que todo está listo. Sin embargo, aún quiero hacer un último intento para disuadirte. Disculpa que lo haga, pero soy tu hermana y siento mucha tristeza. Me resisto a tomar las píldoras no sadness, prefiero sufrirte en este momento como sufrí la pérdida de mi esposo. Se me hace digno un poco de dolor. Lalo, el informe de tu genoma predice tu muerte natural hasta los 83 años. ¿Por qué insistes en irte antes? Sé que pensabas hacerlo a los sesenta y que lo pospusiste gracias a tu interés por las letras. De no haber sido así, no hubieras escrito Jardines en Marte, ni dado esa alegría esperanzadora a tanta gente en el mundo. Piensa que aún puedes ofrecer mucho más con tu talento, aunque creas que ya lo has dicho todo. ¡Ay!, hermanito… Veo que estás decidido, ¿verdad? ¿Por qué al menos no aceptas mi propuesta de criopreservar tu cuerpo? Yo asumiría el costo correspondiente a los próximos 50 años. Me he comunicado a Alcor Life Extension Foundation y… Está bien, no insistiré. Una pregunta más, Lalo. ¿Después de la resomación de tu cuerpo deseas que guardemos tus cenizas un tiempo, antes de llevarlas al mar, o que procedamos de inmediato?... Gracias por dejarme tenerlas conmigo un tiempo. Aún soy mujer de fe y quiero hacer algunos rezos durante unos días para que tengas buen viaje; Roge y su esposa están de acuerdo. Ahora debo entregarte esto que he tenido conmigo desde que me lo dio a guardar nuestra madre: tu trapito. Se ha conservado en un cofre todo el tiempo, de modo que está igual que cuando eras niño. Llévalo contigo. Me da gusto que te cause esa sonrisa. Creo que… antes de que me eche a llorar, ahora sí tomaré las píldoras para evitar la tristeza. Quiero despedirme feliz, igual que te veo a ti… ¡Listo! ¿Sabes que no me tardaré mucho en seguirte? El informe de mi genoma dicta que moriré a los 78; ya sólo me faltan seis. Veré cuánto puedo alargar mi tiempo; o cuánto lo acorto. No importa, estoy satisfecha con lo que he vivido y mis hijos también lo están; no tengo nada que lamentar. Lalo… te quiero mucho, ¡mucho! Es hora de retirarme. ¿Quieres decir o pedir algo más?... ¡Claro que te cantaré nuestra canción! ¿Recuerdas cuando nos la enseñó mamá? Amaba a Queen, la vieja banda: “You make me live, whatever this world can give me, It’s you, you’re all a see…” Adiós, hermanito. Te abrazo fuerte. Debiera llorar por ti, pero ya no puedo. Estoy feliz al verte marchar feliz. Quisiera que… ¡Ay!, no sé.
Pajarero
Era necesario esperar los primeros atisbos del sol, esos iniciales rayos del mismo color que las espigas de arroz embarazadas y colgantes. Ahí iban mis pasos cargando mis pocos años somnolientos, sobre el camino recorrido a diario en el que me eran familiares todas las hierbas y cada una de las lagartijas que me salían al paso.
Agacharme y recoger las piedras para llenar mi morral con su peso. Escógelas pequeñas y redondas, pajarero, me decía mi padre, no levantes lajas que se atoren en la honda. Y yo quería ser bueno en ese oficio rudo para un niño, resguardar las espigas porque estaban cargadas de ilusión campesina. Por eso caminaba erguido y rápido aun con el morral lleno de rocas también llenas de sueños milenarios. La encomienda era llegar primero que los tordos; en ese tiempo no sabía que nadie llega primero a ningún lado antes que los pájaros, ellos son dueños del aire y de los relojes más precisos, y yo solo dueño de las piedras y de mis pasos pequeños.
A los trece años nadie tiene enemigos. Como pajarero me vi obligado a tenerlos, alados, negros y más tercos que un guerrero en la vanguardia. Yo los hubiera dejado llenarse el buche de arroz hasta que reventaran, mientras me dedicaba a tejer fantasías recostado en la pajarera que sobre el tronco vivo de un guayabo me construyó mi padre. Pero me daban miedo las posibles cuerizas sobre mis huesos. Por eso mejor aprendí bien a dar gritos tarzanescos bien apoyados en el músculo del diafragma que ni sabía que existiera. Uno que otro tordo se asustaba con ellos y para los demás estaba la piedra dentro de la honda. Giros y más giros y más giros; y con un zumbido salía la piedra en busca de las pequeñas alas. Jamás logré darle a uno, o no lo supe; sin embargo, las parvadas se levantaban rumbo a los árboles cercanos o a buscar su alimento en los cultivos de al lado. Me gustaba ver esas flechas negras moviéndose sobre el verde amarillento, o descendiendo desde el azul por sobre mi cabeza. Admiraba su coordinación perfecta, su matemática solidaridad que pintaba trazos en el aire que hoy son pinturas en mi recuerdo.
Me pregunto ahora cuántos cientos de granos de arroz debieron no comerse los pájaros en aquel entonces para que no fuéramos pobres. Porque, dejaran limpias las espigas o repletas de granos, nosotros seguíamos necesitados y la leche alcanzaba solo para el más pequeño. Lo bueno era que entonces no sabía de la pobreza, bastaba un pan en la barriga y patear una pelota en la calle para ser feliz; bastaba que mi madre fuera capaz de sonreír y cantar cuando lavaba tinas repletas de ropa en el río mientras los niños jugábamos a los buzos en la poza; bastaba acurrucarme con mis hermanitos en una sola cama y asustarnos contándonos cuentos de aparecidos.
Nadie conoce mejor el valor de la mañana que los pájaros, por eso llegan temprano desde no sé dónde. Si te retrasas, pajarero, los encuentras a las ocho de la mañana eructando con su canto los arroces en las copas de los árboles.
El mediodía es el tiempo mejor para el descanso. Las aves se las ven duras con el calor y aprovechan la tregua para dormitar bajo la sombra. Aunque hay tercos entre los tercos que en solitario se deslizan sobre el arrozal. Yo lo sabía, mas simulaba no saberlo; media espiga menos no era gran cosa para que yo fuera por los carriles lodosos a echar guerra contra dos o tres obstinados. Lo cierto era que admiraba a esos que rompían las reglas y elegían las horas adversas para su lucha. Ningún maestro en la escuela me enseñó lo que ellos. Eran los insurgentes, los rebeldes sin causa, los que eligen al cenit como su aliado.
En esas horas duras y largas como caminos sin sombra, debí tener a mi lado un libro para descascarar en él mis propios granos de arroz de oro, y comerlos; debí recorrer en él senderos lejanos y viajar por el mundo mientras caía la tarde. Pero no había más que libros de texto en mi casa, y aunque dentro de mí cabalgaba un quijote y en mi cabeza de niño bullía una urdimbre de metáforas, no tuve un compañero de papel que sembrara flores en mis horas muertas. De cualquier manera, me quedaba la imaginación y con ella cocinaba rimas ingenuas para niñas tristes y de trenza larga, traspasaba las montañas más lejanas que veía y llegaba hasta los mares, o dirigía historias heroicas con personajes que surgían de las nubes. Mientras tanto, mis amigos obstinados me robaban algunos granos y luego, satisfechos y retadores, se paraban sobre los hombros del pobre espantapájaros, derrotado en su mentira de paja y sombrero viejo.
A veces, cuando no llevaba itacate, pasaba mi padre a dejarme unos tacos que preparó mi madre y a supervisar mi trabajo para luego irse a su faena en otra siembra. A veces me acariciaba la cabeza y con eso pagaba todas mis vacilaciones y melancolías, y le daba fuerza a mi hombro derecho para lanzar la piedra con la honda o para tronar el chirrión. Yo lo miraba irse y otra vez dejarme solo. En el fondo sabía que no deseaba hacerlo, pero también tenía claro que a un hombre de campo se le educa así, como si pesara la consigna de que el destino es duro y mejor sería tener el cuero fuerte, la mano callosa y la mirada firme.
La batalla reiniciaba al descender el señor Tonatiuh hacia el poniente, un poco más tibio y amable. Astutos, los tordos se dejaban venir en picada uno a uno tratando de no ser vistos. Era necesario dar golpes de autoridad y ganar terreno. Me arremangaba los pantalones para caminar hacia el otro lado de la parcela y tronar ahí el chirrión con arresto. Ellos y yo conocíamos el juego y sus reglas. Después regresaba a mi posición original rodeando la parcela. El ciclo se repetía tres o cuatro veces a lo largo de la tarde.
Una hora antes del ocaso, la necesaria rabia se encendía en ambas partes: ellos burlándose de mis ardides y yo multiplicándome por todos lados. En ese momento me resultaba muy útil el lazo colgado de varias garrochas alrededor del arrozal con botes de hojalata llenos de piedrecillas. Al tirar del lazo con fuerza los botes sonaban como maracas y asustaban a cierta cantidad de aves. Acompañaba el baile de los pedruscos con los truenos del chirrión, los giros de la honda y mis gritos.
Me desesperaba que el sol no declinara por completo. A diferencia de Rolando, el héroe medieval, que pidió al sol detenerse para tener luz suficiente y vencer así a los sarracenos en la batalla de Roncesvalles, yo le pedía que apresurara su paso y llegara pronto a la punta del cerro que lo guardaría por doce horas. Sin embargo, parecía no escuchar y divertirse al verme pelear con los tordos.
Ellos y yo sabíamos que nadie ganaría. Se marcharían justo en la puesta del sol para reanudar mañana, y al siguiente día y siempre. Su destino era la guerra, y el mío también, decía mi padre, y convertirme en profesor para no tener que vérmelas con el lodo, la honda, la pala, el machete, la yunta y el sol cayendo inclemente sobre mis años nuevos.
Después de verlos alzarse en parvadas y retirarse a pasar la noche en no sé dónde, metía mis bártulos en el morral y echaba a caminar para vencer los tres kilómetros que me separaban del pueblo. Ellos llegarían rápido a su destino. Pequeños y de vida breve, Dios quiso regalarles el don de la velocidad a fin de compensarlos un poco. Yo llegaría a casa a punto del anochecer, entre un Ave María de mi madre y alguna otra jaculatoria de la abuela, agradecidas por verme llegar sano y salvo.
Los días de pajarero no tenían tardes para correr tras la pelota ni sonrisas coloradas de las niñas al pasar por la calle en busca de un piropo. No tenían juegos de trompo ni competencias de baleros con los amigos ni nados en la poza del río. Pero sí tenían la bondad de mi madre vertida en un plato de sopa, la alianza milagrosa entre un rezo y un suspiro de la abuela y dos o tres diabluras de mis hermanos pequeños. A veces, solo a veces, también tenían la mano paterna sacudiendo mis cabellos; bastaba con esa caricia para dormir soñando que era fuerte y el futuro era mío.
Al cantar el gallo la batalla consabida debía continuar. Otra vez el camino y el morral de piedras, otra vez la espléndida llanura tornasol que inoculó en mis ojos una luz que no se apaga. Otra vez rendirle pleitesía al astro rey en su camino combado. Llenar el aire con mis gritos, escuchar los truenos saliendo de mis manos; y pájaros regalando los secretos de su lucha y bondades de arroz madurándose en las puntas.
Y en la mirada, esculpiéndome la aurora un anhelo de alas grandes.
Fantasmas
DE MAR
En el mar te encuentro. Te veo venir hacia mí desde las olas donde revienta tu presencia y refuto la versión de la rezandera que repitió incansable uno y otro y otro Dios te salve, María, en ese intento inútil de consolarnos por tu supuesta ausencia. Nunca creí que fueras tú quien durmiera dentro del féretro de caoba de fina hechura. No eras tú esa de labios yermos y fríos, no la misma que besó mis noches de pieles encendidas. No eran esos ojos cerrados aquellos que descubrieron mi existencia deambulando por una tarde de sombras ni eran esas manos sucumbidas las que me levantaron de una muerte prematura.
Me dicen que no estás, que te has ido. Sólo porque cerraron el ataúd en el que no te vi y lanzaron flores sobre una tumba donde no duermes. Si ellos pudieran abrirme el pecho lo entenderían, pero viven casados con la idea de que todo termina con un último suspiro. Pobrecillos, trato de entenderlos, están tan solos sin ti y con sus plegarias. Tal vez si vinieran al mar podrían mirarte cuando abro mi pecho y tú sales a jugar con tus pies entre las olas, nos mirarían caminar tomados de la mano sobre la arena larga, solazarnos con el crepúsculo y luego acurrucarte en mi regazo hasta la primera estrella y después volver a la cabaña contigo ya dormida en mis adentros. Me mirarían llorar hasta hacer subir la marea, pero sabrían que es el efecto salino de llevarte en mí con todo lo que eres.
¡Ven, mi amor! ¡Estás hermosa! El sol hace maravillas en tu piel traslúcida y las gotas de mar que cuelgan invisibles de tu pelo tienen el mismo sabor de mis lágrimas. No digas a las olas que no estás, porque dejarían de cantar para siempre y entonces yo sí me moriría.
DE CANCIÓN
Cae la noche y me invaden muchas ganas de caminar sobre el teclado. Preparo café y me dispongo. Convoco alguna música de Chopin y entro al paraíso.
Apenas tres renglones y me interrumpe la algarabía de los niños en mi calle. Es intensa y por eso me extraña que mi perro no reaccione. Me pregunto si estará enfermo o será que también octubre lo vuelve introspectivo. Cierro la puerta del ventanal para amortiguar las voces y trato de continuar.
Dos renglones más tarde allá afuera parece que llegó una marabunta. Respiro profundo y contra mi voluntad salgo a la terraza para ver a los pilluelos. Para mi sorpresa, la calle está vacía, sólo las sombras primeras de la noche densifican el aire suspendido.
Extrañado, vuelvo a ingresar a mi cuarto. Como si el calendario colgado en la pared atrajera mis ojos, descubro que hoy es 31 de octubre. Cómo es posible que no lo supiera. Ahora lo entiendo: son ellos y este es su día. Vuelvo a escuchar el jolgorio esta vez mesurado y salgo a asomarme nuevamente. Nada: silencio, vacío. La duda se esfuma vaporosa en el aire.
Inquieto, voy hacia el mueble de la cocina donde guardo la bolsa de dulces que tengo preparada para este día. Sé que tocarán a mi puerta, igual que el año pasado, el primero de su nueva vida. Y también vendrán más tarde los otros, los que sólo se disfrazan de muerte.
Ahí están. Los puedo escuchar. Me pregunto si habrán crecido un poco. Javier ya sería un púber y Damiana también. Los demás eran más pequeños y los recuerdo menos. “La calavera tiene hambre, no hay un pancito por…” Abro la puerta que da a la calle y automáticamente cesa el cántico. Sin embargo, sé que están ahí, frente a mí. Casi puedo ver las pecas de Damiana y su cabellera pelirroja. Conmovidas, varias de mis lágrimas también se asoman. Tomo buenos puñados de dulces y los arrojo al aire; sé que cacharán algunos.
Después de unos minutos de imaginarlos, sonrío y les digo adiós. Al entrar a casa y cerrar mi puerta la cancioncilla continúa. La vocecita dulce de Damiana es inconfundible.
No puedo evitar que me atraviese la tristeza.
Aquel terrible día debimos incendiar ese camión y a su maldito chofer embrutecido por el alcohol.
DE LIBIDO
La familia entera se reunió alrededor del anciano. Recibieron la noticia de que estaba en las últimas y nadie quiso pasar como descortés ante el casi nonagenario y ante Sarita, la única de las hijas que se encargó de él durante años. Ahí estaban todos sus hijos, ocho en total, no todos de la misma madre, y muchos nietos que no lo veían desde que eran niños, ahora calvos algunos o ya canosos. A algunos los movía un amor ligeramente genuino y a otros simplemente el interés. También se presentaron algunos bisnietos, curiosos por saber un poco más del famoso bisabuelo y sus historias donjuanescas.
Apareció una antigua sirvienta, ya de la tercera edad, acompañada por un treintañero al que hizo pasar por hijo del moribundo. Nadie creyó su historia y con decencia la pusieron de patitas en la calle, aunque el muchacho, un verdadero percherón, era altísimo como el viejo y con idéntica sonrisa pícara.
Reaparecieron tantos y varios de ellos se conocían sólo a través de las fotos. Para las muchas lágrimas que ahí se derramaban hubieran sido necesarios estudios de laboratorio a fin de constatar su pureza.
Entre los que se encontraban dentro del enorme dormitorio, y bebían café o intercambiaban conjeturas a media voz, había una mujer de mediana edad que sólo él podía ver. Nadie comprendía la sonrisa plácida del anciano, ese rictus de placer que dibujaban sus ojos y su boca, aun cuando su pulso había bajado a menos de 40 latidos por minuto y su presión arterial estaba por los suelos. Sus ojos parecían perdidos en un punto en la pared y nada podía hacer que los desviara de ahí.
Era ella, la mujer de su vida, madre de tres de los ahí reunidos. Sin embargo, por extraño sortilegio acaecido en su transición de la vida a la muerte ―aunque algunos sostienen que es a otra vida verdadera y eterna―, la dama se presentó con una apariencia de veinte años menor que cuando se fue de viaje sin retorno, bella todavía, glamorosa y sensual. En su delirio, el hombre la vio dirigirse hacia él traspasando objetos y otros cuerpos. Alzó su mano para tomar la de ella y después acariciar no con ternura su pelo ni con devoción sus mejillas, sino con inusitada lascivia sus senos. Admirados, los presentes lo vieron alzar su cabeza y parte del tronco para alcanzar los labios que la mujer le ofrecía, invisibles para ellos. Su respiración se agitó de pronto y en su mirada se dibujó una emoción envidiable si de morir con ella se trataba, la misma de un mancebo que por primera vez ve desnuda a una mujer deseada.
En efecto, la aparición vedada para todos, menos para él, poco tenía de tono místico o pudoroso. Al contrario, se trató de un fantasma femenino atrevido, pues se desnudó por completo ante el éxtasis del anciano y le ofreció una imagen última que lo llevaría lleno de gozo a cruzar el puente que conecta este valle misterioso llamado vida con aquellos otros parajes insondables.
En el último momento, ante el asombro de todos, una potente erección que no hubiera sido posible ni veinte años antes, envalentonó al cuerpo moribundo. Se miraban unos a otros sin entender, algunos llenos de bochorno, otros simplemente admirados. Con esa partida triunfal el abuelo no dio lugar a demasiada tristeza. Al contrario, a los más jóvenes les pareció digna de ser elogiada la proeza del viejo. Buen final para alguien a quien se le reconoció siempre su fama de semental.
Sarita, la hija bondadosa que lo cuidó desde que cayó enfermo hacía años, ordenó con discreción a la enfermera hacer algo para desaparecer la carpa levantada sobre el cuerpo de su padre. La noble joven, de cofia y uniforme límpidos, no tuvo éxito en la encomienda y algunos hombres no pudieron evitar risillas nerviosas. Un biznieto se encontraba realmente emocionado ante los apuros de la chica y su fracaso. Él mismo sintió la misma reverberación carnal y pensó que el espíritu del anciano entraba en su cuerpo y en adelante tendría que honrarlo repitiendo sus proezas masculinas.
Finalmente, no les quedó otra alternativa que poner las manos del difunto sobre sus “partes nobles”, en vez de en el pecho, a fin de mitigar un poco el efecto visual.
Pasadas unas horas, el anciano muerto se portó decente y declinó para siempre su furor corporal, para el consuelo de Sarita y demás damas pudorosas. Pero no fue posible quitar sus manos de ahí. Así partió, regocijando esa parte de su cuerpo que poca calma le dio en vida.
Ámbar y añejo
Como si supieras que haría falta para tu ofrenda, plantaste hace mil años los pequeños brotes de agave, bañaste de paciencia tus días y esperaste hasta ver aparecer los quiotes. Enseguida llegaron los hombres a jimar las piñas del agave y se las llevaron a cocer. Luego la destilación y el elíxir cayendo a ritmo lento, rememorando el tiempo largo que tuvo la planta para enamorarse del aire, la lluvia y el sol cayendo a plomo. Siguió su descanso silencioso en barricas de madera de roble blanco. Hasta que finalmente tuviste en tus manos el líquido ambarino y añejo. Lo bebías con disciplina por prescripción del médico y lo compartías con ahínco por indicación precisa de tu bondad de viejo; como si también supieras que no te quedaba mucho tiempo para que valiera la pena ser avaro. Querías llevarte esas sonrisas cuando hicieras el gran viaje, de puro gusto coloradas, de pura vida llenas y guasonas.
Tengo guardada aún buena cantidad de litros para repetir en tu honor el ritual cada vez que dan ganas de estar más vivo que de costumbre, y eso sucede generalmente cuando hace fresco y a mí me falta una primavera adentro. Entonces parto en cuatro una naranja y, a besos, porque solo a besos se saborea la vida, voy bebiendo el sagrado brebaje que dice tu nombre al ir resbalando por mi garganta, mientras el jugo cítrico en mis labios acompaña el fuego que me incendia el paladar y el cuerpo todo.
A veces me nacen lágrimas, sobre todo al acordarme que te sentabas conmigo frente al agave y me confesabas la otra gran ganancia por animarte a plantarlo: “Se tarda tanto en crecer que me ha enseñado a esperar. Y eso poco lo aprendí muy antes. El maíz lleva prisa y crece pronto porque nace extrañando los molinos y las manos tortilleras; y el arroz madura lueguito en los humedales. Pero estas puntas no llevan prisa, van rompiendo el aire de a poquito. Por eso no te queda otra cosa que aprender a mirar el cielo y soñar mientras se anuncian los quiotes”. Yo te escuchaba, mientras los cinco años que tarda en madurar la planta pasaban sobre mi rostro desarrugando algunas dudas y sellándome otras nuevas.
La botella de vidrio parece orgullosa detrás de las luces de la ofrenda. Su color habla: “Bébeme, que extraño la devoción de unos labios”. Solícito, voy por dos copas hondas, porque solo en ellas es posible degustar los aromas que desprende el mezcal añejado doce meses en su cama oscura de madera. Las lleno de la risa del líquido al caer y pongo la tuya frente a tu imagen, y tu sonrisa se ilumina sin que sea efecto de la luz y mi delirio. Después de besar dos o tres veces la orilla del cristal soy capaz de escuchar tus anécdotas. Sabía que la botella guardaba tu voz, también añejada en túneles de recuerdos. La noche de muertos está más viva que nunca, brinca como jinete en jaripeo montando un toro de clase, corre como un río sobre pedruscos de colores, canta como te gustaba hacerlo en serenata nocturna y pesca tu presencia en el murmullo callado de las luces.
Entonces, hablamos.
Me atrevo a confesarte mis últimos secretos porque estarán seguros contigo. Te hablo desde mis cinco años asombrados y desde mis manos manchadas por el lodo de los charcos; te hablo desde mi escuela y mi pupitre, desde mis congojas con los números de las que casi no supiste. Te platico de mi adolescencia atormentada y sus descubrimientos dolorosos, gotas de cera caliente sobre la piel de mi inocencia. Te cuento de las novias que no tuve, del valor que encontré en el fondo de una copa para robarme unos besos, del azaroso paseo por la tercera década de mi vida; de como nací adulto cuando un brujo de bata blanca puso en mis manos a mi hijo; de aquellos que pusieron rocas en medio el camino y me hicieron grande imaginándome pequeño; de las lágrimas que mojaron la primera piedra de mi casa y de cómo un cuento me parió de nuevo al cumplir cincuenta y tantos. Y entre una y otra confidencia, besamos nuestras copas.
Entonces te animas, completamente redivivo.
Te atreves a hablarme de las cosas que callaste: de sueños con alas de mariposa que se te escaparon por no tener la red para cazarlas y papalotes que se fueron de tus manos por la fuerza de los vientos de tu infancia; de un piano que se quedó sin tus dedos porque la pobreza y un tipo te dijeron que era un lujo muy lejano; de una luna que acompañó tus penumbras con lágrimas de sal y jamás a nadie lo contó; de un padre que no estuvo cuando lo buscabas y otro que llegó sin que lo pidieras; de un pupitre esperando para siempre tus cuadernos y tus manos. Y me cuentas de una choza alumbrada por quinqués, con pocos panes en la mesa y poca leche en los pocillos; de una vaca que sola se quedó cuando todas las demás fueron robadas, y de una novilla que nació de su vientre y luego un comprador la mercó, y del mucho alcohol que fue necesario para enfrentar la pena antes de irte con rumbo norte y humillarte por un dólar y volver por unos ojos bellos que aquí te estaban esperando. Y me dices tantas cosas más que nunca me dijiste cuando iba yo en el anca del caballo y tú cantabas y cantabas, soñabas y mirabas los verdores del llano que no era tuyo, pero lo soñabas.
En tu discurso que salta emocionado sobre las puntas de las flamas se cruza también el mío, arrebatado y prendido. Sobre las breves horas se tienden confesiones y perdones, secretos y revelaciones. Veo caer dos lágrimas tuyas que están a punto de apagar una vela. Juro que llega hasta mí el vaho de tu aliento y el olor característico de tu camisa sudada al volver del trabajo. El mezcal es un gran aliado. Me trae también tu silbido, el timbre exacto de tu voz y esa manera especial de rascarte la cabeza cuando te invade el sueño. Lloro cuando veo claro cómo tus labios se manchan con la calabaza en dulce al morderla. No puedo más y extiendo mis brazos para abrazarte. Así me quedo largo rato, quizá como nunca lo hice antes, quizá como no pude.
Llega la madrugada y con ella tu presencia más nítida. La botella de mezcal está feliz porque volviste, cada minuto más vacía y más feliz. Los cristales de azúcar en el pan de muerto destellan tu mirada y no sé si has venido para quedarte conmigo o si yo soy el que parte contigo. Me gusta llegar a este lindero al que me asomo y te asomas. Me gusta esta potencia de la muerte para aferrarnos a la vida.
A lo lejos escucho el cántico de un gallo, extraño, como si anunciara un despertar inesperado.
Sé que estás marchándote otra vez y en vez de llorarte te río. No estoy perdiéndote de nuevo; ambos nos ganamos uno al otro. Tú me tienes en el misterio que te envuelve y yo te siento instalado en mis huesos para siempre.
Alzo mi copa para despedirte y bebo su resto de mezcal. Coloco la botella a medio beber junto a tu fotografía y apago las veladoras de la ofrenda. Voy flotando rumbo a la cama. En este momento no estoy seguro si duermo sobre ella o en realidad despierto, si muero o revivo. Solo sé que esta noche tengo paz como la tienen los muertos. Y saberlo, me da vida.
El tramoyista
Uno no sabe por qué la vida te ofrece un asiento privilegiado en la butaquería de su teatro sin haber hecho los méritos suficientes. He guardado muchos años esto que voy a contarles, pero a mi edad y en mi actual condición de salud considero necesario hacerlo, como una forma de limpiar pequeñas cloacas que se enquistan dentro, yo, quien era un ganapán a toda regla y ahora como perdices estofadas con cerveza.
Aquello comenzó hace mucho; espero, por eso, no diluir ficción dentro de las verdades que como tales aún conserva mi memoria, aunque de la ficción haya comido, bebido, comprado boletos de avión en primera clase y condones de calidad, no obstante imperfectos.
Era un mozuelo cuando comencé a trabajar en el único gran teatro de mi ciudad, con 19 años bien estirados en mi cuerpo mediano, pero lo necesariamente fuerte para mi oficio de tramoyista. Tramoyita, ve por las tortas; Tramoyita, cárgate el vestuario; Tramoyita, limpia mis botas, no seas malo. Así me di a querer, haciendo de todo y a todos. El “haciendo de todo” pronto incluiría tareas insospechadas por mi provinciana cabeza entonces lerda.
Durante las funciones mis oídos se bebían los parlamentos, con sus matices, pequeños dobleces, cambios de ritmo, intensidades. Me comenzó a picar la comezón de llegar a ser actor. Soñaba. A la vez, me complacía desnudando con la vista a las actricitas jóvenes que se imaginaban divas al pisar las tablas y reinas al entrar en los camerinos. Taimado, a todas ellas las iba ganando mi carácter suelto y mi servicial presencia. No había nada a lo que Tramoyita dijera que no.
Así fue como tampoco dije no cuando la protagonista de una comedia ligera, una actriz reconocida y bien entrada en los cuarenta, guapa y con unos pechos capaces de amamantar a todo el elenco, me pidió masajear sus pies en el intermedio de la obra, entre un acto y otro. Vieras cómo me duelen, Tomasito, desde los dedos hasta los tobillos. Tuve que seguir la ruta del dolor y continué hasta las rodillas, bondad mía que agradeció con miradas de madona suspirante.
En la siguiente función, puntual, al inicio del interludio, mis manos dispuestas y mi sonrisa presta se plantaron en la puerta del camerino. ¿No tiene los pies cansados, señora?... Ahora no, Tomasito, son mi espalda y mi nuca las que tengo tensas. Sin mayores diálogos mis manos se ofrecieron, deshicieron nudos en la parte alta de la espalda, aliviaron con calor síncopes emocionales en la nuca y la base del cuello. Encarrilado, en la próxima función de un terapéutico viernes, mis masajes le curaron desengaños desde los hombros hasta sus largos dedos y megalomanía en las sienes.
Pensé que en la función del sábado debía comenzar de nuevo el ciclo de masajes iniciando con los pies, mas no fue así. ¡Bendito sábado de gloria! Al llegar, efusiva, anunció que le correspondía masaje en sus pechos. Puso el pestillo en la puerta y me mostró sus dos universos coronados de café intenso en sus centros, inabarcables para mi imaginación que cayó muerta en ese momento. Mis manos, disciplinadas, continuaron su rigurosa aplicación, húmedas por la emoción, temblantes. Los siguientes recorridos de mis dedos fueron arbitrarios. Tendimos los escasos minutos del entreacto sobre la alfombra del piso; ella se hizo de mi secreto en la entrepierna, enjundiosa, arrebatada. Qué grande paraíso el tuyo, Tomasito ¡Fabuloso, amore! Juro por Dios que ella lo dijo, yo siempre he sido muy modesto con lo que tengo y soy.
Ya no hubo más sesiones de masaje en el camerino. Las siguientes fueron en el cuarto de hotel donde se hospedaba al término de la función, o de las fiestas que a veces le seguían. En pocos días me deshizo y me rehízo innumerables veces. Al final del delirio y de la temporada me trató como a un amigo tierno, se despidió con una sonrisa agradecida y dejó una recomendación al director de la compañía. El chico tiene un gran talento, lo huelo; deberías probarlo con un papelito en una de tus obras; aprenderá con el tiempo y las tablas.
Al poco tiempo le buscaba el misterio y la forma a un pajecillo en una comedia de Moliere, personaje que, atendiendo la recomendación de mi dama ausente, me fue asignado por el magnánimo director de la compañía, quien con el mismo salario pagaba mi trabajo en tramoya y en la escena. Mientras hacía gala de mis dotes innatas de actor, aprovechando los escasos minutos sobre el escenario y los pocos parlamentos de mi personaje, fui objeto de las naturales envidias que se suscitaron en varios miembros de la Compañía, especialmente en los varones que interpretaban personajes secundarios. Uno de los actores maduros y de gran experiencia me sugirió enfrentar las embestidas con indiferencia y aplicación al trabajo. Siempre sucede, los perros ladran si te ven andar, recuérdalo. Nunca supo cuánto bien me hizo con su consejo para lo que vendría después.
Fui enterándome, además, de la segunda recomendación que aquella primera actriz hizo sobre mí antes de irse. Las miradas e insinuaciones pícaras de actricitas jóvenes, y de otras entraditas en años, lo fueron desvelando. Muchos recovecos del teatro y los hoteles de paso se volvieron cómplices de mis cabalgaduras sexuales intensas, a las que me volví aficionado.
A las actrices se agregaron, hoy, una iluminadora del teatro; mañana, la diseñadora de vestuario; después, la coqueta vendedora de boletos en taquilla, hasta que más adelante mi fama de garañón subió hasta el Olimpo donde consideran habitar los críticos de teatro. Uno de ellos, poderoso, femenino, se acercó hasta mí con la palabra desnuda y el anca dispuesta. Si vienes conmigo a tomar una copa en mi hotel, tal vez pueda ayudarte con las buenas opiniones que como actor te mereces. Para ese entonces ya interpretaba un personaje secundario en La muerte de un viajante, de Miller, consecuencia de mi talento diseminado. Este fue el mayor reto que enfrenté. El generoso censor teatral fue amable conmigo; yo también con él, pues descubrí agradable esta nueva dimensión de mi sexualidad.
Llovieron buenas opiniones a la nueva promesa del teatro, mejores papeles, mi nombre en los periódicos, cursillos para oficializar mi formación, conferencias, algún productor en mi cama; eventualmente un director en la suya, conmigo, claro. No faltaban de vez en cuando devaneos con actrices en busca de rescate, pero lo mío fueron a partir de entonces, y hasta ahora, los actores jóvenes, casi adolescentes. Especial devoción siento por los frescos bailarines, tan gráciles, tan hermosos.
Después de un tiempo incursioné en el cine. Ya no tuve que acostarme con alguien para conseguir buenos papeles. Por fin mi cuerpo ya no era un pase para la cumbre; mi talento, ahora era mi talento. Cuando obtuve el premio al mejor actor de largometraje mexicano en el Festival de Cine de Morelia, experimenté algo así como el nacimiento de una nueva piel.
Han pasado muchos años. Ahora que cada uno de ustedes me conoce más a fondo, ya no seré murmullo de farándula. Quisiera poder remediar lo que viene, pero nadie puede hacerlo; no soy de los afortunados a los que el sida les ha posibilitado sobrevivir y tener una vida larga. Quedarán los programas de mano, las marquesinas, los testimonios de los amigos y las memorias de cama para recordarme.
El visitante
No puedo eludir el influjo de una luna como esta. La sangre calienta las yemas de mis dedos y alrededor de mí vuelan presencias que buscan vida en la tinta. Aderezo la imaginación con un buen trago y me dispongo ante el teclado. Es una noche iluminada de viernes, apta para los delirios. La mayoría los busca en fiestas y en esas canciones y bailes que uniforman los impulsos; yo en mi soledad.
Hay un personaje que ha estado rondando mis días y noches, quitándome el sueño. Hoy lo elijo, lo tomo de la mano como lo haría un sultán con alguna dama ignorada de su harem, y bailamos una danza de palabras que inusitadamente resulta amable, incluso divertida. ¡Es bueno que esta vez mi inspiración sea de comediante! No quiero saber de las tristezas y tragedias que han llenado mis últimas historias, aunque reconozco mi proclividad para darles vida. Qué amable es el tiempo para un enfermo de literatura si dos buenos tragos de whisky ayudan a engendrar dos buenas cuartillas, sustanciosas, armónicas, interpretaciones de la vida que aspiran a ser más que dos vulgares fotografías, con su halo de poesía que las eleva y su pizca de humor que entretiene. Mis dedos pulsan alegres tras la tercera página, pero ven interrumpido su ímpetu justo a la medianoche, cuando escucho que tocan a mi puerta. Es extraño, porque no espero a nadie; antier tuve cita con mi amante ―aunque sus furores suelen ser imprevistos y en ocasiones rompen el orden que me he impuesto― y ayer tomé vino con mi mejor amigo y visité a mi madre.
Al deslizar la ventanilla para ver quién es, descubro el rostro del vecino que renta el departamento que justo está enfrente de mi casa. Antes conviví dos o tres veces con él, supe de su propensión al alcohol y de sus crisis existenciales. Abro la puerta y siento un estremecimiento al verlo, iluminado por la luna. Parece arrancado de un cuento de Poe, larga la figura y honda la mirada. Su voz emerge como de una caverna.
―Lamento molestarte, mi amigo. Vi luz en tu casa y pensé que podría compartir contigo esta media botella que busca otra sed, además de la mía.
Lo último que deseo esa noche es interrumpir el alegre curso de mi narrativa, pero la extraña fascinación que ejerce sobre mí su presencia y algo así como una solidaridad compasiva, hacen que lo deje franquear el umbral de mi casa. Interrumpo mi trabajo, no sin alguna pena, preparo dos vasos con hielo y me dispongo a beber del bourbon de buena cepa que el tipo trajo consigo. La única ocasión que entablé una plática con él, fue la última vez que lo vi en una reunión con amigos mutuos.
―Perdón que interrumpa tu trabajo. Pensé que una soledad como la tuya era la adecuada para compartir el júbilo que me embarga esta noche.
¡Bravo! Mi vecino misterioso de halo medieval se encuentra contento. Áspera alegría, pienso, pues la sonrisa que exhibe al brindar conmigo dura dos segundos y se esfuma. Como sea, me da gusto que no muera la esperanza de mantener el tono de esta noche.
―Y, ¿a qué se debe tu felicidad, mi estimado? ¿Una mujer, acaso? ¿O será el influjo que la primavera ejerce en quienes amamos más las flores que el dinero?
―Felicidad, es decir demasiado. Desde hace tiempo alejé tal palabra de mi vocabulario. Es una entelequia, lo sé bien y lo sabes si en verdad has vivido.
― ¡Vamos! Si te atreviste a tocar a mi puerta y compartir conmigo tu júbilo, como dijiste, pensé que esta noche bebería yo con un hombre feliz.
Guardó silencio unos segundos, como si mi súbito entusiasmo nacido por el trago generoso del bourbon, mi tercera copa de la noche, evocara en él tiempos pasados. Enseguida, desgranó su emoción:
―Alguna vez, o varias, pensé que la felicidad habitaba en las palabras sabias de los grandes pensadores o en lo profundo de los ojos de una dama; o bien en una grupa portentosa de mujer asida por mis manos. También creí, ingenuo de mí, en la voz de algunos líderes “iluminados”, en cuatro o cinco libros fundamentales y en mis dos hijos que ya no sé quiénes son ni dónde andan. Ideas, sensaciones, engaños de los sentidos... Perdona si te abruma mi perorata, realmente hay algo bello que deseaba compartir contigo esta madrugada. Pienso que eres es de los pocos con los que puedo sentir alguna comunión espiritual, porque en realidad siento desprecio por el mundo y me complazco con mantener la comunidad conmigo mismo.
¿Schopenhauer?, ¿Kierkegaard?, ¿Heidegger? ¿Ecos de quién escuché a través de esa boca que tomaba con fruición todo el líquido de su copa? Debía luchar con ahínco, pues hasta ahora me había librado de aves negras y personajes trágicos.
―Te entiendo perfectamente. También he dudado de las aparentes delicias del mundo. Pero, bueno, hoy tenemos esta botella con aún buenos tragos, y la noche es fresca, y la nostalgia entre dos también es un buen estado para transitar los minutos, si es que la dama insiste en quedarse con nosotros. Veamos, ¿Cuál es la dicha que debías contarme, si así puedo llamarla?
―Digamos mejor que es una certeza, y llegar a ella me parece una iluminación. No he podido evitar hace poco derramar unas lágrimas por el descubrimiento que hice dentro de mí.
La intriga ameritaba una nueva copa y un habano que encendía sólo en momentos especiales.
― ¡Brindo por esa certidumbre que has descubierto en este mundo de poco fiar! Y por las mujeres, porque aunque sea por momentos, yo sí encuentro en ellas el paraíso tan buscado… y el infierno, también ―mi comentario y su segunda copa hicieron que mi acompañante soltara una leve carcajada. Me animé―. ¡Vamos! Cuéntame.
―Deseo hacerte primero una pregunta fundamental para que puedas comprenderme mejor. ¿Alguna vez has pensado que, como lo dijo Lichtenberg, los hombres sabios de cualquier época han dicho más o menos lo mismo?
―Lo he pensado y lo creo. Además, Schopenhauer agregó que los tontos, esto es, la gran mayoría, han hecho siempre justo lo contrario de lo que dijeron los sabios. He luchado toda mi vida por no estar del lado de los tontos, aunque en ocasiones me porto como tal. Sin embargo, cuando actúo o hablo con bandera de estúpido, al menos tengo conciencia de serlo; esto no me hace mejor, pero me desprecio menos y evito el suicidio. Ahora bien, sigo sin saber nada de tu júbilo interior. De eso que te llevó a buscarme.
Sus ojos brillaron al escucharme. Me miraba como a un hermano al que se le sabía vivo y escondido en alguna parte. Ahora lo encontraba. Chocó su copa con la mía y la bebió completa.
―Comenzaré por decirte que ya no tengo ambiciones, la última que tuve se largó con un poeta, igual de obtuso que yo, pero joven y bello. Ella dejó de significar algo para mí hace tiempo, no me causa dolor ni algún tipo de remordimiento ―paradójicamente, me lo decía con la emoción de un adolescente que le cuenta a otro el descubrimiento del amor en los calzoncitos blancos de una compañera de su salón―. ¡El amor mundano me es ajeno!, y casi todo lo que sucede en el mundo también lo es. Desde hace tiempo voy sólo en pos de mí a través de una prudente alegría que…
El sonido de mi teléfono interrumpió sus palabras enfebrecidas. Era ella, mi amante, interrumpiéndome después de la medianoche. Hablaba con tal intensidad, que sin usar el altavoz sus palabras llegaban hasta los oídos de mi visitante nocturno. Tuve que bajar el volumen del aparato y alejarme para ganar un poco de privacidad. Él dejó de escuchar, pero al final de mi diálogo telefónico, su mirada filosa me dejó ver que escuchó el primer “mi amor” de ella y que adivinó el resto, que incluía un “he descubierto que te amo” teóricamente prohibido entre nosotros, y obviamente descubrió que solicitaba mi presencia, porque varias copas de vino disfrutadas con amigas la habían humedecido desde las uñas hasta las puntas del pelo, justo ahora que yo departía y filosofaba con un hombre más desarraigado que yo, y a punto de escuchar la que sería, tal vez, la conclusión más elevada sobre su existencia, o la esencia de las todas las cosas que hay en el mundo, al menos en el suyo. Hubiera querido ser capaz de mirarlo a los ojos con valentía, y decirle: “Ella me solicita, pero no iré, es sólo una mujer a la que las emociones le juegan una mala pasada porque cree que me ama. ¡No sé cómo se atreve a interrumpir nuestro encuentro, querido amigo! Sirvamos la tercera copa y hablemos de la dicha o desdicha que te embarga”. Sin embargo, no pude.
―Mi amigo, siento mucho esta interrupción. Hay una dama que…
―No es necesario que justifiques algo ante mí. No me compete emitir un juicio al respecto ―creí ver inundados sus ojos― Además, ya es tarde y tengo una gran encomienda para esta noche, o madrugada. Agradezco que me hayas recibido. Me conmueve sinceramente darme cuenta de que todavía puedes ser feliz con los cantos de sirena; yo estoy más allá de tales ensoñaciones. Me retiro.
―Lo siento, de verdad. Puede ser que mañana sea yo quien te invite un trago y… dilucidemos algo más sobre los motivos que aún nos permiten estar vivos sin maldecirnos.
―O que nos permiten estar muertos sin saberlo; o que nos invitan a estar verdadera y gozosamente muertos, sin sufrirlo.
Y se marchó, dejándome la emoción hecha un nudo que logré desatar sin mayor dificultad en el cuerpo de mi amante, quien antes del amanecer de ese viernes de abril me pidió ser su esposa. Había llegado demasiado lejos al pedírmelo. Se lo dije y salí huyendo de sus brazos con los primeros rayos del sol.
Al llegar a mi calle me sorprendió la agitación que encontré entre mis vecinos cercanos. De inmediato me pusieron al tanto. La ambulancia hace poco se había llevado su cuerpo. Una bala impecable se alojó en su cerebro a través de su boca, dejándome con la duda sobre el júbilo último que lo embargó, o tal vez mostrando un panorama claro sobre el mismo, que poco a poco pude entrever. Él estaba listo para el encuentro definitivo con lo insondable, lo sé. Admiré su valor, y como hermano putativo lo abracé a la distancia.
Necesitaba una copa de whisky para soportar la sacudida de emociones. La bebí y me ancló en mi cuerpo, en mi departamento, en mi pequeño mundo de verdades inventadas que se deshacían; en esta primavera hermosa que seducía mis sentidos. Inesperadamente bajaron unas lágrimas por mis mejillas, no sé si por él, por ella, o por mí.
En la mirada de un gato
Salí a buscarlo aquella noche, como en tantas otras; no lo encontré. Seguí mi búsqueda durante muchas más, y nada. Me encuentro ahora pinchando el centro de esta sombra, lleno de ansiedad y desvelo. Sigo sin hallarlo.
Sé de su existencia y por eso mi tiempo se ha partido en dos. Fui uno antes de saberlo y otro soy ahora que lo espero. No me creo alguien especial porque me esté sucediendo. Entiendo que a todos nos pasa, pero la gran mayoría resiste el impulso por descubrirlo y se dedican sólo a dejar que el tiempo sepulte su fantasma, prefieren quedarse en la cómoda versión de lo que piensan ser, bajo la dictadura de leyes que otros inventaron para dar cauce a nuestra vidas, y de muchas más no escritas pero mansamente aceptadas por el peso amable de la costumbre.
Yo me sacudo el fiambre, espoleo mis sentidos, arrojo las ganas al camino. Estoy seguro de que no debe ser muy distinto de mí, lo descubriré cuando mire sus ojos o pueda escucharlo. Tal vez guste del vino tinto como yo, y de hablar con las olas o con el río si no hay mar; puede ser, incluso, que sea mujer. Si al menos supiera si lleva el pelo largo o el cráneo rapado como los monjes tibetanos tendría una referencia precisa y descartaría a tantos tan iguales entre sí. Insisto, lo hallaré por su mirada. Espero no la esconda bajo gafas o velos, o tristezas y extravíos.
Un buen amigo tuvo la fortuna de encontrarlo. Lo buscó por años en todo tipo de lugares, mares y desiertos, montañas y cañadas, hasta que lo halló sentado sobre una roca en la punta de una pirámide. Era todo lo contrario a lo que había imaginado, pero no dudó un momento en cuanto lo vio. Se dedicó a recorrer con él muchos caminos y a descifrar el misterio de aquellas flores que son preferidas por las abejas; ahí debía encerrarse el secreto de las cosas. También treparon a los árboles y viajaron galaxias sobre sus ramas para medir lo ancho del universo; pudieron volver a tiempo para recibir con pirotecnia y gritos al nuevo milenio, pero ellos habían descubierto para ese entonces que el tiempo era una mentira. Tuvieron la oportunidad de vivir durante una estación en la joroba de un camello y descubrir secretos guardados por milenios sobre la evolución de las especies. Un día, cuentan lenguas azoradas, encontraron a Dios extrayendo aguamiel de un maguey con el acocote, cual tlachiquero cualquiera, y disfrutando después del divino líquido; y dicen que, en pleno éxtasis alcohólico, gritaba a todo pulmón que no se adjudicaba la creación de tal embrujo líquido, que era una obra de sus amados adversarios, a quienes agradecía el placer que experimentaba mientras pegaba carrera montado sobre un asno encontrado en el camino. Lloraron ante tal epifanía y la tomaron como anuncio de su destino inminente. Antes de partir, ante la mirada bondadosa de cientos de animales, los únicos que podían verlos en su última versión física sobre la tierra, se fundieron en uno solo y se desvanecieron dejando algo así como una sonrisa flotando en el aire, mientras los seres que los contemplaban volvían a su perfecta vida de cantos, hierbas y agua corrediza. No estuve ahí para observarlo, pero todo me fue contado en un sueño.
Por eso creo que vale la pena la tarea que me he encomendado: encontrarlo aunque deba buscar bajo las piedras calientes pobladas de alacranes. Y sé que es mejor la búsqueda nocturna. No habitan el día los seres evolucionados, entre personas robotizadas que corren para ganar asiento en el transporte, respirando smog y ambicionando solamente cumplir con la jornada, servir al patrón, cobrar el salario, embriagarse de alcohol o de ilusión el sábado, morir de hastío el domingo por la tarde y resucitar el lunes muy temprano.
A veces me parece descubrirlo en algunas canciones. Sin embargo, quiero más que una demostración auditiva o musical de que existe. También su presencia ha soplado mi rostro cuando paso las páginas de los libros, pero es apenas eso: aleteo de mariposa, beso tímido en el aire, promesa escondida en la tinta. Han recorrido mis ojos miles y miles de planas, porque sé perfectamente que al final de una frase milagrosa podría revelarse y materializarse. Lo creí posible al encontrar en un libro de Saramago la siguiente oración: “Dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre y eso es realmente lo que somos”. O cuando Siddharta, en la ficción de Hermann Hesse, después de abandonar al Buda y conseguir la revelación de que por fin había despertado, “respiró profundamente y, por un momento, al sentir frío, se estremeció. Nadie estaba tan solo como él”.
O bien, lo creo posible ahora, cuando al pasar mis dedos la página, el artista del hambre, por decisión y delirio del buen Kafka, es hallado agonizante y diminuto entre la paja al momento de limpiar la jaula del circo, y susurra a su descubridor ante el cuestionamiento de porqué se ha resistido a comer e hizo del ayuno su arte: “Porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos”.
Elevado mi espíritu a la quintaesencia de la emoción y acompañado esta noche por el admirado checo, maestro de maestros de la palabra escrita, creo al fin verlo asomarse desde afuera por el ventanal de mi cuarto. Un instante fugaz veo sus ojos y son aquellos que he buscado tanto.
Salgo tras él. Araño mi piel con los rosales, salto la verja del jardín, lo sigo por una calle en la que lo veo perderse, quiebro en la esquina, doy vuelta a toda la cuadra tras él y alcanzo a ver su sombra entrando por el ventanal de mi cuarto, el único con la luz encendida a las tres de la madrugada. Doy tumbos rumbo a mi casa temblando de emoción. Tanto buscarlo y ahora está aquí, en el mismo espacio que habito. Sé que es él, simplemente lo sé.
Mientras subo las escaleras para llegar a mi recámara siento reventar mi pecho. Mi boca enmudece, no soy ni seré capaz de emitir una sola palabra. Al cruzar el umbral, la convicción del silencio se apodera de todo: de mi boca, del libro de Kafka que yo había dejado abierto en la página 585 sobre mi sillón de lectura y ahora perfectamente cerrado y colocado en su lugar en el librero; de todas las voces que hasta hoy parloteaban sin descanso en mi interior sin permitirme la paz; de los cientos de libros siempre insistentes en salir de su aposento para saltar entre manos y revelar sus miles de secretos ―en sus lomos ahora parece brillar una calma que pone a dormir al menos por un tiempo los gritos que contienen dentro―; incluso de mi gato se apodera el silencio, de ese espectro desvelado y lanudo que también ama hurgar la noche con sus garras mientras me acompaña.
Pensé que lo vería sentado en mi sillón o tendido en mi cama, y que me pediría bajar a la cocina para tomar un café o tal vez un buen escocés mientras tramábamos la manera en que nos comeríamos el mundo de ahora en adelante y hasta morir. No es así. Sin embargo, su presencia es rotunda, bien lo saben las paredes y las fotografías colgantes y la dama desnuda del enorme cuadro y las dos niñas que juegan con la arena de la playa dentro de un marco de madera. Lo sabe el felino, que me ve en silencio como nunca lo hizo, depositada en sus ojos toda la sabiduría del mundo, aquella que no requiere de palabras para ser declarada, sólo de la profunda, misteriosa y húmeda mirada de un gato.
Una tenue voz, suave, sibilina y armoniosa, me seduce con la idea de mirarme en el espejo. Floto mientras me dirijo hacia él, como si alguien a partir de ahora se hiciera cargo del peso de mi cuerpo. No tengo a la mano una cámara fotográfica para capturar con un clic la sonrisa nueva que aparece en el reflejo, ni me interesa porque sé de la imposibilidad de retratar la felicidad. Por momentos dudo si son mías esas comisuras, esos labios, la placidez mística que los dibuja. Escudriño mis pupilas para ratificar si son las mismas, y el color del iris, su asombro café claro que lo acompaña siempre. No me queda duda. Soy el mismo, pero no lo soy. Ahora me habita ese que tanto buscaba afuera sin saber que moraba dentro. Ahora soy el argumento corregido de una historia que aún no acaba de escribirse. Y con él, ya no sombra, ya no duda, no más un fantasma furtivo que asoma por mi ventana, debo continuar la narración de mi vida con la idea obsesiva de que aún falta el clímax.
Me retiro del espejo y le pido a él, me pido a mí, acompañarme a disfrutar del buen trago de whisky que me hace falta esta noche. Mi gato no me sigue; se ha liberado. Sabe que por fin puede prescindir de mi angustia, porque ya no estamos solos.
Todo un Moliere
Sueño de cañadas blancas
Durante los años que trabajé ahí nunca conocí a nadie más que hiciera un uso tan preciso del tiempo. Justo a las doce con treinta lo veía regresar del campo de golf después de jugar los dieciocho hoyos de rutina, par setenta. Su caddie de siempre me confesó que rara vez tiraba abajo de par, que se distraía demasiado hablando de política o de las notas periodísticas del momento con alguno de sus compañeros de juego. Más bien, don Luis era especialista en bogey’s y que se los tomaba con sentido del humor. Lo bueno es que yo lo admiraba por sus novelas y su trabajo como periodista.
Desde que lo veía despedirse de su caddie al ingresar a la casa club rumbo al sauna, tomaba yo el tarro, depositaba en él cinco hielos y preparaba su bull con cerveza oscura, poco jarabe y pizca de ron, tal como me lo indicó desde aquella vez que decidió que el Largo, o sea, yo, preparara siempre su bebida para consumirla en el baño de vapor. Calculo que tardaba unos veinticinco minutos en el cuarto de deshidratación y la regadera. Me enorgullecía al pensar que tal vez se acordara de mí al llevar el tarro hasta su boca, con la misma mano que dio forma a los personajes de La carcajada del gato, novela que en esos días me tenía absorto. Otros quince minutos más ocuparía en vestirse y arreglarse después del baño, porque a la una con diez pasaba frente a la barra del bar y por un segundo nuestras miradas se cruzaban. A veces me guiñaba un ojo. Me sentía un personaje incidental de una de sus historias gracias a ese efímero instante de comunión
Desde una hora antes, Elda Peralta, a la que todos nos referíamos como la señora Spota, ya lo esperaba, con un tendido de periódicos y revistas sobre su mesa, en la que hubiera sido pecado que faltara un aguacate cortado en seis partes y tostadas de maíz; don Luis no lo perdonaría. Ella, tan elegante y hermosa en la plenitud de sus cincuenta, con esos ojos que engalanaron al cine mexicano solamente unos diez años, se quitaba los gruesos lentes para saludar a su marido y darle un beso. Yo añoraba ese momento, porque regularmente era el único en el que podía contemplar desde mi lugar esos maravillosos lagos de luz en su cara que rivalizaban en belleza con aquél donde los cisnes paseaban su distinción, a unos cuantos metros de las mesas de los comensales. Cómo odiaba al más vulgar de los meseros, que sin saber de la importancia y la finura de ese matrimonio no omitía burlarse de ellos cada sábado, como si fuera la mayor gracia de que fuera capaz su cerebro de botarate: “Ya llegaron el señor Spota y su señora es puta”. Me irritaba hasta el cogote que algunos asnos celebraran el chiste de mal gusto.
Entre cervezas, daiquirís, planters punch’s y margaritas que nacían entre mis manos los miraba conversar sin que dejaran de hacerlo ni cinco segundos. Me preguntaba de qué platicarían dos personas como ellas. Me gustaba creer que hablaban de los escándalos políticos de moda, de las columnas de algunos de los diarios que leían o de las novedades literarias. Hasta ahí llegaban las posibilidades que podía vislumbrar mi ruda formación y dudosa inteligencia. Jamás se me ocurrió que dos intelectuales como ellos charlaran sobre Juan Gabriel, en aquel entonces un joven milagro de la canción, o de Los ricos también lloran y los ojazos de Verónica Castro; nimiedades vulgares para ellos. En algunas ocasiones se acompañaban de algunos invitados selectos. Recuerdo que con Elda frecuentemente llegaba Jaime Labastida, todavía joven, brillante en su anunciada calvicie y con su propio hato de diarios y revistas especializadas. Acababa de ganar el Premio de Poesía Jaime Sabines y sentía que eso nos hermanaba, pues entonces era yo un romántico admirador del poeta chiapaneco, aunque de Labastida no hubiese leído un solo verso. Lo apreciaría un poco más tarde, cuando le robé un poema para dárselo a aquella noviecita que logré acurrucar conmigo sobre la cama de un hotel; le dije que yo lo había escrito. Terminaba así: “Y yo crezco contigo. / Me haces crecer sobre tu cuerpo / y soy como una enredadera tendido entre tus brazos. / Peso ahora tu corazón y el mío: / peso lo doble.” De nada valió mi impostura, al poco tiempo me dejó por otro y anduvo contando que se aburría conmigo. Ni Labastida me ayudó a retenerla con sus versos.
Con el tiempo, la señora Elda dejó de acompañarlo todos los sábados. Mi corazón de adolescente enamorado se consolaba leyéndola en el suplemento cultural del Heraldo de México. Veía al escritor saludando caballerosamente a algunos socios y comensales, pero me di cuenta que evitaba entablar con ellos una conversación profunda y prefería extraviase en sus periódicos mientras degustaba sus infaltables tostadas con aguacate.
En una ocasión, habiendo terminado de leer Casi el paraíso, abandoné la barra del bar y con mi timidez a cuestas me atreví a interrumpirlo para pedirle que me autografiara el libro. Atento, aceptó hacerlo, sin dejar de felicitarme una vez más por lo bien que preparaba el bull que religiosamente bebía en el sauna. Agradecí contento pero no satisfecho, porque algo más deseaba comentarle y lo hice: “Don Luis, además de leer novelas, también leo poesía y… me gusta escribirla. Me encantaría que algún día leyera algunos poemas míos; no son la gran cosa, pero una opinión suya sería muy importante para mí”. Al terminar de autografiar el libro me volteó a ver con curiosidad y sonrió con tal benevolencia que aún logro sentirla después de tanto tiempo. Me pidió llevarle alguno de mis poemas; lo leería con gusto. Me despedí agradecido con la sensación de que le había hurtado preciosos instantes.
El sábado siguiente ella apareció y me puse feliz al verla. Al poco rato llegó Labastida y al poco rato se les agregó don Luis. Era la segunda quincena de diciembre y ese fin de semana había gran cantidad de socios y visitantes. El gerente me pidió que abandonara mi lugar en el bar y apoyara sirviendo en las mesas; había un nuevo ayudante de cantina contratado para esos días, además de mí. Hacerla de mesero no era mi fuerte. Me dio terror cuando el capitán me indicó apoyar a quien atendía precisamente al trío de intelectuales.
Un whisky para el novelista, un brandy para el poeta y un refresco de manzana para mi señora de ensueño temblaban en la charola de mi mano izquierda junto a un plato lleno de cacahuates. Al acercarme, don Luis me saludo afable y le comentó a Labastida que yo era ‘el poeta del bar’. “Será mejor que Jaime te lea”, me dijo. Le contesté que sería un honor, mientras el bardo me miraba con ojos de lechuza, tratando de encontrar algo en mí que le dijera que era yo capaz de armar una sola rima consonante. Elda sólo entornó la mirada un segundo para verme y luego la volvió a los chiles en nogada que comía, infinitamente más apetecibles que yo. Nerviosísimo, me incliné para colocar cada una de las bebidas en su lugar. Mi inexperiencia en el uso de la charola me hizo inclinarla, provocando que las copas, el refresco y los cacahuates cayeran en pleno centro de la mesa inundándola y derramando salsas. La camisa blanquísima del poeta se tiñó de manchitas rojas de chipotle y uno de los cacahuates saltó hasta el escote de la dama, que era discreto, pero hermoso. A Spota le tocó humedecerse una pierna porque el whisky se le derramó ahí por completo. Trágame tierra, pensé. Tartamudeando, me disculpaba una y otra vez como idiota, al tiempo que intenté devolver un mínimo de orden en la mesa. El mesero a quien yo apoyaba con esos clientes ilustres llegó fulminándome con la mirada. Una vez que levanté vasos, envases y platos me pidió retirarme mientras se excusaba por mi torpeza. Afortunadamente don Luis lo tomó con sentido del humor e incluso chanceó sobre el sucedido. No así Labastida, que me clavó dos puñales con sus ojos cuando me iba. ¡Qué pena por mí!; nunca leería mi poema.
Tardé días lidiando con la vergüenza. ¿Por qué me sucedió precisamente con ellos? Quise tomarlo como un mensaje del destino: debía poner fin a mis débiles afanes literarios.
En medio de mi sinsabor una noche me soñé viajando por una cañada en medio de dos laderas blancas rebosantes de aromas y exquisitamente suaves. Había saltado hasta ahí desde una mesa y mi rostro tenía la forma de un maní.
Ha pasado mucho tiempo desde aquello. Don Luis falleció, ella ha envejecido y yo no soy poeta.
El latido
La tarde es como tanto les gusta: nublada, fresca, con un tendido de nubes denso que no les permite jugar a encontrar figuras en ellas. Hoy la ven en silencio caer rumbo a las sombras, cada uno desde su mecedora, su libro y su café. Él abandonó la lectura desde hace buen rato y se concentra en la lluvia de nostalgias que sus ojos ven caer. De pronto, toma la mano de su compañera y reclama su mirada con la suya, repentinamente mojada. Sigue un silencio largo, horadado por una flecha de melancolía. Enseguida, habla:
―Mi amor, creo que ha llegado el momento. Debemos iniciar hoy.
Ella responde viéndolo con amor húmedo que inunda y derrama sus ojos. Las palabras no son necesarias. Lo han hablado hasta el cansancio. Faltaba decidir el día para iniciar, valor para hacerlo y la convicción de que era el amor la motivación principal. Besa esa mano fuerte que ciñó su cintura durante más de cuatro décadas y sigue viéndolo en silencio, como lo hace un árbol enamorado de otro que estuvo junto a él en tiempos de frío, viento fuerte, sol intenso o lluvia. Se dan un beso largo sabor a otoño y café. Abandonan las historias de sus libros para seguir con la suya, que llegará pronto a su conclusión fantástica y amorosa. Ella, amante del silencio, cree necesario decir algo:
―La novela que lees es larga y hace poco la iniciaste. ¿No quisieras terminarla antes, amor?
―Ya no es necesario. Otros darán vida a sus personajes. He adivinado su final y es similar al que soñé para mí.
Recogen los libros, las tazas y sus cuerpos cansados. Él se queja un poco al caminar; el tumor cerebral le produce el mareo y siente una punzada. Entran a casa justo al iniciar la lluvia. Las horas siguientes las pasan abrazados y viendo fotografías de sus dos hijos, sus nueras y sus nietos. De vez en cuando se besan largamente como habían dejado de hacerlo desde hace mucho.
En algún momento tocan sus cuerpos con briznas de deseo resucitado de entre las cenizas. Ella recupera una fuerza inusitada en su piel. Nace un destello de hechicera en sus ojos. Entre conjuros que nacen de su boca rescata por última vez la fuerza del hombre y se aman con una rabia distinta de aquella que hizo pedazos su inocencia. El lecho arde. Decenas de presencias masculinas y femeninas atestiguan la cópula definitiva de dos cuerpos que han rejuvenecido para despedirse; son ellos, multiplicándose.
Después descansan mirándose a los ojos. Ella sigue con su brillo característico de bruja en la mirada, con el que inunda a su amado de la paz necesaria para enfrentar el trance que viene, el último tramo de esta excursión de tantos años rumbo a la nada. Antes de que los venza el sueño, ella, maga conocedora de los secretos, recita viejas plegarias aprendidas de algunos de sus ancestros, con las que intentarán el viaje de retorno al nicho original del que la vida nace:
Oh, Pachamama, bondadoso útero femenino donde se cuece el caldo de la vida, así como nos has traído, poco a poco y en silencio, recibe ahora esta flor que se cierra para volver a ti. Padre Sol, entibia tus rayos para acompañar el descenso, mira con ternura nuestra partida y déjanos ir como árboles que lentamente secan sus ramas. Señor del viento, querido Ehécatl; y respetables Bakab, dioses mayas del aire, entibien nuestro regreso a casa, toquen sus ocarinas suavemente hasta que el silencio sea y formemos parte de ustedes. Madre agua, Chalchiuhtlicue, ‘la que tiene su falda de jade’; y nuestra gran abuela, Cuerauáperi, recojan nuestras humedades para llevarlas a las nubes donde falten y sequen paso a paso nuestro aliento sin que el dolor nos hienda.
El sueño llega como barcaza sobre mar calmo. Se mecen lentos esta noche de septiembre que eligieron para iniciar el retorno pausado, sin dolores ni angustias, como se extingue el verano sin que nadie se dé cuenta.
Amanece y no recorren las cortinas para dejar entrar la luz. Él teme percatarse de que no haya sucedido. Sin embargo, en la semipenumbra, busca con las manos sus piernas y sólo encuentra el espacio donde antes estuvieron. Se miran y sonríen, satisfechos y con la emoción a tope.
―Tu deseo se cumple, querido.
―Bruja mía, querida chamana y amante, amor mío, promete que estaremos juntos al final de todo, que no te quedarás a esperar sola la muerte.
―Ve en paz, corazón. No quiero estar aquí sin ti.
Después de beber juntos una infusión de menta con yerbabuena endulzado con miel, el último placer que él eligió para sus labios, la mujer entra en estado meditativo mientras aquél la mira extasiado. Una música suave se oye de fondo. Sin hablar, ella es capaz de indicarle que cierre sus ojos. Lo hace y experimenta una alegría acuosa recorriendo sus extremidades superiores desde los dedos hasta sus hombros. Levanta sus párpados y confirma la ausencia de sus brazos.
A mediodía, mientras su amada lleva a cabo una meditación activa, danzando con frenesí frente a él y alrededor de una gran vela, a la vez que repite extraños mantras y onomatopeyas, experimenta que su vientre se deshace en un orgasmo tan largo como nunca lo tuvo. Lo que queda de su cuerpo lo advierte como nube flotante que ya no toca el suelo, a pesar de que aún sigue en él. Su placer es absoluto, ningún dolor, ningún apego a este mundo.
Antes de ponerse el sol, la mente del hombre convertida en una película en la que rige un caos de imágenes, recuerdos, sensaciones, personas amadas y frases de los mejores libros que leyó, ella, ahora una especie de hada que apenas toca la vida, toma su rostro y se pierden ambos en sus miradas por varios minutos. La unión es total. La paz también. Lo besa por última vez aquí; tal vez lo seguirán haciendo en otra parte. Sus manos quedan vacías, atenazando el aire donde hace unos segundos estuvieron los ojos, la nariz y los labios adorados.
Queda nada más su pecho, o algo parecido, y dentro un corazón que sigue marcando el paso de una vida. Ella lo acomoda sobre la cama, recargado sobre el cabezal. Luego se tiende a lo largo, casi sin sensaciones en su cuerpo, al que siente navegar sin experimentar la gravedad terrestre. Acomoda su cabeza sobre el lugar donde late el corazón amado y suelta en murmullos una retahíla de frases por completo indescifrables. Las horas siguientes son un extravío en el que la mujer realiza un recorrido por lo que fue su existencia. Delira. De pronto, sólo abraza la almohada que todavía contiene el latido de una vida, intenso aún, redoble de tambor para despedir a un muerto que todavía no lo es.
La vela colocada sobre el piso, flamea.
La nueva aurora se cuela con dificultad por las rendijas del cortinaje espeso. Un prisma colgante de cristal en la parte alta del ventanal arroja luces azules y ambarinas sobre la cama. Algunas recorren el almohadón, el último vestigio de una historia de dos que al parecer ya no están. Sin embargo, si alguien estuviera presente a lo largo de las primeras horas de esta mañana, escucharía aún la potencia de un latido que va perdiendo fuerza lentamente.
La vela sigue encendida. De súbito, se apaga.
Las botas del Caballo
No era necesario que algún alto miembro de los órganos de inteligencia cubanos se enterara directamente de lo que hacían sus artistas al inicio de la revolución. Bastaba que cualquier guagüero divulgara algún asunto sospechoso de ser atentatorio para el régimen y al poco tiempo Fidel conocía también del asunto con pelos y señales. Por eso el Caballo, como lo bautizó su pueblo, tenía control de todo a través del cotilleo patriótico y revolucionario.
El director de la Compañía recibió la noticia asombrosa de que el Primer Ministro estaba presente esa noche en el vestíbulo del Cabaret Continental del Hotel Internacional de Varadero, donde todos los sábados se presentaba el espectáculo musical que dirigía. Sus piernas se doblaron y estuvo a punto de caer si dos de las bailarinas no se apresuran a auxiliarlo. Su corazón se aceleró. Uno de sus asistentes le dio una friega de alcohol para volverlo en sí.
El jefe de la escolta personal del Caballo ordenó que todos los asistentes al espectáculo abandonaran el recinto, casi lleno, explicando parcamente que se trataba de un asunto de seguridad nacional… y punto. Decenas de copas y de cigarros a medio consumir quedaron en las mesas. Nadie se atrevió a cuestionar o reclamar; si la orden venía del jefe mayor, callada la boca, no fuera a ser que el Comandante viniera empingao. Una vez desalojado el lugar, las botas de Fidel y las de los miembros de su comitiva hicieron temblar los espejos en los camerinos, por los que iba y venía el director, con la camisa empapada de su transpiración. Daba órdenes que nadie atendía, hasta que uno de sus asistentes, con más control de sí mismo, puso orden tras bambalinas:
─Está bien, chicos, éramos pocos y parió Catana, pero vamos todos a ponernos vivos. Si el Caballo quiere vernos, pues que nos vea, por algo será. Ustedes no pierdan el caché, respiren profundo y a trabajar como todas las noches, no quiero que se me pongan guayabitos. ¡Dale, dale!
El espectáculo comenzó. Fidel, sentado con las piernas abiertas justo en la mesa más cercana al centro del escenario, se mesaba la barba, inquieto. Las luces, los tocados y abanicos, las joyas y lentejuelas del vestuario, las sonrisas de sandía de las bailarinas y la cachondería tropical de las canciones, relajaron poco a poco el rostro del Comandante y los de sus allegados. Aparecieron los puros, enseguida una botella de ron para los concurrentes inesperados, cortesía de la casa; en breve se escucharon sus gritos de júbilo. Lo que siguió fue un verdadero deleite para la avidez masculina contenida en los uniformes verde olivo. Cuando el Caballo soltó una carcajada estruendosa mostrando por vez primera los dientes, toda la Compañía de artistas sintió que por su piel corría agua fresca relajando sus músculos y huesos.
El director, ya en perfecto dominio de su emoción, daba indicaciones a diestra y siniestra, se asomaba por entre el cortinaje de la escenografía para gozar de la escena más extravagante que había visto en su vida: el líder de la Revolución Cubana, Primer Ministro de la nación y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, estaba disfrutando a pierna suelta su espectáculo junto con algunos de sus incondicionales.
En la segunda parte del musical, justo cuando la bailarina estrella del show interpretaba una sensual melodía en el centro del escenario, Fidel se puso en pie, se acercó a ella tomando su mano y besándola. La hermosa rubia cogió un rubor que incendió el lugar, perdió el aire por unos segundos y casi la letra de la canción, pero su profesionalismo la hizo recuperarse pronto, toda coquetería y sensualidad.
Cuando concluyó la función el aplauso no se hizo esperar. Sin embargo, al ir disminuyendo la fuerza de las palmadas pareció aminorar también la algarabía en los rostros de los visitantes. Recuperado el aplomo oficial de su investidura, con todo el elenco aún en el tablado, Fidel habló al director de la Compañía ubicado en medio de la hilera de artistas:
─Muy bonito el guateque, señor director, muy bonito. Apuestos los galanes y bellas las bailarinas, todos bien llenos de cubaneo; eso me gusta. Te felicito. Pero… ¿de dónde se te ocurrió la vaina de que todo se diga y cante en inglé?
─Comandante…, no cojas lucha, se trata de un musical al estilo clásico de Broadway ─su voz tembló ligeramente─. No lo hice por ponerme ambientoso, el asunto del show es guanajo, tú ya lo viste. Y es que le ha gustao al público, no atenta contra nuestra idiosincrasia… Si tú piensas que…
─Lo que pienso es que para la próxima semana esta guaracha se habla y canta en español. ¿Está claro, director? No quiero al idioma gringo ensuciando los labios de tan hermosas damas.
─Pero, Comandante, todos mis actores han memorizado los diálogos en inglés y…
─Acabemos con este brete, si no lo quieres en español, entonces que sea en ruso; tú decides si te pones pesao. Buenas noches, señoritas. Caballeros, ha sido un placer.
El sonido producido por las pisadas de las botas rumbo a la salida del cabaret, dejó en el ánimo de los presentes la sensación de que una losa los oprimía. La voz sensual y socarrona de la artista principal del espectáculo, todavía emocionada por la humedad del beso que Fidel le dio en el dorso de la mano, indicó al director lo conducente:
─ ¡Dale! No le busquemos cinco pies al gato, que a mí no me gusta el ruso.
De a cachitos
El anciano entró en la casa sin llamar ni pedir permiso. Quitó la aldaba del portón con desenfado, como si ahí viviera. Ladeando el cuerpo a causa del rengueo de su pierna más corta, se aproximó a donde convivían varios miembros de la familia, al final del gran corredor.
─Saludo a quienes están vivos y son bonitos ─dijo, dando luego la mano a cada uno, incluso a los más pequeños.
De inmediato le ofrecieron asiento al tío y un vaso con agua fresca, y café con pan, pues ya era tarde; pronto anochecería. No aceptó nada.
─Sólo vengo a ver al patrón.
Y guardó silencio, pues sabía lo difícil que sería entablar conversación si su oído izquierdo había fenecido hace tiempo y por el derecho nada más entraban ecos lejanos y recuerdos sonoros. Los muchachos no entendieron bien a qué se refería, hasta que habló de nuevo, imperativo:
─ ¡Que me enseñen una foto suya! ¡A eso vine!
La mujer mayor y una de sus hijas, las únicas que entendieron desde el principio lo que deseaba, ya buscaban dentro de la casa una fotografía del “patrón”. Salieron luego mientras uno de los sobrinos intentaba algún diálogo con él sin mucho éxito
─Aquí la tiene, don Héctor ─dijo la septuagenaria y le entregó una foto enmarcada de su esposo.
El hombre la recibió con emoción. Su mirada se perdió buen rato en los ojos pegados para siempre en la imagen, tan parecidos a los suyos, tan breves en su forma y profundos en su alcance. La humedad salina delató sus sentimientos. Arrimó la foto a su mejilla mientras todos lo miraban también emocionados.
─Yo quise mucho a este hombre. ¡Mucho! ─su voz salió entrecortada.
─Gracias, don Héctor. Él también lo quiso mucho a usted.
─Pero él sí era un hombre completo, bondadoso, trabajador y lleno de voluntad. Yo nomás fui medio hombre, un chisguete de lo que él era.
─No diga eso. También usted tuvo su familia y se portó bien con ella a su modo.
En ese momento se les unió el mayor de los hijos, que estaba de visita. Llevaba otra foto de su padre, pero ahora cantando con mariachi.
─ ¡Mira nada más! ¡Si mi primo era cantador de los buenos! No sólo trovador de borrachos. Muchas veces llevé serenata con él, aunque me llevaba como seis años. A mi primera mujer, la Chatita, que en paz descanse en los brazos de otro, la enamoramos juntos con sus canciones.
Se soltó en llanto contenido. Un aire de nostalgia envolvió el ambiente que poco antes era de algarabía. Pidió un pañuelo de papel para secar tres lágrimas y sonó su nariz con estrépito. Con ilusión en la mirada preguntó si no habría una foto como esas para él. Quería tener cerca al “patrón”. Prometieron reproducir pronto las dos fotografías para entregárselas, sinceramente conmovidos.
Se dirigió a los más jóvenes, la mayoría nietos de su primo:
─ ¿Saben una cosa, muchachos? Hombres como éste ya no hay. Y si los hay díganme dónde que yo no los veo. Sigan su ejemplo, trabajen duro y sean honestos; dejen de estar nomás pegados a los aparatitos esos que les roban el seso.
Algunos rieron por lo bajo. Otros, apenados, dejaron en paz sus aparatos móviles. Uno de los sobrinos mayores se acercó hasta su oído para preguntarle qué andaba haciendo tan tarde y tan solo, dado que vivía a unos cincuenta kilómetros de ahí. La respuesta los sorprendió:
─No te entiendo bien, mijo. Mejor dímelo de frente y cerquita para leer tus labios.
El joven repitió la pregunta tal y cómo se lo indicó.
─Ahora sí ya te entendí. A ver si ahora me entiendes tú. Ando por aquí acabándome de morir. Porque ya llevo rato muriéndome, ¿eh? ¿Quién dice que la muerte llega al dejar de resollar? ¡No! Yo me encontré a la huesuda desde hace rato, pero la canija me dijo que a mí me tocaba poco a poquito, no como al patrón, que nomás pegó un brinco y ¡saz! Bendito él, que no supo lo que es perder la vida de a cachitos, como me tocó a mí. Primero la cabrona flaca se llevó un riñón, después me jodió una pata, luego me robó a mi mujer y a uno de mis hijos. Desde hace años me quitó el oído, ahora me está quitando la vista y los pulmones. ¡Y no sé para cuándo, pues! Aunque a veces siento que ya me está esperando en la esquina. Todos los días me asomo a ver si ya viene y nomás me tantea. Por eso vine a ver a mi primo antes de acabar de morirme. Como no tienen una foto para darme, me lo llevo aquí, bien metido en este pecho viejo.
Guardó silencio. Todos lo miraron con consideración y asombro. El hombre que para muchos se llevó la vida a la ligera, dando saltos entre una mujer y otra, según contaban, terco y dado a echarse a andar por el mundo sin dar muchas explicaciones sobre su destino; el hombre que siempre hablaba con picardía de la vida y de sí mismo, sin tomarse muy en serio y apareciendo como fantasma por aquí y por allá cada jueves de corpus; el hombre que decía ser medio hombre, impuso en ese instante un aura de respeto que no había logrado en ninguna de sus imprevistas visitas previas.
De pronto se levantó haciendo ademán de retirarse.
─Ahora sí ya me voy. No vaya a ser que aquí dé el catorrazo y tengan que levantar a un muerto. Qué necesidad.
La señora de la casa lo detuvo invitándolo a merendar y quedarse esa noche ahí. Las sombras ya caían y los primeros truenos anunciaban la lluvia.
─Ya es muy tarde, don Héctor. Quédese a dormir y se va mañana temprano. Lloverá y se puede caer por ahí. Y luego la gente mala, ya ve que hay mucha por allá donde vive.
Adivinando la oferta que le hacía mirando los labios de la buena mujer, espetó.
─ ¡Nada! ¡Nada! Te agradezco, pero ya has de tener mucha lata con todos estos en tu casa. Mira nomás cuántas bocas; y lo que tragarán. Me voy.
Nuevamente se despidió de mano de cada uno y se detuvo frente a una de las fotos colocadas en la mesa.
─Luego vengo por ti, patrón. Mientras, aquí te llevo ─se palmeó el pecho con fuerza.
Sin hacer mayor caso a ruegos o peticiones que no escuchaba, se dirigió bamboleándose hacia la salida. La señora, al verlo caminar dándole la espalda, creyó ver a su esposo. El mismo gesto corporal de hombre viejo, el mismo rengueo hacia el lado derecho. Era como un velero alejándose. Su pecho tembló mientras aquél, ya en el umbral, volteó para decir adiós otra vez con la mano. La llovizna comenzó y un gran trueno puso en alerta a todos. Pero al hombre nada lo detendría. Seguía siendo el mismo obstinado de siempre.
Se fue a seguir muriéndose poco a poco, digno como Dios manda, dijera él; terco como ninguno. Alguien ahí imaginó que no volvería por las reproducciones fotográficas. Así fue.
Aquella vez vino a despedirse del “patrón” o tal vez a decirle en silencio que pronto se verían.
El cazador
El viento fresco de la sierra corre en sentido contrario de nuestros pasos. Es un punto a favor. La luna llena se eleva vanidosa en la comba celeste y se cuela entre las ramas de los árboles; hace innecesaria la luz de las lámparas. El cielo está escampado, sin atisbos de nubes. Decidí venir de caza para escapar de mi desesperación y ahogar la tristeza, para olvidarla.
Mi abuela y los demonios
La estrategia era sencilla: fingir un espanto, informar que no tenía hambre y poner la cara más convincente de perro apaleado. Entonces llegaba la abuela con su rosario en la mano a exorcizar de mi cuerpo los demonios. Durante mi infancia asombrada era el mejor regalo de ternura y devoción que recibía al ritmo estupefaciente de interminables santas marías y padrenuestros mata diablos aún más hipnóticos.
La abuela todopoderosa creadora de mi cielo en el que volaban mis anhelos, y de mi tierra, en la que caminaban mis pies de pillo, tenía potestad sobre las tempestades emocionales que sufría cualquier niño atormentado por las sentencias del cura del pueblo, quien se deleitaba describiendo a detalle los tormentos en fuego y aceite que sufrían en el averno los niños desobedientes, rebeldes y negados a cumplir con lo que se espera de un buen cristiano en ciernes. Ella era capaz de invocar a miríadas de ángeles y arcángeles de los cielos superiores para que nos consolaran con su luz del inhumano suplicio de las matemáticas y la gramática española, vaciadas en nuestros breves y rurales cerebros a fuerza de reglazos, orejas de burro y coscorrones; aliviaba con sus plegarias el mal del sueño y las pesadillas, el miedo a los nahuales y la llorona; enfriaba las primeras calenturas sexuales de los púberes y los llantos interminables de niños en destete, aterrados por la incipiente conciencia de que su madre ya no sería la ubre tibia y dulce que alimenta y consuela.
Podría haber medicina de los brujos de bata blanca, pero para las cuestiones del espanto nada funcionaba sin los rezos de mi abuela: “Aquí le traigo a mi niño para que le cure el espanto, doña Regis”. Entonces iniciaba la magia: con las inacabables cuentas del rosario recorría todas y cada una de las articulaciones del asustado, comenzando por su hombro derecho y hacia abajo para subir luego por el lado izquierdo hasta el otro hombro, el cuello, la frente y finalmente la coronilla de la cabeza. Para terminar el conjuro, con su boca pegada al cráneo, pronunciaba las palabras que daban el alivio definitivo: “Juanito no te espantes, Juanito, no te espantes”, o como se llamara el bribón.
Cómo me complacían las maternales caricias que recorrían a lo largo de media hora mis articulaciones, sobre las que infinitud de veces hacía la señal de la cruz con las cuentas del rosario. Sus manos y su voz murmurante tenían el efecto relajante más intenso que he experimentado. Por eso me gustaba “espantarme” al menos una vez al mes. Así, durante nueve días, casi dormida ella y casi soñando yo, se realizaba una de las expresiones de amor más reconfortantes de mi existencia.
El problema es la vida que no se detiene. Por esa dialéctica uno crece y eso significa echarse al vuelo con las alas que se tengan. Un día me alejé de la abuela y de los pánicos mensuales. Enfrenté los nuevos sustos con mis propios rezos y mis propias manos.
El espanto mayor, al inicio de mi supuesta adultez, tuvo lugar por culpa del Negro Benjamín, ese hombrón con cara de niño y presumido que me hablaba con deleite de las delicias de tener a mano una mujer desnuda. Yo tenía dieciocho años y él me llevaba casi diez. Era difícil entender cómo con ese cuerpo enorme de sapo y su cara de gorila podía tener tanta suerte con cierto tipo de mujeres.
La primera vez que lo acompañé al prostíbulo más de dos se colgaron de su cuello, como si se tratara de una deidad de la selva africana proveedora de bondades. Se llevó al cuarto a una de las dos y después volvió por la otra, mientras yo me congelaba de terror en mi mesa tratando de darme ánimo con una cerveza por si alguna de aquellas diosas de rubor barato me abordaba sin el auxilio protector del Negro. Al concluir su hazaña viril nos retiramos sin que dejara de insistir en que una de esas muchachonas debía quitarme ya la inocencia; me negué rotundamente alegando que eso sólo ocurriría con una mujercita digna. Francamente, deseaba con todas las fuerzas de mi instinto que sí ocurriera y si algo me detenía era el miedo, el espanto. ¿Qué haría yo con una de esas mujeres desnuda para mí solo, sin que el Negro me fuera explicando cómo empuñar las armas para una empresa tal y qué caminos seguir? Me había dado muchas lecciones teóricas, pero mi cuerpo y mis neuronas temblaban al imaginar a una mujer tocando mi desnudez. Ni siquiera sabía besar, pues mi única noviecilla me enseñó muy poco y me dejó avanzar en su cuerpo aún menos.
Mientras tanto vivía dentro de mis fantasías, en ellas tenía amores portentosos con las mujeres más hermosas, reales o imaginadas. A diario me terapeaba frente al espejo para convencerme de que ese bigotillo ralo e incipiente me imprimía cierto aire donjuanesco para conquistar a una mujer verdadera. Al compararme con Benjamín me convencía de superarlo más de diez veces en belleza física, por decirlo de algún modo, y de que sería capaz de conquistar más mujeres que él y de mayor categoría, no las fámulas y pirujas que conformaban su harem. Sin embargo, lo admiraba, pero a la vez me enfurecía que con su olor a camello, siempre sudado y grasoso, pudiera ser tan simpático con las mujeres.
Tardé buen tiempo en comprender cabalmente que era lo que él tenía y a mí me faltaba: las hacía reír. Eso era todo. Su inconmensurable fealdad era directamente proporcional a su eterna bonachonería, como si hubieran esculpido una sonrisa guasona en su rostro. Aunque babeaba, las comisuras de sus labios siempre apuntaban hacia arriba. Se me antojaba un buda negro flotando inmutable en un nirvana lujurioso. Mirarlo aliviaba las tristezas en un santiamén y a su lado daba vergüenza ser infeliz. ¡Pinche Benjamín! En verdad lo quería, me gustaba hablar con él sobre cualquier bobada. Era como un hermano ayudándome a salir de las crisis de mi adolescencia atormentada.
Llegó el día en que me convenció. Tomé valor y envalentonado por más de cuatro cervezas dejé que me llevara a bautizar con una de sus amigas del burdel. Le pedí a la más comprensiva, tierna, limpia y complaciente, que me hiciera perder la virginidad entre sonidos de trompeta y revoloteando alrededor nuestro una turba de ángeles nalgones. No te preocupes, me dijo, deja todo a mi experiencia.
Instruido lo suficiente, me dejé llevar hacia el cuarto por la mujer después de bailar con ella dos cumbias, embotado por el alcohol y las luces fluorescentes. Mientras cruzaba entre las mesas hacia la entrada del cuartucho me sentí una versión adolescente de Pedro Navajas combinado con Alain Delon. Era un caballero tras la Dulcinea que me daría a probar el néctar delicioso.
Al cruzar la puerta y desaparecer las luces engañosas, el impacto de la realidad atenuó rápido el encantamiento. La mujer perdió súbitamente el falso garbo, su sonrisa mudó en mueca de rutina e indiferencia. Tenía más arrugas de las que pude entrever entre las luces y el humo del tabaco. Se desvistió de inmediato sin pudor alguno. Al quitarse el sostén engaña tontos dejó al descubierto unos senos grandes, pero flácidos. El olor del lugar era nauseabundo y tuve ganas de correr. Respiré profundo y extraje ánimo de mi juventud. Me arrimé a la cama donde ya se había tendido, dispuesto a conquistarla con mi hombría recién nacida. No recibí de ella una frase de ánimo, un mínimo aliento. Mis manos recorrían un témpano, la antítesis del calor que soñé. En cambio me indicó no besarla en la cara, apremiándome, porque el trato había sido sólo para un “rapidín”. En breve, un vacilante marinero navegó sin placer alguno en un océano frío de aguas cenagosas y obscuras, sin brújula que le impidiera naufragar y derramando su simiente en menos tiempo del que uso para contarlo.
No hubo luces pirotécnicas ni escalera al cielo ni agonía dulce ni todas esas zarandajas de las que hablan los poetas. En vez de eso, la mujer hundió un último puñal en mi orgullo: “Si ya acabaste, bájate; sólo que me quieras pagar doble”. En ese momento odié al Negro Benjamín y a todas las mujeres, a excepción de mi madre, mis hermanas y mi santa abuela. Tuve ganas de matarlo, de machacarle su estúpida sonrisa de buda africano y panzudo. Llorando mi frustración me vestí y salí del mísero tugurio convencido de no querer saber nada de las mujeres. Ni siquiera busqué al maldito Negro. Me largué jurando no volver jamás.
Pasaron dos días. Aún rumiaba mi coraje y decepción. Al poco me fui calmando y logré la convicción de que había equivocado la estrategia. ¿A quién se le ocurría buscar princesas en un muladar?
De pronto, una sensación extraña se apoderó de mi entrepierna. La incómoda comezón se convirtió luego en ardor y me llevó a auscultarme frente al espejo. Entonces tuvo lugar el espanto mayor.
Horas después, un médico me recetó gran cantidad de penicilina y algún ungüento. Me llené de miedo y vergüenza. Quise correr hacia la abuela como cuando era niño y decirle: “¡Tengo un espanto!, ¡un espanto! Rézame abuelita y saca un demonio que nada en mi sangre.”
Transcurrió una semana. Con el diablo huyendo de mi cuerpo seguía con ganas de matar al cabrón Benjamín; pero al ver su rostro infantil y su sonrisa inacabable no me quedó otra opción que perdonarlo.
Busqué a la abuela. Incapaz de confesarle el terror que aún sentía, sólo la abracé y pedí su bendición. Instantes después, sentí que el chamuco al fin me abandonaba.
Ósculo infame
Era lunes. Respiré profundo porque en cualquier momento llegarían. Ahí estaban ya. Escuché el inconfundible ronroneo de la camioneta de mi esposa, quien había ido por la tía Flore. Vi el caminar cansino de la anciana, los dos bastones que la sostenían, su mirada astuta que sabía camuflarse y convertirse en otra cosa: en brillo victimario, autocompasivo. La escuché entrar en la casa soltando una de sus tantas cantaletas que repetía hasta la saciedad y que me generaban comezón ansiosa en los brazos, tumbos arrítmicos en el pecho, arrebatos que me hacían pensar que estaba entrando en la andropausia. Despacio, le dijo a mi esposa Renata, que ya tengo 82 años. 83, la corregí después de saludarla. Bueno, es cierto, pero el doctor me dijo que parezco de cincuenta y cinco. Su mujer…. La interrumpí, porque sabía de memoria lo siguiente: el doctor le dijo que su esposa tenía menos de 60 y aparentaba ser más vieja que ella. Si no le ponía el alto, mi cuñada, a quien todos conocíamos como la tía Flore, lo repetiría cinco veces con una larga narrativa acompañando la cantinela; y no estaba yo para soportarla.
Renata dejó en la sala a su media hermana, veintiséis años mayor que ella, en su lugar de siempre en el sofá, desde donde vería el mundo los siguientes cuatro días mientras yo no encontraba la hora de rentar un departamento para pasar en él ese tiempo. Desde la sala su mirada recorrería la casa como si fuera el periscopio de un submarino buscando algo que la emocionara, algún cambio en la disposición de los cuadros. Sus ojos se fijarían en la reproducción de Los Girasoles de Van Gogh y diría por trigésima vez que estaba lindo el cuadrito; luego llegaría a la foto familiar de la esquina diciendo que le gustaba, que mi hijo era el vivo retrato de su padre con su nariz prominente, la barba semipartida y la guapura de ceja bien delineada. ¡Ah!, pero mi padre era descendiente de españoles, repetiría hasta el cansancio para que no osáramos poner en duda la nobleza de su linaje. Si yo andaba por ahí en esos momentos me diría que yo también tenía tipo de europeo, de italiano para ser preciso; bueno, un airecito, porque eres grandote y narizón. Cómo me molestaba que confundiera mi porte de Piel Roja, del cual me sentía orgulloso, con el de los hombres del Lacio o de Napoli, con los cuales tal vez sólo compartía mi fascinación por Mónica Bellucci.
¿Por qué no era una anciana normal?, me preguntaba tratando de entender las razones por las que una mujer que fue guapa, no lo niego, no tuvo cuando menos un acostón afortunado con el vendedor de leche que pasaba a caballo por su casa con los cántaros repletos y que llenaba los frascos de litro mientras sus ojos se paseaban lujuriosos por el escote de la gentil Florentina. Un solo desliz prodigioso que le hubiera dado un hijo que después se hiciera cargo de ella. Vamos, si no el lechero, pudo haber sido un albañil del barrio o uno de los muchos clientes de la tiendita de abarrotes “La Alacena” que ella estableció en la esquina de su calle con sus ahorritos y otros dineros que pidió prestados a su hermana mayor, en paz descanse. Pero no. Virgen hasta de las orejas, cartílagos impolutos cuyos laberintos no supieron de lenguas atrevidas.
Soñé con una jubilación a buena edad y la obtuve para dedicarme en santa paz a lo que tanto quería: tocar guitarra, componer versos y canciones, viajar por el país, escribir cuentos. Sin embargo, ahí estaba huyendo de mi casa para buscar paz e inspiración en los parques, la sala de espera de los cines, las bibliotecas públicas y las calles, porque durante cuatro días la tía Flore se apoderaba de todo: de mi mujer que se convertía en ogro ante sus impertinencias y desvaríos; de mis hijos universitarios que cuando estaban en casa debían escuchar una y otra vez las mismas historias de su anciana tía y atender cada uno de sus reclamos, pues no era capaz de servirse leche o tomar una fruta de la mesa a media mañana; y de cada segundo del reloj que colgaba de la pared, a los que ella convertía en letargos somnolientos.
Debía hacer algo. Mi mujer no era capaz de nada más; a ella y a su hermana menor, que la cuidaba dos noches y tres días enteros, les había tomado la medida. Poderosa desde su aparente demencia senil, sus hermanas bebían desde hace años del cuenco de su mano. Si al menos hubiera sido agradecida y no aventara los alimentos que se le preparaban y rara vez apetecía, si no tuviera a todos sometidos a su servicio permanentemente, mi nobleza, que no es poca, me habría hecho esperar con paciencia los tres, cinco, diez años o más que le quedaran de vida. Me aterraba que fuera mi esposa quien palmara primero, o su hermana Martha, quienes acentuaron sus marcas en el entrecejo por tanto lidiar con ella. Mi hijo se había quedado sin recámara, mi hija era casi enemiga de su madre a causa de su tía y yo estaba a punto de buscar una amante. No era capaz de envenenarla, pues a pesar de todo profesaba hacia ella cierto cariño y agradecimiento por el amor que tuvo a mis hijos cuando estaba menos ida. No aceptarla en casa era inútil; mi mujer enloquecería más y el que debería irse era yo.
Una idea daba vueltas en mi cabeza: casarla con don Juvenal, el padre de un buen amigo mío, abogado. Era un anciano de buenas maneras, culto, bonachón y erguido aún. Una semana antes departí con él en casa de mi camarada. Me sorprendió su energía y lucidez a pesar de sus 85 años. Era por la medicina tradicional ayurvédica, me dijo. Con elocuencia de tribuno me habló del vegetarianismo y de la medicina del cuerpo, kaia chikitsa, de los elíxires de la juventud, rasaiana y de los alimentos afrodisiacos, vayi karana. Esto último despertó mi entusiasmo, pues a mis cincuenta y tantos ya andaba aflojando el gorguz, como dicen los campesinos de mi tierra; y debía ser por culpa de la tía Flore, claro.
Dibujé claramente mi idea cuando el buen hombre, después de dos copas de vino, me aseguró discretamente que todavía sufría, por decirlo de algún modo, los furores enhiestos del cuerpo. ¿Cómo es posible?, le pregunté. Tengo décadas comiendo queso de cabra, me contestó, te comparto mi secreto. Se inundó mi ánimo. Desde mañana compraría una buena dotación en el supermercado, le dije. No, muchacho, no se trata de cualquier lacticinio, esos que venden en las grandes tiendas no sirven, me explicó; yo te diré en cuál ranchería lo comprarás, no muy lejos de aquí. Una vez que me dio pelos y señales de dónde mercadear el divino queso, pasé a lo que también me importaba: preguntarle si tenía con quien darle gusto al cuerpo, él, que a su edad presumía de ser capaz aún. Su respuesta fue un discurso elocuente que debía guardar para la posteridad: “Ése es el problema, muchacho. Desde hace dieciocho años que el Eterno me robó la grácil paloma que calentaba mi nido, dediqué mi energía y mi tiempo a fortalecer el espíritu y el cuerpo. Al primero lo satisfago con mis lecturas de los poetas clásicos y la filosofía; al segundo lo cuido con ejercicio y la medicina de los alimentos. Sin embargo, hay una energía que me sobra y fluye por mi sexo y necesito de una piel de mujer para darle cauce, como un río. No digas nada de esto a mi hijo, que me salió pudendo y corto de entendederas, pero en varias ocasiones fui en busca de alguna fémina a algún lugar impropio. Ya dejé de hacerlo, pero cómo me gustaría tener a mi lado una mujer, y no precisamente una muchachilla, sino alguien que en su declive todavía anide el deseo de un beso o un abrazo ―lo que preguntó enseguida después de beber un generoso trago de su copa ya no tuvo ningún tono poético y sí la malicia lasciva de un sátiro―. ¿De pura casualidad no conoces una muchachona de unos setenta y tantos que esté sola y necesite compañía? De los asuntos de dinero yo me encargo, no tendría que preocuparse por nada. Bueno, incluso la aceptaría madurita de ochenta o más, siempre y cuando tenga fresco el corazón.”
Me fui de ahí con cuatro copas, la promesa enjundiosa del queso de cabra y una pregunta punzante: ¿cómo podía refrescar el corazón de la tía Flore?
Lo hablé con mi mujer esa noche; se soltó a carcajadas al escucharme. Me alegró que lo tomara así, pero insistí en que no era una broma. Plantee ventajas y desventajas de abrirnos ante esa posibilidad, que significaría la alegría de dos personas en edad provecta con derecho a ser felices mientras durara la aventura. Representaría también paz en nuestra familia. Le pedí pensarlo y conocer a don Juvenal. Se me quedó viendo con sonrisa traviesa y logré que me jalara a la cama después de un mes de abstinencia. Sirvió de algo la propuesta.
Una semana después, mientras escuchaba los ruidosos sorbos que daba la tía Flore a la sopa de fideo, Renata habló de mi propuesta. Me alegré porque ya no había tocado el tema a pesar de mi insistencia. Platicamos sobre el asunto sin preocuparnos por su hermana, quien sólo oía si le hablábamos a gritos por no querer usar el aparato auditivo. Nos animamos y decidimos invitar a la familia de mi amigo a comer en casa aprovechando la próxima fecha de nuestro aniversario. Insistiría en la presencia de su señor padre, claro. Contraté un trío romántico para amenizar durante dos horas e invitamos a otra pareja de amigos cercanos. Un día antes, la tía Flore se pasó la tarde en la estética: manicure, tinte en el pelo y mascarilla rejuvenecedora.
Por la noche, Renata me preguntó qué pasaría si, en el caso de que se entendieran, en verdad don Juvenal intentaba algo con su hermana hipotéticamente virgen. ¿Por qué crees los cuentos del viejo, mujer?, le dije para tranquilizarla. ¿Por qué creo en los cuentos de la tía?, me dije en silencio, pues la historia de su virginidad no me la tragaba. Como sea, también me quedé inquieto. ¿Y si era cierto que la tía no supo de hombre?; ¿y si en verdad el viejo todavía izaba la bandera a media asta? Ellos que se las arreglen, pensé, mientras escuchaba los ronquidos suaves de mi esposa.
Llegó el sábado. Me sorprendió lo que lograron con la tía Flore en la estética. El rímel, un maquillaje suave y un labial discretamente encendido la convirtieron en una atractiva anciana. ¡Don Juve resistiría su encanto! Le pedí a Renata perfumarla con el Jean Patou que me fascinaba y asegurarle bien la prótesis dental con bastante adhesivo. ¡Ah!, y que por todos los demonios la convenciera de usar el aparto auditivo.
Don Juvenal estaba elegantísimo, con fino traje gris y sombrero. Era el alma de la reunión después de tres wiskis. Declamó un poema de Neruda en la sobremesa y encontró la manera de sentarse a un lado de la tía Flore, cuyos ojos tenían el peculiar brillo que luce una mujer sorprendida por un hombre que le atrae. ¿Quién lo dijera? Todo pintaba de maravilla para que por fin mi casa quedara en paz y mi querida cuñada pasara sus últimos años en los brazos de un dandi de clásica estampa, que tenía el don de la floritura en su boca y otros más que ella debería descubrir después en privado.
Me preocupó que Florentina inició sus cantaletas después de tomarse un tequila: el doctor me dijo que debo comer mucha azúcar por mi baja presión; el doctor me dijo que una descendiente de españoles como yo no puede comer tantos frijoles; el doctor me dijo que me veo como de cincuenta… Mi inquietud se disipó al escuchar reír como un crío a don Juvenal, acompañar a los músicos en algunas canciones y hablarle de su vida aventurera a la tía. Por mi parte, me descaré con mi amigo abogado y le di a conocer claramente nuestras intenciones de unir a los ancianos. Mi papá está un poco chiflado, me contestó entre risas, no creo que haya mujer que lo aguante. Bromeamos al respecto mientras la tarde caía, el trío terminaba su trabajo y yo me sentía de plácemes por la reunión.
De pronto, ¡tragedia!, de buenas a primeras la honorable anciana enfrentó airada a su acompañante: “¿Por quién me ha tomado? Yo soy una mujer distinguida. ¡Váyase lejos con sus porquerías! ¿Cómo se le ocurre decirme que lo que más anhela de mí es un ósculo? ¡Habrase visto! Vaya y pídale el ósculo a su abuela, viejo malnacido, o a las pirujas con las que acostumbra tratar. Si mi papá viviera…”
Ante el pasmo del buen hombre, la tía Flore arremetió a bastonazos contra él. Intervine para detener el escándalo y mi mujer metió a su hermana en la casa. Me disculpé ante don Juvenal, que se quedó mudo del asombro y herido en su dignidad. Su hijo lo condujo hasta su mesa y al poco rato se despidieron. Mi esposa se desvivía ofreciendo disculpas por lo sucedido y pidió comprensión a la actitud de su hermana. Los acompañé hasta la calle y se oprimió mi pecho al ver a don Juvenal con los ojos inundados en el asiento trasero del auto, hecha pedazos la ilusión nacida unas horas antes en su rostro de abundantes pliegues.
No tardó mucho en retirarse la otra pareja de amigos acompañados por su hijo, quien aprovechó el tiempo para entablar animosa conversación con mi hija. Al menos obtuve esa tarde un prospecto agradable de yerno.
Mientras levantábamos trastes y demás enseres de las mesas, Renata guardó absoluto silencio. Sabedor de lo que significaba, no intenté interrumpirla. Una hora más tarde, solos en la recámara, soporté su prédica inacabable: “¡Ahí está tu maravillosa idea! ¡Qué vergüenza me hizo pasar la loca de mi hermana! Pero no entiendo cómo pudimos creer que…” No pude detener un río desbocado. Callé e imaginé que Teresa Salgueiro, el ángel vocalista de Madredeus, cantaba para mí una canción mientras Renata despotricaba.
La anciana estaba como si nada durante la cena; tal vez ya había olvidado el incidente. Pidió más azúcar para endulzar su café con leche y mi esposa se la negó, alegando que dañaba su salud. Irritada, la mujer empezó a golpear el piso con su bastón e inició su perorata: “El doctor me dijo que…” Era demasiado para mí. Por la honra de don Juvenal y la mía, no debía tolerarla más.
Fui al estudio y prendí el computador. Mientras esperaba la activación del internet me pregunté cómo habíamos soportado tal infierno. Decidido, escribí en la ventana del buscador: venenos indetectables para una muerte lenta e indolora.
Los he visto
La gran mayoría llegaron en la centuria pasada. Vinieron desde un tiempo de estatuas caídas e ideologías rotas, equipados con artilugios electrónicos y dedos ágiles para conquistar el nuevo milenio. Casi todos silenciosos y cada uno reclamando su espacio. A los quince años ya miraban como a los treinta sus padres, recelosos en su ataraxia engañosa, tan solos entre tanta gente que los rodeaba y entre millones de datos que viajaban por las redes saturando de ansiedad hasta la más pequeña de sus soledades. Los vi separarse más y más unos de otros, e inventarse amigos improbables en las pantallas digitales. Caminaban rápido porque siempre alguien los empujaba y porque el mundo en general empezó a girar más de prisa y a volverse pequeñísimo. Los vi andar por los parques sin levantar la cara hacia las ramas de los árboles y sin inmutarse ante el aroma de las flores. No tenían tiempo para esas pequeñeces. Se apropiaron del tiempo y lo metieron en las pantallas luminosas cada vez más sofisticadas. También encerraron en esos espejos de luz y pixeles al mundo vegetal, las albas y las puestas de sol, los ríos y la arquitectura de las ciudades, los cantos de las aves y las sonrisas de las madres y de los transeúntes que antes caminaban mirando al frente. Guardaron ahí la lluvia, la música, los rayos quemantes del astro rey, las danzas y los ritos, las lunas llenas y el sonido de las olas, las carcajadas de los niños que aún jugaban en los parques y los últimos consejos que les dejaron los abuelos. Sepultaron en tales aparatos a los merolicos y los payasos de circo, a los vendedores de garnachas y a las muchachas de falda corta que se ofrecían en algunas esquinas non sanctas; a los enamorados que improvisaban el amor en los parques y a todas las palabras que nombraban las cosas; a las lecciones de matemáticas, las reglas para acentuar esdrújulas, agudas y graves, las lecciones de civismo y las maneras de no confundir la "c" por la "s"; a los nombres de todas las capitales del mundo y los de todos los hombres, prohombres y bandidos de la historia. Todo eso yo vi.
De igual manera vi que se volvieron expertos en trazar las líneas del destino. Aprendieron pronto sobre complots universales y redujeron a los expertos a patéticos discursantes anquilosados en la radio y la televisión. Los maestros de las escuelas les causaron ternura al principio, compasión después, rabia enseguida; les parecieron unos pobrecillos migrantes digitales tan ansiosos y quejándose de ellos con sus esposas después de hacerles el amor a la antigua. Vi a varios quedarse en casa con sus padres hasta bien entrados sus treinta, y algunos otro poco. Comían con el móvil en la mano, lloraban con él, lo llevaban con ellos hasta en el sagrado acto de la excreción y lo ponían al lado del buró mientras duraba el sexo con su pareja, y, al final del gran acto, volvían rápido a su mundo de confidencias colectivas en redes, nada de cariños poscoitales innecesarios. Convirtieron el amor en mito y en una verdad la compra y venta de ternura.
Los he visto, reitero, y también los he escuchado. Fue una proeza aprender a oírlos, porque desde que arribaron se comunicaron casi en silencio. Y si de pronto reían, tú no sabías el porqué. Si lloraban, sus penas daban brazadas en la luminosidad de las pantallas. Oí que inventaron palabras como nunca antes, pequeñas palabras, de aquellas en las que caben docenas de significados que sólo ellos encuentran. Luego las mataban, las tendían en el piso hasta deshacerlas e inventaban otras igualmente prescindibles, porque todo se mueve y va de prisa, porque todo cambia y el movimiento para ellos era la esencia de la realidad; rescataron a Heráclito del pasado. Se volvieron dadaístas porque no creían en nada pero succionaban de todo. Fueron sabios e ignorantes a conveniencia y aprendieron a escurrir el bulto cuando les llegaba la hora de ser grandes y mirar de frente. Si alguien les dijo que era tiempo de tomar el toro por los cuernos, respondieron que ellos eran el toro, el reparo, la soberbia y el premio. Llegaron al mundo sin pedirlo, dijeron, y el mundo los fastidió con tanta exigencia.
Pero también los he visto ir mutando desde hace unos meses las expresiones de su cara, parecen otros ahora. No se les ve contritos, pero sí sorprendidos. Jamás imaginaron que un enemigo invisible pondría en jaque el mundo que ellos creyeron comerse a dentelladas. Y se han detenido sin saber qué hacer. Algunos voltean al cielo para pedir respuestas como jamás lo habían hecho. Otros se sientan a escuchar a sus padres. He oído llorar a varios, lo juro. Son aquellos que pasan muchas horas meditando o descubriendo por vez primera las plantas que su madre colgó de las paredes y puso en los balcones. Sus ojos se han llenado de estupefacción y eso es maravilloso, pues ya nada parecía asombrarlos. Leen libros que desempolvan y bajan del estante, iluminan su mirada con las fábulas antiguas y ante las fotos que sus padres guardan en los viejos álbumes. Escuchan y cantan canciones de viejos trovadores y, milagro, muchos se han puesto a dialogar con los viejos. También han discutido y peleado entre ellos, porque la claridad a veces duele; sin embargo, por eso mismo aprenden a perdonar y dar abrazos. Han vuelto a querer a los gatos y se conmueven como nunca ante el amor infinito de una golondrina trabajando por sus crías. Algunas veces abandonan el móvil, una bendición en este tiempo, para sentarse a ver una película con toda la familia; Cinema Paradiso, por ejemplo. Algunos empiezan a vestirse con moda retro, otros hacen yoga y hablan de la necesidad de vibrar alto; algunos más discuten sobre las terribles consecuencias del nuevo orden mundial y hasta han hablado de salir a tirar estatuas para poner otras.
Me conmueven. Los he visto, los veo y tal vez los veré aún buen rato. Ojalá, porque quiero saber qué semillas habrán de sembrar que no sean las de Monsanto, quiero escuchar las nuevas canciones que echarán al aire después de que el confinamiento pase y en qué Dios creerán. Tengo mucha curiosidad de conocer cómo se organizarán para seguir dando cuerda al mundo, cuáles serán sus nuevos himnos, sus nuevas plegarias; cómo serán ahora sus besos y las maneras de decirse el amor sin que suene a canto antiguo. Quiero saber si tendrán valor para seguir poblando el planeta y si construirán armas para enfrentar la estupidez que los masifica y anula.
Los he visto muy de cerca porque también los tengo en casa. Los miro desde este balcón de un quinto piso y a veces me aproximo a ellos tanto como lo permiten, para entenderlos y estar cerca por si me convocaran, por si el despertar que los anuncia fuera también un rayo que los toca y reúne, una llamada que los mueve a las filas. No sea su poder minado en las pantallas digitales y no sea robado su espíritu. Como ayer, como ahora, como siempre, están condenados a la esperanza en este mundo que derrite sus polos e incendia sus selvas. Pudieran ser ellos quienes acaben de matar al dinosaurio herido si salen a las calles y gritan su silencio.
Juro que los he visto.
Balada de efímero plumaje
No pude resistirme al influjo de la canción. Los olores de las botanas típicas de ese barrio central de la ciudad hicieron el resto sobre mi endeble voluntad. Un trapo viejo, una melodía gastada, un prado sin aromas: eso era yo aquella tarde al salir del trabajo. Tal vez ahí adentro encontraría una chispa que me devolviera a la vida, pensé. El cantante que amenizaba el lugar, un hombre viejo que pulsaba la guitarra como si sus manos hubieran nacido pegadas a ella y fueran las olas de ese mar acústico, a ojos bien cerrados y sudando las emociones de la letra entonaba aquella clásica en la que un hipotético galán en sufrimiento le pedía al cancionero que, en caso de verla, volviera a su rincón para mentirle y decirle que ella todavía lo quería, urdimbre masoquista de Álvaro Carrillo, que bien acompañada con alcoholes finos y baratos es capaz de evitar el suicidio ante el abandono de una mujer amada y cambiárnoslo por un infierno delirante de canciones y bebida.
Me había prometido no curarme de su ausencia con los tragos, sólo quería un rato de compañía bohemia, un engaño de camaradería que me durara cuando menos unas horas. Por eso sólo pedí cerveza clara de bajo grado para acompañar las tostadas de marlín y de pata de res, el ceviche de pescado estilo peruano y los callos a la andaluza, delicias del lugar. El picante, la sed y la tercera canción que interpretaba con sincero sentimiento aquel hombre, me hicieron pedir la segunda cerveza, prometiéndome que con esa me daría por satisfecho. Sin embargo, no contaba con Guty Cárdenas y esa maravilla de letra en la que un tipo enamorado, o lo que es lo mismo, un tipo perdido, le confiesa a la dama que a pesar de todo la quiere aunque nunca besar pueda su boca, con doloroso hipérbaton ablandador de escrúpulos como los míos. Por eso, una invitada más, alegre, espumosa y oscura, llegó hasta mi mesa en su envase de cristal. Mis mejillas empezaban a enrojecer.
Estaba a punto de terminarme la tercera de rigor, acompañado por el triste idilio de Francisco Madrigal en el que un tal Jacinto Zenobio vivía extraviado en la ciudad sin anhelo de volver a su pueblo, habiendo ya pedido la cuenta y hurgando restos de comida en mis dientes con un palillo, ritual al que ningún parroquiano de pura cepa capitalina puede renunciar, cuando un hombre que convivía con otros en la esquina cercana pidió la melodía que quebraría todas mis resistencias. Era mi canción, la de ella y la mía durante tanto tiempo. Rogué para que el efusivo cancionero no la supiera y porque mis piernas fueran valientes para salir de ahí ahora que recibía el cambio del mesero y dejaba la propina. Pero los versos de Recuerdos de Ipacaraí ya nacían de la boca trémula del trovador, que tenía la edad suficiente y la memoria necesaria para conocer todas las canciones de atormentados. Fui vencido y pedí una cuarta cerveza que vino a mezclarse en mis labios con la dos gotas de sal que bajaron hasta ellos. Volví a ver el lago y el verdor de los juncos meciéndose en las orillas del agua, y vi su pelo largo atrapado por mis manos y la luz del plenilunio que inauguraba la noche. Ya emocionado y respondiendo a los brindis de los bebedores de la esquina, pedí Cielo rojo, de David Záizar, al cantador, casi jurando que al terminar de escucharla me retiraría a seguir destilando solo mi nostalgia en mi departamento. Sin embargo, no contaba con una quinta cerveza que me fue invitada por el más escandaloso del grupo de beodos felices. ¿Cómo resistirme a tal cortesía?
Cuando el cancionero interpretaba Por tu maldito amor, yo tomaba whisky en la mesa de los alegres de la tarde y coreaba con entusiasmo la canción. El trovador sabía que estábamos a punto de esas canciones de arrabal, y que al cantarlas aseguraba mayor consumo para la casa y mejor propina para él. La imagen de ella se aparecía por todas partes: en el perfil de una bella que departía con amigos en otra mesa, en el aire encendido del lugar, en el espejo de la cantina, en el color ambarino del líquido del vaso o sentada en la barra con la pierna cruzada y su mirada de profundidades marítimas. Y dolía menos verla; mucho menos. Mi nostalgia y mis lágrimas gozosas se diluían en el furor del ambiente. Después sonaron dos de José Alfredo y con ellas perdí la cuenta de las copas y los últimos escrúpulos que todavía pervivían.
Llegó la hora de un merecido descanso para el viejo de la lira. Pedí la guitarra y licencia para echarme un palomazo ante las porras de mis nuevos amigos. Necesitaba echar fuera un sentimiento que llevara a volar sobre las nubes de tabaco una ilusión que no tenía, una canción cualquiera que pusiera florituras cursis al nocivo amor que me tenía desangrando y regando hilos de sangre por las banquetas. Elegí una de Reyli Barba, aquel cantautor de curiosos influjos en sus letras que suele introducir mantras budistas en sus canciones. Volaba yo en nimbo místico con el arrababababasei, que para quien no lo sepa significa amar y ser amado, cuando sucedió lo impensable. Una coincidencia absurda, una conjunción desafortunada de espacios y tiempos hizo que ella entrara al lugar de la mano de un desconocido que para mí era el enemigo detestado. El último cuánto te quiero de la melodía fue sólo pensado, dicho en silencio, pero dirigido aún a ella, que en ese instante volvió a ser destino de mis sentimientos alcoholizados.
Su turbación fue mayor a la mía. Lo noté en los varios matices de su rostro. Pidió a su acompañante sentarse lo más lejos posible y eligió silla de tal modo que me diera la espalda. Ilusa, después de cinco años de relación ella era transparente para mí y de sobra lo sabía.
Ordené un tequila para enfrentar el trance. Ignorando las peticiones de mis compañeros de mesa, la canción que elegí para continuar fue una más propia de esos lugares, donde era más querido Gerardo Reyes que Reyli Barba. Bohemio de afición despertó gritos en mis amigos y calores como de revancha en mi pecho. Y la canté mirando siempre su espalda, atravesándola hasta ser capaz de ver sus ojos de almendra que fueron mi pan y mi vino, los que de tanto besar se robaron la sensibilidad de mis labios. Date cuenta de lo que pasa, imbécil, pensé volteando a verlo a él, y enfréntame ahora que te conozco. Tenía en las venas el alcohol suficiente como para desafiarlo en típico pleito de cantina, sin importarme en ese momento que a unas cuantas cuadras de ahí, en un sacro recinto educativo, había tejido mi fama engañosa de catedrático respetable, honorable magister en letras latinoamericanas.
Sin importarme en lo mínimo título e imagen pública, recordé otra vieja canción del autor anterior, herencia de mis ilustres borracheras de juventud y de mis gustos musicales vernáculos de aquel entonces. Tenía siglos sin cantarla y ahora estaba dispuesto al ridículo por esa mujer. Fui interpretando con tal histrionismo Ya vas, carnal, que mis compañeros aullaban de emoción y chocaban las copas mientras una nueva botella garantizaba al menos una hora más de paraíso alquilado. La última parte de la canción: Pero no vale la pena, te juego hasta mi melena, que esta chava volverá, la canté con tal brío que mi dama no pudo más. Se levantó bruscamente y fue llorando al sanitario. Su pareja parecía no entender o era un estúpido consumado con buena pinta y cartera. Uno de mis nuevos amigos me abrazó y besó la testa, acción nunca realizada por algún alumno mío de esos a quienes arrobaba y sigue arrobando mi discurso docente.
"Aquí está la vida, aquí el infierno y la gloria. Aquí se sientan a beber vino los dioses y nos besan los demonios arrepentidos de no haber sido paridos como ángeles", declamé en la mesa en súbita inspiración lírica y después de entregar la guitarra al cancionero que ya volvía.
La vi salir del baño, tomar de la mano a su galán y retirarse del lugar, mientras yo pavoneaba mi efímero plumaje en medio de tantos guajolotes desplumados. Tal vez nadie percibió la mirada que dirigió hacia mí en una centésima de segundo. Ratifiqué que me seguía queriendo, aunque mi amor no le bastaba como lo dejó claro antes de despedirse, ni mis versos y mis ensueños silenciosos a su lado.
Algo me sanaba adentro. Aceptaba el destino y una vía nueva se abría en medio de la desolación cotidiana; lo sentí. La mañana siguiente la cruda sería espantosa y sentiría pena por este desliz, lo sabía, pero en ese momento mis atorrantes camaradas, el coplero y los tragos de escocés en las rocas me volvían a la vida.
Fui el último de los alegres borrachos de mi mesa en salir del lugar. Terminé llevando al cancionero hasta su casa al finalizar su turno y dejar el lugar a otro bohemio. Al dejarlo en su puerta lo abracé con la misma emoción con la que abrazaría a mi padre. ¿Por qué no formamos más adelante un dueto para cantar en fiestas de “fifís”?, me preguntó. Me entusiasmó la idea y di mi palabra para hacerlo, ofrecimiento que, obvio, en boca de borracho, no fue otra cosa que una dulce mascarada.
Resplandores de julio
A Gilberto, aventurero en tierra firme.
I
Habían sido años sin volver en julio y mucho menos en agosto. Si alguna vez lo hizo fue por el cumpleaños de su padre. Las causas tienen un dejo de misterio y habría que buscarlas en los torbellinos de la infancia que se quedan dando vueltas en el preconsciente, en las secuelas que deja la distancia o en lo hermoso que es el verano en California. Sin embargo, no hay fecha precisa para regresar a lo que bien se ama y un día tuvo que enfrentar uno de sus mayores terrores: los relámpagos de julio y también los de agosto, que suelen ser de mayor estruendo.
Antes de animarse a comprar el boleto de avión preguntó a su hermano cómo estaba el clima en el pueblo. “Tranquilo ─le respondió aquél─, algunas lluvias y el calor tolerable”. Pero al venir ya en pleno vuelo le dijo la verdad mediante un mensaje de texto: “Mira, prepárate porque anda muy sonoro el cielo y te las verás con los truenos. Si te permiten saltar en paracaídas del avión y regresarte, hazlo, a menos que aquí alguien te abrace por las noches y tomes cincuenta gotas de valeriana”. No le causó la menor simpatía el tono sarcástico de su brother. Su corazón aceleró el ritmo de sus latidos. De inmediato retornó a esas noches de la infancia en las que los resplandores de los relámpagos llenaban los orificios y hendiduras del tejado, ocasionando que incluso las ratas se dejaran caer desde las viguetas huyendo de la tempestad. Eran las noches en que todos sus miedos se realizaban en su cabeza de niño: el demonio vestido de charro paseaba por la calle con su caballo negro de crines espesas y al viento; la Llorona vestida de blanco y con el pelo revuelto pasaba por la calle llamando a gritos a sus hijos; el mezquite de la esquina era partido por un rayo y de su tronco quemado emergía un hombre humeante como braza en busca de niños desobedientes, y él era uno de ellos. Quiso sacudirse esos pavores infantiles y sonrió compasivo por el niño que fue. ¿O, era?
Finalmente llegó a su destino y la luz intensa del primer día en el pueblo lo ayudó a dejar a un lado sus miedos. Fiesta en la familia al recibirlo, alborozo de cerveza y comida, encuentro con los amigos y la mujer prometida que lo haría olvidar los malos ratos pasados con la anterior. La primera noche fue plácida, de llovizna y con algunos truenos lejanos que no lograron inquietarlo demasiado. La compañía femenina hizo el resto, bálsamo curador de casi todos los males; en esta edad sabía que no necesariamente de todos. Por la tarde del segundo día visitó la tumba de su padre, en ese intento de mantener viva la memoria de su progenitor, honrarlo y curarse con el diálogo reparador con los que han partido.
Al disponerse a volver del cementerio las vio, negras y amenazantes en lo alto. Venían del lado poniente y esas eran las canijas, le había dicho su progenitor. Esas nubes no existían en California y no volaban tan bajas. Mucho menos eran capaces de dar los alaridos que saben proferir estas gordas de feroz aspecto. Al escuchar el trueno del primer relámpago, su mano de niño buscó la de su novia y en menos de lo que cuento había arrancado el auto para volver a casa. Apenas tuvieron tiempo de ingresar al patio y con la lluvia encima ponerse bajo techo.
La tormenta jugó con su ánimo. Amainó y repuntó hasta que ya se encontraba solo en su cama dos horas después, sin su dama, a la que había llevado a su hogar y arrepentido por no pedirle que se quedara con él esa noche. Todo por guardar las inútiles apariencias que entorpecían su bienestar. Después del segundo trueno, que pareció surgir de un rayo caído en el techo del vecino, la llamó para obtener algún consuelo. Su voz temblaba al teléfono. El niño había vuelto del pasado y veía sombras precipitarse sobre el ventanal de la recámara. ¡Cómo añoró en medio de ese trance las ventanas pequeñas de los hogares campesinos antiguos, sin grandes pretensiones de luz y donde no podrían caber aparecidos ni brujas volando sobre una escoba! Justo cuando ella le compartía un rezo para enfrentar la intemperie y calmarlo, otro estruendo más potente y luminoso cortó la energía eléctrica y la señal telefónica. Solo, con su miedo y el viento azotando los cristales, acurrucado en un rincón de la cama y cubierto de pies a cabeza con una cobija, tiritando y arrepentido por haberse quedado sin ella esa noche, recordó algunos versos de un libro de poemas que su hermano le regaló alguna vez, de un tal Benedetti. En medio de su pavor le llegaron claros y a modo de advertencia los siguientes: "…de modo que si ocurre un desconsuelo, un apagón o una noche sin luna, es conveniente y hasta imprescindible tener a mano una mujer desnuda".
Fue encontrando la calma y recuperando el ritmo normal de su respiración al escuchar cómo se alejaban los tronidos del cielo, furia menguada de un dios que parece mostrarnos con ellos su poder sin parangón. “Menuda forma tienes, Señor, de mostrarnos tu grandeza”, repitió para sus adentros recuperándose poco a poco. Supo que aquí en su pueblo no volvería a quedarse sin una mujer, vestida o desnudada, en noches de tempestad como la de hoy. Tomó previsiones y aceleró sus asuntos hablando con los padres de su novia, quien vivía con ellos y por respeto les tenía ciertas consideraciones, pues era una mujer muy adulta y dueña de sus decisiones. Ese día hubo una pequeña mudanza de ropa y algunos enseres. Al menos por un tiempo serían una pareja, hasta que él pudiera volver definitivamente o ella emigrara para reunírsele.
Una tormenta es capaz de acelerar las voluntades de dos dudantes. Por lo visto el amor se vale de rayos y centellas para lograr su objetivo, no sólo de vates y cancioneros. ¡Bravo por ese tramposo de alcurnia!
II
Te sientas a la mesa a sabiendas de lo que vendrá. Doña Cata preparó delicias en la cocina en menos de lo que canta un gallo. El plato con las quesadillas de flor de calabaza está repleto y piensas que los compartirán todos los comensales. Es una ilusión; en realidad son todas para ti esas delicias hechas con tortillas a mano. El aroma del epazote te levanta el hambre y arremetes con cierto denuedo creyendo que en algún momento serás capaz de decir ya basta.
La salsa tiene magia, es hechicera. No las encuentras así en las imitaciones industrializadas que compras en las stores de tu nueva patria de artificio. Cuando arremetes contra la tercera dobladita y pruebas el café de olla te sientes dentro de un paraíso inmerecido. Tienes fe en que sólo lograrás comerte cinco de las siete que hay en el plato. Al poco rato te encuentras devorando la sexta sin gran dificultad y nula culpa. Estás a punto de tomar la séptima, perdonando de antemano el exceso, cuando doña Cata pone frente a ti tres sopes con salsa, crema de leche y frijol. Intentas negarte y repliegas la silla, aunque algo dentro te dice que es inútil esa débil resistencia. Y lo es. Apenas estás entrando en la fase climática de la ceremonia culinaria, como lo es en una misa el ritual de la repartición del pan y el vino.
Delira de placer tu lengua al tiempo que te atreves a echar un vistazo a tu vientre, del cual ayer estabas orgulloso y mañana quién sabe. Una culpilla de libras y redondeces está a punto de arruinar tu festín. No lo permites ni doña Cata tampoco. Llevas años intentándolo y sabes que serás vencido, que tomarás el avión de regreso unas semanas después con mucho más que un peso de conciencia. Tanto tiempo diciendo no a las hamburguesas y a las sodas; tantos meses saliendo a correr por las mañanas antes de subirte a un freeway para llegar al "jale"; tantas apuestas por bajar de peso perdidas o ganadas con aquel gringo frijolero que comparte contigo la Biblia y la afición por los Angels de Anaheim. ¿Y todo para qué? Sabes que el amor de tu madre se vuelve omnipresente y profundo a través de sus manos preparando platillos irresistibles en la cocina.
Una dulce resignación se apodera de ti. Tu hermana menor, invitada al almuerzo, te guiña un ojo pidiendo que no te hagas de rogar. Eso te da fuerza para dar cuenta de una concha de chocolate y de la mitad de un ojo de buey que en estado hipnótico tomas de la panera que la buena señora ha puesto en el centro de la mesa, ahora con un jarro de chocolate espeso que preparó especialmente para ti, como en aquellos domingos de la infancia a los que llegabas sin grandes travesuras durante la semana. Tu falsa negativa es apenas un: "Pero mira nomás, amá"; y concluye con un conciliador: "Bueno, si no se puede menos. ¡Oh, right!”
Hay cosas que parecen imposibles en la vida. No besar unos labios que se ofrecen, por ejemplo; o comer uno o diez tlacoyitos de requesón, haba o frijol chino de los que elabora doña Cata; o sus huanzontles que no tienen comparación en todo el orbe y por los que matarían algunos paisanos tuyos allá del “otro lado”. Imposible de igual modo es no quererla con esa emoción que convierte en albercas tus ojos durante esas tardes que retornas del trabajo a sesenta millas por hora, repleto el recuerdo de esos aromas que te harán comprar el boleto de avión si la añoranza se torna insoportable, sin importar que después regreses al american dream con diez libras de sobra. ¿Quién dijo que el amor no engorda? ¿Who said that?
Apariciones
¡Bravo! Esta encarnación de hoy te va muy bien, querida. Te ves maravillosa con el pelo negro y rizado sobre la palidez de tu piel. La última vez que atravesaste las paredes de mi casa y me pillaste haciendo el amor con una de mis amantes traías un look absolutamente desangelado, insípido; no te va bien el pelo lacio y el tono rubio. Tal vez en Islandia o Dinamarca les resultes convincente, pero no en esta tierra tropical, mujer. En cambio hoy estás tan seductora, ¡brillante! Me recuerdas esas noches de luna llena en las que todo parece propicio para una despedida de antología. Sin embargo, no creo que te hayas presentado así para convencerme de que ya es hora, ¿o sí?... Eso es, tu sonrisa es benévola. Sé que el día definitivo no la tendrás puesta sobre el rostro. Acércate, bebe conmigo de mi copa. Te presto mis labios para que disfrutes este tinto exquisito. Ojalá los tuyos estuvieran dispuestos a posarse sobre el cristal, aunque sé que no necesitas estos placeres ínfimos de los mortales. Hoy estoy solo, como puedes ver. Tú eres mi amante apetecida para un futuro, la última, la definitiva.
Ya que me premias con tu sensual aparición quisiera hacerte algunas preguntas a las que no darás respuestas, lo sé. A pesar de ello aspiro a descubrir algo en tus gestos, algunas sutilezas en los músculos aparentes de tu cara que me den algún significado, alguna pista. Es triste vivir y después morir sin tener al menos un atisbo de las razones de tantos absurdos por los que transitan como condenados los pobres humanos. Dime, por ejemplo, ¿tendrán alguna recompensa, allá donde los llevaste cuando les tendiste la mano, esos que están muriendo sin deberla ni tenerla y gastaron la mitad de sus días en prepararse para servir a los demás? Y, ¿por qué siguen vivos y llegan a viejos sin mayores penas tantos charlatanes depredadores y asesinos de la esperanza? ¿Sabes algo del plan maestro del que tanto hablan los predicadores que llevan siglos anunciando el fin del mundo? O dime la verdad: ¿eres sólo la obrera que hace el trabajo rudo sin mayor premio que la facultad de cambiar de aspecto y vestuario cuando apareces en este escenario de sueños, jerigonzas y afanes inútiles? ¡Vamos!… Dame algo con la mirada, algo de púrpura en la cara, mueve hacia abajo o arriba las comisuras de esa boca sexy que hoy elegiste… ¡Venga!... ¡Eso es! Hay un brillo en esos ojos, una humedad, la promesa de una lágrima... ¡Esto es insólito! ¿Tú, mi amor eterno, a punto del llanto y bajando la mirada? No te desvanezcas, ¡por favor! Espérame, debo meterme algo más en el cuerpo, no quiero perderte en este momento
Eso es… Espera un poco que ya viene… ¡Ah! Si supieras cuánto me ayuda para verte y hablar contigo… ¡Ah! ¿Sabes que estás a punto de derramar una lágrima gracias a esto que ya me corre por las venas? ¡Qué bella estás hoy, querida!, lo reitero. Suelta, déjala salir, mi amor. Que humedezca tu cutis y esos labios secos. Olvídate de las respuestas, cariño. Me has dicho todo lo que necesito saber con esa gota que ya baja rumbo a tu boca. Sálala, condimenta un poco su mudez de siglos. Háblame al oído como por fin lo harás cuando llegue el día. ¿Por qué no me das un beso ahora? Déjame mojarte un poco y beber de tu cauda de misterios. Seré después un profeta verdadero si acerco tu cuerpo al mío. Eso es, pequeña, dame tu mano y tu cintura, baila conmigo esta alucinación bienaventurada que nos acerca. Déjame ser tuyo esta noche sin que se trate aún del sueño perenne a tu lado. Abandónate conmigo en esta ilusión que me ablanda la conciencia; luego volverás a tu recorrido por el mundo. Nada importa que dances conmigo, porque incluso sin ti, que hoy estás en mis brazos, miles de flores perecen a cada momento y otras miles nacen nuevas. El ciclo continúa sin tu cabal vigilancia.
¿Sabes? Deseo confesarte algo: a estas alturas del camino no tengo la certeza de haber sido amado ni sé si amé con la misma fuerza con la que empiezo a amarte. Los sentimientos me han jugado malas pasadas; un día se instalan en el pecho y después se desvanecen. Bellos como las burbujas de jabón en el aire, pero igual de efímeros; arrobadores como una canción hermosa y del mismo modo aniquilantes. Tres veces en mi vida creí amar y me subí a ese faro desde el que se contemplan todos los océanos, y tres veces fui bajado de ahí con el fuete de la mutua indiferencia. Tres veces supe del edén y los infiernos y después aprendí a quedarme en el limbo en el que ahora me encuentro. No sabes cuánto daría por subir una vez más en esa nube y desde ahí despeñarme hacia ti en la plenitud del delirio amoroso. Sin embargo ya no soy capaz, perdí la fe tal vez sobre algún lecho repleto de emanaciones ajenas o frente a algún espejo de cuerpo entero; pudo haber sido en una calle donde todas las ventanas se cerraron o al mirar por buen tiempo una mirada que tenía clavos en su centro; o quizá son algunas cicatrices que todavía son heridas. No lo sé. A veces pienso que los vendavales son los responsables de secar nuestra piel y dejarla sin aromas, o las lluvias las que arrastran todo para devolverlo al mar o las garras del deseo, las canciones tristes, el petricor que al evaporarse deja otra vez los suelos secos y las flores sin aroma. ¡Qué diera por asomarme una vez más en unos ojos y encontrar ahí el lago cristalino que tenían los de la primera novia, por caracolear la llanura con la fe de antaño, por soñar futuros de espalda delicadísima y cabelleras vaporosas de café! Qué diera porque tú fueras realmente una mujer y te quedaras conmigo al terminar este trance o me hicieras feliz llevándome contigo a cumplir con tu oficio milenario, tomados de la mano mientras cruzamos las convenciones del tiempo y el espacio.
Amor, cuando te vuelva a ver trae el mismo pelo ondulado y esas alas de gaviota por pestañas. Me gusta sentir que te sientes viva. Pero cuando vengas para sellar nuestro compromiso definitivo no te dibujes frente a mí en el aire; has de modo que no te advierta. Alarga tu mano, tócame la espalda y hazme tuyo en un instante, sin aspavientos ni protocolos que den pie a zozobras y cavilaciones impertinentes. Que sea como ver pasar un meteorito en el cielo y sentirme arrastrado por su luz.
Ya casi te pierdo, mujer. Te desdibujas lentamente. En unos minutos ya no te veré y estará la ventana en lugar tuyo. Poco a poco las venas gruesas de mis brazos dejarán de ser ríos donde navegan duendes y mi corazón ya no será un tambor acompañando ritos paganos en la selva. Te espero otro día para bailar una danza primitiva en un claro del bosque, hermosa. Sin embargo, retrasa el encuentro definitivo todo lo posible, aún quisiera escalar dos o tres montañas en busca de respuestas y hallar pozos de luz en dos o tres miradas.
Te has ido. De afuera me llega el ruido del tráfico vehicular. El techo ha dejado de ser un mar flotante y los colores de las paredes son de nuevo los originales con varios pares de ojos vigilando desde las fotografías colgantes. Tengo mucha sed y hace calor. Vuelvo a estar preso de mis sentidos cuerdos. Beberé agua y seguiré respirando mientras me atrapa el bullicio.
Fuga en goauche
A Gumersindo Tapia, pintor morelense
Bálsamo, mi buen amigo. Esa es la palabra que giraba por ahí sin llegar a mí. Ese afán de intelectualizar y poner rostro circunspecto para encontrar tres o cuatro frases sesudas que califiquen un trabajo artístico, lo jode todo. Reduzco mi impresión a esta palabra: bálsamo.
De marítimo silencio
Debiste haber muerto tú y no otros, piensas. Ser a estas alturas recuerdo fresco y añoranza dudosa. Sin embargo aquí sigues, con tu vida barata de lleve tres por el precio de uno. Sigues ahí, inútil frente al mismo cuadro que cuelga de la pared en el que se han perdido tus sueños de sentido: son dos poltronas de madera blanca en una terraza frente al mar; luz blanquísima las baña. Una apunta al frente desafiando la luz matutina y la otra da la espalda a las olas. En versión fantasma estás sentado en la primera reposera, transparente de sol. En la segunda está sentada ella, bellísima y dulce como la has soñado siempre. Te mira arrobada los pectorales fuertes que tu imaginación ha cultivado con disciplina y ese aire de pirata con el que tu mirada perfora el horizonte. No hay nada más en el cuadro, sólo las poltronas, el barandal blanco que parte en rayas la luz, la playa larga, nubes flotantes perezosas y las lejanas siluetas de dos gaviotas, minúsculas sonrisas en el aire.
Es lunes. Normalmente te importa poco que lo sea, porque siempre lo vives como si fuera domingo o viernes; aunque este lunes es diferente. Te fastidia que los días tengan nombre, que cada uno indique para la mayoría de los mortales un ritmo distinto, un color diferente, una posibilidad limitada en cada uno de ellos. Te consideras más allá de esas pobrezas. Para ti, que eres un dios ignorado, basta abrir la ventana para decretar con cínico denuedo la cualidad de una mañana o el matiz de una tarde. Si lo decides cualquier día es sábado y te embriagas, aunque el calendario indique miércoles y los camiones estén atestados de personas tristes que van o vienen del trabajo. Demiurgo, vives siempre en la resaca gozosa, y cuando estás a punto de padecer ligeras culpas y angustias corporales o del alma, te metes en el cuerpo algo urgente y flotas nuevamente en la levedad más improductiva.
Ayer vino a verte tu hija, el único motivo por el que logras sentirte por momentos un hombre normal. Le preguntaste por la escuela y por su madre, esperando escuchar algo sobre ella que te confirme que no es superior a ti. Si te dejó es por saber que no la soportabas más y aquél con quien vive es un mequetrefe sin el carisma, la sensibilidad y el ojo estético con el que crees mirar al mundo. Te consuela pensar de ese modo para sacarte de la cabeza que el otro es más joven, sano y amable que tú. Además, es pobre, te lo dices saboreando las imágenes del tipo entrando y saliendo de una oficina con su corbata barata después de ocho o diez horas de trabajo, algo impensable en tu caso, porque si alguna vez has hecho algo parecido a trabajar fue al dedicarte por un tiempo a criar perros de raza o cuando te dio por hacerla de músico bufón en un mariachi, cuya secuela es el hábito grotesco de vestirte de charro cada día de fiesta patriótica.
Bendita abuela criolla que te heredó la pequeña fortuna que dilapidas poco a poco en alcohol, estupefacientes y mujeres. Si tu bisabuelo español hubiera sabido que un descendiente suyo se encargaría de echar abajo su vida de trabajo y pulcritud, como exiliado en nuestro país al huir de la guerra civil en su patria, no se habría esforzado tanto para asegurar el futuro de sus descendientes.
Un rescoldo de vergüenza te lleva a cuestionar por qué son otros los que mueren y no tú. No sigues ningún protocolo de auto cuidado, te trasportas a diario en taxi, pocas horas del día no tienes una cerveza en la mano, duermes poco, compras sexo, marihuana, cocaína; entras y sales por todas partes y tus amigos son crápulas y bohemios de cantinas de alcurnia o proletarias. Y aquí sigues, sin que te pille el maldito bicho. ¿Por qué no te mueres tú si no produces nada ni sirves a nadie?, ¿por qué el tal Dios en el que nunca has creído te mantiene vivo para demostrar que eres el más grande de sus absurdos? Es misterio divino que nadie sabe dilucidar.
Hace unos días te enteraste de la muerte del médico al que eventualmente visitas, cuyos únicos vicios eran el buen humor y los refrescos de cola; tu hija te comentó ayer sobre el fallecimiento de uno de los maestros de la universidad, que al parecer tenía un poco alto el nivel de glucosa. Para colmo, hoy, y esa es la noticia que te tiene en insólita introspección, el hermano mayor de tu ex mujer también partió a mejor vida. Nunca conociste a otro hombre con hábitos más sanos que él, amante de su familia y devoto de su fe, aunque hipertenso por la autoexigencia laboral. Algo no está bien, piensas. Parece que se equivocan los pregoneros de la vida sustentada en principios, fe y contención. Revisas las estadísticas del día y ahí no aparecen datos acerca de fallecidos por el virus a causa de su adicción al alcohol, las drogas, el sexo, las mujeres casadas y la vida disipada en luces de neón, tipos con la capacidad de acortar o alargar el tiempo de acuerdo al antojo personal.
Ordenas a domicilio un arreglo floral de crisantemos. Extraes del armario el saco obscuro que hace lustros no portas, cambias tu camisa eternamente tropical por otra de vestir y tus pantalones de mezclilla ajustados por otros formales, elijes unos lentes que no parezcan de turista para ocultar las ojeras permanentes en tu rostro, lavas a conciencia tus dientes y usas enjuague bucal para tratar de disipar el aliento alcohólico cotidiano; esta última pretensión es casi imposible. Pides el taxi y te diriges a la funeraria en la que incinerarán en breve a tu ex cuñado. Antes pasas a la farmacia por un cubrebocas. Sabes que hierba mala nunca muere, pero decides cumplir con el protocolo para evitar un desaguisado con Martha, tu ex. A pesar de todo, su hermano siempre te cayó bien y fue el único que mostró una sincera simpatía por ti. Alguna vez lograste llevártelo de farra a un congal de mala muerte y jamás lo viste tan feliz, aunque al siguiente día mostró una cara de arrepentimiento y culpa que le duró meses. Esa vez, en el furor del alcohol, te confesó que el sexo con su mujer había pasado a ser una quinta o sexta necesidad y que desearía tener una amante. Pobre Ignacio, nunca se atrevió. Sus pecadillos, de consumarse, estuvieran hoy a punto de convertirse en cenizas y tal vez hubiese navegado los días con algo parecido a una sonrisa en la cara y un brillito insolente en la mirada, no con esa mueca adusta de hombre digno que tenía dibujada todo el tiempo.
Al llegar descubres que el acceso está limitado a unas cuantas personas, por protocolo de seguridad. Pides que anuncien con Martha tu deseo de ingresar a despedir a su hermano. Esperas dos minutos y te anuncian lo que no imaginaste: se te prohíbe la entrada. Alcanzas a percibir una ligera agitación en el interior del lugar, producida por la posibilidad de tu ingreso en él. No insistes ni deseas alegar con nadie, comprendes que tu fama de bicho raro representa un peligro para la salud y la dignidad de la casa funeraria. Eres un riesgo para los demás a pesar de tu cuenta bancaria y de tus inversiones financieras que permiten tu caótica vida. La etiqueta la llevas pegada en la frente desde hace mucho y Martha se ha encargado de hacerla más visible. Sonríes con cierto sarcasmo que esta vez es fingido, porque en realidad algo te quema por dentro. Haces un saludo parecido al del soldado mirando a la entrada del recinto mientras pronuncias en voz baja: “A la orden, mi coronela”, como solías hacerlo en tono burlesco cada vez que Martha trataba de ordenar tu vida reconviniéndote sobre tus actitudes y acciones. Dejas en manos del empleado el arreglo floral y te retiras tratando de estabilizar la oleada de emociones que te agita adentro, sin saber que el joven recibirá la indicación de tirar a la basura los crisantemos blancos, sospechosos de portar, además del bicho odiado por todos, las máculas de tu vida juzgada como libertina.
Al regresar a casa vas instintivamente hacia la cantina de madera barroca que decora un rincón de la sala, herencia del abuelo que contrasta abruptamente con los demás muebles modernos de la estancia. Llevas casi tres horas de abstinencia y por eso llenas generosamente el vaso de tu escocés preferido. Hacía semanas que no te tocaba una de esas tristezas sin causa precisa. La que sientes ahora te ha dejado sin fuerzas, como si hubieras salido a correr diez kilómetros y no a despedir a un muerto. Vas hacia tu lugar favorito con el old fashion y un cigarro encendido en la mano.
Tienes otra vez enfrente el enorme cuadro que te hace viajar al mar. Las poltronas de madera están solas. Esta vez tu imaginación no quiere dibujarte en una de ellas ni a la mujer hermosa que te mira desde la otra. Ni siquiera puedes oír las olas del mar y las gaviotas son dos pequeñas líneas mal puestas en un cielo que esta vez se te antoja más gris que blanco. La marítima soledad es infinita, más silenciosa que un templo, salada como las lágrimas que empiezan a correr por tu rostro. Sabes bien que no lloras por Ignacio, el fallecido, ni por Martha o por la relativa ausencia de tu hija, ni por ninguna de tus amantes que no han dejado más que estertores en tu cama y huecos en tu pecho. Tal vez lloras por ti, por el que está perdido y no encuentras, por el niño que soñaba con construir barcos y dar la vuelta al mundo en ellos; por ese que quisiera estar sentando en la poltrona frente al mar y recibir la mirada de una dama dulce que no observa sus fuertes pectorales inexistentes, sino sus ojos que quieren mirar distinto, sin la vidriosa luz alcohólica de todos los días.
Mientras tanto, bebes con cierta desesperación del vaso y continúa manando un mar de tus lagrimales, un océano tan vasto como el que tienes enfrente. Experimentas la sensación de que te falta el aire. La pregunta te lacera y clava alfileres invisibles por todas partes: ¿por qué sigo vivo?
HAIKUS PARA UNA NOCHE LARGA
I
Los grillos cantan
baladas de alabanza
a la nostalgia.
II
Si yo llevara
luces de luciérnaga,
sería esperanza.
III
Consuela el vuelo
del colibrí aleteando
tras la ventana.
IV
Las calles lloran
vapores de agonía
sobre el asfalto.
V
No soy el miedo;
sí un péndulo agotando
sus bamboleos.
VI
Salí a buscarte,
mas las bocas cubiertas
no te nombraron.
VII
Llegó el ocaso
y los números rojos
eran los mismos.
VIII
La ardilla salta
sobre ramas y alturas.
¡Quién fuera ella!
IX
Por si la pierdo,
guarece mi ilusión
bajo tu falda.
X
El sol levanta
las cortinas de humo;
me espera el mar.
XI
¡Por fin el alba!
Lanzaré mi atarraya
sobre tus peces.
XII
Como una gota,
desciende la espesura
de mi silencio.
XIII
En el delirio
parvadas de gaviotas
vuelan conmigo.
XIV
Ya trae el viento
bondades de pan y miel.
¡Somos el hambre!
XV
Si gritas, grito;
si rompes los cristales,
soy el macillo.
XVI
¡Grítame, boca!
No regales tu furor
a los silencios.
XVII
La pequeña flor
abre sus anhelados
pétalos de luz.
XVIII
Tiende a mi lado
el vibrante arcoíris
de tu esperanza.
XIX
Los que se fueron:
diamantes encendidos,
brazas perennes.
XX
Suena el tambor
y un ritmo de hormiguero
deja los nidos.
XXI
¡No más palabras!
Quiero el riesgo del mundo
en tu mirada.
Hembra con abanico
No sabía cuánto cabe en un aullido hasta esta madrugada en que rondan los moscos zumbando tras mi sangre. No lo sabía porque los aúllos de esta noche no son distantes, de esos que uno escucha sin querer escudriñar las penas que esconden. Son lamentos cercanos. Nacen justo debajo del balcón de mi recámara, tan cerca que al lograr dormir de nuevo parece que soy yo quien abre sus fauces dolorosas para emitirlos. Razones no le faltan a mi sueño en estos tiempos de miedo y hambruna para albergar una manada de lobos y una gran recua de corderos, sobre todo si duermes pensando en el paraíso y el inconsciente te regala retazos de los avernos.
Mi perro está triste y es una tragedia. No lo es si mido su dolor con la tonta compasión que los humanos regalamos a nuestras mascotas; no lo es si compré a mi cachorro para hacerlo depositario de mis angustias y no para hacerme cargo de las suyas. ¿Alguien sabe cómo medir la nostalgia de un perro que a medianoche aúlla a una luna casquivana que se esconde tras las nubes? ¿Alguien tiene un antídoto para el mal de amores que padece robándole el sueño, el hambre y el garbo de su mirada?
Ayer ella se fue, ligera y mona como si nada, moviendo el abanico de su cola con desparpajo indolente. Como si no supiera que su olor quedaría pegado por todas partes. En las paredes y en la colchoneta en que dormía, en el trasto donde se alimentaba y en el aire que no se llevó consigo. Ni siquiera volteó a mirarlo cuando subió al auto y se marchó en él, oteando al frente, con la sensación de aventura que experimenta un can ante aires nuevos. Él se quedó viéndola por la rejilla como si la vida se fuera. Sólo porque dirían que estoy loco y mi pasión animalista me ha vuelto un tipo raro; si no, les contaría a gotas sobre los mares que llenaron sus ojos y cómo vi tristes veleros en ellos alejándose entre la bruma. Pensé que al paso de las horas dejaría de dar vueltas desesperado y de buscar huellas de la damisela cuatripatas por los rincones del patio, entre gemidos lastimeros que me partían el alma. No fue así. Dejó de comer y se dedicó a aullar boleros de amor, de esos que calan hasta los huesos.
Pronto llegará el amanecer. Estamos los dos en vela. Lo he metido a dormir a mi recámara para mitigar un poco su pena y ahora también la mía, pero cuando estoy a punto de perderme en la almohada suelta un nuevo aullido dolorido. Me levanto y lo acaricio. Mi mano en su pelambre le regala un breve consuelo que tarda el tiempo en que logro meterme de nuevo bajo de las sábanas. Otra vez la queja, el gimoteo y después el aullido. Me irrito. Decido sacarlo nuevamente al patio, pero de inmediato me arrepiento; sé que será peor. Los aullidos llegarían a todos los vecinos y temo especialmente por una de ellas que se especializa en poner veneno para gatos y perros, a la que yo apretaría el cuello si fuera capaz y mi rabia lo permitiera. No queda más que acompañarlo.
Me pierdo en su mirada. Pienso en su dolor y me llega como iluminación la claridad. Él no tiene asidero alguno para apaciguar de alguna manera su dolencia. Si yo me enamoro y luego soy abandonado tengo la ventaja de poder escuchar una canción que haga llevadera mi aflicción, o bebo unas copas para llorar con el elíxir del mareo, o me pongo los guantes y pego duro al costal de arena para sacarme a golpes los ojos brujos de una mujer con olor a tierra recién regada; leo un libro para perderla entre sus páginas o le llamo a un amigo para que me convenza de que yo veía en ella algo inexistente, como es común que suceda en la perplejidad amorosa. En el peor de los casos me vuelvo poeta o tomo el filo de una navaja y acaricio mis venas con determinación, opción que afortunadamente no ha cruzado por mi cabeza a causa de una dama. Sin embargo, él, ¿qué tiene para salvarse? Si un perro ríe lo hace con todo su cuerpo y no hay alegría que se le compare; si ama no importa que tenga que sufrir azotes para estar cerca de su objeto amado; si sufre no tiene más alternativa que hundirse en el sufrimiento a calzón quitado, remar en él hasta alcanzar alguna orilla. Por eso no puedo hacer más que acompañarlo. No somos iguales, él y su dolor son sin subterfugios, sin la posibilidad de hacerse a un lado para esquivar el golpe o meterse anestésicos por las venas; en mi amigo orejón el amor ausente es una punta de daga abriendo lento la piel, una gota de ácido perforando los huesos.
Han pasado dos días y sigue comiendo poco, casi nada. Si lo dejo fuera de casa araña la puerta queriendo entrar. Se lo permito y husmea por todos lados con la esperanza de verla salir de alguna pared que contiene algún residuo de ella. Si lo mantengo dentro, después de un rato araña la puerta pidiendo salir y verla aparecer de entre las plantas. De pronto busca un rinconcito con sol y ahí se posa. En eso se parece a mí, que dependo del sol para mantener mi energía y estado de ánimo arriba. Entra y sale, viene y va mientras llega el regalo del olvido. Pero, ¡cuánto tarda! Si no tuviera esos receptores olfativos tan poderosos sería más fácil. Esa es su condena: olerla hasta que la amnesia los separe. Una vez yo me enamoré así, con el olfato. Aún llevo en mi nariz la pócima que brotaba como fuente por cada uno de los poros de esa mujer.
Estamos en el quinto día después de la partida de la hembra con abanico en la cola. En mi orejón regordete quedan únicamente quejidos esporádicos, suspiros largos en la terraza, sueños con sobresalto. Por fin pude dormir la noche previa.
Sin embargo, no contaba con que las decisiones de los humanos son inciertas, vacilantes, sobre todo cuando se trata de prodigar amor a quienes se consideran inferiores, intercambiables, posesiones para matar el tedio o para el desecho: nuestras mascotas. Justo al mediodía para su auto frente a mi casa la señora con cuello y ojos de jirafa. Después de un discurso chillante plagado de disculpas, pretextos diversos y argumentaciones estúpidas, me dice que devuelve a la damisela cuatripatas que a estas alturas ya ha sido olfateada por mi perro desde el patio. El argumento de mayor peso es la molestia del marido, que se dice engañado al creer que la perrita era de raza y no una plebeya de la calle. En todo caso lo engañó su esposa, ridículo adefesio sin corazón que en este momento me da tanto asco como mi vecina mataperros. Cómo me gustaría verle la cara al tipejo que tiene por esposo y encararme con él para darme cuenta si tiene pedigrí en su palabra o es un barbaján cualquiera venido a payaso seudo burgués.
No me gusta discutir con la gente fatua. La mujer deja de contaminar mi espacio con su partida y la princesa entra a la casa gritando su alegría con la cola. Si quisieran saber qué es la felicidad deberían mirar a mi perro y dejar de buscar la respuesta en los filósofos. La alegría de esos dos revolcándose en el patio es inversamente proporcional a mi preocupación. ¿Cómo dormiré ahora pensando qué hacer con la princesa?, ¿Cómo cargo con dos perros enamorados yo que voy por todas partes y últimamente he desarrollado alergia a los enamoramientos por convulsos y desgastantes?
Es de noche ya. No sé si es mejor esta alegría que duerme a ocho patas en la entrada de mi casa o los gemidos cada vez más esporádicos de mi perro solitario cuando su dama no estaba. Salgo a la terraza por el calor y el insomnio, fumo un cigarro ─algo insólito en mí desde hace mil penas de amor─ y miro a la luna insistiendo en alcanzar la redondez perfecta. Sin darme cuenta, un leve aullido que se cree suspiro sale por mi boca.
Deja que te lo cuente (CONTINUACIÓN)
III
Deja que te lo cuente, amor. Y déjame nombrarte así aunque no sepa si existes y cómo es que miras si en verdad estás viva.
Me siento muerto, cariño, porque no puedo respirar mientras voy de mi cuarto a la sala o de la sala al patio. Ayer me sentí vivo un rato porque salí a dar una vuelta a la cuadra. En realidad di dos, no por mi voluntad, sino porque mis pies no pudieron detenerse y yo los seguí. Creo que guardan la esperanza de hallarte en una esquina comprando el periódico o algo más, o quizá buscando igual que yo algún motivo para resucitar. Al regresar me asombró una sonrisa que apareció en mis labios ante el espectáculo maravilloso de dos golondrinas dándose besos en el nido que hicieron en el patio. Corrí hacia dentro de la casa sin desinfectar mis zapatos como marca el protocolo de sobrevivencia; quería alcanzar la sonrisa en el espejo, pero cuando llegué se había marchado. En mi cara insistía el acento grave y ningún esfuerzo me daba una auténtica alegría en los músculos faciales. Sólo muecas, intentos desesperados, papanaterías, musgos de júbilos.
Sabes, amor, he pensado que al terminar esto tomaré la vieja guitarra, las canciones amadas, mis últimos pesos, los reductos de autoestima que me tienen prendido de un hilo a la vida y me iré a buscarte muy lejos. Debe haber alguna esquina en alguna parte del mundo donde te vea dar vuelta. El problema es estar ahí, porque la vida infausta te lleva a donde quiere y no al lugar en que seguramente estás. Tal vez no sea una esquina. Puede ser la orilla de una playa, junto a esas rocas que seducen a los amigos de los cangrejos y de espíritu romántico, como lo sigo siendo muy a mi pesar. O tal vez en un pueblito de aquellos donde se refugian los que nacieron muy tarde en el tiempo, como también sucede conmigo. La gravedad absoluta sería que en realidad te hayas quedado varada en el pasado y desde ahí me grites con desesperación sin que yo te escuche; o que aún no hayas nacido y seas apenas un pensamiento en dos que se aman y se penetran en tu búsqueda, con cierta insensatez por cierto, porque nadie nos pregunta si queremos llegar a este puerto para el que nos dan remos quebradizos.
Como sea, te buscaré. Saltaré sobre nubes si fuera necesario, bajaré a los infiernos que bien conozco porque me los regalaron al nacer, mataré estrellas inútiles que osen esconderte y cortaré cualquier árbol que te esconda entre sus ramas. Cada vez me convenzo de que no habitas esta selva de asfalto insufrible, que poco tienen que ver tus pulmones con el smog y tus oídos con el ruido. Gastaré las suelas de mis botas por caminos naturales y si te encuentro bebiendo agua de coco en un ángulo de mi delirio, te pediré de rodillas que me tomes en tus brazos y vayas descubriéndome mientras canto una canción que jamás has escuchado.
Mientras tanto, sigo aquí. Me molesta tanto ponerme el cubrebocas para salir por fruta, verdura y algunos abarrotes. Voy con ojos atentos, pues un miligramo de ilusión me hace buscarte entre cientos de miradas, ahora que sólo tenemos el sentido de la vista para mostrar los afectos o decir en silencio: cómo estás, me da gusto saludarte; o, por el contrario, hágase a un lado por favor, respete la distancia de metro y medio, ¿cuánto le debo? Como nos han aleccionado con efectividad, incluso hablar da miedo, por eso los ojos hacen esfuerzos desesperados por educarse a ritmo ágil. Es difícil, porque dependemos de todos los músculos del rostro para la demostración de los afectos, facultad que nos roba la tela sobre nariz y boca. Es más complicado porque hoy nos tenemos más temor que antes unos a los otros. Aquél o aquella puede causarme la muerte es un pensamiento terrible. Particularmente me preocupa menos porque llevo la muerte a cuestas peleando a jaloneos con la vida. Si se ponen necias me impongo entre ellas como un réferi, y todo por ti, amor. Cuando me des absoluta evidencia de que no estás, soltaré mis amarras y que me lleven cualquiera de las dos mujerzuelas. Porque sin ti no tengo nada. Bueno, tengo un perro. La ilusión la perdí sin saberlo desde que mi madre sin nombre me botó en aquel orfanatorio. Sólo estás tú y el can; te he bordado con retazos de fantasía y algunos hilos de cordura. Sé que eres noble porque yo te concedí esa virtud y bella a fuerza de tanto anhelo.
La tarde anuncia lluvia por fin. Ojalá la humedad cargue con el maldito virus y pueda salir por última vez a buscarte con tu cara limpia en las esquinas, o me vaya por las terracerías tras de ti o de la muerte definitiva.
Te dejo, amor. El perro ladra. A diferencia de mí está demasiado vivo y quiere comer.
IV
Deja que te lo cuente, mi amigo. Sin ella el mundo parece desolado. Es un páramo seco mi garganta y son más tristes que nunca las canciones de José Alfredo. Nunca pensé vivir para sufrir esta tragedia, para beber el estío. Un mes sin ver a esta mujer. Un mes de no besar su boca de cristal con estos labios partidos que se tragará una tumba. La he buscado con desesperación por calles, supermercados, tendejones y patios clandestinos. He viajado a otras ciudades en pos de ella. Extraño su saliva amarga y su espumosa desesperación cuando se vacía, haciéndome el hombre más feliz del mundo. Daría lo que tengo y lo que no por tenerla guardada en casa, toda mía, y compartirla con los camaradas cuando me canse de beberla y no valga ser egoísta. Porque el amor se comparte; porque su alma de lúpulo y cebada no puede ser de un solo hombre; porque no entiendo la vida si a ella no la veo pasar de mano en mano, desnuda y húmeda, lúbrica y ansiosa, untándose en las lenguas de hombres y mujeres que salen de sus casas como yo para buscarla en lugares prohibidos con música fandanguera y luces de neón. Quiero su corazón frío calentando en extraño sortilegio todo mi interior y exprimir hasta la última gota de su amargo codiciado, sin que me importen las mutaciones de su color, sus besos compartidos. Así la quiero yo, y por morirme en ella es que muero, y por vivir sin ella es que peno.
¡Termina ya con esta sed, Dios¡ Devuelve a mi amada gélida a su destino o has que me evapore por completo en este yermo territorio, que sufrir no es mérito para aplaudir en estos tiempos de dolor y aislamiento. Mi garganta está triste y vivo eternamente en un spleen desértico y sombrío. Baja, Señor, desde tu nube omnipotente y regala a este raquítico mortal el paraíso espumoso al vaciar a mi adorada dentro de un tarro congelado y beberla… beberla.
V
Deja que te lo cuente, poeta, tú que conviertes las heridas en trofeos de guerra y las hojas secas en casas de duendecillos: hay una voz que me habla al oído en las noches de insomnio para decirme que el resto de las demás voces no existen, que son ardides de los hombres y mujeres poderosos y no hacemos más que repetir sus discursos de día de plaza hasta el cansancio. ¿Sabes si por la noche alguien llega hasta mi cama y me inocula un chip en el cerebro, o si me entra por los ojos en forma de ondas luminosas cuando manipulo ese aparato que contiene mi vida entera en perfectos resúmenes encarpetados? ¿Sabes si mi vida está a salvo detrás del cubrebocas, si los números mienten, si esto es el inicio de algo grande que nos acerca al final, si el amor bastará para salvarnos? Tú que juegas con los segundos, terceros y los infinitos significados, que has aprendido a quitar una a una las capas de la cebolla y a descamar un pez sin tocarlo, sólo con el delirio irreverente de tu verso, dime si en algún lugar del mundo hay un recodo donde el miedo sea una historia cinematográfica que aún es la ficción de un futuro; dime si puedo batir las alas abiertas de mi fantasía y traer un hijo al mundo porque la vida es bella, a contrario sensu de lo que opinan los agoreros del apocalipsis; dime si Dios partió a otro planeta decepcionado de su obra en la Tierra y por eso debemos inventar otro nuevo como tú inventas metáforas para escarbar significados. Te lo pido porque eres el jinete más honesto de las palabras y nadie te paga por tu oficio; eres la excepción, el no sometido. No existen mentiras más ciertas que las tuyas. Dejando a un lado tu propensión al enloquecimiento para ponerte a salvo de la cruel realidad, intuyo que tienes mejores respuestas que tantos parlanchines en la televisión y las escuelas. Por eso dime ahora, vate, si delirar contigo me pone a salvo de la bestia microscópica o si la sal del mar es mejor recomendación que tus coplas. Dime si alguien más que tú puede explicarme mejor para qué sirven las palabras y por eso ha descubierto los engaños que las habitan. Dime el libro y la página, el número de estrofa y el verso preciso en el que pueda hundir mi cabeza como hace el avestruz en la arena, para mimetizarme en ese mundo que inventas y confundir al gran depredador si pasara por aquí. Cuéntame, poeta, si acaso no has muerto antes que yo.
Deja que te lo cuente
I
Deja que te lo cuente, mi niño. Tu abuelo una vez me encerró a piedra y lodo en la casa. Era bien celoso y me salió con el cuento de que yo le hacía ojitos a Severo, su primo. ¿Cómo iba a ser eso?, si no tenía tiempo ni para verme en el espejo por atender a tantos chamacos. Entre las faenas de la casa y lavar pañales se me iba el día. Pero Pedro era así, pues, terco como burro. Aunque nunca me pegó ¿eh? Nomás gritaba y daba manotazos, porque sabía que si se atrevía a hacerlo era capaz de partirle en dos el metate en la cabeza. Si no lo hice fue porque lo quería y porque así eran de zoquetes todos allá en el pueblo.
Ahí tienes, pues, te decía que esa vez sólo fueron como cinco días, no como ahora que me han encerrado meses. No sé ni qué día es hoy ni cuando volveré a ir a la iglesia. Dios nos ha castigado y nos va a castigar más si no lo vamos a ver al templo… ¿Qué dices?... ¿Qué ahí no está Dios?... ¡Válgame la virgen, muchacho! ¿Eso te ha enseñado tu madre? Mira lo que les pasa por estar todo el tiempo pegados a esas máquinas endemoniadas. Lo bueno es que no nací en estos tiempos. Pero bueno, mijito, tú sabrás qué cuentas le darás al señor. Volvamos al asunto. ¿No me puedes dar una paseadita por el parque de enfrente ahora que te dejaron solo conmigo? Nomás una vueltita, nos compramos una nieve de pistache y nos regresamos sin que nadie se entere, al fin por aquí poca gente me conoce… ¿Cómo que me puedo caer? ¿Pues de plano me ves tan vieja? Apenas tengo ochenta y tres, para que te enteres. Y ni los aparento, ¿o sí? Si hubieras visto cuánto caminaba en el pueblo te asustarías: cuatro kilómetros para llevarle la comida a Pedro hasta el potrero y cuatro de regreso; y como si nada. Pobrecitos de ustedes que ya ni se mueven pegados a la televisión y pícale y pícale a sus cochinadas esas. Por eso están gordos desde niños. ¡Habrase visto!
Ya me callo, no te digo nada de eso. Aunque la verdad, pobrecito de ti, ¿cómo no vas a estar llenito si tu padre está igual? Por eso, mira, vamos a caminar un rato, nos va a hacer bien. Que nos pegue el sol y nos dé el aire. De paso te doy unos centavitos, sin que le digas a nadie. ¿Qué me dices?... ¿Cómo que estás trabajando? Si nomás estás dale y dale de manotazos a la máquina. Eso es trabajar ahora. ¡Ja! Te quisiera ver con el azadón o abriendo surcos con el arado. Eso era antes trabajar. Y producir alimentos para la gente… Está bien, no me mires así. Síguele con tu “trabajo”… ¡Qué voy a creer que estés haciendo tareas para la escuela! Si no veo el lápiz ni la regla… ¡Está bien, pues!, no digo nada.
Este es otro mundo bien canijo. Siquiera hubiera plantitas y un patio con árbol. Nada, puro cemento y cables. ¿Qué les costaba haberse hecho un corredorcito con macetas? Ahí pondría mi mecedora y no te estuviera interrumpiendo. Ahora que venga tu madre me va a oír. ¿Por qué me sacaron del pueblo si era feliz en mi lugar? Allá estoy sola, pero no necesito a nadie que me cuide. Pedro me acompaña aunque esté muerto. Sólo aquí los muertos se mueren bien pronto. Y cómo no va a ser si hay puro humo, ruido y todo es triste. En cambio allá les gusta el silencio y el aire limpio. Por eso se tardan para irse y los vemos en cualquier lado cuando cae la noche. ¿Sabes, mijo?, Pedro me viene a cantar en las madrugadas, me despierta con su serenata. No lo veo cantarme, pero lo escucho. Hay veces que me grita en los sueños: “¡Hermilaaaa…! ¡Hermilaaaa…! Corro hacia él, que está metido hasta las rodillas en medio del río. Cuando llego y lo abrazo se me deshace como agua entre las manos y yo también me vuelvo agua. Entonces despierto toda fresquita, fresquita… No me mires así ni pienses que estoy loca, muchacho. Algún día te voy a enseñar a ver a los muertos. Pero tendrá que ser en el pueblo, porque aquí, ni esperanza. Aquí se muere uno nomás de respirar.
Están llamando a la puerta. Debe ser tu madre. No le digas que te pedí sacarme a pasear, por favor.
¡Qué bueno que llegaste, hija! ¡Ay!, quítate eso de la cara que pareces astronauta… ¿Qué me dices?... ¡Nos volvemos al pueblo! ¿Después de comer?... ¡Gracias, señor! Me has escuchado. Ya lo oíste, muchacho. Ándale, te vienes conmigo para que saludes al abuelo. Ya va siendo hora de que lo dejemos morir de verdad.
¡Gracias, señor! Te dije que yo aquí no me muero y me cumpliste el favor.
II
Deja que te lo cuente, Yoya. No sé qué voy a hacer. Ningún cabrón calenturiento me llama. ¿Viste las fotos que subí, no? Yo misma me puse roja de vergüenza al verlas. Pues ni así he tenido un solo cliente en cinco días. ¿A dónde vamos a parar? Si esto no acaba pronto nos tendremos que manifestar como lo están haciendo otros: “Trabajadoras sexuales en crisis por pandemia”; “Hoy por mí, mañana por ti”; “¡Ayuda, que también nuestros hijos comen!” ¿Sabes qué se me ha ocurrido, Yoya?, pues hacerle como lo están haciendo otros: entregar vales que se cobren después y ponernos en promoción, como ofrecernos al dos por uno o algo así. ¡Ni modo!
¿Sabes?, jamás pensé que algún día me iba a ofrecer por menos de quinientos. Y pues ya pasó con el último el miércoles pasado, un muchachito tímido que se estaba estrenando, ¿tú crees? Sí, todavía los hay; yo también me sorprendí. ¡Ay!, hubieras visto qué tierno, me trajo flores. Casi chillo y por poco me quito el cubrebocas y lo beso. Estuve a punto de carcajearme cuando me dijo que se estaba enamorando de mí y que mis labios y mis pechos eran igualitos a los de Scarlett Johansoon. ¡Sí! Así como lo oyes. Me emocioné y fui tan pendeja que en vez de cobrarle cuatrocientos cincuenta, como habíamos quedado, se lo dejé en cuatrocientos y con regalo extra. Se me fueron dos litros de leche más para los becerritos que tengo en la casa. No, si para idiota me llevo la corona de laureles. Qué quieres, amiga, todavía me emociono a mis treinta y tres, crucificándome sola como un cristo.
Lo peor es que ni el padre de Pepito y Dayis ni el de Jonathan me dan un solo quinto desde hace mucho. ¡Cabrones!, como si nada más sus otros hijos existieran. Mi hermana que vive en San Antonio está invitándome a irme con ella, que deje este oficio y allá me encontrará trabajo. Me da ilusión, ¿sabes? Pero, ¿y mis hijos? ¿Se los dejo a mis padres así como si fueran muebles? No, soy puta pero no mala madre. Además, ¿cómo consigo la visa con lo cabrón que se ha puesto el trompudo ese y en tiempos de coronavirus? No, amiguis, yo de aquí no me voy. Lo que no sé es qué vamos a hacer. Ojalá a alguien se le ocurra inventar un traje especial para nosotras, pegadito y color piel, y ni modo, aunque usemos guantes, careta y cubrebocas todo el tiempo y nos desinfectemos ahí abajito delante del cliente y… Bueno, ya, ¡no te rías!, la desesperación me hace pensar tantas pendejadas que… No te creas, en el fondo estoy triste. Se me están yendo los buenos años en esto. Dentro de poco ya no serviré y ¿qué voy a hacer? Ni siquiera pude sacar el certificado de la prepa, todo por una materia y un profe ojete que quería acostarme conmigo y no se le hizo. Tú apenas tienes veintitrés, Patita chula; estás en la gloria. A tu edad comencé, cuando me dejó el cabrón de Pablo. ¡Qué poco hombre ese güey!, ¿sabes? También un día me salió con la historia de que iba por cigarros y ahí te ves. ¡Y cómo se parece mi Jonathan a él! Parece que lo estuviera viendo al desgraciado.
Bueno, manita, luego me cuentas tú cómo te ha ido. Está sonando el celular del jale y no hay que desaprovechar. Besitos, nena.
“¿Sí?... No, papito, aquí no estamos en cuarentena… Claro que estoy disponible y cachonda para ti… Tú me dices en qué hotel y el número de cuarto; yo llego a la hora que me digas… Estás de suerte, mi amor, porque yo soy de mil doscientos la hora, pero por la contingencia estoy en ochocientos solamente… Claro, mi rey, de todo; pero si quieres algo realmente especial es una lanita extra, ya sabes, cariño… No te preocupes por eso, mi novio López Gatell nos ha instruido directamente sobre cómo tratarlos; estoy bien protegida… De acuerdo, papito. No olvides llevar tu gel y cubrebocas; de los globitos yo me encargo”
¡Gracias, Dios mío! En verdad te lo agradezco.
"A los trabajadores de la salud caídos. Y a los que luchan"
ODA INELUDIBLE
¡Qué dadivosa vida
tiene quien porta albísimos ajuares
y va, con tea encendida,
andando los lugares
donde no cantan aves ni juglares!
¡Qué pabilo encendido
lleva en su corazón tan incendiado,
que su vida, si pido
su sacrificio alado,
la diera con temple de soldado!
Por los pasillos yermos
del hospital donde loan vida y muerte,
en el jardín de enfermos,
entre latidos inertes
corta flores de su elegida suerte,
sin matar la fatiga
su pasión por curar, siempre exaltada;
sin que su amor desdiga
la sabia no ganada
y se ponga a llorar en una estrada.
Entre pulsos de vida,
entre anhelos de rostros macilentos,
hurga en la herida
de la muerte su alimento
y el hombro de algún dios como sustento.
¡Quiero cantarle un verso,
uno amable de amor bien enhebrado,
en el que suene terso
si puedo, afortunado,
el júbilo de quienes ha salvado!
¡Quiero echar fuera el grito
de aquellos que callan, ya vencidos
por el velo contrito
de la muerte, heridos
emigrantes de la luz y los sonidos!
¡Quiero darle el abrazo,
si pudiera, por los que no lo darán
y han dado el paso
más allá del parián,
que es este mundo de farsa y celofán!
¡Ponte la bata blanca,
hermano del dolor y la pavura!
¡Prende el alma y arranca
la triste cara dura
de ese germen que ensucia la hermosura!
Si en el intento vuelas
desde esta dimensión a otra mayor,
hablarán las estelas
de tu destino mejor
entre aplausos y mejillas en rubor.
¡No te baste una vida
para plantar banderas en la luna!
¡No te venza la herida
de la muerte, lobuna
y codiciosa dama inoportuna!
¡Habremos de esperarte
cuando se abran puertas y ventanas,
tocarte y abrazarte
con risas y campanas,
cuando aviven las calles y las ganas!
¡Señor de toga blanca
y de la cofia señora angelical,
mi emoción estanca
en el paso desigual
de las horas que rediman de este mal!
¡Cubre sol, abriga luna,
las bondades perpetuas del galeno
y la mano oportuna
de enfermera, en pleno
acto de amor terrenal y sereno!
Ramillete de luz sobre fondo negro
Debe hacerlo. Entiende que no tiene alternativa a pesar de que en el test de factores de riesgo sumó tres: es hombre ─reflexiona sobre la naturaleza anti misógina del virus y su función depredadora pro equilibrio─, es pre diabético y ya rebasa los sesenta. Sabe que un cantante ochentero famoso murió hace poco por el virus, del que se contagió sin haber salido de casa y guardando estricta cuarentena por dos meses; a pesar de eso, un tomate portador, una lechuga o la caja de cereales se encargaron de hacer cumplir su destino trágico.
Armado con cubrebocas, careta plástica, guantes, camisa de manga larga, gorra y gel antibacterial abre la puerta del auto con decisión. La mañana es calurosa y aun así no enciende el aire acondicionado. Le han dicho que es imprudente, porque el virus se encuentra a sus anchas en el clima templado o frío. Deja un poco abiertas las ventanillas del auto. Antes de girar la llave de encendido recibe el saludo del vecino de al lado, un casi octogenario sonriente y amante de la vida que todos los días sale a comprar el periódico en la esquina con la única protección de un cubrebocas de tela, al que da el mismo trato que un niño a su máscara del Hombre Araña, pues lo baja hasta su cuello y lo vuelve a subir cada tres minutos. Alarmado por el saludo imprevisto desde tres metros de distancia sube completamente el cristal de su ventanilla, temeroso de que el aire que agita con su mano el vecino pudiera empujar hacia él al monstruillo indeseable. Apenas responde con un gesto hostil que el anciano bonachón no puede adivinar del todo con sólo ver los ojos de su vecino arisco. El temperamento sanguíneo del hombre mayor le permite no dar importancia al asunto.
Al iniciar su recorrido se topa con dos chicos paseando en bicicleta. Piensa en lo irresponsables que son sus padres al permitirles salir a la calle a ejercitarse sin protección alguna y con la sonrisa franca. Dos niños saltan y salpican agua en una alberca de plástico en el jardín de su casa, mientras su padre bebe una cerveza a su lado. ¡Estúpido!, piensa, como si la cerveza fuera portadora irremisible de todos los males. Enfadado, acelera para llegar pronto al supermercado. Piensa en encender la radio para escuchar las últimas noticias de la pandemia, pues hace casi dos horas que no se pone al corriente y eso lo martiriza; pudiera ser que para este momento del día ya esté muerto otro famoso o Trump haya cumplido su promesa de desarrollar una vacuna y con eso recupere terreno en la campaña para su reelección. Desiste, pues por súbita fobia se le ocurre que el mal pudiera viajar a través de las ondas radiales y la idea lo aterra, después de todo no es mucho lo que se sabe aún sobre el horrendo asunto. Se detiene en el primer semáforo. Tiembla al ver venir hacia su auto a los limpiaparabrisas y a vendedores ambulantes. Cierra por completo las ventanas y se molesta por la insistencia de un joven con rostro suplicante que le ofrece limpiar el cristal delantero. Activa la emisión de los chisguetes de agua desde el tanquecillo del carro, en un intento por inhibir la insistencia del muchacho. El semáforo se ha puesto en verde. Acelera con fuerza.
Llega al estacionamiento y ubica su auto lejos de cualquier otro. Aunque hay lugares con sombra elige uno bien soleado; tiene fe en el poder del sol para sanitizar el auto. Viene el proceso difícil, el mismo que repitió hace cuatro semanas cuando no estábamos aún en fase tres y gastó casi el total de su pensión en proveerse de lo necesario para no salir de casa, sin que fuera suficiente. Desinfecta otra vez sus manos con gel, coloca sobre su cabeza la careta y se enfunda los guantes de plástico. Apaga su móvil y lo deposita en la guantera. También escuchó que los aparatos electrónicos atrapan fácilmente virus y bacterias en su campo magnético. Baja del auto y con el corazón batiéndose se dirige a la entrada del centro comercial.
Antes de tomar el carrito coloca desinfectante en sus manos y las frota sobre el largo del manubrio. Al entrar, un policía pone nuevamente gel en sus manos y toma la temperatura en su frente. Pase, le oye decir. No resiste preguntarle cuál fue el registro del aparato. 36.6, contesta el de uniforme. Su respiración se ofusca y siente que exuda repentinamente chorros por su piel. ¡Una décima de grado por arriba de la medida normal! ¿Qué significa eso? Sin aproximarse demasiado al guardia le pide que mida nuevamente su temperatura. El aparato da ahora 36.4. Respira tan profundamente como se lo permite el cubrebocas. Relájate, todo marcha bien, se dice dándose ánimo.
El recorrido planeado es el mismo de siempre: farmacia, artículos de limpieza, abarrotes, carnes, leches y derivados; frutas y verduras al final. Camina serpenteando entre las personas, tratando de no acercarse a menos de un metro de alguien. Después de terminar con la sección de leches y derivados, con cierta angustia por llevar un retraso de diez minutos de acuerdo al tiempo previsto, sucede lo inesperado, aquello que no pensó como una clara posibilidad: toparse con algún conocido. Ve venir a Eréndira directo hacia él, sólo con cubrebocas y con ojos emocionados por encontrarlo. No se veían desde la universidad, desde que él aún no agriaba su carácter y era un pasante en Administración de Empresas. Increíble que justo hoy se encontraran. Trata de eludirla fingiendo no verla, pero es contraproducente. Ella va tras él por el pasillo de los atunes y lo llama por su nombre al tiempo que lo toma del hombro. En ese instante piensa que su destino está sellado: catorce días después o antes presentará los síntomas y morirá luego en un hospital. Lo peor es que no habrá quien recoja las cenizas, pues su esposa se marchó muy lejos desde que lo dejó y sus hijos no viven en el país. Voltea hacia ella y de su boca sale un violento “¿cómo te atreves, imbécil? Eréndira se siente herida por el que fue su gran amigo al final de su carrera y no entiende por qué el hombre huye rumbo a la salida en un estado de agitación que no pasa desapercibido para el resto de los clientes, sin comprar las frutas y verduras que faltaban. Evita seguirlo y piensa que tal vez se ha confundido. Después de todo, las personas cambian mucho en treinta años.
Él ha llegado al área de cajas y elige la que tiene un solo comprador en espera de realizar su pago. Detrás suyo se coloca en fila una dama de alrededor de cincuenta, quien se acerca hasta casi tocarlo con el carro de las compras. Le pido mantener su distancia de metro y medio, ¡por favor, señora!; suelta con ímpetu y la mujer reacciona asustada y prefiere ir hacia otra caja. Obviamente paga con tarjeta de débito y la desinfecta profusamente con alcohol en gel. El niño que empaca los productos se queda con las ganas de recibir una moneda.
Al salir pide al guardia tomarle nuevamente la temperatura. Treinta y seis punto seis. Esto va mal, piensa. Se siente mareado, tal vez por respirar con profusión e inhalar demasiado dióxido de carbono por efecto de tener cubiertas su boca y nariz. Deposita rápidamente los artículos en la cajuela, se retira los guantes y los arroja en una bolsa especial de desperdicio. Desinfecta sus manos antes de manipular las llaves del auto y la manija de la puerta. Toma el atomizador con la solución sanitizante que había preparado desde casa y rocía su calzado, su ropa e incluso su pelo. Al tomar asiento nuevamente embarra sus manos con desinfectante y luego el volante del auto. Enseguida se quita el cubrebocas arrojándolo a la bolsa especial y se coloca otro nuevo.
Mientras vuelve a casa, con las ventanas del auto abiertas apenas en rendija, su cuerpo se acalora más. Va molesto por el encuentro y porque deberá comprar lo que hizo falta en los puestos de frutas de su colonia. Se pasa en verde el último semáforo y siente odio hacia el tipo que cuida a sus hijos en su jardín y come ahora carne asada con entusiasmo. Por fortuna el vecino viejo y alegre está en su casa entonando canciones antiguas, y ¡qué bueno!, pues si hubiera estado fuera e intentara saludarlo se le iría encima hasta ahorcarlo; tanta felicidad ajena lo fastidia.
El ritual para entrar a casa es tedioso. No hay quien lo auxilie con eso ni un perro que mueva la cola al verlo. Después de lavarse las manos en la llave del patio, quitarse la ropa y cambiar su calzado tras un biombo que acondicionó en el porche de su casa, se enfunda en un short corto. Se rocía por completo con solución especial no dañina al cuerpo. Enseguida moja con una solución preparada a base de cloro las bolsas del mandado por fuera y por dentro. Ingresa las compras a casa y corre a darse una ducha moviendo con furor el estropajo sobre la piel. Al salir va por el termómetro. El resultado lo tranquiliza, 36.2. Deja para luego el cansado procedimiento de lavar o desinfectar uno por uno cada producto adquirido. Se siente agotado.
Se tiende en medio de su cama sola, en su cuarto solo, en esa casa sola donde ni un gato maúlla. El miedo lo ha hecho trizas y lo sabe. Tiene fe en que sobrevivirá a pesar de todo, como ha sobrevivido a tormentas mayores: el abandono de su esposa, quien previamente lo demandó por violencia familiar; el relativo olvido de sus hijos, quienes sólo lo llaman de vez en cuando; el accidente automovilístico que lo postró casi un año en cama; la influenza, la soledad, la amargura, el arrepentimiento tardío. Se levanta y tiene deseos irreprimibles de verse en el espejo, buscar nuevas arrugas, saber si aún ama lo que ve, siquiera un destello de auto compasión amorosa. Encuentra ese chisguete de luz hundido en esa carga de años que se han convertido en piel ajada y pelo encanecido. Extraña su risa y el brillo de su mirada; la perdió desde hace mucho. ¿Qué caso tiene seguir así?, se pregunta, yo soy el virus que contamina lo que toca, la hierba que nunca muere.
Sabe que no tiene el valor, que seguirá vivo y alimentando el terror de estarlo. Necesita escuchar la radio o la conferencia vespertina, pronto será la hora. Saber del aumento diario del número de muertos y enfermos en el país alimenta su sensación de que la desgracia es colectiva y no sólo suya. Paradójicamente, es lo único que despierta en él una mínima compasión hacia los otros.
El espejo lo ve llorar como hace mucho no lo hacía y lo interroga desde su silencio sobre la fecha exacta en que empezó a morir. El hombre no sabe contestarle, menos ahora que un ramillete de felicidad ajena se cuela por la ventana que da a la casa del vecino alegre, el que ahora canta una vieja canción: “Me voy pa’l pueblo, hoy es mi día, voy a alegrar toda el alma mía”, mientras su mujer le hace coro. Las lágrimas bajan como río de tempestad por su rostro, parece que por fin están sacando buena cantidad de virus anquilosados dentro. En medio del llanto, surge en él una breve esperanza de ser capaz de vivir sin miedo.
En la casa de al lado, dos vidas con arrugas otoñales fluyen y cantan como si ahí viviera la primavera.
Anécdotas de viaje a. c.
I
Cuentan que es de buena suerte que un pájaro arroje sobre ti su excremento ─la jerga popular diría: “Que te cague un pájaro”─, especialmente si el desecho aéreo cae sobre tu cabeza u hombros. Sin embargo, no resulta nada agradable si la situación se da cuando estás en pleno ligue con una chica bajo la sombra de un árbol en un parque, pongámonos clásicos, y de pronto tu pelo, tu nariz o tu ropa se embadurnan de tal suerte semilíquida; o si caminas rumbo a una junta importante y cae sobre ti el bólido fétido adornando tu corbata nueva. Bueno, hay mil situaciones posibles.
El origen de tal superstición se remonta a los tiempos del Papa Fabián, allá por el 236. Cuentan que al morir el Papa Antero, los cristianos se reunieron para la elección de su sucesor. No existía un candidato claro entre los posibles. Un campesino de la zona llamado Fabián se acercó a donde los ciudadanos deliberaban la elección del nuevo Papa. Justo entonces cruzó volando una paloma y soltó excremento encima del tal Fabián. Los presentes tomaron el hecho como una intervención divina. El Espíritu Santo intervenía para ayudarles a decidir que Fabián debía ser el pontífice que sustituyera a Antero. Se sabe que el elegido estaba alejado de la religión, por lo que debieron convertirlo instantáneamente en sacerdote, en obispo, y claro, en Papa.
Algo similar al tal Fabián me sucedió a mí en aquel periplo por las Europas tres meses antes de que el coronavirus pusiera en jaque a todas las empresas que viven del turismo. Al terminar el recorrido por la bellísima e imperial ciudad de Toledo, en España, todavía asombrado por haber transitado sus callejuelas y conocido sus monumentos arquitectónicos, religiosos y civiles, justo al salir por una de las grandes puertas de su muralla un pájaro apareció de no sé dónde y arrojó su excremento celestial sobre mi cabello y parte de la espalda, interrumpiendo el flujo de mi emoción ante la hermosa vista de uno de los meandros del río Tajo, que rodea la ciudad a la que Carlos V convirtió en ciudad imperial. En ese momento no pensé en el carácter divino de la pasta que se extendió por mi camisa y arruinó el peinado del escaso cabello que aún no abandona mi testa. Fue después, cuando regresábamos a Madrid, que hice conjeturas sobre el significado del suceso entre risas de los compañeros del grupo de viajantes.
La segunda vez que merecí otra cagada del cielo fue en nuestro paso por Barcelona, mientras nos dirigíamos a disfrutar de la arquitectura del famoso templo de la Sagrada Familia, de Gaudí. Íbamos emocionados por calles arboladas cuando, ¡plast!, ahora fue mi pecho al que adornó un pájaro barcelonés, seguramente miembro de la combativa resistencia catalana que, confundido, veía en mí un madrileño de casta, sin mirar bien que estoy a años luz de parecer un oriundo de Castilla. Lo cierto es que el pajarraco separatista apestó un poco mi embeleso ante la magia inigualable de Gaudí, quien heredó a España una iglesia que al terminarse dentro de unos años será la más grande del mundo, y claro, de las más bellas.
Aún espero que llegue mi coronamiento como al aldeano Fabián, quien pasó de labrador a Papa en un solo día sin carrera de por medio. Pudiera ser que el receso en que ha caído el mundo por el asunto del virus sea el responsable de la falta de consumación de mi suerte ganada a mierda fresca en Toledo y Barcelona. Aunque pensando con humildad, mi verdadera estrella debe ser la ausencia en mis células de la corona del maldito bicho. ¿No lo creen? Espero seguir así hasta el final de la cuarentena, cuando inicie el nuevo mundo.
II
Visitar Florencia era uno de mis sueños acariciados desde mi primera juventud. El deseo surgió al saber que fue cuna del Renacimiento italiano en el que nacieron, entre otros, Miguel Ángel, Leonardo da Vinci, Donatello, Giovanni Boccaccio, Filippo Brunelleschi y mi gran inspiración de adolescencia, Dante Aliguieri, quien me abrió las puertas de la poesía y la imaginación durante unas vacaciones de diciembre, en las que me dediqué a leer el primer libro que escogió mi voluntad: La divina comedia, escrita en verso; una verdadera proeza considerando mi rústica formación y mi endeble cultura libresca.
Por eso mi corazón se salía del pecho al ir caminando por la orilla del Arno rumbo al Puente Vecchio y de ahí hacia la Piazza della Signoria. El tiempo para estar en la ciudad era breve, por lo que exigía a mis ojos abrirse al máximo posible para capturar siglos de arte e historia en los hermosos edificios y las obras escultóricas que ahí se exhiben, entre ellas una reproducción fiel de la escultura Judith y Holofernes, de Donatello, cuyo original se conserva dentro del Palazzo Vecchio, al que sería imposible visitar por falta de tiempo; y otra más del David de Miguel Ángel, ubicada en la posición original de la famosa escultura; la auténtica se encuentra en la Galleria dell’Accademia, el museo más importante de la ciudad. Mientras me fascinaba en el corredor de los Lanzi ante el Perseo con la cabeza de Medusa, de Benvenuto Cellini, nuestra guía nos apresuró para dirigirnos hacia la Catedral de Florencia, la bellísima Iglesia de Santa María de Fiore, cuyos misterios para la construcción de la grandiosa cúpula fueron resueltos por Filippo Brunelleschi y sirvieron de base para la posterior construcción de la cúpula de la Catedral de San Pedro en el Vaticano. Fui tras el grupo en contra de mi voluntad, siguiendo la banderita mexicana que ondeaba en su mano nuestra guía florentina. Por mí hubiera estado horas admirando las esculturas del corredor de los Lanzi.
Después de asombrarme con el templo monumental y su cúpula, símbolo arquitectónico de Florencia, continuamos hacia la Basílica di Santa Croce, definida como el panteón de las glorias italianas, pues acoge las sepulturas y mausoleos de personajes tan ilustres como Maquiavelo, Galileo Galilei, Miguel Ángel, Guillermo Marconi, entre otros grandes. Esta actividad no estaba incluida en el programa de actividades y había que pagar boleto de entrada, así que muchos del grupo declinaron la invitación a visitarla y prefirieron perderse en las calles de Florencia en busca de algún artículo de piel o de una botella de limoncello. De ninguna manera perdería la oportunidad de estar ante la tumba de muchos grandes del Renacimiento. Tuve una gran decepción cuando antes de entrar nuestra guía nos confirmó que el sepulcro de Dante no se hallaba ahí, sino en la basílica de San Francisco, en Ravena. “Sé firme como la torre, cuya cúspide no se doblega jamás al embate de los tiempos”, me dije, recordando las palabras del Dante.
Confieso que al estar junto a la tumba de Maquiavelo mi soberbia no reconocida me inundó de una sensación de poder; me sentí elevado a un círculo alto del paraíso junto al cenotafio de Miguel Ángel y lloré sin remedio frente a la tumba de Galilei. Al abandonar la Basílica di Santa Croce había llegado la hora destinada para comer en alguno de los restaurantes sugeridos por Christian, nuestro coordinador de viaje, un tío muy majo de Málaga, con quien me comuniqué hace poco y estaba más triste que una almeja en el fondo del mar por no haber trabajado durante meses debido a la pandemia. ¡Ostias, tío! ¿Comer? ¿Cambiar un pedacito de mi sueño por una buena pasta italiana? De ninguna manera, me dije. Coman los demás que yo he comido mucho en la vida y no engordo. Necesitaba alimento de otro tipo y me quedaba sólo hora y media para buscarlo.
Así que alargué mis pasos rumbo a la Piazza della Signoria para intentar ingresar aunque sea una hora al Museo Nacional Bargello. Soñaba. La fila de la entrada era larga y el costo del boleto asustó mi precavido patrimonio en Euros. Necesitaría al menos cuatro o cinco horas para disfrutarlo. Ni pensar en visitar la Galería de los Uffizi, templo de la pintura en el que se encuentra toda la fortuna de los Médici. Lo siento Boticcelli, Rafael, Filippo Lippi; prometo que regresaré más temprano que tarde aunque tenga que emplearme en una esquina non sancta de Cuernavaca al volver del viaje, tal vez sin éxito, pues a esta edad soy poco apetecible.
Dejé mis pensamientos bufones a un lado y me dediqué a disfrutar al menos cada una de las esculturas de los grandes artistas, políticos y científicos renacentistas que se ubican en el exterior de la enorme galería. Aún tuve algunos minutos para regresar al corredor de los Lanzi y para apreciar en todo su esplendor la Fuente de Neptuno, de Bartolomeo Ammannati, a la que los florentinos llamaban el Biancone, por la cantidad de mármol de Carrara “desperdiciado” en las enormes proporciones del dios de las aguas y los mares.
Caminé rumbo al camión ubicado aproximadamente a algo más de un kilómetro de donde yo estaba, cargando una amalgama extraña de emociones como me pasó muchas veces durante el viaje. Me despedí de una Beatriz imaginaria que vi pasar por una de las hermosas calles de la ciudad, con un Dante embelesado mirándola con ojos de poesía solo repetibles en su maestro Virgilio. Pasé por Tere y algunos amigos a un restaurante ubicado muy cerca de la Basilica di Santa Croce. Llegué al último, como siempre, pues mi ánimo detenía mis pasos para quedarme un poco más ahí donde mi emoción pernoctaba. En Florencia, una de las ciudades más bellas del mundo, se quedó para siempre buena parte de mi deliro estético.
Sé que volveré en alguna fecha futura, d. c.
Días en blanco
Abro mi agenda y encuentro ahí mis días inmóviles, vacíos y durmiendo su morriña. Nada hay escrito en ellos, pues salir a comprar despensa, gasolina para el auto o jarabe anti acidez no son asuntos dignos de registrar en sus renglones elegantes.
El sábado me mira suplicante como pidiéndome que escriba sobre él algún aviso de una fiestecilla traviesa fuera de casa, una escapada al bar con los amigos o algún pecadillo semejante digno de su roja naturaleza. El señor domingo, su hermano somnoliento, me ve altanero como siempre, pues es costumbre mantener impolutos sus renglones aburridos a menos que se registre en ellos el ritual de una misa, al que soy un poco alérgico, por cierto; duerme su modorra casi siempre blanca y nunca ha permitido que palabras con aroma a carne asada y cerveza lo corrompan.
Me acongoja mucho más el viernes, pues siempre lo he llenado de frases animosas que invitan a terminar la semana de trabajo con el ánimo en alto, y de otras incendiadas y lúbricas durante las horas vespertinas. En este día he registrado las aventuras más encomiables de mi vida y los secretos más auténticos. Es mi día cómplice, el alcahuete capaz de agitar mi corazón que reclama vida sin condiciones impuestas.
El lunes me mira con indiferencia, su reino es el de los bohemios que odian el trabajo y prolongan la juerga como si el mundo pronto acabara. Pocos lo veneran, si acaso aquellos obsesivos del trabajo que ni siquiera esperan al sol para iniciar su rutina laboral. No es así el aguerrido martes, siempre impetuoso y lleno de proyectos. Se siente desnudo sin algunas letras sobre su pecho fuerte y sufre de soberbia no declarada. Pide guerra y le damos paz, silencio, cubrebocas y discursos de quietud.
El miércoles no tiene problemas con sus renglones vacíos, vive en la justa medianía sin ser de aquí ni de allá, ve con indiferencia cómo sobre sus líneas se escriben citas al dentista, reuniones de rutina o recordatorios de llamadas al plomero; don miércoles no sabrá nunca del prometedor registro en clave secreta de un encuentro en hotel de paso, ni siquiera tendrá corazones pintados para recordar el inicio de un amor tierno ese día, porque ningún tropiezo con Cupido que se precie digno puede darse en miércoles.
El jueves sí que es extraño y no parece preocupado por la falta de registros sobre su llanura blanca, tal vez porque sabe que puede quedar asentado en él la simplona reunión de señoras otoñales que se encuentran para jugar cartas o ensayar su chismorreo al valor de un vinito o rompope; o pudiera anunciar la fuga de los amigos a un congal de buena muerte. Es culposo el jueves, tiene ganas de ser y no es, y por eso las ventas de boletos para el teatro nunca serán las mayores ese día. Es una jornada para el calentamiento del espíritu dionisiaco que revienta al día siguiente por la tarde.
Un poco triste ante el espectáculo de mi agenda vacía, imagino lo que pudo pasar de no ser por la pandemia. La sueño robusta de tanta letra adentro y feliz al ir por las calles apresada por mi mano, sabedora de que cualquier momento es bueno para anotar en ella un pendiente recién contratado, por ejemplo al encontrarme con alguno de mis conocidos con quienes tengo asuntos irresueltos de pequeños negocios, o al conocer a alguien interesado en charlar conmigo sobre un nuevo libro, un proyecto conjunto, o sobre una bagatela de esas con las que se llenan las conversaciones cuando queremos sentir la vida leve, el tiempo como una nube flotante y el vino como un paraíso merecido.
Me pregunto cómo sería posible mitigar la nostalgia de una agenda: ¿Escribo versos sobre ella?, ¿garabateo ilusiones para un futuro incierto?, ¿aprovecho sus líneas para anotar ocurrencias, gastos de la semana o escribir minificciones?, ¿o la pongo a dormir bajo el peso de varios de libros en el estudio? No lo sé. Si fuera una dama de carne y hueso contaría con más recursos para ayudarla, pero no es así. Es una ilusión de papel fabricada por alguien que comparte la idea de que el orden, la puntualidad, la planeación y el irrestricto cumplimiento de las obligaciones dan la felicidad. Yo que llevé agenda por lustros me doy cuenta del engaño: la placidez, el amor, el pulso de la vida, los papalotes del delirio, el éxtasis y la luz estaban en otros lugares que aún sigo buscando.
Sin embargo, no puedo ser ingrato. Al fin y al cabo mi libreta anual ha hecho algo valioso al ordenar mínimamente el caos que llevo dentro. Ha sido una madre que corrige cuando hace falta, una hermanita diciéndome “no seas tonto”, una alerta que me recuerda si voy tarde, una amiga sincera gritándome “la estás regando, estúpido”, una serie de huellas para ir pisando el camino y no enlodarme tanto. Por eso, ahora que descansa también su cuarentena y no vale la pena llevarla conmigo a comprar gel antibacterial, debo aprender a verla con mirada noble, limpiarla del polvo y prometerle que habrá un futuro ya pronto, que escribiré en ella hasta el secreto más íntimo, que habrá muchos meses todavía para vivir su vida de trecientos sesenta y cinco soles y que las palabras saldrán volando como aves de entre sus páginas para esparcir su sonrisa por las calles, y que yo, cuando llegue el momento, sabré ser agradecido guardándola en un estante por años y consultando en ella los teléfonos de los amigos como sabemos hacerlo quienes no nacimos con el siglo.
Agradezco a mi agenda su presencia incondicional. En el fondo sé que no sería bueno enterarla de tanto asunto desagradable que hoy atraviesa como espada nuestros sentimientos. Mantener algo puro resulta imprescindible. Por eso la coloco en el lugar que tienen en mis emociones las plantas del jardín, la estatuilla del Quijote con su pértiga siempre presta, mi perro, mis libros, la bella dama desnuda que busca eternamente mi ojos desde su cuadro en la pared de mi cuarto.
Es hora de cerrar sus pastas y con ellas los recuerdos más nuevos. Debo dar un paseo por la sala, indagar si mis hijos se han ido de viaje por París o Srilanka a través del celular o si meditan, y si mis perros duermen o ya reclaman su paseo por las calles solitarias del fraccionamiento. Pero antes debo lavarme las manos; llevo más de dos horas sin hacerlo. No suceda que el teclado albergue en sus recovecos algún virus y mañana escriba historias de crímenes y decapitados.
Querido lector, lava tus ojos. No suceda que mis palabras lleven impregnado el fecundo virus de la melancolía.
Sana distancia epistolar
Querida Amelia:
Me atrevo a enviarle esta misiva porque no suelo ser hombre que deje a medias lo empezado. Mi padre, quien espero haya encontrado un cielo lleno de pastos verdes y aguas claras ahora que murió, me instruyó al respecto con fervor y fuetazos como en los tiempos buenos se acostumbraba. No quiero darle vueltas al asunto, y mire que se me da hacerlo, por eso no logré antes encontrar una dama parecida a usted para mi compañía, pues este vicio de hablar y poner en las íes más puntos de los necesarios me ha dado más descalabros que alegrías. A ti no te para el pico, me decía la abuela cuando me hacía una pregunta sobre la vida de un santo o la política.
Pero bueno, decía que quiero ir al grano antes de que un nuevo virus ataque mis dedos y no pueda enviarle cartas como lo hago ahora. Usted como yo tiene bien claro que antes de esta cuarentena habíamos iniciado algo y hubiéramos llegado ante el juez de paz a estas alturas de no ser por ese bicho endemoniado. Mis sobrinos me dicen que podemos mantener contacto a través de las redes sociales, pero bien sabe, porque algo me conoce, que soy alérgico a esas modernidades y prefiero dedicar mis horas a la lectura y el cultivo de mis hortalizas. Ni teléfono tengo, no sobra decirlo. No es que a mis sesenta y cuatro me considere viejo, pero soy un pueblerino nacido en los cincuentas y aquello era otro mundo. La sola idea de pasar mi tiempo pegado a una pantalla, como sucede con la mayor parte de la gente, me produce ansiedad y urticaria. Por eso le mando esta carta aunque se me acuse de chapado a la antigua y espero no le incomode que vaya perfumada como me enseñó a hacerlo mi abuelo. No se moleste en darle una moneda al chamaco mensajero; ya lo recompensé de sobra. Si la pide, apriete sus lindas manos y dele un coscorrón.
Amelia, Dios no me dio el milagro de los hijos como lo hizo con usted. Cierto, tuve amores y anduve de vago por aquí y por allá gastando mis años de juventud, y de nada me arrepiento ni tantito, escúchelo bien que las hipocresías no van conmigo. Y al contrario, a usted el creador le dio dos bellezas que ya encontraron su camino y un hombrecito que lo está buscando; quiso también llevarse a su marido cuando aún era fuerte y merecía quedarse aquí más años respirándola a usted, oficio bello sin duda. Ahora está sola y también lo estoy. Aunque le llevo buena cantidad de años, ocho para ser exactos y para que no se deje llevar por la trampa de este pelo prematuramente plateado, sepa que yo todavía derribo un toro por los cuernos si me lo pidiera; aún sé de rudas faenas sobre un lecho y mis manos saben desvelar muchos secretos en el cuerpo y el alma de una señora como usted, quien merece de la vida más de lo que ahora le está dando.
Por favor no tome a mal mi franqueza ni suelte por ello este papel, porque en él van depositadas tal vez las últimas esperanzas de un hombre que la quiere bien. Esperé tres años para que viviera su luto y callé mis anhelos. Por tal razón es injusto que esta cuarentena nos separe y nos haga perder lo ganado. No sé si la sana distancia nos haga bien. La abuela me dijo que era bueno ver a un amor desde lejos cuando me enamoré por primera vez y debí alejarme. Fíjese que en esa ocasión me fue muy mal, y no por ella, que me esperó como una Penélope fiel, sino por mí que no volví en muchos años y acabé olvidándola por otra. Era muy joven; no me juzgue con severidad. Ahora es distinto, la distancia me hace mal y lo mejor sería pasar esta encerrona juntos. ¿Qué me dice? Tal vez le preocupan las habladurías, mas dígame si hay alguien en el pueblo que ignore cuánto la quiero. Esto se puede acabar en cualquier rato, ya ve cómo están los tiempos. Es un sinsentido guardar el amor para un futuro que al menos a usted y a mí ya nos llegó y rebasó desde hace mucho.
Le diré a continuación algo para animarla o hacer que me mande al diablo: yo no soy hombre de distancias, soy de tocar, besar, acariciar el pelo, dormir acurrucado, compartir la taza de café, enjabonar la espalda y quedarme dentro de una mujer cuanto pueda. Se dará cuenta lo que sufro si apenas alcancé a tomar su mano y besarla una sola vez, mientras usted se derretía en rojo y yo flotaba como adolescente en mi tercera edad. Créame que me ha hecho nacer de nuevo y la deseo para cuidarla como a mis repollos y berenjenas. No merecen mis canciones más que usted las zanahorias, lechugas y calabacitas, a las que canto para hacerlas crecer y engordar como crías consentidas. Se da cuenta cuánta ternura se está diluyendo en la nada.
Dígame algo a través del muchachillo. Un papel con diez palabras si quiere, escoja las precisas, apriete su emoción en ellas y póngame en el lugar que me corresponda. No tema herirme. A estas alturas no hay emoción que no haya toreado mi capote. Dígame si la espero, o si tomo por asalto su casa o usted la mía. Solo le pido hablarme con la emoción guardada en su pecho; con nada más.
La quiere, desde esta reclusión involuntaria, su admirador constante.
Querido Julio:
Confieso que no esperaba su carta. No me sorprende para nada la emoción que me causa recibirla, porque yo también lo he extrañado. Debo decir primero dos cosas: una, que no me lleva usted ocho años, sino seis; siempre me he quitado algunos como muchas mujeres, por vanidad, claro. No sé si saberlo lo alegre o ponga triste, pero así es. Lo segundo es que es usted un atrevido al decirme todas esas cosas. Sin embargo, me gusta que lo sea. No quiero parecer liviana, pero mi marido no me dio tan buena vida y menos fue capaz de expresarse así conmigo.
Lo quise, cierto, empujada por la tradición y el deseo de una familia, pero no como me hubiera gustado querer: sin miedo, en libertad, sintiéndome realizada como mujer y persona.
Usted ha subido mis emociones sobre un carrusel. Me turba y aterra a la vez, ¿sabe? Sinceramente pensé que la cuarentena pondría las cosas en su lugar y yo dejaría de sentir esto que me provoca. No es así, en verdad lo extraño y no puedo dejar de pensar en ese paseo por el lago. ¡Ay!, soy una cursi irremediable, pero tiene algo en sus palabras que me encanta: terciopelo, colores, profundidad.
Pongamos las cosas claras; hablaré con la misma franqueza suya. Tengo mucho que reprocharle: en primer lugar, ¿qué es eso de querer cuidarme como a sus lechugas y demás hortalizas? No, mi señor, yo soy una mujer y así necesito ser tratada, cuidada y querida; no me ande confundiendo con ternuras de zanahorias y calabacitas. ¿Quedó claro? Ahora bien, dígame por qué no aceptó pasar a tomar un café conmigo aquella vez que me despidió en la puerta de mi casa y besó mi mano. Si tenía tantas ganas de estar a mi lado, ¿por qué fue tan caballero y me salió con eso del respeto a mi condición de mujer sola? Acláreme el asunto, pues no es justo haber pasado una noche delirando a causa de su decente comportamiento. Esa vez hubiéramos sabido si nuestros cuerpos se entendían y si resultaba grato verlo despertarse junto a mí; habría conocido yo de las “rudas faenas sobre un lecho” de las que tanto presume en su verborrea. ¡Ay, Julio!, aunque se jacta de haber corrido mundo se portó como un niño conmigo. ¿Acaso no imagina lo que es pasar sola cientos de noches acariciada nada más por los recuerdos? ¿Acaso retiré mi mano cuando la besó, con ese desplante de Don Juan que me provocó calores olvidados? No fui educada tan a la antigua, mi caballero andante. Educarme con monjas fue contraproducente considerando los afanes de mi madre, quien quería verme convertida en verdadera religiosa y no imaginó que puso el mundo en mis manos a través de los libros y las soledades.
Así pues, quítese de la cabeza esos enjambres que lo detienen y aviéntese al ruedo. Quiero verlo tumbar ese toro con sus manos si en verdad tienen la fuerza para hacerlo. Mañana es miércoles y temprano tendrá esta carta en su mano. Después de las nueve de la noche las calles son una tumba. Dejaré mi puerta abierta. A las diez lo espero para romper la cuarentena, tomar ese café pendiente y mirarnos a los ojos. Que Dios nos agarre confesados si uno de los dos carga con el virus en la sangre y nos morimos juntos, que no sería mala muerte. Y no tenga miedo a los fantasmas, Julio. Mi marido ya se cansó de venir a visitarme; parece que por fin se ha marchado definitivamente y seguiré honrando su memoria con una veladora encendida. Lo he perdonado lo necesario y él también a mí. Estoy limpia. ¿Lo está usted?
Lo piensa, desde esta noche larga, la mujer que lo espera.
Aristófanes en cuarentena
El cuentista intentó con temas diferentes. El chirrido horrendo del pájaro nocturno que de modo intermitente se dejaba oír cada diez minutos durante las últimas noches le pareció un asunto digno de desvelo literario ante el monitor. Se dejó ir tras las teclas en busca de una historia de terror psicológico. Era difícil. Nuevamente el tema recurrente hizo estragos en su tentativa. Pegado en su mente como sanguijuela imposible de sacudir, el mismo asunto iba y venía a ritmo de columpio. Creyó poder seguir a pesar de todo. Había logrado ya la imagen del ave: ojos saltones y pico extremadamente largo para hundirse en las cuevas oculares, orejas de murciélago y color ceniciento, con garras de halcón y flaco como águila quebrantahuesos. Desistió al final del segundo párrafo porque las imágenes de cubrebocas de variados diseños lo invadieron, y las de trabajadores de la salud pidiendo apoyo a su trabajo, y las peroratas de los conductores de noticiarios modelando la información a su antojo o al capricho de algunos hombres de la política o la empresa. También las cifras giraban a su alrededor, dispuestas en gráficas de barras, circulares, frecuencia y en mapas de colores que pintaban la invasión del virus en el país. Los números de contagiados y muertos danzaban en el aire estirándose, expandiéndose alegremente. Lo abrumó el ruido imaginado de muchos loros y cacatúas en las redes sociales, convertidos en expertos comunicadores de altura y politólogos. Cuando se dio cuenta, el pajarraco del cuento que tanteaba se convirtió en el gobernador de un estado emitiendo el chillido insoportable en medio de las frases que vociferaba. Definitivamente, le pareció inútil seguir por ahí.
Saltó al siguiente párrafo en busca de meandros más ligeros. Recordó el tema del niño temeroso de las jeringas hipodérmicas que se usaban antes de inventar las desechables. Quiso deslizar sus dedos por ese cauce, entre los chascarrillos de un bufoncito de pueblo y la imagen aterradora de un hombre de rostro expresionista y voz gangosa que recorría las calles para curar de sus achaques a los enfermos de gripa y otros males menores, con el piquete abominado de su aguja de tamaño y grosor espantoso. En el recodo menos esperado de la narración en primera persona, justo cuando describía el ritual de esterilización de la jeringa con alcohol y fuego ante los ojos de las víctimas, asaltó su imaginación una enfermera reclamando lugar preponderante en el relato. Otra vez el olor a hospital y la imagen infame de erizo con ventosas del virus más famoso de la historia. No pudo evitar, con clara antipatía, traer a su mente una de las canciones sobre el bicho a ritmo de cumbia. El estribillo repugnante lo hizo levantarse y salir a la terraza en busca de alivio con la luna piadosa que nunca apareció.
Se venció ante el veneno maldito que ni siquiera alcanzaba a ser vida, apenas un depredador que secuestra a las células para reproducirse. Seguiría escribiendo, claro, porque otra idea obsesiva se había inoculado en su mente últimamente: la de ser un escritor. Y tales especímenes escriben aunque la musa duerma o en la cabeza se pudra un trapeador hecho girones. Al día siguiente lo esperaba el jefe de redacción del periódico y fallarle sería un atentado a su sentido del deber, no importa que lo leyeran solamente dos o tres viejos jubilados y unos cuantos amigos a través de las redes. El tema giraría irremediablemente alrededor del micro engendro de aspecto circular asqueroso.
No te repitas tanto, al menos dale otra perspectiva y no conviertas la cuarentena en un plagio de ti mismo; se dijo envalentonado después de tres respiraciones profundas y de mandar cariñosamente al carajo a su mujer, quien le decía: “Ya deja esa máquina y vente a dormir”.
¡La tristeza de una botarga! ¡Eso es!; por ahí podría reintentar. Por la tarde había salido a realizar las compras absolutamente indispensables, acorazado con guantes, cubrebocas, careta de plástico y gel antibacterial. Lo que llamó poderosamente su atención mientras adquiría un medicamento fue la botarga de aquel gordo y simpático doctor abandonada en el fondo de la farmacia. Se puso triste al pensar cuánto tiempo transcurriría para verla bailar en las banquetas, aun cuando la mayoría de las medicinas no las adquiría en esa cadena farmacéutica. ¿Y los chicos y chicas que se metían dentro del corpulento muñecote, con las caras más tristes del mundo sudando a mares, pero con los pies más chispeantes, dónde andarían?, ¿cómo obtendrían las piezas de pan y el litro de leche diarios para llevarlos a casa si su baile en el asfalto estaba suspendido?, ¿quién les abriría las puertas de su negocio para laborar ahí por un sueldo de miseria si la mayoría de los establecimientos estaban cerrados? Podría contar la historia de un muchacho cuyo mayor mérito había sido convertirse en Sergio el bailador, quien sin darse cuenta embarazó a una de sus parejas de baile en una noche loca y ahora carga con un crío, una esposa linda pero desnutrida y una ilusión limitada por la rudeza de la ciudad, a la cual llegó hace poco. En una de sus búsquedas de trabajo brillaron sus ojos cuando vio la botarga con otro bailarín adentro en una farmacia del centro. Sin pensarlo dos veces solicitó chamba y casualmente estaba libre el turno vespertino. Ahí lo tenían ya, inventando nuevos pasos para el gordo sin que hubiera ritmo que se resistiera a su destreza, desde la cumbia colombiana, pasando por la bachata, el reggaetón y la salsa. Todo iba lindo hasta que apareció el monstruo microscópico aterrando el orbe. Entonces sus piernas se quedaron quietas, aletargadas, sin las florituras que agraciaban al gordo; caminando ahora sobre el asfalto caliente para limpiar parabrisas en un semáforo que se agenció echando pleito con un vato. Un día, al regresar al cuartito miserable que rentaba, no encontró a su mujer y su hijo. Unos vecinos dijeron que la vieron subirse en un taxi con un tipo lleno de cadenas y esclavas de plata, con fama de maloso. Ella llevaba puesto un cubrebocas y el niño lágrimas y mocos colgándole de la barbilla. “Yo me quedo con mi papi”, gritaba mientras el taxi arrancaba a toda velocidad.
A ver, señor cuentero, se recriminó, ¿por qué esa propensión a las historias tristes?, ¿no podrías dejar con el padre a la criatura, cuando menos? Ahora solo falta que enfermes de Covid 19 al bailador, lo mates y no lo dejes regresar más adelante con el gordo y encontrarse en el mercado una chavala que lo haga olvidar. Tenía razón, alguien le vendió la idea de que la belleza era necesariamente trágica y no encontraba el modo de escribir historias distintas en medio de esta cuarentena que rebasaría por mucho los cuarenta días.
Dejó pendiente el final de la historia del muchacho, hurgando elementos verosímiles para darle algún final siquiera alentador.
Tomó una decisión. No le enviaría al jefe de redacción historia alguna esta semana. Le contaría, como si a aquel le importara más su salud emocional que la edición a tiempo del diario, cómo la alegría cansada del encierro amenazaba con huir por la ventana, cuán impotente se sentía para escribir historias luminosas mientras allá afuera muchas cosas confabulaban contra la vida, y no hablaba únicamente del odioso engendro de moda, el que un día se cansaría de jugar a estar vivo y nos dejaría en paz. ¡No! Estaba todo aquello que mata más que un virus: los muertos del crimen organizado, la violencia de género, los periodistas silenciados a bala y sepulcro, los potentados que pasan la cuarentena en sus mansiones con el frigorífico gigante repleto y la cantina abastecida, y en sus delirios estarían urdiendo cómo clavarnos más sus colmillos cuando vuelva la ansiada normalidad que nunca lo será, porque no puede ser normal la injusticia ni el crimen ni millones de vida compradas a crédito y pagaderas en cuotas que requieren décadas para ser cubiertas. Si tanto invertimos para acabar con un adefesio microscópico, ¿por qué no se invierte igual y se confabula el mundo entero para terminar con los feminicidios, con la espantosa distancia entre los que más tienen y los que poseen solo hambre, con la falta de un techo y un pedazo de tierra para los que emigran a fin de sobrevivir, y con el egoísmo que priva en este mundo individualista y estúpido, entre otros males perpetuos?
Esta noche tumba, el contador de cuentos tenía sepultada la confianza. Apagó el ordenador y se lavó los dientes mientras veía desde la terraza la estrella que cada día lo esperaba a esa hora y en el mismo lugar para desearle buenos sueños. Se le ocurrió preguntarle qué historias se contarán allá y si serán mejores que las nuestras. Apagó la luz y se metió a la cama. Tal vez en unos días el Subsecretario de Salud le diera buenas nuevas y eso lo animara un poco. O la siguiente semana. O…
Se durmió pensando en releer a Aristófanes.
Añoranza de mar y jacaranda
La primera gran encerrona que nos dimos fue al casarnos. Aunque la luna de miel fue en Acapulquito, pues no quedó para más después de la fiesta, lo sucedido en ese cuarto fue de antología. Yo descubría el placer lentamente y en todas sus posibilidades. Bueno, en realidad redescubría, porque no llegué virgen a firmar el acta de matrimonio; obvio, mis caracoles. Sin embargo, ambos no tuvimos antes la experiencia de encerrarnos en un cuarto tres días seguidos, cuales Lennon y Yoko haciéndonos el amor para perpetuarlo y evitar la guerra; esta vendría después, como es natural en toda aventura de lidiar con otro, reproducirse y matar la soledad a sartenazos, gritos y reconciliaciones. Pero no quiero agriar este intro hablando pronto de la cruda si apenas cuento el inicio del espectáculo.
Les decía que fue de película. Mauro, mi marido, si bien estaba lejos de parecerse a Marcelo Mastroianni, sí le daba un aire a Chayanne, lejanísimo si quieren, pero aire al fin. Sobre todo su sonrisa. ¡Ay!, qué bonitos y blancos eran sus dientes. Lo que me volvía loca, y aquí entro en la confesión bien íntima, era su vientre: plano, apolíneo, como hecho a cincel y martillo. Detestaba que me cambiara por el gimnasio cuando éramos novios, pero cuando descubrí su vientre en el primer motel al que entraba en toda mi vida, y fue con él, aclaro, me desquicié al comprobar lo que las pesas, los aparatos y las abdominales habían hecho por mi Adonis tlahuica. Por supuesto que el muchacho era inteligente y audaz para enfrentar la vida, cualidades que pesarían más en la balanza con el paso del tiempo. De aquí soy, me dije. Tanto lo creí que muy pronto nos casamos con huateque, vals y despedida de la fiesta en carro convertible con todo y letrero de just married y latas arrastrando. Durante la encerrona de miel y sudor, vuelvo al punto, fue hasta el tercer día por la tarde, al ponerse el sol, que la sal del mar supo de mi pielecita extasiada. Después, a cargar pilas con los cócteles Vuelve a la vida y Margaritas, y a continuar con ese embeleso de tatuarnos uno al otro en cada centímetro de nuestras pieles.
Divina ilusión hecha carne y susurros. Después de siete días, algo hermanos del mar y del sol, tostaditos para evidenciar que caminamos de la mano por la playa y nos juramos amor eterno bajo el señor Tonatiuh en pleno cenit, regresamos a casa renacidos, plenos, híper co… Bueno, conscientes de que ahora nos esperaba la vida en casa, el trabajo, las responsabilidades que da el matrimonio y tal vez más adelante, los hijos.
La siguiente ocasión que volvimos al mar llevaba cinco meses de embarazo. Imposible jugar a los acróbatas y saltar por los cráteres de la luna. Entonces fue como más espiritual el asunto, con cuentos de futuro y debates sobre el color de la pintura del cuarto del nene. Para la próxima vez ya llevábamos a Emilio, de dos años; todo era olor a brisa marina perfumada con talco y colita de bebé. A fin de no hacerles el cuento largo, ya no hemos vuelto solos al mar. Luego llegaron Perlita y Augustito. Ahora se trataba de repartirnos pañaleras, llevar siempre botiquines, cuidar que el mar no se los comiera y dedicar todos nuestros minutos a cumplir sus necesidades.
¿Saben? Los chicos crecieron y nunca pudimos él y yo volver a tener otra encerrona mística como aquella. ¿Por qué?, me pregunto ahora. ¿Por qué confabulamos contra las cosas que realmente nos hacen sentir libres y reducimos la cotidianidad a las prisas, el trabajo, las cuentas, los carros, los perros, el ahorro, los domingos de carne asada y amigos; al sexo rápido y modoso, las dulzuras discretas, a comprar almohadas blandas para fugarnos en el sueño y a escapadas en catorces de febrero a cuartos con jacuzzi?
Emilio se ha casado y vive cerca, Perla está en el extranjero y Augustito viene los fines de semana de Puebla, donde estudia. Mauro y yo por fin podemos tener nuestra encerrona completamente a solas, pero no es en el mar y tampoco la elegimos; es en nuestra casa, en la que afortunadamente hay un jardincito con muchos rosales y una jacaranda que nos alegra. Ese virus que vino de China o inventaron los gringos nos obligó a dejar todo y probar si podemos pasar semanas enteras amándonos tanto sin llegar a odiarnos. La idea me aterra, lo reconozco. Aunque miro el vientre de mi marido con nobleza y ternura, no encuentro la mínima huella de aquel que me volvió una amazona loca en Acapulco. Sus dientes ya no son tan blancos; la nicotina tiene efectos desastrosos y Mauro es un terco que no vive sin ella. Trato de hacerlo sonreír para que se parezca a Chayanne cuando lo hace, pero está muy preocupado por Perlita, que tuvo la ocurrencia de irse a Canadá, y por Augusto, a quien le pedimos mantenerse en Puebla en casa de su tía; es el más obstinado de todos y no dormimos de pensar que se vaya de fiesta o con su novia sin atender las medidas de protección. ¿Qué podemos hacer? Ya son adultos y deben aprender a cuidarse solos, pero no me canso de darles consejos.
Cuando pase esta carajada, me dice Mauro, volveremos a ese hotel y pediremos el mismo cuarto, lo prometo. Suena romántico que lo diga y me ruborizo, para mi sorpresa. Aún me sabe hacer sentir, aunque ya no sea lo mismo. Llevamos una semana sin salir más que a lo indispensable. Cerró su negocio y decidió pagar por adelantado el salario de un mes a sus tres empleados. Al parecer, yo tardaré en volver a las aulas más de lo que estaba previsto; extraño a mis alumnos. Espero que resistamos. Ayer, por primera vez después de años, Mauro se sentó conmigo a ver una película completa, se portó tierno y por la noche su cuerpo había rejuvenecido. Hoy desperté y me siento renovada, a pesar de todo. Sin embargo, duele saber lo que sucede en Nueva york y otros lugares de Europa, duele la insensatez de muchas personas en mi país y me asusta la idea de que esto sea un juego macabro preparado por algunos.
En el fraccionamiento ha surgido una iniciativa para apoyar a algunas familias que están en serias dificultades y colaboramos además en algunos otros proyectos de ayuda que se promueven a través de las redes. Es una gran oportunidad para aprender a ser solidarios, espero sepamos aprovecharla.
Entre Mauro y yo se está afianzando otro tipo de amor, una pasión distinta surgida en nosotros durante esta encerrona. Tiene más que ver con estremecimientos del espíritu y no de la carne, y con lo que podemos dar en vez de recibir
Ya volveremos solos a ese lugar, mi amor, le digo a Mauro. Y lo beso con ternura.
Chat N 95
Déjenme decirles cómo fue que sucedió. Quiero contárselos porque no se me hace justo que todos digan tarugada y media por el feis y yo que lo enfrento de cerca arriesgando mi salud, la de mi madre, mis hijos y mi esposo, me quede en silencio como si no significara nada. Pero eso del karma es cierto, ¿eh? O será que hay un Dios que no lo olvida a una y pone en su lugar a los desagradecidos. Bueno, mejor les cuento para no enredarlos más.
Fue hace una semana más o menos, justo el día de la semana que mi marido no puede llevarme al hospital porque entra bien temprano a su trabajo. Ahí me tienen, esperando el taxi colectivo al veinte para las siete, con mi cubrebocas y toda la cosa, cumpliendo los protocolos de seguridad para no contagiar ni contagiarnos. Junto a mí estaba una “señorita” toda glamorosa y con la falda a media pierna, asunto que a mí no me importa pero a la vez sí importa por esto de lo que estamos hablando, ¿me entienden? Okey, le sigo. Entonces llega el taxi, la glamorosa abre rápido la puerta delantera y se sube. Yo intento abrir la puerta de atrás, pero no puedo porque tiene seguro. Es cuando el tipejo me grita que no sube enfermeras y arranca sin importarle que pudiera machucarme un pie. ¡No lo podía creer! Apenas ayer tuvimos una reunión en el hospital con un comisionado de la Secretaría de Salud. Nos echó el rollo de que éramos los héroes y heroínas de la nación y la esperanza de México estaba puesta en nosotros, y que la manga del muerto, pues. En serio que el señor parecía sincero para ser político y hasta me sacó una lágrima. Nos entregaron nuestro kit de trabajo: unos pocos cubrebocas N 95, poquitos porque seguro son benditos, unos cuantos guantes y nuestros googles de medio pelo. ¿Después de eso se imaginan cómo me sentí con lo que me pasó? Ahí me tienen, la súper enfermera esperando un taxi que la quisiera levantar porque un idiota no quiso hacerlo. Llevo más de veinticinco años embarrando mis manos con sangre de enfermos, limpiando excremento apestoso de traseros, esmerándome por no ponchar una vena, tratando de entender lo que siente cada enfermo y quitarle sus molestias, exponiéndome a bacterias y virus de todo tipo. Hasta estudié una especialidad y soy poco más que licenciada ¿Y para qué? ¿Para que un imbécil levante a una que le enseña las piernas y me cierre la puerta a mí, que tal vez ya cuidé a su… madre en el hospital? ¿Para eso tanta joda?
Está bien, me tranquilizo. Respiro hondo como me enseñaron en mis clases de yoga: inhalo paz, exhalo angustia; inhalo amor, exhalo odio y resentimientos. Ah, pero ¿qué creen? Por eso les digo que todo da vuelta como el bumerang. Imagínense que cuatro días después el fulano ese cayó enfermo de peritonitis en el hospital. Lo operaron de emergencia y ¿a quién creen que le tocó atenderlo durante mi turno de trabajo? Pues a mí, si para eso nos hicieron nobles y capaces de controlar nuestras emociones con tipejos como ese, ¿verdad? Les diré que me dieron y siguen dando ganas, porque no ha sido dado de alta, de inyectarle alcohol en la solución que le entra por la vena o meterle un dedo en la herida cuando le hago sus curaciones. ¿Qué quieren? Una es humana y tenemos nuestra parte perversa. ¿Saben qué? Lo peor fue que no se acordaba de mí el angelito, hasta que le refresqué la memoria. Entonces se le salieron las de San Pedro y me pidió perdón el muy justo. Ya me estaba conmoviendo y pensando en perdonarlo algún día, nada más pensando, ¿eh?, cuando me suelta otro rollo que me hizo encabritar en vez de contentarme: que lo hizo por miedo a contagiarse del coronavirus y de poner en peligro la vida de sus hijos; que su compadre le dijo que eran los mismos médicos y enfermeras quienes estaban regando el virus por todas partes, que en el feis había escuchado esto y lo otro. Bueno… ya no quise escucharlo. Tuve el impulso de ir a la cama del muchacho que vino de Texas contagiado del virus, pasarle un pañuelo por su boca y luego ir a restregárselo en el hocico a este ignorante. Si supiera el deslenguado que es él quien está con mayor riesgo si se contagia, por panzón, hipertenso y fumador. Lo sé porque conozco su expediente. ¡Ay!, ¿por qué los haces así, Señor? De por sí es hombre y de pilón bruto; pobre de su mujer, tan bonita ella.
Está bien. Ya eché fuera todo el coraje que tenía. Ahora debo perdonarlo y aceptar que otro taxista no quiera llevarme y hasta me rocíe de cloro como en Guadalajara, que yo elegí esta profesión y no debo sorprenderme por la falta de solidaridad hacia nosotras de parte de mucha gente, que eso de los aplausos sólo está ocurriendo en España, que aunque mi salario no es la gran cosa me da para comer y yo debo seguir llegando todos los días a mi hogar, encuerarme en la entrada, rociar hipoclorito de sodio en mis ropas y calzado, lavarme las manos si quiero tener derecho de entrar a mi casa, bañarme de inmediato, no besar a mi marido ni a mis hijos y desinfectar como cada día, cual loca compulsiva, las manijas de las puertas, las patas de los perros, cada verdura que cocino, cada pensamiento insano que tengo, cada duda, cada instante de miedo; aunque afuera la mayor parte de las personas paseen despreocupadas como si cualquier cosa, sin la sana distancia ni nada, aunque a Juancho le hayan pagado por andar mañana y tarde voceando por todo el pueblo cuál es el protocolo mínimo a seguir para evitar la expansión del virus, con la voz del Subsecretario de Salud repitiendo una y otra vez: “Quédate en casa, quédate en casa” Yo le agregaría una grabación que dijera: “Con una chingada, ¡quédate en casa!”, porque parece que en este país solo entendemos si nos mentamos la madre y nos mandamos al carajo. Ya ven, otra vez ya perdí mi centro. Respira hondo, Liliana, respira. Ommmmm… Inhala en seis tiempos; exhala en ocho. Inhala; exhala… ¡Ah, no!, antes de que me relaje otra vez déjenme decirles que ni el curita entiende, sigue invitando a misas y preparando las ceremonias de Pascua. En fin, les digo que el pueblo mío, me refiero a este donde vivo y a todo el país, obvio, es muy raro, rarísimo diría por no decir otra cosa que no quiero decir, como si Dios después hacernos rompiera el molde para que no hubiera otro igual, Por si algo faltara, tan cerca de los gringos para acabarla de amolar.
Miren, ya para terminar mi perorata les diré que yo no sé si este bicho lo inventaron los gabachos o los chinos, por eso de la guerra comercial que se traen y esa cuestiones que no entiendo; o si es un asunto del planeta sacudiéndose de su cuerpo el virus más peligroso: los humanos; o si es cierto el asunto del murciélago o son los medios de comunicación los que le han dado una difusión a un asunto que ya hemos vivido muchas veces, como dicen algunos sabiondos. Yo sé que no sé nada, como dijo aquel que no me acuerdo. Sí sé que voy a cumplir cincuenta y no me cuezo ni al segundo hervor como dice mi madre, y debo cuidarme y cuidarla a ella, cuidar a los míos como a mis enfermos, incluyendo al inútil ese que a fin de cuentas… pues ya perdoné. Solo es un estúpido de tantos. A lo mejor con esta lección se le quita.
¡Cuánta ignorancia! ¿No creen? Y cuánta falta de solidaridad. De eso debemos cuidarnos. No solo ahora. ¡Siempre! Bueno, me callo porque voy a mi clase de yoga y se mi hizo tarde. Perdonen si ahora sí me eché un choro bien largo en el chat del grupo, pero tenía que desfogarme. Ah, les digo: mi cuñado está elaborando gel antibacterial en su casa, al setenta por ciento aunque no crean. Si alguien quiere comprar por ahí me wasapea. Cuídense que quiero abrazarlos a todos cuando termine esto. Abrazo de lejos y, con una chingadita, así, tiernito para que no se me sientan: quédense en casa los que puedan. A’i se ven.
Delirios y versos a una ventana
De musas
Soy musa y me alquilo con alguien valiente que me aloje detrás de un librero. Me basta una pequeña sombra para no dejar de ser quien soy. La luz franca es dañina para los que me sueñan y con los que sueño. Me lanzaron fuera de la casa de un poeta muerto de extraña enfermedad: se moría de miedo. No quiso su esposa, contagiada hasta el pelo, lidiar con la dama amante de su hombre, por más que se demuestre mi esencia intangible, libre de hongos, bacterias y virus, ponzoñas y uñas, pócimas de encantamiento, secreciones vaginales, perfumes brujeriles, cantos de sirena y flechas envenenadas. Yo solo habitaba la maleta de un hombre experto en palabras que daba conferencias y enamoraba escuchas. Viajaba con él en un ojal de la solapa de su traje, por si el silencio lo apresaba, por si una mujer con falda lo distraía de su destino, por si de pronto se deprimía.
Y no es justo, señores, no lo es: que una dama sin cuerpo, que ni alimento consume ni exige de Francia los perfumes ni es experta en besos ni entorna los ojos, seductora, haya sido despedida porque el poeta ha muerto de miedo alojado en sus pulmones. Honor mínimo merece la que pare versos en su vientre invisible, sin pedir copas de vino, sin exigir galanuras de un hombre al subir al coche, testigo muda de sus carnavales sobre almohadas y jacuzzis tibios, esperándolo siempre en la portada de un libro, en el filtro del cigarrillo o detrás de su oreja, desde donde murmuraba mis consejos y endulzaba sus amargos trances.
Por la calle como can sin dueño busco la ventana del estudio de algún vate no contaminado. A ellas no las busco porque las respeto. Cada mujer es musa de sí misma; se llevan dentro como preciadas joyas.
¡Soy musa y me alquilo! Corran la voz por las calles solas tan llenas de miedo. Soy musa y la vida me corre las venas, tan viva e inmune ante cualquier pandemia.
¡Soy musa y me alquilo!
De insurrectos
Saldré y no pueden detenerme. Si en esta me muero que sea caminando, con la guitarra cruzada en mi espalda como carrillera y la sonrisa en ristre. Hacen falta en la plaza mis canciones. Habrá testarudos como yo que las escuchen, amantes del sol y las palomas. Alguien debe alimentar la alegría, alguien debe asumir la vocación de alpiste y mantener viva la sonrisa bajo este cielo que no ha perdido el brillo. Si me encuentran por la calle pueden cambiar de acera porque corren el riesgo de mi abrazo, puedo contagiarlos de optimismo y los señores del miedo acusarlos de cómplices. Si caigo en el intento no vengan conmigo, mantengan la distancia y opriman los frascos de antibacteriales. Que me corten la cabeza por ser tan engreído y la cuelguen de una esquina del gran palacio de piedra; desde hace mucho no se pone un escarmiento de tal talla en este pueblo, hace falta un buen mensaje a los insurrectos que desafían la muerte porque aman la vida. Si sobrevivo, seguiré cantando con entusiasmo hasta que el planeta se sacuda con más fuerza, hasta que tomen el poder los filósofos y bajen la cabeza los señores feudales. Sé que sueño, pero muero en mi utopía y seguiré por sus caminos verdes plenos de cánticos y oasis. ¡Soy un cantor de canciones limpias! ¡Pidan! Canten conmigo mientras llega el momento de abrazarnos por las calles.
De visitas a la abuela
Cuando salga, madre, saldré a la calle en busca de los abrazos que no he dado. Visitaré a la abuela, escucharé sus historias repetidas hasta aprenderlas de memoria. Le diré a la gente que la quiero mirándola a los ojos, sin aparatos electrónicos interviniendo el mensaje; a la que no soy capaz de querer desearé que reanuden su camino de la mejor manera. Tomaré un café con aquel chico y le robaré un beso que antes le negué. Pero no callaré más, nombraré por su nombre a mis emociones, echaré a andar mis verdades, pondré en vertical mis convicciones y depuraré mi lista de contactos. Voy a terminar con las distancias cuando salga, empuñaré una azada y plantaré árboles en los patios aunque no sean míos, me quitaré de encima lo que sobra, limpiaré mis ojos infectados de pantallas y virus consumistas, terminaré para siempre con el discurso del miedo y llenaré de luz mis pensamientos. Cuando salga, madre, te preguntaré a dónde quieres caminar conmigo, de qué sabor compartiremos un sorbete y cuál es el verde que te gusta de los muchos que nos rodean. Mientras tanto, señora de todos mis segundos, mira cuánta luz nos entra desde afuera. No puede haber un dios furibundo en esa inmensidad de espacio, no debe. Cuando salga será una aventura cualquier calle y ojalá menos criminales las habiten, ojalá también la estupidez se guarde, y la ignorancia y los perversos y los que pintan con grises las miradas. Por lo pronto, escuchemos, hay un concierto gratuito de silencio intervenido por el canto de los pájaros.
De roedores
Los he escuchado roer bajo la escalera. Vienen y van por la casa amparados en su invisibilidad. Llegaron el día en que se decretó la fase dos. Puse trampas para ellos por todas partes, pero son astutos, viven de esto y comen del terror de la gente. Sé que es inútil intentar alejarlos, pero mi familia tiene angustia. En las viejas tradiciones se habla de una única manera de vencerlos: hay que cantar, en coro y en voz alta y melodías alegres. Tuvimos que quitarle a la abuela su rosario, porque nada les encanta más que los tonos suplicantes. Cantamos juntos cada hora y sorbemos tragos de agua cada media. Los venceremos pronto. Lo sé.
A una ventana
La ventana es el mundo, mamá.
Del albañil dime el nombre. ¡Dilo!
Agradecerle quiero ese hueco de vida,
la ausencia de piedras,
la rebanada de luna y su risa de luz,
su conejo escondido que asomará la oreja
y brincará en el cielo
cuando pase la tormenta.
¿Sabías, madre, que la ventana
es la dueña del aire
y la veneran los serenateros
que resisten los virus de las modernidades
y aún se plantan bajo los balcones
por una mirada de la chica linda
que aunque fue a la marcha
gusta de canciones de amores y vientos?
¿Sabías de mis fugas
por esos paisajes que enmarca el cuadrado
sin piedra y cemento,
y que por las noches
cuando todos duermen
se abren las cortinas
para que entre un cuento?
¿Sabías que si estiro la mano
caen virus del cielo, bienaventurados,
y juego con ellos a que los infecto
de amores y risas cuando me respiran?
¿Por qué lloras, madre?
¿Es por el abuelo que se fue tosiendo
en una ambulancia,
caliente y dormido,
conectado a un tubo
con el que jugaba sin mar a ser buzo?
¡Abrázame pronto!,
que llevo diez días encerrado y loco;
y si no contara con mi ventanita
por la que se cuelan duendes y misterios
yo me habría olvidado de las matemáticas
y los adjetivos calificativos.
Ya no me consuelan las televisiones
ni las pantallitas digitalizadas.
¿Qué culpa es la mía por tanto borlote,
por los tapabocas y los noticieros?
¡Quiero irme a la calle con mi bicicleta
y quiero a mi padre trotando a mi lado!
¿Qué me dices, madre?
¿Jugaremos juntos hasta el día catorce
mientras lo liberan de aquel hospital?
¿Volverá a ir a Italia y cargará conmigo?
Está bien, perdona, pues tú no lo sabes.
Trae el juego entonces; yo limpio la mesa.
¿Me darás un beso si esta noche gano?...
¡Bravo!
¿Sabías, mamá, que han nacido tres crías
de las golondrinas que anidan afuera
bajo la cornisa y sobre mi ventana?
¿Sabías que pelean por la vida
abriendo sus picos
y que en seis semanas
si el gato no las come
volarán muy alto?
¿Lo sabías?
Virus
Verlo así, dormido en posición fetal sobre la sábana blanca, con su cara de niño travieso en receso, te hace dudar unos instantes. Se te ocurre acariciarlo por última vez, plantarle un beso en su barba incipiente. Resistes la tentación, pues la guerra recién inicia y no quieres perderla. Preparas ágil una maleta mediana: algunas mudas de ropa, los cosméticos de base, la novela en turno y un libro de poesía, el spray de gas pimienta, unos cuantos cubrebocas y gel antibacterial. Ni una sola foto impresa, ningún recuerdo en papel. Tu móvil está lleno de ellos, luminosos y oscuros, por si en algún momento los necesitas; y tu mente también.
No puedes evitar una lágrima antes de cerrar la puerta, porque él es bueno y lo sabes. Pero está equivocado, después de años tienes claro que lo está y él no quiere saberlo. Estos tres días de aislamiento a su lado afirman tu convicción.
Cuánto valor en tus pies para dar los primeros pasos. Las escaleras parecen detenerte al bajarlas. Una vez tuvieron sexo sobre ellas, en la época del amor ciego y sostenido en la fe, corriendo el riesgo de ser descubiertos por algún vecino del edificio. Por eso cada peldaño cómplice quisiera atajarte, sin lograrlo. Es muy temprano para iniciar la retirada, la calle aún está completamente oscura. Algunas personas ya deambulan por la ciudad; también deben tener un motivo grande para hacerlo en este tiempo de pandemia. Un taxista con cubrebocas detiene su auto y te ofrece el servicio. Lo rechazas porque prefieres seguir a pie mientras descubres a dónde quieres ir. La decisión no fue premeditada, ni tu sonrisa libertaria que a ti misma sorprende. La claridad irá llegando poco a poco con el aire fresco de la mañana. Por lo pronto basta esta alegría que se apodera de tus piernas, como si se descubrieran capaces de moverse por sí solas.
Después de mucho caminar te detienes en un parque. Algunos jóvenes se ejercitan; muy pocos. El sol comienza a esplender. Se te ocurre pensar que es tuyo el astro rey, y el aire, los árboles, las plantas de las jardineras, las mariposillas que desperezan sus alas sobre el rocío. Descubres que existen para ti y son tus sentidos la conexión fraternal con toda la maravilla que te circunda. Incluso el piso mojado por la lluvia nocturna es una invención del mundo exclusiva para tu olfato. Todo es y se mueve porque tú estás ahí para hacerlo posible. En las ramas de los árboles gorjea con fuerza la vida y cientos de alas se aprestan a cruzarla en todas direcciones. Te preguntas si eso será la libertad o es una magia extraña que también pasará de largo como el amor. ¿Desde cuándo no llenabas los cuencos vacíos de tu existencia como este día logras hacerlo en unos cuantos minutos? ¿Descubres ahora, repentinamente, la matrix que había cosificado tu presencia en el mundo y tenía atrapados tus sentidos y tus pensamientos?
Una pareja de ancianos pasa caminando a buen paso, desafiando las recomendaciones sanitarias de las autoridades; van tomados de la mano. No llevan cubrebocas y sonríen al verte, deslumbrados tal vez por el sol que se ha metido en ti. No parecen estar preocupados por nada. Será tal vez que su sapiencia de años es a prueba de virus y para ellos una mañana fresca en el parque es un bocado de vida impostergable. Sientes amarlos aunque jamás los hayas visto. Quisieras saber qué hicieron o dejaron de hacer para no soltarse de la mano después de tanto tiempo. Se cruza por tu cabeza que la mujer de pelo cano eres tú, mostrándote desde un futuro improbable; el anciano es él. Sin embargo, ¿a quién imaginas cuando piensas en “él”? ¿Es aquel que a esta hora se habrá levantado de la cama y estará buscándote desesperado o algún otro que vendrá después?
Caes en la cuenta de la conveniencia de contactarlo para decirle que estás bien y más viva que nunca. No hacerlo causará una tormenta innecesaria, pues se comunicará con tu padre de inmediato, y él con la policía y tu madre con todos los santos habidos y por haber. Obviamente no deseas escucharlo. Le envías un mensaje de texto amable, pero claro y conciso: “No debes preocuparte por mí. Estaré bien y me siento de maravilla, tanto que me han nacido alas. Deja tranquila a mi familia. Me comunicaré con ellos cuando lo considere pertinente. Quédate contigo y no dejes que ningún virus te atrape”.
Te metes a un café y pides uno con doble carga, como lo toma él por las mañanas. Es increíble cómo disfrutas cada inhalación del aire. El aroma intenso del lugar anuncia un paraíso en solitario. Todo se torna vivo, flexible y permeable ante ti. Incluso la madera de la mesa te descubre vetas misteriosas, caminos sinuosos que quisieras recorrer en busca de la vida nueva. El mesero cubre su boca como todos los empleados. Bebes el café sin azúcar. ¿Qué poder tiene un hombre que no tengas tú para dominar el amargo? Te llenas de una fuerza que calienta tu cuerpo y no te permitirá ser la misma. Tu dulzura era un arma para retenerlo; ahora lo entiendes. La muñeca linda educada por papá ha perdido los modales y esta mañana mira pasar la vida por un ventanal con ojos agudos de pantera, aunque nobles por naturaleza. Pides un desayuno fuerte en proteína porque necesitas energía para rehacerte en una sola jornada. Tu revolución lleva prisa y no la detendrá enfermedad alguna. El virus principal que tenías inoculado en el cuerpo y la mente se quedó dormido en casa, reproduciéndose en todo momento al ritmo de una canción que repiten incansables tus padres, el Estado, las sotanas de los templos y los divulgadores de la historia oficial en las escuelas.
Tu aventura en solitario no se trata de distancias. Es un viaje hacia adentro y basta un cuarto limpio y lleno de luz en un hotel sobre lo alto de una colina para llevarlo al cabo, una música que no narre versiones románticas del amor, aceitunas rellenas y un poco de vino. Nunca descubriste antes que unas sábanas fueran más suaves que la piel de un hombre, y gran confidente una dama pintada en el cuadro de la pared del cuarto, descalza y con la cabellera repleta de brisa marina. Con ella discutes siglos de opresiones y beben completa la botella de tinto. La embriaguez hace bajar a tu nueva amiga de su mundo de colores. Te convence, sibilina y hablándote al oído, de lo pleno que resulta la autosatisfacción amorosa. Entre dedos trémulos y humedades insurgentes explota una mujer nueva desde tu centro, y en el viento atrevido que entra a espiarte por la ventana flota una sonrisa de placer y amor propio.
Después duermes largo rato para seguir tu viaje en el sueño. Al despertar, tienes una de esas extrañas conexiones con lo divino que has experimentado pocas veces en la vida, como si Dios existiera y fuera mujer. Estar tendida ahí, sintiéndote, palpando cada poro de tu imaginación, suspendida en ti misma y en todo, es un edén posible en la Tierra, fuera de sentencias y dogmas, de voces de soldados marcado los pasos de tu vida; fuera de miedos y virus que aterran al mundo, vacían los centros comerciales y hacen frotarse las manos de quienes harán los grandes negocios; fuera de un hombre cuya voz te hace sentir pequeña, indefensa y recluida en la nada.
El resto de la tarde lees, bañas tu cuerpo en la tina, tomas al silencio por trinchera y te aíslas en esta soledad elegida. Llegan hasta ti muchas voces que nadie más escucha y escribes diálogos en tu interior. Con ellos abres puertas a la alegría, enseguida al llanto; otra vez la alegría y al final una paz insospechada.
Ha caído la oscuridad y tienes apetito. Ordenas algo para comer mientras miras la ciudad iluminada; cada luz es una vela encendida que alumbra intimidades que salen a flote en tu piel. Te emociona pasar la noche sola después de tanto tiempo. No porque no hayas dormido sin él alguna vez, sino porque nada te lo recuerda. Todo aquí es ajeno y diferente. Duermes fácilmente con sueños plácidos. Es un paréntesis dentro de otro mayor, una pequeña muerte para tu resurrección.
Al despertar, el bienestar sigue contigo. No hay fragmentos tuyos extraviados en el miedo y la duda. Toda tú estás contigo. Siguen respiraciones profundas, un café intenso, la llamada a tus padres, el desayuno en el cuarto, la novela a medio leer, el tiempo andante rindiéndote pleitesía, pluma y papel para intentar un poema, la bendición del silencio, una siesta, la tarde y nostalgias repentinas; un nuevo paseo por las calles semisolitarias al caer las sombras, los rostros de azoro de poquísimas personas que caminan veloces, la noticia de 203 infectados por el virus en el país y una pequeña luna que no esperabas alzándose desde el infinito.
Dos días después, a media mañana, llenas la maleta, abandonas el hotel y regresas al mundo, resucitada. La radio encendida te pone al tanto: el peso está herido de muerte, el dólar por las nubes, los infectados aumentaron considerablemente y se habla de un posible estado de emergencia, como en Italia o España. El taxista enmudece durante el trayecto. Ya cerca de tu calle pregunta con auténtica preocupación por qué no cubres tu boca. La he tenido cubierta por años, le contestas, ¡nunca más!
Lo encuentras en el departamento, demacrado y ojeroso. Te conmueve su emoción al verte. Quiere abrazarte y lo detienes: “No, querido, ambos estamos infectados y no debemos contagiarnos más. Tu virus es de antaño, se resiste a morir. El mío es nuevo, fresco, lo pesqué de dos ancianos felices en un parque y anhela ser fuerte como el tuyo”.
Estableces reglas para el aislamiento compartido. Él no objeta nada con tal de que te quedes. Tú dormirás en la recámara de visitas. La sala será el punto de diálogo y debate, que será intenso. Prohibidos los besos y abrazos para la salvaguarda emocional. Sugieres una distancia de al menos un metro entre sus cuerpos para evitar riesgos por el calor que generan.
Al día siguiente, con inesperado y peligroso aire de ternura estampado en el rostro, te pregunta: “¿Volverás más adelante a estar junto a mí, como antes?” Sin doblegarte ante el niño encantador que amenaza con romper la distancia mínima de protección, respondes: “Por ahora no prometo nada, pues apenas comienzo a estar conmigo, como nunca”.
Recorres por completo la cortina de la ventana que da a la calle solitaria y con poco tránsito vehicular. Por ella ingresa un viento extrañamente limpio. Escuchas por la radio que en Venecia los canales se han poblado de peces; eso te alegra y pinta una sonrisa inesperada. Él la descubre y relaja el entrecejo.
El día que se fueron
El vecino de enfrente me despierta gritando a pecho abierto. A diario lo escuchó salir apresurado con sus tres hijos varones rumbo a la escuela; regularmente veinte minutos antes de las siete enciende su auto y recibe la bendición de su joven cónyuge. De hecho, me sirve de aviso, pues a esa hora me desperezo para llevar a pasear a mis perros. Sin embargo, hoy me ha despertado mucho antes, a las seis de la mañana, y sus gritos llaman a su esposa con una mezcla de enojo y angustia. ¿Qué le pasa a este hombre? Acuciado por mi vejiga urinaria, me levanto con la idea de acudir a vaciarla primero y luego investigar qué sucede con el vecino; ofrecerle mi ayuda, si la necesitara. ¿Ya casi sales, amor?, pregunto, porque la puerta del baño está cerrada y supongo que mi esposa está adentro. ¿Amor?... ¡Qué raro!, parece haber bajado ya a la cocina. Es extraño, pues hoy es el tan anunciado día nueve y claro me dijo ayer antes de dormir: “Mañana de la cama nadie me mueve”. Después de la micción bajo a buscarla. Los gritos del vecino se han convertido en llanto, lo que me preocupa sobremanera, al tiempo que empiezo ahora yo con mis exclamaciones buscando a mi esposa, quien no se encuentra en la planta baja ni en el jardín. Caigo en la cuenta de que algo grave sucede en mi calle, pues ahora el ingeniero de al lado sale de su casa preguntando si alguien vio salir a su pareja, una mujer mayor y enferma, a quien nunca se le ve si no es a su lado. Los tres hombres, engarzando nuestras congojas, nos hacemos unos a otros las mismas preguntas sin respuesta. El azoro hermana nuestros rostros de diferentes edades.
Sin dar mayor vuelta al asunto nos dirigimos hacia la entrada del fraccionamiento, pues los guardias sin duda las vieron salir. Al caminar por la avenida principal se nos suman otros hombres jóvenes y viejos que buscan a sus esposas, hermanas e hijas. La alarma crece en cada uno de nosotros. En ese momento pienso en mi hija, que vive en otro punto de la ciudad. No soporto la idea de pensar que algo similar esté pasando con ella. Al llegar a la caseta de vigilancia el grupo de hombres ya suma más de veinte. Los dos guardias están tan sorprendidos como nosotros, pues los compañeros que los relevarían a las seis de la mañana telefonearon para justificar su ausencia; también buscan a sus esposas e hijas misteriosamente ausentes. Juran y perjuran que por el portón de acceso no ha salido una sola mujer. Uno de ellos se suelta en llanto y se retira de inmediato, porque nadie contesta el teléfono en su casa.
El asunto es atroz, ilógico, imposible. Todos estamos con el teléfono en mano tratando de contactar a parientes y amigos que puedan darnos alguna luz sobre el absurdo que vivimos, o buscando por internet mayor información sobre lo que sucede. Recibo una llamada de mi hermano, que me informa de la desaparición de mamá y mi hermana Tita. El grupo ya suma unos setenta hombres, entre niños, adolescentes y adultos. Se escucha un coro alucinante de gimoteos, gritos y rezos. Un hombre ha caído de rodillas y pide a gritos perdón a Dios y a su esposa. Se le suman otros que agregan plegarias a santos y vírgenes conocidos y desconocidos, como un tal San Pafnucio o una tal Nuestra Señora de Begoña; esta última recibe imploraciones de un español llegado hace unos años desde Bilbao.
De pronto los móviles dejan de funcionar. La señal se pierde por sobresaturación de las redes. La desesperación se hace mayor y ningún intento colectivo por entender y buscar una solución al problema fructifica. Al contrario, dos tipos se han liado a golpes al salir a flote que uno es el amante de la esposa de aquel. En un estado de crisis como este las verdades afloran y rompen las frágiles represas que las resguardan. Otros caminan como lunáticos por las calles del fraccionamiento intentando en vano comunicarse con alguien u obtener una explicación pobremente lógica sobre lo que pasa. Algunos más han salido corriendo rumbo a la iglesia cercana, pues seguramente el cura tendrá palabras de consuelo ante la tragedia. Por mi parte, regreso a casa para huir de la neurosis colectiva que prevalece. Me encierro en la habitación y enciendo la radio en busca de noticias. Muchos informativos al parecer se cancelaron, pues son dirigidos por mujeres. Logro sintonizar por fin uno de tono amarillista. Escucho la voz patética del conductor que da cuenta del fenómeno generalizado: “Amigos míos, los pocos reportes que hemos podido recabar dan fe de que este día las mujeres nos abandonaron. Me informan que en al menos veintiún estados del país sucede lo mismo y de igual manera en otras naciones de Latinoamérica, como Chile, Perú y Argentina.” Me hundo en una desolación que me deja sin fuerzas, dejo brotar mis lágrimas tanto rato contenidas e intento comunicación telepática con mi esposa, como muchas veces lo practicamos al encontrarnos lejos uno del otro por cuestiones de trabajo. Es inútil. Yo, un ateo confeso, le pido a Dios una explicación, se la ruego.
Sin darme por vencido, descuelgo de la pared dos fotos de mi esposa y mi hija para llevarlas conmigo. Enciendo el auto sin hacer caso al llanto de niños y hombres adultos. Casi al salir del fraccionamiento, cuya puerta ha quedado abierta y sin vigilancia, me detiene un amigo muy querido para decirme que en la calle Hacienda de la Luna un hombre se dio un balazo en la sien, y que otro de Hacienda de la Luz sufrió un infarto fulminante. Lo siento, no tengo tiempo para llorarlos; yo salgo a buscarlas y ven conmigo si quieres. Sin responder, abre rápido la puerta del copiloto y aborda. Al pasar a un lado de la iglesia escuchamos cánticos suplicantes de cientos de hombres que desbordan el templo y el atrio. La leve lucecita de fe que me inundó minutos antes se desvanece; paso de largo sin creer que los cantos y rezos puedan aparecer a las mujeres. Conforme avanzamos el tráfico se vuelve imposible, hasta que las calles quedan convertidas en grandes estacionamientos. Logro acomodar el auto en una orilla. Sigo a pie rumbo a casa de mi madre, aunque seguro de que no la encontraré. La ciudad es una nube de testosterona inútil que vaga por todas partes en busca de su complemento escondido en algún lugar. Todo está detenido: el comercio, el servicio de los restaurantes, el transporte público, la actividad en escuelas y hospitales. Parece librarse una guerra en contra de nadie, porque no hay a quien responsabilizar de lo que sucede. Pero nuestra naturaleza masculina busca culpables aquí en la tierra o allá en el cielo. Escucho hablar de hombres que han invadido casas en busca de mujeres, de grupos que asaltan el cuartel militar cercano porque un alucinado aseguró que ahí tenían recluidas a miles de nuestras esposas e hijas, lo que derivó en varios muertos entre soldados y civiles. Muchos hombres que integran los distintos órganos de gobierno abandonan sus funciones para adherirse a la búsqueda o a los rezos. Se habla por la radio de intentos pobres por recuperar el orden y la paz, pero prevalece el caos. El número de fallecidos crece con el aumento del calor y la desesperación; lo sé porque escucho sobre ello por todas partes. Sin embargo, también soy testigo de actos solidarios: hombres que abrazan a otros que lloran desconsolados; unos invitan a sus casas a los más angustiados y comparten algún alimento, y por doquier hay grupos que se unen a rezar o hacer introspección que les permita entender los hechos. Surgen nuevos líderes que disertan sobre el amor infinito que merecen nuestras compañeras y condenan los siglos de violencia y represión a los que se les ha sometido. Algunos dirigentes religiosos hablan de una decisión extraña e inesperada de Dios para hacernos llegar el apocalipsis: la ausencia de mujeres, a quienes ha salvado y resguarda en algún paraíso distante, lejos de nuestra violencia y barbarie. Hay quienes llegan al extremo de afirmar que todas ellas fueron abducidas entre la noche del ocho y la madrugada del nueve, pues la energía que generaron en las manifestaciones y protestas del día anterior produjo frecuencias vibratorias tan altas que permitió a miles de grandes naves extraterrestres llevar a cabo la abducción generalizada.
Escucho, veo y huelo lo que sucede tratando de resultar ileso ante cualquier agresión o fanatismo. Llego a casa de mi madre y ahí encuentro a mi hermano mayor. Nos abrazamos tanto tiempo como no lo habíamos hecho. Sus ojos me miran desorbitados y su boca repite con insistencia que Dios ha castigado a los hombres, dejándolos solos en el infierno. Y sigue llorando por mi madre, su esposa y sus tres hijas. Pienso en mi hijo, que trabaja en otro estado. Me consuelo al saber que él no ha desaparecido, aunque me pregunto si ese no será en realidad su castigo. Junto a mi hermano, escucho por la radio que una turba de miles de hombres asaltó una cárcel con la complicidad de los mismos guardias, y que a varios presos por feminicidio, violación y violencia a las mujeres los lincharon y quemaron en una pira humana, liberando al resto de los reclusos. Nadie detendrá esto, lo sé, hasta que ellas aparezcan o yo despierte de esta pesadilla.
La noche cae densa como ala de cuervo. Los teléfonos funcionan a ratos y sigo insistiendo en comunicarme. Me emociono cuando conecta la llamada en el celular de mi hija, pero no contesta. Me aferro aún a una explicación cuerda, a creer que todo esto fue planeado y de alguna manera algo o alguien lo resolverá. Varias punzadas en el estómago me recuerdan que no he comido en todo el día. Al buscar en el refrigerador encuentro tortitas de colorines cocinadas en salsa verde y un poco de arroz. Mi hermano y yo comemos sin hambre el mismo guiso que nos encantaba de pequeños, como si mi madre hubiera sabido que estaríamos ahí, extrañándola y preguntándonos si volveríamos a verla. El llanto fluye sin vergüenza alguna y condimenta cada uno de los bocados.
Paradójicamente, las calles se van quedando vacías poco a poco. Los hombres se repliegan en sus hogares, al parecer convencidos de que ningún milagro acontecerá afuera. En la casas quedan los efluvios femeninos, sus destellos vagan por todas partes. A ellos nos aferramos para mitigar nuestra invalidez, igual que abejas buscando inútilmente néctar en flores muertas, y que encuentran solamente vapores. Vuelvo a casa lo más rápido posible; mi hermano también a la suya. Por el camino me doy cuenta de ceremonias funerales para muchos hombres caídos, rituales desangelados porque muy pocos somos capaces de conectar vida y muerte a través de rezos; la historia no nos lo enseñó a nosotros. Las brujas conocedoras de estas magias que mitigan la soledad humana son ellas, y ya se fueron.
Al llegar al fraccionamiento un grupo nutrido de vecinos hace guardia alrededor de una fogata, sin saber bien a bien cuál es la razón para hacerlo, pero entiendo que es una mejor manera de esperar nadie sabe qué cosa y de sobrevivir al absurdo que nos envuelve. Paso de largo después de saludar sin mucho ánimo. Necesito estar en casa, donde al menos habitan sus recuerdos.
Abro la puertecilla de la entrada y entonces reparo en mi perro abandonado. La culpa me abruma. ¿Cómo pude olvidarlo? Lo abrazo y lloro con él. También lo sabe; su mirada triste de párpados caídos me lo dice. Después de alimentarlo, entra conmigo en la casa. Durante largo rato voy llorando mi abatimiento por cada rincón que me las recuerda. De pronto me sobresalta el sonido del teléfono. Mi corazón golpea duro por la emoción. ¿Papá?, suena del otro lado la voz de mi hijo. En medio de la gran desolación brota una alegría. Lo abrazo con mi voz; me abraza: “Ya estoy en la ciudad, papá, pude llegar hasta casa de la abuela. He vivido momentos terribles, las extraño tanto como tú. No quiero arriesgarme volviendo a salir. Mañana me reuniré contigo”. Soy una planta en medio del desierto. Una sola gota, ¡una!, grande y curativa, ha caído en medio de mi pecho. Me da miedo terminar la llamada, dejar de escucharlo y decirle cuánto lo quiero; no vaya a suceder que mañana todos hayamos desaparecido.
Al fin dejo el teléfono y subo a mi recámara. Ahí sucede lo inesperado: mi tristeza se convierte en una materia indefinible que me rodea, como si mi esposa fuera el aire y oprimiera cada centímetro de mi piel. Se me dificulta respirar, pero al hacerlo, voy llenándome poco a poco de una especie de certezas que estructuran mi nueva emoción, vislumbres súbitas que me llevan a experimentar saberes antes ignorados en mí, igual a auroras que han estado siempre frente a mis ojos sin poder yo descubrirlas. Me estremezco nuevamente hasta las lágrimas. Sé que ella está aquí conmigo, y en ella todas las demás. De pronto me siento depositario de un conocimiento divino, descendido desde las diosas griegas, mayas, hindúes, africanas, vikingas o mexicas; no lo sé. Una paz y un amor inconmensurable por todas las mujeres vencen mis resistencias. Es un vino que entra por mis poros y embriaga por completo mi cuerpo. En mi mente nace una luz intensa que aniquila todos los temores y me arroja a la cama, preso de la embriaguez y el deseo de esfumarme en el sueño. Antes de hundirme por completo en la almohada, alcanzo a imaginar sus contornos en su lado del aposento.
Alrededor de las dos o tres de la madrugada, como cada noche, me levanto a orinar. A tientas camino hacia el baño con los ojos semicerrados. Mientras lo hago voy despertando de nuevo a la triste realidad sin ella, sin ellas. Pesado como mi tristeza, me siento en la taza del baño; desde hace muchos años lo hago así por respeto a las mujeres. Mi próstata, testaruda mujer rolliza, anda en pleito con mi vejiga y me detiene ahí más tiempo del acostumbrado, el suficiente para despertarme por completo a la tragedia, libre ya del alivio que me dio la mística experiencia de horas antes. Lloro a chorros esta madrugada del diez de marzo y pienso en la pistola que guardo bajo llave en el armario. De pronto… la escucho: ¿Ya casi sales, amor? ¡No puede ser! Tiemblo y no soy capaz de articular respuesta alguna. La felicidad también es capaz de aterrarnos. La oigo nuevamente, es una sola palabra suya que me devuelve al paraíso, inquieta, vibrante y llena de dudas, como la vida: ¿Amor?...
Nacido el ocho de marzo
Desde hace semanas está ausente. Su rostro es luna lejana que esconde universos inaccesibles para él, quien la mira desde el pedazo de tierra al que desea afianzarse. Es una nube en busca de planetas distantes, es ala que no pretende morirse con las sentencias del cura, la suegra, la ley, la costumbre y Dios macho todopoderoso.
Ella era feliz, conjetura él, pero llegó ese libro a sus manos, esa canción chilena, un brillo desconocido en la mirada y aquella marcha de la que regresó como si hubiera encontrado otro credo, una bandera en rojo intenso sin águila ni reptil y sí con un puño enguantado estrellando el cielo lejano e indiferente. Su compañera entra en el silencio como buscando palabras que aún no hay en su vocabulario y el hombre tiene miedo de que las aprenda y de no tener él la capacidad para reducirlas a la nada, como le han enseñado los siglos de historia que bebió sin cuestionar. Si un día sale del mutismo, lo hará convertida en otra muy distinta de la mujer triste que tuvo miedo y dijo: “sí, me caso contigo, porque la cárcel donde vivo tiene mucho moho y prefiero la tuya.”
Por las mañanas, al despedirse para ir cada uno a su trabajo, el beso no tiene la miel tierna de los primeros tiempos; es otro nuevo que sella un compromiso distinto, uno de tú a tú y de yo soy yo. Y su mirada, siente él, abre huecos en la suya, lo horada, lo traspasa y se va lejos; no es la misma que se detenía en su piel olorosa a lavanda porque ahí encontraba el paraíso, uno de espasmos intensos y orgasmos enceguecedores. Intenta con rosas, con recuperar los rituales del enamoramiento: abrirle de nuevo la puerta del coche, invitarla a cenar a lugares románticos, ternuras a la hora de comer, dormir, tener sexo o discutir los gastos de la semana; su imaginación masculina no da para más. Sin embargo, parece que ella va siempre adelante, ávida de páginas de libros y noticias, de canciones que clavan una daga en el centro de la versión romántica del amor; deseosa por salir de casa sin él y huir de la cocina impecable en la que se ha instalado el tedio, roto apenas por el ritual del primer café del día.
Una noche de viernes, después de hacerlo con una furia desconocida en su cuerpo frágil de mujer y de escucharla gritar su orgasmo como un grito revolucionario que debió llegar a tres cuadras a la redonda, él se sintió por primera vez utilizado, violado, reducido a corcel que se cabalga y abandona después en manos de un caballerango, mientras ella, desnuda, fuma un cigarro en la terraza y busca duendes en el bosquecillo de enfrente. Estoy cambiando, José, te habrás dado cuenta, le dice y guarda silencio enseguida, igual que él, quien pega la mejilla izquierda en la almohada y le da la espalda, contrariado. Ella lo abraza con súbita ternura, acariciando su pelo y murmurando en su oído: “Todo va a estar bien, pequeño, no tengas miedo”. Así duermen, niños viajeros en la cápsula reparadora del sueño, amándose con la transparencia de sus mutuos despertares.
Los días se deslizan, entre noticias de insurrecciones que desanudan esperanzas y virus que polinizan de miedo las calles. En los rostros de ambos han nacido matices nuevos, maneras de mirarse que dicen un mundo y callan otros. Él se atreve, suspira y recupera aquél diálogo sobre el bebé. Si ya la ciencia descubrió la manera en que un hombre puede preñarse, entonces embarázate tú, amor; definitivamente no nací para eso y no debo pedirte perdón, porque lo sabías. Le duele la manera en que ella cierra esa puerta, pero es cierto, lo sabía. ¿Por qué el amor pone telarañas en el cerebro para entender ciertas cosas desde el principio?, se pregunta mientras maneja rumbo al bar para encontrarse con amigos. Ella, mientras tanto, se queda sola pensando si es solo amor lo que le falta para atreverse y conceder. Bebe una copa de vino en la terraza y viaja hacia adentro, muy adentro: ahí hay una niña aterrada cuando su tío le regaló una muñeca rubia con sombrero y llena de pecas; la llevó de su cuarto al de sus padres, alegando pavor por la mirada azul que parecía seguirla a toda hora. También encuentra a sus pequeñas primas jugando a ser bellas, mientras ella prefería perderse por el camino largo que se hundía en el bosque y regresar con los zapatos llenos de lodo y con tres misterios enredados en su pelo suelto. Ve a su madre frente a la estufa, con ese semblante sumiso que afortunadamente ella no heredó, la imagina atada con grilletes al suelo y unas pequeñas alas muertas en la espalda. Se topa de frente con la adolescente insurrecta que una vez dijo a su maestra de español que era una arpía y en otra ocasión abandonó a sus padres en medio de una ceremonia religiosa para ir a tirar piedras en el río, acongojada por no saber hablar con la corriente de agua como sí podía hacerlo el ermitaño de un libro que leyó. Al final de su introspección ve muchos caminos que se abren frente a ella: en uno hay un afluente infinito de palabras con remansos lánguidos y rápidos furiosos; en otro corren trenes que anuncian viajes exóticos y están siempre a punto de partir; coplas alegres bordean uno más y trágicas canciones entristecen otro. Su esposo aparece a la vera de un sendero arbolado, sentado de espaldas al horizonte de lindos contornos que se ve al fondo; solo la ve a ella, la indaga, la abarca, la ensombrece con su mirada.
Un domingo a mediodía, después de regresar del gimnasio y hacer el amor con los espejos, todo músculo y pavoneo, no la encuentra en casa. Tampoco halla su ropa en el clóset y su cepillo dental de cerdas suaves en el baño, ni su tapete para meditar en la terraza ni sus palabras yendo y viniendo por los pasillos ni su perfume suave enamorando el aire. Al entrar al estudio, los libros de su esposa más queridos vuelan desesperados por la estancia, sin poder salir tras ella porque la ventana está cerrada; se ha marchitado la violeta en una esquina del escritorio y llora tinta la pluma a un lado de la nota, que dice: “He cambiado mucho, amor. O tal vez no, será solo que me he descubierto un poco tarde. Te sigo queriendo, pero amarte no me basta. No me busques, aún no tengo bien claro hacia dónde me dirijo. No me llevo todo, por si vuelvo. Besos, pequeño”.
Nace un silencio nuevo lleno de fantasmas. Los libros queman sus alas y regresan al estante; de cualquier modo la espera es su tarea perpetua. Sale a la calle, es la tristeza la que mueve sus pies. Se sabe casi muerto, pero hay una pequeña frase que lo mantiene vivo: “…por si vuelvo”.
Días después, en el mismo lugar desde el que ella partía hacia su interior, se ve al hombre sentado con las piernas cruzadas y la espalda recta. Una música suave lo acompaña en su viaje que inicia justo esta tarde del ocho de marzo, mientras afuera las calles de incendian de furor femenino.
Amor puro de grano
Vinicio Uribe llega a casa después de diez horas de trabajo. Se ducha con el firme propósito de arrojar por la coladera hasta el último resquicio de la tensión acumulada durante el día, virtud que ha desarrollado en los últimos años gracias a la meditación y ayudado también por los tres kilómetros de trote durante las mañanas, disciplinadamente, sobre todo desde el susto que se llevó debido a una crisis hipertensiva y al diagnóstico de prediabetes que nunca aceptó; e hizo bien, pues actualmente su condición de salud está muy lejos de la dulce amenaza debido al estricto régimen que se impuso, con dieta rigurosa, alcohol al mínimo y ejercicio.
Hoy y mañana son días especiales para el prestigiado investigador y profesor universitario, experto en gobierno, políticas públicas, educación y prevención de la violencia, ya que están su hija y su adorado nieto en casa. Desde que Pablo nació, Vinicio descubrió una vocación insospechada de abuelo, de modo que para el chiquillo de seis años, heredero del mismo temperamento estridente y enjundioso de su papá Vini, como acostumbra llamarlo, el único héroe que existe en el mundo es él. Mañana es día de partido de futbol para Pablito. Como cada dos sábados, Vinicio cambiará el saco y la corbata por pants, playera del Necaxa y cachucha de beisbolista, y con la mano hará girar la matraca para alentar al centro delantero más guapo que ha conocido el deporte de las patadas. Por lo pronto, toca noche de película y palomitas junto a la familia. Su mundo de grandes responsabilidades y ritmo frenético desaparece con el calor del hogar y la sonrisa de su nieto. Su esposa no puede reprimir un arranque de celos cuando le pide a Pablo sentarse a su lado y se niega; nada ni nadie hará que salga de los brazos de papá Vini.
Una llamada telefónica interrumpe el idilio de viernes por la noche. Es su hija quien descuelga el auricular. Del otro lado de la línea la voz esconde a una mujer aún joven. Es para ti, papá, debe ser alguna de tus admiradoras o alumnas del doctorado. Con buen ánimo toma el teléfono y escucha a la dama, quien le dice su nombre y pide unos minutos de su tiempo. Obviamente no se conocen y ella ofrece una disculpa anticipada por lo que está a punto de decirle, asunto tan delicado y sui géneris que amerita una transcripción precisa del diálogo:
―Doctor Vinicio, le ruego escuchar atentamente lo que quiero pedirle; lo hago a nombre de mi madre, a quien usted sí conoce.
―Espera un momento, señorita, por favor.
Se disculpa con su familia y va hacia su estudio, ante los reclamos de Pablito.
―Te juro que me has intrigado. Adelante, quiero escucharte.
―Doctor, mi madre no se atrevió a llamarlo personalmente. Pidió que yo lo hiciera. Vino a México por breve tiempo y en dos días debe regresar a Abington, Massachusetts, donde reside. Ella me ha dicho que…
―Por favor, ¡dímelo!
―Ella me confió que usted es el amor de su vida, aunque se haya casado con otro hombre, con… mi padre.
Vinicio enmudece. La copa de vino que bebió un rato antes le hace efecto ahora. Tarda segundos en reaccionar.
―Pero… muchacha, ¿de qué se trata esto? ¿No estás confundiéndote conmigo? ¿Me puedes decir ya quién es ella?
―Se llama Dolores. ¿La recuerda? Estudio con usted los dos primeros años de Contabilidad, aunque después abandonó la universidad y se fue de aquí.
―Me prometí olvidar todo de ese pasado negro en mi vida: haber estudiado contabilidad. No me hagas caso, es una broma de pésimo gusto. Dolores… ¿Arruñada? ¡Claro!, ¡mi querida Lolita! Una hermosura de mujer; tan gentil, además.
―La misma, doctor.
Visiblemente contrariado por una emoción inesperada, bajó la voz por temor a ser escuchado desde la sala.
―Pero… ¿qué es lo que has dicho? ¿Yo, el amor de su vida? Jamás imaginé que ella pensara así sobre mí. Antes que otra cosa fuimos muy buenos amigos, sin embargo… debo aceptar que ella me gustaba mucho; a todos los del grupo nos gustaba. Cierto, durante una fiesta en su casa sucedió algo que… En fin, no viene al caso hablar contigo sobre aquello, disculpa. Fue algo muy…
―Doctor Vinicio, mi madre ha dado seguimiento a su carrera y sus logros. Incluso estuvo a punto de buscarlo cuando usted cursó el doctorado en Harvard. Ella ya vivía en Abington, muy cerca de Cambridge. Reprimió su deseo porque estaba casada y usted también.
―Bueno, ¿cómo está ella? ¿A qué viene esto después de… 35 años o más? ¿Cuál es la razón de que tú, su hija, vengas ahora a decirme tales cosas?
―Ella quiere verlo, doctor. Mañana, si es posible. Tampoco entiendo demasiado sus razones, pero insiste mucho en que deben verse.
Vinicio guarda silencio. Toda su vida ha encajado sus decisiones y actos en el estricto orden que le dictan su rutina de trabajo y la dedicación a su familia. Ahora, de pronto, una situación que no puede confiar a su esposa y una persona que creía olvidada en la bruma de aquellos años lejanos, le sacuden el pecho con emociones que le resultan casi extrañas, pero embriagantes a la vez.
―Está bien, pero debe ser por la tarde.
―Gracias, doctor. Se lo diré. ¿Le parece bien a las cinco, en el Café Vienés?
―Perfecto, ahí estaré. ¿Tú crees que después de tanto tiempo no nos cueste algún trabajo reconocernos?
―No creo. Ella sigue vistiendo de blanco, como casi toda su vida. Ahora usa el pelo corto y está muy delgada, pero su sonrisa sigue siendo la misma.
―Dile que yo sigo con el mismo semblante de niño asombrado, como me lo dijo alguna vez. No me lo han podido cambiar ni los años ni las canas.
Al regresar a la sala, el bueno de la película ya ha vencido al malo, el platón con las palomitas está vacío y su nieto parpadea en un intento de vencer el sueño, acurrucado en los brazos de su abuela. Esa noche sueña que está en una fiesta bebiendo vino sin freno y bailando con la joven más hermosa. De pronto ella se vuelve humo entre sus manos y se eleva lentamente, mientras él hace esfuerzos inútiles por alcanzarla.
Al siguiente día encuentra el lugar casi vacío, para su beneplácito. Quince minutos antes de las cinco está instalado en una mesa del fondo. Para mitigar la ansiedad que le causa el inminente encuentro, lee una columna en el periódico que analiza las polémicas declaraciones del Presidente durante la conferencia mañanera del día anterior, respecto al desabasto de medicinas para el tratamiento de los niños con cáncer.
Es cierto, su sonrisa es la misma a pesar de los sellos que deja el paso del tiempo en un rostro hermoso de mujer, e igual su modo de caminar, la humedad de agua tibia en su mirada y ese aroma de rosas al tenerla cerca. Luminosa como el sol de mediodía, lo mira sin una palabra de por medio que rompa el encanto. Vinicio lamenta haber pedido café en vez de un buen brandy, para acompañar mejor la impresión de verla. Se levanta para recibirla. El abrazo es largo, tierno, silencioso. Al fin las palabras saltan al ruedo, impetuosas.
―Es increíble, Vinicio. Tienes el mismo rostro que he imaginado todo este tiempo. Me place saber que el amor de mi vida solo haya encanecido en vez de envejecer.
―Tú sigues siendo la misma que nos volvía locos a todos.
―Si en verdad te hubieras vuelto loco conmigo, querido, otras hubieran sido nuestras vidas. Una sola noche no me fue suficiente. Y tal vez ni siquiera la recuerdes bien, ¿verdad, bribón?
―Lolita, mi querida Lolita, ¡qué buena manera de iniciar un diálogo después de tantos años! ¡Anda!, dime primero qué quieres beber y luego desenterramos los recuerdos.
―Café, igual que tú. Tal vez nos besemos en algún momento y así nuestras bocas no tendrán pretexto para rechazarse.
―Ja, ja, ja... Sigues siendo encantadora, igual que esa noche que... Tienes algo de razón, no la recuerdo con la misma claridad que tú... Qué pena contigo, no debí embriagarme como lo hice, y en tu casa. ¡Dios! No debió pasar, pero pasó.
―Si no hubieras sido tan recto, Vinicio, hubieras insistido y seguramente yo hubiera mandado al diablo a Ernesto, y tú a la noviecita de entonces.
― ¡Estabas a punto de casarte con él! Además, nunca pensé que fueras capaz algún día de enamorarte de mí.
―Ya estaba enamorada de ti desde entonces, ¡tontillo! Y sabía que podría llegar a quererte mucho. En fin... Cuéntame de tu vida, Vinicio, al menos ahora déjame saber todo de ti, no me basta con leer tus artículos en el periódico o saber que has publicado un nuevo libro.
―No creo que resulte muy interesante hablar de mis asuntos profesionales. Yo...
―Sólo háblame de lo que sea, con esa pasión que tienes siempre. Tenemos poco tiempo, querido, demasiado poco.
El diálogo continúa, intenso, porque hay circunstancias de la vida en que los segundos valen oro, como ahora. La noche los sorprende riendo a carcajadas, con sabor a tarta de limón y café cargado. Después de un largo silencio que augura ya el final del encuentro llegan las preguntas fundamentales.
―Lolita, ¿por qué te casaste con Ernesto, si no lo amabas?
―Tal vez porque no volviste a acercarte a mí, ni me hiciste el amor una vez más. A Ernesto sí lo quería, pero jamás como pude llegar a quererte a ti. Lo sé muy bien. Además, el amor no es la única razón por la que una mujer se casa con un hombre.
―Cierto, yo no hubiera podido darte lo que él en ese entonces.
―Hay una razón más por la que decidí casarme con él, pero esa la callaré hasta mi muerte.
― ¡Huy! Ese sí me pareció un parlamento de telenovela.
Ella calla mientras bebe los restos del segundo café. Después pregunta:
―Y tú, Vinicio, ¿has sido feliz todo este tiempo?
― ¿Cómo se mide la felicidad, Lolita? Si haber viajado tanto, escrito mucho más, tener un hijo que pronto se doctorará en física nuclear, una hija maravillosa que me ha dado un nieto que adoro y una esposa que ha estado siempre a mi lado, a la que indudablemente amo y ha soportado bondadosa mis ausencias y desvaríos intelectuales; si todo eso, más el café y el vino tinto son la felicidad, entonces sí, he sido feliz.
―Me alegra escucharlo.
― ¿Tú eres feliz ahora con Ernesto?
―Ya no se puede ser tan feliz con un muerto.
―Disculpa, yo no imaginé que él…
―No tienes por qué disculparte. Han pasado varios años desde que murió; prematuramente, claro. No puedo quejarme lo mínimo de mi vida a su lado, creo que me amó más de lo que yo a él. Después de que nació Vania, ya no pudo… Bueno, ya no pudimos tener otro hijo, el varón que él deseaba. Eso lo amargó un poco. Sin embargo, fue un hombre maravilloso, no me faltó nada a su lado. Unos años después de que partió, quise buscarte, pero no soy alguien que guste hacer daño a nadie, menos a una familia.
― ¿Y por qué piensas que yo, que te di tan poco, o nada, soy el amor de tu vida? No es justo para Ernesto que digas eso, ni para ti.
―Eso no se piensa, Vinicio; mucho menos se elige. Solo es así y ya. Además, me diste más de lo que tú crees, mucho más.
―No digas eso. Yo… no sé qué pudo haber pasado si te hubieras quedado aquí. Poco después de lo que sucedió entre nosotros, dejaste la universidad y no supe más de ti.
―Era necesario marcharme. En este momento no lo entenderías. Vinicio, debo retirarme.
―Lo entiendo, Lolita. Se ha hecho tarde.
―Gracias por haber venido. No sabes lo importante que es para mí.
―Soy yo quien te agradece. He sido feliz esta tarde contigo. Entiendo que te vas pronto. Deseo que tengas buen viaje y sigamos en contacto de algún modo.
―Estoy haciendo lo necesario para tener buen viaje… Y claro que seguiremos siempre en contacto. Ya lo verás.
Lo que sigue es un silencio de miradas con oleaje salino. Segundos para sellar un compromiso de amor a distancia, sin espacios comunes ni camas compartidas, sin siquiera palabras que definan la certidumbre de un amor sin rituales cotidianos.
El abrazo de despedida dura más que el de inicio.
Tres meses después, curiosamente también en día sábado, al regresar del partido de futbol de Pablito, quien esa mañana metió dos goles y logró que el abuelo se pavoneara de orgullo al caminar, Vinicio Uribe recibe nuevamente la llamada telefónica de Vania. Esa vez es él quien levanta el auricular.
―Sí, diga.
― ¿Doctor Uribe?
―El mismo.
―Soy Vania.
― ¿Vania? Ah, sí, claro. ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás? ¿Cómo está tu madre?
Ella no puede responder de inmediato, un nudo en la garganta la impide. A pesar de no verla, Vinicio percibe su emoción y se estremece. Segundos después escucha su voz entrecortada.
―Mamá al fin se fue de viaje. Me pidió que te lo dijera, papá.
― …
Heptálogo para remendar un corazón
I
Parece obvio, pero primero debes asegurarte de tener quien te lo rompa, aunque a veces sucede que no te lo propones y la vida se encarga de ponerte enfrente a quien lo haga. Como sea, y bajo la premisa de que todos buscamos el amor, procura no poner el anhelo de tus glándulas hormonales y la sagacidad de tus neuronas en alguien demasiado codiciado, con atributos que satisfagan las leyes del mercado amoroso creadas por los grandes estafadores de los medios de comunicación, que son capaces de vender a un sapo por príncipe e imponer como moda un taparrabos. Una vez que las fisuras sean evidentes por las angustias de tu pecho, date a escuchar canciones de amores trágicos; nuestra tradición musical vernácula tiene mucho para ofrecerte y ayuda a sublimar el dolor antes de que el desangrado sea considerable y ponga en riesgo serio la vida.
II
Las abuelas de antes sugieren utilizar hilos de plata para remendar heridas leves, si fue una nube de baja altura en la que te encaramaste, y no de tormenta. Si la caída fue desde un nubarrón denso que te elevó hasta donde a Ícaro empezaron a derretírsele las alas, es imprescindible que aguja e hilo sean de oro, y el zurcido fino y lento. No importa si eres mujer u hombre, tratándose de amores la membrana protectora de la gran víscera es delicada en uno y otro. La cura más rápida es la que prescinde de la anestesia: dejar que las agujas traspasen el núcleo de cada célula y el dolor también. Sobrevivirás y, resiliente, pondrás escudo de acero en tu pecho y faros de aviso en tu mirada.
III
Puedes optar por narcotizar el corazón, a fin de que el remiendo no duela y ni siquiera te des cuenta. Cuando vuelvas en sí quedará una tristeza fácilmente llorable y relativamente gozosa. Como narcótico vale usar alcohol en dosis controladas o algún estupefaciente que no cause adicción. Lo más sano son las endorfinas que segrega tu propio cuerpo. Con ejercicio diario y sesiones de sexo simplemente terapéuticas verás que no sufres las puntadas; en cuanto a lo segundo, el problema es encontrar quien sirva para el caso sin que involucre más que el instinto. Como sustituto del sexo sin compromisos, y a fin de no comprometer tu moral por si la arrastras voluminosa y densa, intenta enloquecer y reírte de todos y por todo. Si ya en la Grecia antigua Aristófanes utilizaba el teatro para generar catarsis a través de la risa, ¿por qué no reírnos hoy de nuestra propia desgracia para reducirla o desaparecerla? Cose tu corazón narcotizado con el ungüento de la alegría.
IV
Remendar el corazón en el mar resulta la opción más favorable, pues el agua marina cicatriza heridas y es el mayor reconstituyente de minerales de nuestro cuerpo. Hay referencias de antes de Cristo sobre sanadores que usaban el agua de mar como fuente curativa de muchas enfermedades. Incluso Eurípides, que algo debió saber sobre pasiones humanas y heridas cardiacas, ya difundía en su tiempo que el agua salina curaba los males del hombre. Sin embargo, ¡cuidado! Por extrañas causas, quien se satura de mar a menudo ve preñado su cuerpo y sus emociones. No vaya a ser que en vez de quedar con un corazón bien remendado, Poseidón te regale un embarazo imprevisto con riesgo inminente de nuevas desgarraduras ventriculares. Es recomendable hacer uso de repelente para insectos de dos patas con piel bronceada y sonrisa encantadora, pues tales bichos y bichas son expertos en romper corazones en menos tiempo del que tardas en darte cuenta. Un corazón recosido resulta vulnerable en extremo ante tales circunstancias.
V
Selene, la hermosa que ilumina la comba celeste cuando Febo duerme, es, a decir de muchos, la mejor remendadora de corazones. Borda lento con hilos de luz y lo hace mejor si se acompaña con música de violines. Pero ya dijo el gran poeta chiapaneco que deben ser dosis precisas y controladas de jarabe lunar, porque en exceso un corazón zurcido por la luna puede quedar para siempre extraviado en su luminiscencia, y no lograrán traerlo de vuelta ni los perros que cantan a su amada luminosa en esas noches cuando ella luce radiante su vestido blanco. Hilvanar el corazón con la luna solo es apto para aquellos de espíritu superior que han probado el ayuno de amor y saben lidiar con el dios Eros vestido de poeta, y no como el niño pendenciero que ven los rústicos amorosos.
VI
Los versos, dardos que envenenan cualquier corazón herido, son eficientes también para la sanación, mas no con todos. Es deseable y hasta imprescindible un poco de locura, además de masoquismo romántico a toda prueba. Aquellos que comprendieron que el amor es una punta de montaña al que pocos acceden, cargan una coraza de escepticismo sarcástico que los salva de los grandes sufrimientos, y atrapan el presente si es bello porque saben que mañana no lo será. Por eso, cuando besan muerden, si acarician aprietan, si penetran se quedan adentro lo más posible y si ríen estremecen las ramas de los árboles; cuando les toca llorar, escuchan o hacen nacer los versos y con ellos cavan ríos para que sus lágrimas lleguen hasta el mar. Son los elegidos, los que se cortan las venas y acaban con todo sin aspavientos, o los que escriben el amor y sus martirios para dejarlo luego marchar tras otras presas. Si pudiéramos ver sus corazones, tendrían tantas fisuras y remiendos como el cielo tiene estrellas.
VII
La última alternativa que me atrevo a comentar, yo que tengo el corazón partido y siempre con un ligero destilado bermellón por entre sus rajaduras, es que dejes el corazón sin remiendo. Conservarlo así en ocasiones es bueno para vivir, pues el drenado tiene sus ventajas, sobre todo si dedicas tus tiempos de trabajo, asueto y sueño a algo que no sea contar dinero, explotar al prójimo, reprimir la vida, juzgar a los demás, divulgar verdades que no son y persignarte noche y día. Si eres libre de espíritu un poco de sangre de tu corazón abre las puertas del misterio y echa fuera los resentimientos, colorea las metáforas, vuelve poderosas las imágenes de los versos y gozosas las aliteraciones. Un corazón ligeramente expuesto pinta mejor tus labios para la aventura de otra boca y enerva tus emociones para no olvidar que sigues vivo. Y si se trata de llorar porque el mundo es imperfecto y un niño abandonado llora triste en la banqueta junto a un perro con la pata rota, es bueno que una leve herida siga abierta. Duda siempre de quien tenga el corazón sellado por completo. Si el corazón sangra unas cuantas gotas, es posible arrebatarle al amor un poco de imposible, convertirse en poeta cuando no hay luna y se extraña a un bardo entre las sombras; ayuda a no olvidar que existen los tiranos, que a menudo Dios es una mujer y que la distopía es la cama donde duerme y despierta la esperanza. Por eso sangra, corazón mío, pero no me mates. Y tú, remendador, descansa un poco, deja en paz aguja e hilo, no vaya a ser que mueras de tanto corazón herido entre tus manos.
Chocolate
Amargo
No hay más que decir, Roberta. Las palabras entre tú y yo son un destilado acerbo y nada embriagador. Nacen desesperadas, duelen en los labios, ensucian el aire. Llévate todo: el auto, el equipo de sonido, tus olores, los sartenes antiadherentes, las ilusiones compradas a crédito y también las que pagamos al cash. Quédate con el perro y yo con el gato; me entiendo mejor con ese peludo que hace lo que le viene en gana y sabe mejor que tú y yo cómo ser libre. Llévate las dos reproducciones de Van Gogh que tanto reclamas, pero déjame las litografías de Chagal; quiero seguir volando eternamente con el bielorruso. Déjame también la mujer desnuda que cuelga en la pared del baño; si los últimos años me hubieras mirado con una quinta parte del anhelo con que ella me ve cuando la visito, te pediría quedarte con todo y tus obsesiones y tus cuatro docenas de zapatos, incluso hasta con tu madre. Llévate los recuerdos, la foto de los dos en la Plaza del Trocadero con la hermosa Eiffel al fondo y la que nos tomó una japonesita en los jardines del Palacio de Versalles, y aquella otra que nos tomaron en el hermoso mar de Capri, justo cuando pasábamos debajo del arco de piedra para ganarnos el milagro del amor eterno, como si la sal y la roca milenarias fueran dioses solidificados. No olvides por favor los amuletos atrapa sueños que colgaste en la recámara para asustar los fantasmas que se metían en tus noches, a los que abrías la puerta por negarte a crecer y enfrentar tu destino. Y no olvides por favor tus olvidos, ni la foto de aquél que por mucho tiempo escondiste detrás de tu mirada, como si esta no fuera transparente e inocente delatora. Si ahora vas hacia él no llegues a su casa sin antes pasar donde una mujer vieja haga limpias con hierbas, rezos y huevos de gallina. Que quite de tu piel mi aroma, mis labios que estampé por todas partes de tu cuerpo cuando mi boca te quería. No vaya a ser que ese otro encuentre un grumo mío pegado en tu axila o en tu pubis, y se ponga triste si su amor es egoísta y posesivo.
Bueno, parece que estás lista. Puedo ayudarte llevando las maletas al auto, Roberta. Debes saber que te ves muy bien con ese vestido color fiusha que elegiste para la retirada, el escote te hace ver realmente sexy. Se me cruza por la cabeza que quieres reconquistarme o jugar a darme celos. No te rías. Bueno, es mejor encontrarle el sentido del humor a esto, ¿no crees? Nadie tiene por qué desenvainar la espada, ya no es moderno. Solo hay una cosa que me inquieta, Roberta, y es para mí un asunto muy serio: he buscado sin éxito las barras de chocolate que compramos en algún lugar del sur de Suiza, cuando viajábamos hacia Venecia, ¿recuerdas? Si las llevas en alguna maleta, te pido amablemente que me las devuelvas. Tú detestas el chocolate amargo, igual que las novelas de Enrique Serna, la música de Madredeus o subir al Tepoxteco. Entonces, no encuentro una razón para que hayas tomado mi chocolate. ¿Que por qué doy tanta importancia a unas cuantas barras de cacao procesado en Suiza? Elemental, mi querida Robe: lo necesito para enfrentar la tristeza que a fin de cuentas sentiré al ver la casa sin ti. Te acordarás que leímos juntos “Por el camino de Swann”, de Proust. En alguna de sus páginas el narrador se pregunta qué haríamos los pobres humanos sin la maravillosa bendición de la costumbre. Así es, queridísima, tardaré buen rato en desacostumbrarme de ti, aunque el amor se haya evaporado y vuele enrarecido bajo los techos y las cornisas de la casa, o se burle de nosotros desde las esquinas mohosas donde susurra una canción que nadie escucha. Solo me queda el gato y el chocolate para ayudarme con la empresa de perder la costumbre de ti.
Anda, pues, devuélveme mis barras y bajemos las maletas. Despídete del minino y sécate esa lágrima que ya no es necesaria. Qué bueno que te llevaste antes al perrillo, así es más fácil para mí. Espero que te hayas asegurado de que a aquel tipo le gusten los chihuahuas y le hayas informado que debe ayudarte con el doblado de las sábanas y no dejar un solo pelo en el piso del baño. ¡Ah!, y que por ningún motivo se le ocurra dejarse crecer los vellos de las orejas ni comer hígado encebollado cuando te invite a comer, que por aberraciones tales el amor de una pareja pierde aquellas humedades que lo mantienen fresco, ¡que lo sabré yo!
Bien, todo cupo muy bien en la cajuela y el asiento trasero. Ahora dame un beso de amigos y ve con él. Regresa cuando quieras por tus demás cosas. Buen camino, mujer…
¡Hey!, ¡Roberta! ¡No olvides decirle que debe pasear dos veces al día al perro!
¡Y gracias por los chocolateees!… amor.
Batido con molinillo
No tengas cuidado, madre. En Suiza hay muy poco peligro para las mujeres. Además, Lucerna es una hermosa ciudad de arquitectura medieval en la que me ilusiona mucho vivir. Todo se ve muy limpio y ordenado. Y no te preocupes de que me enamore de un rubio. Anita Shuff, mi maestra de padre suizo, vivió allá quince años y dice que es más fácil sacarle una sonrisa al tronco de un árbol que a un suizo. ¡Qué bueno!, porque yo quiero concentrarme en mis estudios de maestría; no en algo más. ¿No me crees, verdad? Mira, el hecho de que haya sido noviera no significa que vaya a darme vuelo con los suizos, tú sabes que los güeritos no son lo mío. Aunque… seguramente los hay inteligentes y artistas; esos sí, te confieso, son mi debilidad.
Preocupada deberías estar si me fuera a Italia, porque te diré que esas guapuras latinas sí me pueden. Lástima que sean tan machitos. ¿Sabías que el año pasado hubo más asesinatos de mujeres que nunca en ese país? Y la mayoría por celos y sentido de pertenencia. No, madre, estarán muy chulos, pero con ellos no me meto. Más congoja tendrías si me quedo aquí y lo sabes. Desde hace un año que desaparecieron las dos chicas de mi facultad ya no voy y vengo por todas partes, como antes. No estamos tranquilas las mujeres en este país, por más que tratemos de no vivir con miedo.
No te quedas sola, mamá. Marco te cuida como nadie desde que papá nos dejó. Sabes que mi hermanito ni novia tiene; las matemáticas son sus amores. En dos años será un señor ingeniero. Está mi abuela, además, que vela por ti como si fueras niña chiquita. ¡Ay!, mi vieja linda. ¡Cómo voy a extrañar su chocolate criollo batido todavía con molinillo! Creo que ni en Lucerna voy a probar un chocolate caliente como ese. Son solo dos años y regreso. Estoy seguro de que la abuela seguirá igual de fuerte. Espero que tú, mamita, y perdón que te lo diga, te entiendas con don Abel. ¡Pues sí!, está solo como tú, es noble y te lo ha demostrado; además tiene su buena pensión. A menos que por estar medio calvo no te agrade. ¡Pero si te has puesto roja, mamá! Se me hace que dentro de un año, si puedo volver en vacaciones de verano, encontraré repuestos los rosales del jardín y reverdecidos tus ojos.
Ahora durmamos, mamá. Solo tengo seis horas para hacerlo y aún debo enviar mensajes de despedida a mis amigas. De Daniel no digas nada; ya duele menos que el piquete de un mosco. Se portó tan barbaján al final que no merece una sola palabra mía, aunque me suplique que volvamos. Marco me acompañará al aeropuerto y no quiero verte llorar, mamita, ni a la abuela que ya duerme.
En el respaldo del avión la pantalla indica que son poco más de once horas de vuelo hasta París. Ahí me esperará mi prima para acompañarme a Lucerna. Viene de Zurich y ella sí se casó con un suizo que curiosamente ríe mucho y come picante. El avión ha despegado hace poco. Pensé que vería los volcanes para despedirme de ellos, pero la ruta es otra. Pensé también que no me dolería tanto levantar el vuelo de este suelo ensangrentado y que tendría que pasar más tiempo para extrañar mis calles, los colores de mi ciudad, la alegría que a pesar de todo pervive en mis paisanos, los ojos de mis entrañables amigas llenos de azoro frente a su propio destino. Demasiado pronto echo de menos a mi hermano Marco, que se desparramó como no creía al despedirnos; la bondad de mi madre, que hoy me parece inconmensurable, y el jarro de chocolate que mi abuela preparaba cada vez que se lo pedía. Cierro los ojos y veo el molinillo de madera en sus manos, agitando el dulce mundo líquido que luego bebía con deleite y que llenaba todas mis ilusiones pueriles, ahora mutantes en otras que viajan sobre aviones y escalan montañas nevadas.
Pensé que tardaría mucho más en sentir el corazón fisurado al saber que escapo de lo que más quiero. Las azafatas son amables dentro de este pedazo de cielo encapsulado. Allá abajo y atrás, en el suelo que dejé, Dios parece abandonarte si osas caminar sola por una calle incluso iluminada, como si el infierno hubiera abandonado las tinieblas.
La mujer de ensayada y preciosa sonrisa me pregunta si apetezco beber algo. Esperanzada, pido chocolate caliente. Se disculpa, porque un avión no es el paraíso.
Más tranquila, suspiro para resanar mi pecho. Solo espero que sea verdad la fama del chocolate suizo y mentira la poca alegría de los varones.
Brevedades de amor y otros gritos
LABERINTO
Ella misma no estaba al tanto de su condición de laberinto. Muchos incautos se extraviaron en sus callejas adoquinadas con balcones cargados de flores y colibríes libando néctar por todas partes. Varios Ulises, Perseos, Virgilios, núbiles Romeos, arrogantes donjuanes e incluso unos pocos y angustiados Kafkas, caminaron sus recovecos sin encontrar salidas. Unos no pudieron con el sol que noche y día incendiaba la luz en sus ojos. Otros bebieron en la fuente de su ombligo las pócimas prohibidas. Los más se arrojaron de cabeza en el precipicio del final de la arboleda abajo de su vientre, repleta de humedades salinas en la que confluyen paraísos e infiernos. Benditos aquellos que solo entonaron canciones de amor y recitaron jóvenes versos nerudianos por sus callejas de bombillas recién encendidas, a media tarde y en días de naciente primavera. Qué pena por aquellos que no fueron ni suicidas ni inocentes trovadores, pues locos de atar se les vio rebotando sus cabezas entre una pared y otra de sus senderos alumbrados.
Aun conociéndose, no encontró la salida cuando se hartó de sí misma y sus calles se llenaron de nubes y sus pies resbalaban por los empedrados enlamados. El sol se fue de su mirada y una de las muchas muertes que la habitaban apagó para siempre sus faroles.
LA MARCHA
En la marcha se escuchan muchos gritos: unos nacen de gente bien comida y su fuente es solamente la garganta; otros emergen desde adentro, desde el mismo lugar en que germinan la rabia y el hambre; hay gritos que tienen su incendio en el cansancio de los pies y algunos más son húmedos como lágrimas que no secan. Otros gritos son pancartas, besos, dignidades sonoras, destellos amorosos sobre la carretera. Se enredan unos en otros, en hermandades que parecían imposibles. En el breve tiempo que miden sus pasos, una melodía de tierra nueva se esparce por el aire, una canción augusta que habría de interpretarse con miles de voces, más poderosa que esa que callan los incrédulos apostados a la orilla del camino
Después de la marcha se escucha nuevamente el grito soporífero y destemplado del silencio.
ESTILETE
Cuando la paz es:
preludio de la muerte
digresión de la fe
polución en el aire
calle oscura y asesina
niños tristes en la calle
mujer desaparecida
muchos cuerpos mutilados
aquella madre en duermevela
silencio de balas asesinas
toque de queda al amor
palabra de miedo amordazada
noche perenne sin luna
discursos y discursos y discursos
volcán enmudecido
perla negra sin valor
eterna duda sin alba
ojos que buscan y no encuentran
oraciones sin destino
bruma sin misterio que no cesa
hojas secas sin rocío
tres letras petrificadas
muchas manos desunidas
cientos de besos pendientes
miles de labios resecos
y ganas intensas de gritar…
entonces…
habría que enterrar un estilete
en el falso corazón
de esta armonía.
AMOR DE LUZ
El amor que te profeso, señora mía, me ayuda a soportar todos tus rostros, tus colores, tus devaneos en rojo, en naranja, en blanco intensísimo. El humor de cada día te da tono distinto: denso si un furor caliente te domina; claro, casi transparente si la calma invade todo tu infinito como en las noches de octubre. Yo, ennegrecido, gris, pálido o rojo, estoy siempre para soportarte sin importar el talante con el que cada día presumas tus encantos.
Me gusta deambular contigo en las noches diáfanas, cuando caminas junto a mí, colgada toda de mis ojos conmovidos por tanto relente de luz que me regalas. Me pides una canción, yo te la canto; me pides un poema y doy a luz cuartetos y tercetos, henchido de emoción endecasílaba; me ordenas corretearte en la arena húmeda del mar donde se refleja tu vestido blanco predilecto, y corro tras de ti deshaciéndome de ganas.
¡Cómo me gustaría verte al fin rendida en mis brazos!, sólo en los míos que mueren de celos cuando a otros coqueteas; que me enseñaras a encontrar tu boca, a recorrer tu vientre, tu sexo, tus cráteres completos, tu lado oscuro que siempre me has negado. Cuánto daría por entrar en ti y acompañarte por el firmamento de orgasmos luminosos que cada noche te hacen bella, ya sea creciente, menguante, llena o silenciosamente nueva.
¡Ay!, luna, lunita, alucinante amadísima; si en verdad fueras mujer, tú y el mundo ganarían un hombre, aunque fuese en menoscabo de un poeta diletante.
SINCERIDAD
Si regreso del mundo hasta el sueño que habitas y te miro intensamente durante mares de tiempo, no es testarudez, posesión, delirio, cordón umbilical desde mi ombligo hasta el embrujo de tu pelo. Sólo sucede que perdí en lo abrupto del camino algunas alas de mi autoestima. Al verte, constato tu habitar dentro de mi casa y mis células, confirmo la belleza de tenerte cerca; eso me fortalece ojos, espalda, sangre, quimera, corazón, neurona. Amarte me hace amarme. Como ves, mi devoción por ti es un ejercicio egoísta. Fortalecido, vuelvo al mundo con tus pies, con tu coraje. Perdóname por no amarte sin interés alguno, amor mío.
ATRAPADA EN CUPIDO
Es cierto, es una ilusa y fantasiosa: antes de darle el sí ante la petición de matrimonio, lo llevó a realizarse una ecografía cardiaca. El resultado la hizo llorar: no había ninguna flecha traspasando el corazón.
BÉCQUER
Nunca entendiste, sevillano: Elisa era una golondrina.
Guitarra bruja
No hay historias en mis manos, por más que las fustigo en el teclado. Dudo que de ellas puedan nacer al menos unas cuantas azucenas o jazmines para llenar de aromas esta noche de invierno vacilante. Si alguna musa viniera, no la quiero con angustia en su cara, porque así es como se asoma a mi aposento unas de ellas sin atreverse a entrar.
Hoy no me seducen los altercados cotidianos entre los hombres del poder, ni las rifas de aviones presidenciales ni las promesas del paraíso en los hospitales del país ni once pares de piernas contra otras once tras una pelota. Tampoco encuentro interesante el cumpleaños noventa y ocho de un tal Echeverría; no hay un solo gramo de épica en esa historia. Me tienen sin cuidado los estertores del majestuoso volcán que veo desde mi ventana antes de que caiga la noche, y me abruma sobremanera la quietud de la mujer dormida a su lado: ni un solo quejido en décadas, o una leve fumarola que manche su blancura y su silencio. Hoy, solo hoy, por piedad y salud de este pecho repentinamente deshabitado, no quiero escuchar sobre mujeres desaparecidas ni de niños y niñas explotados sexualmente; ni de migrantes que cruzan el país huyendo de un infierno y caminando sobre otro, con futuros inciertos cargando en la mochila y niños asombrados jalando de las manos.
Quiero que esta noche siga blanca mi dama de papel, ausente del mundo y sus avatares. Dejarla limpia. Guardarla en la inocencia de un monitor apagado. Sin sombra su noble llanura que soporta estoica mis divagaciones lunares.
El futuro inmediato de la yema de mi dedo medio es la tecla delete. Sin embargo… ¡silencio! Déjenme escuchar algo que sucede en el aire.
Por la ventana entra el delirio acústico de una guitarra. Afino el oído y me percato, jubiloso, de que son versos los que llegan hasta mí ordenados en arpegios y rasgueos. No puedo sustraerme y me envuelvo en ellos. Sin darme cuenta me levantan, dejan morir mi apatía sobre la silla, me llevan con ellos y estoy vivo de nuevo batiendo mis alas en el aire de una música andaluza.
Las notas musicales me han llevado hasta la casa de un hombre solo. El viejo bebe vino y escucha ahora en la guitarra “Amar y vivir”, de Consuelo Velázquez. De pronto se levanta, va al otro lado de la mesa y pide la pieza a una dama imaginaria. Ella concede, al parecer, y juntos bailan por la estancia. Uno, dos… Uno, dos… El momento es terriblemente hermoso. Él la mira con los ojos de amor más ciertos que he visto jamás; ella, en sus manos es el aire más esbelto que se humedece con el torrente de lágrimas que manan del hombre. Juro que las esferas cristalinas bailan antes de caer al piso, flotando por segundos porque saben que se vive solamente una vez. Lo que pudo haber sido y no fue, es ahora para los dos. Él, tan vivo como el sollozo; ella, tan invisible en sus brazos. Soy solo un jugador de la palabra en esta noche de pocas estrellas, pero no puedo con esto. Mis dedos lloran también sobre las teclas porque la melodía ha terminado y el anciano tiene ahora un océano salado en los ojos; porque la dama que volvió a casa para bailar con él ha partido y siento el dolor del viejo como si yo fuera sus huesos; porque quisiera abrazarlo fuerte, pero soy un fantasma para él y como autor no me está concedida esta licencia; porque su llanto duele tanto, que temo que al terminar la botella de vino se le ocurra ponerse a dormir para siempre con un frasco de somníferos.
Afortunadamente la guitarra sigue, esta vez con una composición de melancolía más gozosa, una del vate que se decía de Tlacotalpan: “Solamente una vez”. Con voz bien impostada, nuestro hombre la canta con la emoción a flor de labios. No debe sorprenderles que ahora soy yo quien llora mientras escribo, porque solamente esta vez escucho cantar la canción con tanto sentimiento. Sin que se dé cuenta, me siento a mirarlo en la silla vacía de su esposa y suspiro tan fuerte que pienso en un hechizo cuando él se queda mirando fijamente mis ojos, como si me viera. Esto de escribir a veces embriaga y enloquece un poco.
La guitarra ha callado sus cuerdas. El hombre escancia lo último de la botella. Ligeramente ebrio va hacia la recámara. La cama es enorme y frente a ella hay un retrato grande de su esposa y otro más de ambos. Ella es como la imaginé y como él la dibujó con sus brazos: frágil, pequeña, de pelo blanco y con rostro de avecilla. Mientras realiza sus abluciones curioseo por la pared derecha, a un lado de la cama. Hay ahí varias fotografías de ambos en distintos lugares del país y del mundo. En una de ellas tienen de fondo la basílica de San Marcos, en Venecia, y en otra están abrazados sobre una góndola; parecen veinte años más jóvenes. Sin gran dificultad puedo escuchar a Charles Aznavour decir que Venecia parece más fría y más gris sin ella. ¡Qué triste y sola está la cama!, enorme para él, quien toma su lugar al lado derecho y hunde la cabeza en la almohada. Creí que dormiría pronto, pero un acceso repentino de llanto lo levanta de nuevo y enciende en mí las alarmas. Va hacia un botiquín en la entrada del baño y toma el frasco repleto de pastillas. Quiero convertirme en un personaje nuevo que de pronto aparezca y lo salve de su tristeza. No sé, su hijo que llega de sorpresa o un nieto trasnochado y ebrio que después de la farra va a casa del abuelo en busca de complicidad alcahueta. Pero sería demasiado fácil y te tomaría el pelo, lector, sin que lo merezcas. Lo mejor es dejar que la vida ocurra, o la muerte, y respetar sus designios, aunque duelan.
El anciano abre el frasco y toma una de las pastillas con un poco de agua, esfumando la ridícula tensión que en mí se había generado. Debo pensar en seguir o no en esto de las letras; me vuelve demasiado aprensivo. En fin, ha vuelto ya a la almohada y al poco rato ronca sonoramente.
Sin embargo, decido quedarme hasta el alba. De mí depende que su noche pase en pocos o muchos renglones. En esta ocasión decido que solo sean dos.
Se despierta antes de que salga el sol. Durante la ducha lo escucho cantar en tono abiertamente jocoso: “Cantando, en el baño, me acuerdo mucho de ti…” Pienso en aquel comediante de florida bemba apodado Tin Tan. No entiendo demasiado. Creo que debo dedicarme a otra cosa, porque los personajes se me escapan, se desdibujan sin consideración alguna a su creador. Inician trágicos y terminan en comedia.
Después de tomar un café y un panecillo, da un beso al retrato de su esposa que tiene a un lado del buró, toma su maleta y, sin tomar en consideración que pasé la noche cuidándolo y al menos debió intentar suicidarse para darle mayor dramatismo a este relato, sale todo trajeado a litigar sobre algún asunto que le encomienda su profesión de abogado.
Dejemos a un lado mi crisis de escritor. A pesar de todo, estoy feliz, querido lector. Porque un hombre viejo al que yo creía perdido salió de casa con una vida en su maleta. Me ha redimido de una opresión que yo tenía y mi deuda contigo está pagada.
La guitarra trasnochada aún suena a lo lejos, ebria de noche y alcoholes.
Luna de lobos
Al bajar del autobús doy unos pasos y me quedo quieto. Como una foto imperturbable están ahí los mismos árboles y el camino que bordean. Al fondo a la derecha veo el casco viejo de hacienda donde jugué con ella al amor sobre pieles abiertas; hay tremor en mi pecho. La amalgama indefinible de emociones por poco paraliza mis pies al intentar avanzar. No falta nada: las mismas líneas de los cerros, el arroyuelo a un lado del camino, las hojas secas bajo mis pies contándome los antiguos secretos al crujir.
Al poco andar ladran los perros. Sabía que lo harían aunque no fueran los de antes, y que dejarían de hacerlo al doblar a la izquierda; así sucede.
Conforme avanzo, el peso de la maleta parece mayor. Tengo que descansar a la sombra exigua del primer tabachín de la calle. Es enero y estos árboles apenas germinan su belleza de primavera en esa fealdad engañosa de vainas negras y secas. Vuelvo a detenerme bajo las ramas del segundo árbol. Además de la maleta, me pesa todo el cuerpo y temo que el corazón se detenga de pronto por batirse tan fuerte. Siento la presencia de Lucía de manera tan intensa que juro que la veo esconderse tras el tronco del último tabachín, el que guardó mis palabras entre sus ramas cuando le dije que la amaba.
El portal de madera de la entrada al jardín de la casa chilla igual que en mi recuerdo, un rechinido largo seguido de otro corto al abrirse; después un soplido agudo al cerrarse. No puedo creer que los rosales al pie del ventanal de la sala sean los mismos, uno rojo flanqueado por dos blancos, idénticos setos en el jardín y la gran piedra de siempre en el centro; en ella tronaba brujitas cuando niño y en ella me aplasté un dedo que mi madre curó con pomadas y luego Lucía con un beso.
Al entrar a la casa debo buscar asiento para no caer. Los olores de siempre se meten en mí y salen por dos ríos que surcan mis mejillas. De la alacena tapizada de telarañas emergen los mismos aromas que me llevé arrastrando hace quince años hasta que se enturbiaron. Ahora vuelvo a ellos y los encuentro nítidos, envueltos en coraza de polvo y tiempo: chocolate amargo encerrado en papel de estraza; manojos de té limón, salvia, gordolobo, ruda, menta, tomillo y manzanilla; ajo, canela, jengibre, clavo molido y comino, pimienta, eneldo y romero. A todo eso olía mi madre y después ella, Lucía, cuando vino a vivir aquí; así huele aún.
Tomo valor y doy un paseo por las fotografías de la pared y los muebles. En una de ellas está mi madre, señera y noble con su chongo aristocrático. En otra estamos Lucía y yo, sin una mácula en la sonrisa, ella con el vestido blanco que me encantaba y los aretes de plata que le regalé; yo, de bigote y guayabera. Enseguida subo a nuestra habitación. Respiro hondo antes de entrar.
La puerta se abre y me encuentro ahora en un tiempo detenido. Aquí no ha ingresado nadie más que Lucía y yo. Es el mismo aire de hace tiempo que lleva tatuado el jazmín de su piel. Sé que está aquí. La escucho llamarme desde la cama y pedirme el beso de todos los días al despertar. Voy al lecho y me envuelvo en ella, pero se me escapa al poco tiempo.
Temo abrir las ventanas, mas debo hacerlo. El sol entra pleno al correr las cortinas. La luz pretende engañarme y decirme que Lucía no está. Yo no le creo. Ahí está el sillón y algunos de sus libros más queridos. Hay una bata de baño que aún la espera colgada del perchero, un gran espejo que reclama su belleza y su almohada en la que insisten mi mejilla y mis ojos cerrados.
Paso el resto de la tarde acurrucado en las memorias. Sin embargo, sé que los recuerdos más grandes, los más brujos, los traigo almacenados en la maleta. Por eso pesaba como plomo al irme acercando a casa y llenarse de ellos. Hoy por la noche, al alcanzar su trono la luna de lobos en la comba del firmamento, abriré la valija para que los recuerdos salgan a buscarla por aquellos lugares que la guardan, entre las sombras nocturnas, los brillos lunares y los aullidos de los perros. Hay quienes juran que han visto nacer de ahí los imposibles, y yo, cuya único culto ha sido Lucía, estoy convencido de que la veré esta noche.
Bebo varios tragos de brandy mientras espero. De vez en cuando Lucía muerde tenuemente los lóbulos de mis oídos y se va. La noche ya reina por completo y en la terraza la luna pinta escandalosamente su luz con brochazos de frío. Espero la señal; sé que llegará.
Justo a las once con cincuenta y cuatro da inicio el concierto de los canes que retornan a su origen lobuno. La primera luna de enero les revuelve la sangre como ninguna otra y, a quienes ignoran las facultades que enuncian y las puertas que abren sus aullidos, los estremece escucharlos, tanto, como a mí me alegra. Ha llegado la hora de abrir la maleta. Al hacerlo, los recuerdos escapan del encierro, inundan la casa, despiertan presencias y voces dormidas y huyen por las ventanas. Van tras ella, tras mi Lucía diseminada por todos los lugares que amó y amé.
Me apresto, bebo una última copa y salgo a la noche fría a buscarla junto con los recuerdos convertidos en luciérnagas de invierno. Los perros transmutados en lobos continúan con sus aullidos de nostalgia milenaria. La luna me sigue con sorna en su cara iluminada, como si no fuera culpable de este mal de amor que nos lleva a la muerte.
Voy por las calles que anduvimos, busco las sombras que escondieron a mis manos cuando hurgaban en su cuerpo y las bancas del parque en las que edificamos futuros en el aire. La siento cerca y sé que los recuerdos luciérnagas me la entregarán una vez que reúnan los fragmentos de su risa, su pelo azabache y su voz atrapada en las hendiduras del tiempo.
Al llegar al casco de hacienda, tan lleno de presencias de hombres de maíz y mujeres de tierra, la descubro al fin en una esquina, translúcida y ligera como si fuera un fantasma, pálida como si estuviera muerta y cálida al tomarla en mis brazos, como si estuviera viva.
Los perros han dejado de aullar y la noche está en su centro.
Ahora yo me río de la luna mientras llevo a Lucía a casa y la muy redonda me mira con misericordia. No sabe, la altanera, que es esto lo último que buscaba: tener a Lucía en mi delirio y contarle todas mis historias en silencio, con estos ojos que se buscan en la transparencia de los suyos y estas manos que no la dejarán jamás. Al cruzar el jardín, nuestro jardín, el último, mi amada esparce los jazmines de su piel súbitamente acalorada.
La llevo a nuestra alcoba y tomamos la cama por asalto. Los recuerdos luciérnagas han vuelto e ingresan al cuarto, giran a nuestro alrededor y se quedan con nosotros. Son labios los que revientan a besos; son años los que apretamos en instantes; son futuros los que consumen nuestras ganas en el abrazo terminante.
Antes de abandonarme en ella y partir juntos a un viaje largo sin anhelo de regreso, puedo ver por la ventana a una luna piadosa que ha descendido. Alcanzo a escuchar el aullido sereno de un solo can, mientras me pierdo definitivamente en Lucía.
Nina
Uno de los dos debe quedarse con Nina. Si el amor no da para más entre un par de inmaduros como ellos, al menos deben cuidar la salud emocional de su mascota. Si se queda contigo, dijo él a ella, seguro engordará por tanta inactividad, nunca te has preocupado por llevarla a ejercitarse, como tampoco lo haces tú. Si te la llevas, contestó ella, se morirá de tristeza; soy yo quien le canta, quien la acaricia, ¿crees que sólo se trata de sacarla a correr marcándole el paso como a un soldado?
Florencio y la estrella
Dos de Navidad
Entre Barbas y una mujer en fuga
Sales a la calle porque te sientes solo. Laura se fue hace unos días y tu perro está enfermo. Todos se mueven con prisa. Salen de las tiendas cargados de comestibles y botellas de vino. Dentro de poco oscurecerá y hará mucho frío. Quieres encontrar fuera de casa algo que te provoque un poco de calor dentro del pecho, algo que te haga creer que en verdad esta noche será buena como lo pregonan las cancioncillas por la televisión y la radio.
Caminas frente a los escaparates solo por buscar lo que logre despertar en ti un gramo de admiración o sorpresa. Tienes claro que todo es un engaño: las luces, los renos adheridos a los cristales de las tiendas, los cientos de adornos en colores chillantes, el hombre gordo vestido de rojo que sonríe a los niños a la entrada de un gran centro comercial, incluso la sonrisa de la chica que se acerca a preguntarte cómo puede ayudarte cuando en una zapatería tomas en tus manos esas pantuflas que parecen acogedoras. Laura te regaló otras parecidas el año pasado, pero el perro, desesperado por quedarse solo tanto tiempo, las destrozó por completo. Las dejas en su lugar y sales de la tienda porque el recuerdo te duele. La chica borra la sonrisa en automático y levanta los pies alternadamente para paliar un poco el dolor de sus piernas; lleva más de ocho horas trabajando y ya le cuesta ser amable. Se ve tristemente linda con su gorro rojo.
Decides meterte en un bar y pedir una cerveza. Siempre has dicho que detestas los rituales navideños, pero en el fondo esta vez anhelas ser invitado a probar un poco de bacalao o pavo relleno en casa de alguien. Te preguntas cómo se sentirá estar en la mesa de algún amigo y ver caer sobre ti las miradas de reconciliación de la buena señora que pasó todo el día preparando la cena y de su marido de rostro sonrosado por una leve embriaguez, y la de los hijos que parecen bendecidos por el aura de santidad del famoso niño del pesebre. Laura nunca quiso formar una familia contigo y dedicarse a envejecer respirando el aroma tranquilizador de la costumbre. A duras penas aceptó a Barbas y ahora te dejó sólo con él, un can viejo y cansado. Deseas tomarte una segunda cerveza, pero la música insoportable de reggaetón te expulsa del lugar. Quisieras llamar a Leonel y pedirle espacio en su mesa esta noche, o a Claudio. Sin embargo, recuerdas que a la esposa del primero no le caes del todo bien, y a la del segundo, nada bien. Además, no sabes lo que harías en el momento de los abrazos y la apertura de regalos. Por eso decides volver a tu departamento.
Compras una pizza que comerás con Barbas y unas latas de cerveza. Al caminar por el pasillo y luego meter las llaves en la doble chapa de la puerta, te extraña que tu mascota no haga ningún ruido, pues normalmente te percibe desde que subes por la escalera. Entras y ni el olor de la pizza lo hace moverse de su camastro. Al tocarlo notas que aún está tibio y deduces que hace unos minutos estaba vivo todavía; no pudo soportar mejor que tú la ausencia de Laura. No puedes contenerte y desbordas tu emoción sobre el cuerpo de Barbas. Lloras por los once años que pasó contigo, por los doce que tuviste a Laura a tu lado jugando a edificar un mundo distinto sin las reglas y rituales de los demás, jugando a ser superiores y despreciar las ilusiones colectivas. Si al menos tuvieras a alguien que apreciara y midiera la amargura de tu llanto. Pero no hay nadie, las paredes son frías y el cuerpo del perro empieza a serlo. Vives cerca de un puente tendido sobre una barranca profunda, mas no están cerca tus amigos poetas para escribir una elegía por tu suicidio. Tu desamparo es grande y sabes que tienes dos opciones: el puente con esa oscura boca honda de la cañada o el teléfono mudo sobre el buró de tu cama. El instinto de vida mueve tus pies rumbo a tu cuarto.
Casi hueles las varias copas que ha bebido Leonel al contestar el teléfono. Ven aquí, hermano, te esperamos con gusto. Cubres un poco a Barbas para que no muera dos veces por el frío y en quince minutos el taxi te lleva a la puerta de tu amigo. Lloras abrazado a él como no lo has hecho jamás. Su esposa los mira conmovida; hoy le caes mejor que nunca. No te importa si el niño desnudo en el nacimiento representa o no al hijo de un Dios, pero te pierdes en la dulzura de sus ojos y anhelas convencerte de lo que cuentan de él. Dos ponches calientes con brandy entibian tu tristeza, la acarician y diluyen en una nube de sensaciones que te hacen saber que mañana amanecerá para ti, sepultarás a Barbas y abrirás las ventanas para que el aire y la vida imperfecta paseen por tu casa. Por primera vez, desde que eras un jovencito y estaban vivos tus padres, usas las palabras para desear una feliz navidad a alguien. Leonel se conmueve hasta las lágrimas al escucharte. Ahora es tu hermano y te abraza fuerte.
Daos las unas a las otras
Se te ha hecho tarde para salir a trabajar. Hoy es Navidad, mamá, te dice Jorgito, el más pequeño de tus dos hijos, de ocho años. No, chiquito, hoy será Noche Buena y mañana Navidad, respondes. Lo dejas al cuidado de su hermano mayor. No hubo escuela y eso te complica un poco las cosas. Te gustaría quedarte con ellos en casa, ver juntos películas o salir por ahí a dar una vuelta. Sabes que no puedes darte ese lujo, tus ingresos mermaron últimamente y necesitas dinero para pagar los regalos de los niños. Pinche frío, piensas. El ambiente en la ciudad es gélido y gris. Pocos salen de sus casas y a los hombres se les quitan las ganas. Quedan los muchachos, que siempre traen prendido el ánimo para eso; lo que no traen es mucha plata en sus bolsillos.
El microbús avanza rápido por ser vacaciones. Lleva poca gente. Generalmente tardas más de hora y media para llegar hasta tu calle al otro lado de la ciudad; hoy harás unos quince o veinte minutos menos. Como siempre, aprovechas el camino para maquillarte e iniciar la transformación. Te sueltas el pelo y lo peinas. Sacas del bolso los anillos y collares de fantasía. Mientras revisas en el espejuelo de mano el bilé de tus labios, ensayas sonrisas y miradas seductoras para conquistar clientes, sobre todo hoy que el frío puede ganarte la partida. La minifalda y las zapatillas te las pondrás al llegar, en el negocio de un amigo que en ocasiones solicita tus servicios. El documento de identidad, donde te llamas Pilar, seguirá siendo el mismo en tu cartera, pero a partir de este momento y hasta tu regreso a casa, eres Yelina.
Yelina camina diferente al bajar del microbús. Tiene un bamboleo en sus caderas y masca chicle. Pilar, casi has desaparecido en ella, pues esta mujer avienta el pecho al frente, lanza hacia atrás el trasero, fuma y entorna la mirada como tú no sabes hacerlo. Ella es un personaje parido por un abandono y una gran desesperación; tú eres la hija buena que se fue de su pueblo con un hombre hace muchos años y envía dinero a su madre enferma, quien tiene tu retrato en la repisa junto a la virgencita del Pilar, la de tu mismo nombre,
Yelina va y viene por su calle. Un hombre para en la esquina y ella va hacia él. Ven por la tarde, Rojo, la cosa está floja, le dice. Rojo se marcha después de lanzarle una mirada que sabe a advertencia, a cuidadito y te vayas sin darme mi navidad, mujer. Pierde el aplomo por unos momentos, pero ya conoce el juego y sabe jugarlo. Es cuestión de que salga un rato el sol, caliente la sangre de algunos hombres y los convenza de gastar un poco del aguinaldo recién cobrado; que el dinero es para eso, para los placeres. Vengan, señores, hay un pesebre abandonado en mi cuerpo que necesita calor, parece decirles con la mirada. La invocación surte efecto. Después de dos horas de espera llega un chico tímido que aún no ha descubierto los misterios que guarda una mujer bajo su falda. Se va con él y la navidad se adelanta para el muchacho de semblante triste. Tiempo después se fuga con un hombre gordo en un auto largo, quien dos horas después, con su cara de Santa Claus satisfecho, la regresa a su esquina. Más tarde, casi antes de anochecer, es una dama la que pide su servicio. Cómo negarse, sobre todo en estas fechas. Además, la señora es una dama y le parece haber oído alguna vez una máxima que la anima: “Daos las unas a las otras”. Es válido un cambio del género contenido en la expresión, sobre todo en tiempos de feminismo férreo.
La jornada fue intensa para Yelina. Se siente exhausta. Es hora de volver después de saldar cuentas con Rojo, el proxeneta aquel. Regresa en el taxi de un amigo; justo es. Después de un breve relax dentro del auto, se quita las zapatillas y con súbito pudor cambia la minifalda por los pantalones de mezclilla. Empiezas a asomarte tú, Pilar, también fatigada y silenciosa. El desmaquillante muestra poco a poco tu rostro de semblante cansado. Guardas la fantasía en el gran bolso y cierras los ojos durante el resto del viaje. En el ensueño vas al mar con tus hijos para que lo vean por primera vez. No llevas a Yelina la playa. Quisieras despedirte de ella para siempre.
Antes de llegar a la vecindad pasas con doña Marcela por los romeritos, el espagueti y el ponche que le encargaste desde ayer. Aún no son las diez y prometiste a tus chamacos una cena de Navidad. En tu casa tienes sidra, refresco y media botella de tequila. Hay un arbolito artificial encendido y bajo sus ramas los regalos que compraste con tarjeta de crédito. Invitaste a la Meche y a su niña, que también están solas.
Tu hijo mayor, de once años recién cumplidos, se emociona con los audífonos que le compraste; le parece increíble tenerlos consigo. Te abraza como no lo hacía desde hace mucho. Jorgito llora con su primer celular en sus manos. Se arroja a tus brazos, agradecido. ¡Eres la mamá más buena del mundo!, te dice. ¿Verdad, Meche, que es la más buena?
Dos caballitos de tequila también te hacen llorar y sientes que las lágrimas echan afuera algo sucio que llevas dentro. Hablas por teléfono a tu madre y sigues llorando mientras lo haces. Después de la cena los niños juegan con la hija de Meche. Ella y tú dan cuenta del tequila y del six de cervezas que llevó tu invitada. Una pizca de remordimiento inquieta tu ánimo, pues olvidaste a alguien en los brindis y parabienes. Alzas la copa y en silencio profieres: ¡Feliz Navidad, Yelina!
Machete
I
Es diciembre. El lucero del alba luce pleno y aún falta buen rato para que una línea de luz se pinte sobre los cerros del oriente. El frío cala fuerte. No es suficiente la chamarra raída de Lucas, quien no deja de temblar sobre el camión que da tumbos por el camino. Por eso él y su padre se envuelven con el sarape viejo; así entibian sus cuerpos. Atrás van quedando las luces del pueblo y su madre, que desde esa hora se afana en la preparación del almuerzo, y atrás quedan la cama caliente y la escuela que hoy tampoco lo recibirá. La maestra querrá saber de él. Una prima suya, con quien cursa el quinto de primaria, le dirá que se fue a cortar caña con su padre, como ayer, como seguramente mañana. Mientras el camión avanza, Lucas dormita y piensa en lo bella que es la clase de Matemáticas, con lápiz en mano en lugar de tizne y machete, con los hoyitos que se le forman a la maestra junto a la boca al sonreírle después de poner una paloma en su cuaderno, por haber resuelto bien la división con dividendo fraccionario. Piensa que un día le gustaría ser como el ingeniero que inspecciona la quema y el corte de caña, con su camioneta de doble cabina, botas y sombrero tejano. Imagina a la maestra preocupada por su ausencia. Quisiera no faltar nunca a la escuela, sin embargo, también piensa en su padre, que desde el año pasado le dijo ya estás hombrecito y me tienes que ayudar, eres el más grande y yo solo no puedo mantener a tus cuatro hermanos.
Comienza a iluminarse el cielo. En los árboles dan concierto matutino los pájaros. El camión ha llegado a su destino y no hay tiempo que perder. Alguien les indica a Lucas y su padre los surcos que les corresponden. Todavía con sueño, el chaval mueve por instinto en círculos su hombro derecho y aprieta el mango del machete que lo hace hombre a sus once años. El golpe debe ser seco y al ras, como le ha enseñado su progenitor. Después de tirar la caña ordenadamente sobre los surcos, hay que cortar los cogollos y enseguida apilarla en montones. Lucas, después de un buen rato, con la boca y la nariz cubiertas, se ha vuelto una sombra verdugo de tallos por el hollín de la caña quemada, como un diablillo de ese infierno que a esta hora no lo es tanto, pues ya subirá el sol y tornará inclemente la selva seca. Entonces los hombres tizne beberán agua como camellos. Sus ánforas serán oro líquido cuando el sol llegue a lo más alto.
El tlacualero ha llegado y reparte los morrales. Si hay algo que se parezca a la felicidad para los cortadores de caña, es este momento. Lucas come rápido sus gordas con chile verde, tal vez con huevo o unas cuantas tiras de carne deshebrada, porque así le quedarán más minutos para arrellanarse en el tronco de un árbol o tenderse sobre el suelo, antes de continuar con el corte. Los hombres grandes chacotean y dicen albures que apenas comprende. Cierra sus ojos y piensa en la morenita del salón que le gusta, la imagina triste sin él.
Su padre se levanta y lo llama. Lucas se arrastra sin muchas ganas hacia las esbeltas mujeres vegetales a las que debe inmolar su machete para endulzar la vida. Extraña las divisiones y a la morenita, el recreo y el partido de futbol. ¡Zas! El machete vuela con rabia. ¡Zas! El sol ya calienta y el tizne se mete en sus ojos y seca su garganta. ¡Zas! ¡Apúrate, cabrón!, lo azuza su padre. ¡Zas! Lanza el machete con enojo sobre una caña tendida y el filo resbala con fuerza hacia arriba y, ¡zas!, se incrusta en el dedo meñique de la mano izquierda, justo donde nace la uña.
Se llevan a Lucas pegando de gritos con la punta del dedo casi colgando. Ha sembrado su sangre en la tierra seca y no sabemos si de ese tributo a la gran madre nacerá algo. El padre primero lo pendejeó, sin embargo, los hombres tizne que lo oyeron saben que es su manera de quererlo. Lucas no entiende bien cómo sucedió, pero en su angustia y dolor presiente que ha cambiado la punta de un dedo por algo que no alcanza a vislumbrar, pero lo imagina más valioso que una uña y un hueso.
II
Nunca supe cómo se llamaba porque nunca se me ocurrió preguntarle. Todos le decían Canito. Luego se adivinaba que era por su baja estatura. Acaso mediría un metro con cincuenta, pero su cara era recia y decidida. Andaría en sus veinte años cuando nos hicimos cuates. De ida y vuelta al corte de la caña subía siempre conmigo a la cabina del camión. Me gustaba llevarlo ahí porque la manejada se me hacía menos pesada, por sus ocurrencias y buen humor. Me acuerdo que la primera vez que lo invité a subirse me preguntó, poniendo la cara seria, si yo era puto. En vez de encabronarme solté la risotada y le seguí el juego. Sí, Canito, así que ni modo, ya perdiste conmigo, le dije. También soltó la carcajada y a partir de ahí nos llevamos a toda madre. La zafra completa me acompañó mientras los llevaba a diario al corte y de regreso. Por eso le agarraron tirria muchos de los compas.
Un día, al llegar la hora de almorzar, lo vi venir prácticamente arrastrando su machete, tan largo que parecía que lo llevaba el brazo de un niño. Le pregunté por qué no usaba uno más corto y adecuado a su estatura. No, Güero, me contestó, tú estás grandote y tienes los brazos largos, pero mira los míos, cortitos como de enano; si un día me sale por ahí un compromiso, con este machete sí le llego hasta la cabeza a un canijo. Me dio risa su respuesta, pero recordé la sarta de historias que me contó sobre machetes y molleras partidas en su pueblo.
No me reí nada cuando algunos años después, sin dedicarme ya a la chofereada del camión, pregunté por él a alguno de los pocos amigos que le tenían ley y me contestó que al final sí tuvo por ahí su compromiso, y que no le sirvió el machete largo para alcanzar la cabeza de su rival de amores, uno al que Canito, con su gracia y sangre liviana, le robó una trenzuda con la que tuvo un niño que por ahí anda correteando pípilos para jalarles el moco.
Quiera Dios que esta cría no tenga nunca un compromiso igual al de su padre, en paz descanse. Ojalá sea un poco más alto, por cualquier cosa, y se dedique a algo que no sea el corte de caña.
III
Don Félix no es viejo. Para un hombre de campo, trabajador y sin vicios, sesenta y seis años no significan senectud. No obstante, tiene problemas con la vista y uno de sus oídos está prácticamente acabado. Esto último es lo que preocupa a su mujer y sus hijas, pues andar manejando un camión para transportar a los cortadores de caña, con la responsabilidad que eso conlleva, no es la actividad idónea para él, opinan. Hay un ingrediente más que dificulta convencerlo de que abandone el volante y ponga en venta el camión: su terquedad.
Primero fue el cerdo que se le atravesó en el camino. Afortunadamente llevaba el furgón vacío y el enfrenón no causó estragos, solo el cuino destripado y el pago del mismo a su dueño, quien salió a la calle con machete en mano. Cuando don Félix quiso reclamar el cadáver del cerdo, una vez que lo pagó, el del machete le recordó que había pagado su alma, no su cuerpo. Después fue el aventón al vochito blanco manejado por una mujer de boca señorialmente lépera. Ese día sintió que nadie como esa tipa le había hecho recordar tanto a su madre muerta. ¿Qué sigue ahora?, se preguntan en su casa.
Esta tarde se ve contento a don Félix, pues es sábado y está estrenando su aparato auditivo. Lo sorprende escuchar con detalle los sonidos de los pájaros y los ruidos de la carrocería del camión. Va de regreso con los cortadores después de una jornada larga. La sensación de haber rejuvenecido da alegría a sus manos sobre el volante. Toma las curvas de la pendiente con una destreza que creía disminuida. Sobre el carromato viajan más cortadores que de costumbre, cansados pero contentos por haber cobrado lo ganado esa semana. La mayoría va de pie y apiñada, pues el camión tuvo que cargar con trabajadores de otra cuadrilla. Los filos de los machetes largos también se mecen alegres, colgados de la cintura de los hombres que pronto beberán cerveza en la entrada de algún tendajón.
Los oídos de don Félix van despiertos, pero sus ojos no demasiado, pues no se percatan de cómo aparece la enorme vaca negra sobre la carretera, en una ligera curva a la entrada del pueblo. Al meter a fondo los frenos la sacudida hacia adelante es tal que los machetes colgantes hacen estragos en las carnes de unos y en los huesos de otros. Otra vez la madre de don Félix es invocada como hace tiempo no sucedía. El tizne y la grasa se mezclan en la base del camión con las goteras de sangre de algunos desafortunados. Los más nobles y sensatos hacen labor de contención para evitar que el machete furioso de un paisano herido dé de canto o de filo en la angustiada anatomía del chofer, que en pocos segundos siente que los años se le vienen encima.
Una vez que alguien logra pedir ayuda a través de una llamada, después de un rato llegan dos ambulancias para atender a los heridos de relativa gravedad, afortunadamente unos pocos. Don Félix zanja cuentas pagando la correspondiente alma de la vaca, como se acostumbra. Lo bueno es que hoy tocó un dueño comprensivo y sin machete en mano. Una mujer le trae al chofer un bolillo. ¡Cómaselo!, es para el susto, le dijo.
Todos los tercos un día dejan de serlo. La vida se encarga.
El camión se ha vendido y don Félix ahora maneja una camioneta usada tipo pick up. Siembra sus cañitas y a veces platica sus aventuras de chafirete. Aquella vez sí me dio miedo de que me pintaran el lomo a machetazos, se le oye decir.
IV
―Tú, poeta, que tienes las palabras en lugar del machete, habla por nosotros, porque nosotros no sabemos. Nomás tenemos los ojos para hablar.
El poeta habló, como pudo, a nombre de ellos:
―Lo dulce de la caña es para otros, para los señores que ni siquiera se arriman a contemplar nuestra negrura. El verdor también es para ellos y el agua que lo hace brotar de la tierra. De ellos es el conteo de los dineros y los sillones cómodos donde realizan sus cálculos, y las cuentas del banco donde guardan sus ganancias. De ellos son las lunas que los acompañan a beber alcohol del bueno, las noches sin velos de angustia y sin chamacos lombricientos despertando por el hambre a media noche. De ellos el tractor y el aceite, la camioneta y la sombra de los árboles, el descanso y el hoy no trabajo porque alguien lo hace en mi lugar. De ellos lo que sobra y de nosotros lo que falta. De nosotros la nieve negra que oscurece más nuestros rostros cambujos. De nosotros las mujeres cansadas llevando el nixtamal a las seis de la mañana hasta el molino, y los perros flacos en los patios de tierra y los niños que dejan la escuela por un sueño de tizne. De nosotros son los filos del machete, las cortadas hondas en el alma y los soles despiadados vigilándonos a diario. De nosotros las cárceles de tiempo y míseros salarios, la cerveza amarga que nos engaña a ratos y el coraje que apretamos en el puño, a cada descenso del machete, en cada uno de sus vuelos. De nosotros la ignorancia bendita y el susurro del diablo en los cañaverales encendidos, y las miradas compasivas de quienes viven sin tizne y nos ven pasar. Para nosotros son los discursos de aquellos merolicos de palabra inflamada que tienen el poder, y solo nos ven y escuchan en el río manso de sus frases, pero voltean la cara si van por nuestros rumbos y se molestan si el negro tizne mancha lo impecable de sus ropas. De nosotros es el infierno de hojas crepitando y conejos aterrados, y la noche larga que no amanece en nuestros ojos de humo, y los machetes inocentes que no saben hacer revoluciones.
Y el poeta calló, como pudo, a nombre de ellos.
Delirio de jotas y berridos
A Juan José Arreola,
dieciocho años después de volverse un fantasma
El secreto está en su nombre. Lo descubrí cuando extraje del olvido uno de sus libros de relatos más celebrados. Juan José en letras naranjas y Arreola en blancas. La “j” siempre me ha sonado sugerente, coqueta, liviana, como esas mujeres que nos esperan los viernes por la noche en las esquinas para invitarnos una noche de amor fingido, tan ficticio como esos relatos de Juan José. Definitivamente la “j”, que en español representa una fricativa velar sorda, es el elemento mágico. Me hace recordar a una compañera de la escuela de teatro, a la que el maestro le decía con elegancia que su voz parecía de ramera fina. Y cómo no, si el dómine se llamaba José Javier Jovellanos, y cada vez que la citada amiga lo llamaba por su nombre completo hacía que experimentara una erección jodidamente jubilosa. He descubierto, entonces, que todo es por culpa de la famosa y suripanta jota.
Algo así debió pasar con Juan José desde niño, cuando descubrió la música dionisiaca de sus dos nombres con “j”. De ahí debió nacer su vocación por el misterio y la música de las palabras, por la fantasía a la que lo conducían. Sin embargo, el apellido también tiene lo suyo: Arreola. La sinéresis de en medio le otorga ritmo de ferrocarril alegre, de carrusel de feria, de boda de vocales enamoradas. Y no creo que sea un delirio mío. ¡Esa “j”!, ¡esa “j”! Vean en donde se aparece la muy gimiente, como si fuera mera casualidad, así como si nada: Juan Ramón Jiménez, el gran nefelibata de Jardines lejanos; Juan Villoro, que nos ha hecho creer que Dios es redondo; Juan Rulfo, que inventó para la gloria a Susana San Juan, el nombre de mujer más dulce del mundo; José Jiménez Lozano, que en su poema El petirrojo compara al pájaro con la mano de un ángel; Barbara Jacobs, la de Las hojas muertas; Julio Cortázar, cuyo padre se llamaba Julio José, ni más ni menos; James Joyce, de quien Jorge Luis Borges, otro grande con jota, dijo que en el Ulises hay sentencias y párrafos que no son inferiores a los más célebres de Shakespeare; Sor Juana Inés, que en el Asbaje también tiene otra jota; o un clásico antiguo como Décimo Junio Juvenal, cuyo nombre, al pronunciarse llena de música los aires. ¡Dios!, cuánta “j”, ¡cuánta! Mi reino por una “j” en mi apellido. O dos, para ser bendecido por un jubileo lujurioso en mi tinta.
En fin, dejo en paz mis nostalgias por las jotas, que ése no es el meollo del asunto que deseo enhebrar; sí tal vez un preámbulo necesario que rescata minúsculos aleteos del estilo del maestro de Zapotlán el Grande, artífice del misterio y la sorpresa, del humor elegante y erudito.
Lo que quiero es mostrar mi respetuosa indignación en contra de mi admirado Arreola y de la esposa divorciada del juez McBride, que en el cuento del maestro titulado El rinoceronte, comete una de las más graves vejaciones que puede sufrir cualquier hombre que se precie de ser rinoceronte: renunciar a ser protegida, como ambición mayor de cualquier mujer. Y yo, que he dedicado mi vida a cultivar las virtudes y destrezas que hacen de un hombre un verdadero rinoceronte, leí y releí el relato sin poder creer que una mujer como Pamela, con quien se casó después el juez McBride, dulce y romántica, ideal para acompañar en su camino a la fuerza masculina, hubiera descubierto el secreto para vencernos, tomándonos de la cola sin soltarnos y zarandearnos hasta que la fatiga nos cansa y ablanda. Tengo amigos, cuyas esposas han seguido el ejemplo de Pamela, como en el caso del Juez Mc.Bride, y ya no vienen a jugar dominó conmigo los viernes y sábados por la tarde, mucho menos se corren una noche de juerga como lo hicimos durante años. Ahora van a la iglesia y son ovolactovegetarianos, aunque algunos han llegado al extremo denigrante de convertirse en veganos, insípidos como una papa hervida. Los veo pasar a veces los domingos, salen de casa para ir a misa. Si me alcanzan a ver me miran como canes sometidos a los que han despojado de su rabia. Los brillos suplicantes en sus ojos me lanzan un discurso de auxilio. Casi lloro al verlos, yo, que la última vez que lo hice fue cuando murió mi padre.
Arranqué del libro Confabulario las dos hojas que contienen el único cuento que no le perdono al maestro, a quien por lo demás admiro. Podría caer en las manos de mi esposa, a la que adoro porque trasmina inocencia. Aunque me cuentan que, sin haber leído el relato, hay cientos de mujeres domando felizmente a sus rinocerontes. Seguramente se enteraron de que ahí se cuenta que nosotros atacamos de frente y que colocándose a nuestra espalda nos tienen dominados. Algún lector del cuento seguro se los dijo; ¡traidor! Por eso no me extraña que haya muchas mujeres en la calle, sonrientes, bebiendo vino en los bares, participando en revueltas multitudinarias, mostrando su cuerpo tatuado. Yo no me arrimo a tales espectáculos, pero me cuentan que han llegado a tomar las tribunas y sus reclamos estridentes ahuyentan los pájaros de los árboles del parque.
Todos los días vigilo a mi mujer. Ella es como Desdémona, hermosa, dulce y fiel; moriría por mis manos si yo se lo pidiera. Por ella he escrito églogas, odas nerudianas, elegías lorquianas. Creo en su amor, pero trato de colocarme siempre de frente a su cuerpo, a sus ojos. Como estrategia raspo en el suelo mis pezuñas, rechino los dientes, afilo mi asta para infundirle el mínimo temor que hace nacer la ternura en que se cobija una mujer. Pero reconozco que la duda se ha colado en mi casa, entró por la ventana aquella noche en que hacíamos el amor y ella montó sobre mi cuerpo, tomó las riendas y me cabalgó. No puedo negar que lo disfruté, sin embargo, sentí que era otra la que daba gritos libertarios. Desde esa vez se suelta el pelo a menudo, sonríe sola en la recámara sin saber que la miro, canta y brillan sus ojos. Yo lanzo ligeros bramidos cuando estoy con ella, aunque tengo la impresión de que no surten efecto.
Diré la verdad, tengo miedo de perderla y estoy pensando en hacer concesiones. Mañana acudiré a un peluquero especializado en testuces de rinocerontes. Escucharé una propuesta suya. Tal vez me convenza de asumir un nuevo look en el que luzca una frente limpia, libre de este cuerno del que cada vez más se liberan mis amigos.
Mientras tanto, en cuanto dejo de ser rinoceronte, por dignidad necesaria, raspo sin fuerza mis pezuñas en el suelo y suelto mis últimos berridos.
La calle del poeta
La calle Netzahualcóyotl tiene su encanto, claro. Sus casonas pintadas con esos colores intensos que reproducen los de la profusa naturaleza que nos rodea, como es costumbre en nuestra ciudad de primavera perenne, me dan la sensación de un tiempo detenido. Si la caminas por la noche después de las once, es probable que encuentres más fantasmas que hombres y mujeres vivos caminando por ella. No es para menos, la inseguridad sentó sus reales, sus miedos y sus leyes no escritas. Sin embargo, atrévete a ir por ahí alguna noche entre semana, en esa hora en que los autos casi han desaparecido junto con los franeleros que se apoderaron de cada metro lineal de nuestro centro histórico. Detente, digamos, junto a la entrada del museo Brady y disfruta la ilusión de estar en una época pretérita. Si tienes suerte, o si has bebido por ahí dos o tres copas y contribuyes con la imaginación, acaso veas pasar la silueta del galán de galanes, Alain Delon, paseando en sandalias por la calle, o tal vez, y esto sí que sería tremendo, de la hermosa Brigitte Bardot. ¡Qué delirio sería! Menos guapos, pero igual de interesantes y respetables, pudieran ser Diego Rivera, el mismo Robert Brady, Malcolm Lowry o Cantinflas quienes cruzaran por ahí como espectros. Sí, definitivamente tiene su magia sentarse en una de sus bancas y fingirte un enamorado de esos que por las tardes convierte al lugar en un encantamiento para párvulos del amor. Si no tuvieras a tu lado a quien seducir, no faltará una luna de cachetes redondos que asome sobre los techos altos y quiera ser depositaria de tu embeleso.
Dejando a un lado la imaginación, a menudo podemos ser testigos en esta calle de escenas que obligan a detener nuestra prisa y atisbar lo que ahí sucede o se cuece a ritmo lento. Las posibilidades son tantas esta tarde, que darían para escribir buen número de páginas si nuestros oídos y malsana curiosidad nos lo permitieran. Por ejemplo, aquellos dos muchachos sentados en la barda de la jardinera, muy cerca del puesto de periódicos. Están tomados de la mano y se miran a los ojos con una ternura que sobresalta a los transeúntes. Uno le habla al otro con una vehemencia tal vez innecesaria, pues ese otro, que solo calla y se pierde en los ojos del que parlotea, parece no necesitar de los esfuerzos de aquel por convencerlo de algo que ya tiene metido en su pecho y su cerebro. En un arrebato, el silencioso toma el rostro del parlanchín y le planta un beso ruidoso que llama la atención del vendedor de gelatinas cercano a ellos, quien se aleja discreto. Una señora que pasa voltea la cara al verlos y se santigua, al tiempo que profiere alguna inconformidad como esta: “¡Qué tiempos estos que me toca vivir, Señor! ¡Qué tiempos!” Los chicos siguen en su paraíso de manos y besos ahora tiernos, sin importarles lo que suceda a su alrededor, como diciendo sin decir: “esta es nuestra ciudad y nuestro derecho, nuestro tiempo y nuestro amor.”
Dejémoslos en paz. Parece suceder algo interesante un poco más al sur de la calle, junto a uno de esos árboles de hojas acorazonadas que alguien plantó ahí muy a propósito. Es un hombre que rondará los treinta años con una chica que apenas pasará de los veinte. Ella llora silenciosa y percibimos que hace mucho esfuerzo por no dejar salir por completo la emoción. La chica viste sencillo y llama la atención su peinado con trenzas, tan poco común en las jovencitas de la ciudad. Tal vez llegó de algún pueblo a la terminal de autobuses que está cerca. El hombre viste de botas, chaleco y sombrero tejano, su rostro denota grandes esfuerzos por convencerla y a momentos parece suplicante. Después de unos minutos ella deja de reprimirse y se arroja a los brazos de él. El hombro de la camisa del varón se humedece de inmediato. Todo indica que hubo aquí un discurso de arrepentimientos y perdones, sin embargo él no llora, solo la toma en sus brazos y la cubre con su cuerpo volteando a ver con cierto recelo a los que pasan, como si les dijera esta mujer es mía y de nadie más. Quiera el destino que en esta banca no se cocine ahora otra historia de opresión y violencia. Quiera la suerte que este árbol no sea acusado algún día de alcahuete.
Ya obscurece. Los días son cortos en esta parte del año. Parece que todas las historias de este día serán similares a las anteriores. Pero, detengámonos un poco. Ahí donde una callecita empedrada hace intersección con Netzahualcóyotl parece estar a punto de suceder algo realmente importante. Una mujer de mediana edad camina de norte a sur por el lado poniente de la calle. Es bonita, pero se le ve cansada. Lleva una bolsa con pan y otros comestibles. Al otro lado de la calle camina un hombre más o menos de la misma edad que la mujer. Va en sentido contrario al de ella y lleva ropa deportiva. Su pelo es entrecano y su rostro está marcado por arrugas prematuras. En algún momento, tal vez motivado por lo llamativo del vestido floreado de la mujer, detalle sin el cual el destino pudo seguir otro curso y llevar por senderos irreconciliables a dos que alguna vez se amaron, el hombre voltea hacia adelante y a su izquierda, y la mira. Se detiene unos segundos tratando de creer lo que ve. Hipnotizado, cruza hacia el otro lado rogando que no se trate de una ilusión de los sentidos. Justo donde confluyen las dos calles, ella lo descubre y se detiene como si chocara con una pared invisible. Ninguno de los habla; no pueden. Ambas respiraciones están sumamente agitadas. La mujer se vence por la sorpresa y cae desmayada. De la bolsa sale rodando una lata de atún. Él va hacia ella y en medio del llanto intenta reanimarla. Al principio la toca como si la mujer fuera la representación de algo sagrado y prohibido, como si no creyese aún que es ella la que está tumbada en el suelo. Alguien se acerca y le ofrece ayuda. No es necesario porque la mujer ya despierta. Con los ojos todavía incrédulos se arroja a los brazos del hombre entre sollozos y gritos de emoción, estrujándolo y pegándose a su cuerpo para creer que es él, que está vivo después de diecisiete años de pensarlo muerto. Seguramente nunca alguien pronunció el nombre de José tantas veces y del modo estridente como ella lo hace ahora. Después de unos minutos, la pareja se pierde por la callecita empedrada que no era su destino poco rato antes, sin preocuparse por la lata de atún que rodó desde la banqueta a la calle. A un lado hay un parque y ahí podrán continuar esa historia trunca desconocida por nosotros. Perdonen quienes hayan seguido estos fárragos narrativos hasta acá y esperan con pelos y señales los antecedentes de estos dos que ahora se encuentran, pero entenderán que no se trata de inventar cualquier cosa así porque sí, como si la vida por estos lugares no fuera realmente complicada y vastísimas las posibilidades. Bastan unos datos para ilustrarlo: nuestro estado es el tercero en secuestros en el país y mueren violentamente treinta y uno por cada cien mil habitantes; ocupamos el cuatro lugar en homicidios en general y tenemos una de las más altas tasas de feminicidios; además, gran cantidad de paisanos emigran lejos por la pobreza o inseguridad y jamás vuelven. ¿Se dan cuenta? Dejemos entonces que esta pareja escriba su historia futura, esperando que sea buena, pues por lo visto la pasada no lo fue.
Nosotros volvamos a nuestra calle, poética porque tiene el nombre del gran lírico texcocano que alguna vez nos dijo: “Alegraos con las flores que embriagan,
las que están en nuestras manos.” Ni duda cabe, los dioses fueron dispendiosos con nosotros, pues nos dieron tantas flores que caminamos entre ellas sin rendirnos a su encanto como aquellos que llegan por primera vez a esta ciudad.
La noche avanzó y la calle ha quedado solitaria. Dos barrenderos recogen hojas caídas de los árboles y basura desprendida de manos ignorantes. Podemos ir a descansar, a menos que se nos antoje un recorrido nocturno en compañía de vino y fantasmas que podrían sorprendernos.
¡Salve, rey poeta! Tu calle está limpia. Solo quedan las flores, solo los cantos.
Panegírico de amor con sombrero
Desde que te fuiste, una parte del mundo quedó muda. Muchas voces hablaban a través de ti y aunque aún te buscan no te encuentran. Viajan en parvadas como los pájaros, por los mismos cielos que habitaste. Encuentran tu silencio ensortijado en rosarios de recuerdos y ahí pernoctan las voces, se abrigan unas a las otras para atenuar el frío de tu ausencia. Yo, que también repito en el silencio tu voz para no olvidarla, me arrimo a las aladas palabras que te buscan, las abrigo y me cobijan ellas, trémulas si las tomo en mis manos y las llevo a descansar en algún libro; luminosas si las meto en mis ojos para que te sigan buscando en los espejos; húmedas si las vuelvo ríos corriendo mis mejillas hacia la tierra que te guarda. Cuando se cansan de dar vueltas en el aire y el día ha calentado, las voces descansan en la copa de un gran árbol, extienden sus alas para secarlas y toleran el cenit, silenciosas, pues no les dejaste ni un silbo para enfrentar el sol. Al caer la tarde los colores divinizan el poniente. El crepúsculo hace pensar en paraísos y tras ellos van y tras de ti las palabras mudas que te extrañan. Las miro volar y disolverse en los colores intensos e imagino que vuelas con ellas sin poder volver aquí, donde siempre volvías.
Quisiera saber a dónde van los oídos de los muertos, o si hay una rendija en la que arroje mi voz y te alcance. Me duelen tus canciones olvidadas en el patio de la casa, en las paredes que las susurran al mediodía, cuando anunciaban tu llegada los ladridos felices de los perros y la cocina cantaba su melodía de sartenes y fuegos encendidos. Yo era capaz de advertir la alegría mohosa del clavo en la pared al recibir tu morral; y veía con claridad a dos árboles añejos −lo juro−, llorar gotas de contento si pernoctabas bajo su sombra. El calor entonces se tornaba un tipo amable que nos acompañaba bebiendo cerveza y compartía con nosotros las dos o tres peripecias fundamentales del día. Hoy, si no se puede menos, de vez en cuando bebemos ahí los que te amamos y parece que tu voz y tu risa se descuelga por las ramas de los árboles, nos cuentas dos o tres chascarrillos y luego te dejamos descansar sobre la hamaca, ahora por tiempo indefinido.
Y tus ojos, padre, ¿a dónde se han ido? ¿Hay verdes cañaverales que los solazan allá en el misterio?, ¿y bondadosas lluvias, montañas eternas, pencos animosos? Me niego a pensar que alguna omnipotencia haya bajado la cortina para siempre. ¿No es la noche inmensidad de luz que duerme a ojos bien cerrados?, ¿qué acaso, si aspiro al paraíso, sea en la tierra o en el sueño de un cielo, no debo transitar primero por círculos de sombra?; ¿y por qué hablan, los que han ido y vuelto, de un túnel de luz al final del camino?, ¿o es delirio y locura para una amable fuga? Yo no lo sé ni sabré si el sueño es este que transito, si mis manos son las tuyas que dejaste, si mis ojos son los pozos de luz por los que miras, si caminas con mis pies para indicarme la piedra, la trampa, el embuste que me espera a la vuelta de la esquina, y también las aguas claras en que debo bañar cada una de mis alegrías, muertes y resurrecciones. Yo no lo sé.
Este día terminó el planeta un recorrido más alrededor del sol llevándote dormido, en ese silencio denso y pesado en el que habitan los que imaginamos muertos. Hace unas noches, mi hermana en un sueño te miro llegar y decirle con semblante plácido que ahora sí ya partías. Tal vez solo esperas que levantemos el altar y guardemos los rezos y se apague el gran cirio, para echar a andar hacia la casa común de todos. Atravesarás el río Chiconahuapan con el auxilio de tus perros que marcharon antes que tú para esperarte en las orillas, como si hubieran conocido de siempre su gran destino ganado con la muerte. He de creer esto para no morir también contigo. Allá, padre, encontrarás las mismas montañas que dejaste y la misma culebra de agua que mojaba tus campos, saltarán conejos, correrán lagartijas y cruzarán parvadas de pájaros esos cielos ignotos. No soplarán vientos fríos y vivirás en el pecho del sol, ni faltará el aire limpio porque tú serás el aire. Regresarás cada tarde de tormenta convertido en lluvia sobre esta tierra que amaste, la misma que fertiliza tu cuerpo para la regeneración de la vida. Jamás te faltará la música, porque la escucho manar desde miles de gargantas. Parecen aves, pero son almitas viejas que regresan a cantar para que no vayamos tristes por la vida y la muerte. Eso dicen los abuelos.
Quisiera alargar mi mano para sacarte de la nebulosa donde aún te imagino, pero mi hermana dice que sonreías en el sueño y despertó feliz porque tú lo eras. Así sea. Camina sin miedo hacia adelante, señor de los arriates bordeados con cempasúchiles, yuntero abridor de la vida en los eriales, tejedor de sueños a punta de arado, aguador eterno de los cielos bondadosos, pajarero perpetuo de los arrozales, hacedor de oasis en arenas secas, sembrador de palabras llanas en sábanas de tierra, poeta que hacía versos con sus manos. Los que te amamos te debemos la espiga, la risa fresca y la canción a lomo de caballo; la calabaza en dulce y la semilla de pipián, la caña verde y la sonrisa de sus cortadores, la palabra clara y la sentencia justa; la sombra fresca, los muros fuertes y la mujer hermosa que sembró a tu lado. Te debemos también la azada y la semilla, el vientre de la tierra y el sombrero, la sonrisa limpia y tu mano franca extendida para siempre.
Tal vez sea la hora de enterrar la tristeza, apuntalar la fe y rescatar las alegrías que juntos compartimos. Pero eso apago mi dolor y te abrazo fuerte para acompañar nuestros caminos. Tus fotografías, mis yerros y los tuyos, tu amor y el mío, el tiempo deslizándose sobre la vida y la muerte, los recuerdos que habitamos, los perdones necesarios y las dudas que jamás resolveremos, todo cae ahora en un crisol indisoluble que amoroso nos resguarda.
Sigue tu viaje, labrador eterno de las vegas y los páramos.
Mujer en la terraza
“- Adiós, dijo el zorro. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple:
Sólo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible para los ojos.
- Lo esencial es invisible para los ojos – repitió el principito para acordarse.”
“El Principito”, Antoine de Saint-Exupéry
Desde que te quedaste sola, con excepción de las tardes de cine, teatro o copa de vino con amigas, el ritual crepuscular inicia con el disfrute del café veracruzano que prefieres. Mientras lo bebes, eliges alguna música suave, ad hoc para tus sesiones contemplativas. También preparas la botella de vino, porque invariablemente apeteces alguna copa después del café, cuando te dispones a entrar en la fase más profunda de tu ensimismamiento.La terraza te espera, Violeta, y tus gatos también. Parece que a los mininos les gusta acompañarte en tus sesiones meditativas poco ortodoxas, en las que entremezclas las respiraciones profundas con los sorbos de café; o tus mantras predilectos con un trago de vino, o bien, si te pones intensa, con fumaditas de mariguana, de esa que te acarrea tu amante eventual, aquel con el que intentas despertar tu energía kundalini que duerme en el muladhara, el primero de tus chakras.
Una vez que la tristeza por la muerte de tu marido se fue deshilando con el tiempo, decidiste que usarías tu libertad para colaborar en la transformación del mundo partiendo de tu transformación interior. Todos estamos entrelazados, los vasos comunicantes son nuestros pensamientos y nuestras vibraciones energéticas; aprendiste eso como una máxima central de tu nueva postura ante la vida y lo repites cada que puedes en los círculos que frecuentas. Más aún, esa idea es el eje de tus meditaciones por la paz del mundo, por las mujeres violentadas, por las víctimas de las dictaduras, por la naturaleza que nos empeñamos en destruir o por aquellos que eligen la diferencia para vivir dentro de ella: neohippies, anarquistas, naturistas, feministas radicales, anticapitalistas globalifóbicos, homosexuales, lesbianas, bi, trans, pansexuales, autosexuales y demás. Tienes la firme convicción de que, postrada en lo mullido de tus cojines con estampados hindúes, eres capaz de mover energías que ayuden a transformar a los otros y al estado de las cosas. Como curiosidad intelectiva, se te ha ocurrido que tus gatos son en realidad almas viejas que cumplen su destino sagrado acompañándote, pues son los únicos capaces de estar contigo en tus silencios y entender tu lucha aparentemente pasiva a favor del mundo. Los felinos, así como tú, son una neurona más del universo y tu conexión sináptica con ellos no depende de racionalizaciones inútiles. Por eso cuidas y procuras a tus mascotas con el mismo amor que ofrecerías a los hijos que no tuviste. Arnoldo siempre quiso un heredero, pero algo anduvo mal en su esperma y no fuiste capaz de tomar el de otro, lo que no significa que no te hayas deslizado algunas veces por el vibrante tobogán de la infidelidad, sobre todo cuando tu esposo enfermó y ya no pudo ayudarte a liberar la energía de tu chakra sexual o perineo, acción indispensable para no poner presas al camino de tu evolución espiritual, solías decir. Ahora, sin Arnoldo y con tu instinto sexual en mengua, consumes la mayor parte de tu energía en ti, y desde ti hacia los demás.DeepakChopra, presumes, te ha ayudado a comprender que si una célula se agita dentro de tu cuerpo el universo entero se mueve, y si sucede que un aleteo de duda le da a tu semblante un color de melancolía, vas al estante y tomas “El libro de los secretos” de tu autor de cabecera.
Esta tarde la luz te parece maravillosa, especial, con esos tonos de otoño que dan a cada árbol la calidez y el sosiego que sientes al sorber el café. Siempre has gustado mejor de la luz que precede al ocaso, tan hermosa como efímera; la luz matutina tiene proyecciones tan intensas que enervan tus sentidos y te invitan al movimiento. El crepúsculo, en cambio, va a tono con el ritmo profundo de tu respiración, el amarillo de tu vestido y los colores de tu noción privada de lo divino. Has decidido no salir de casa y solicitado a tu amante ocasional que no insista en verse contigo, puessientes el llamado urgente de muchos hermanos que sufren. La música persa antigua elegida para hoyy tres fumadas a un porro te llevan lentamente hacia adentro, tanto que tu mente vaga por altas montañas y puedes ver sábanas de nubes tendiéndose en las cañadas, no hay calor ni frío, ni estridencias que enturbien tu paz. Desde ahí, al convertirte por completo en tabula rasa, lo único que emerge de tus labios y acompaña rítmicamente el fluido de tu respiración es el mantra “Om Shree Krishanayee Asurakrant Bhar Harini Namah”, uno de tus preferidos para alejar y silenciar a tus enemigos, que en esta ocasión son los enemigos de todos aquellos para los que hoy trabajas desde la terraza con la ayuda de los gatos, que entrecierran los ojos al sentirse transportados por las vibraciones de tu voz y el cuenco de cuarzo que manipulan tus manos.
Si los escépticos y aquellos que se burlan de tus tendencias místicas supieran quiénes son los adversarios de este día, digámoslo así para ser políticamente correctos, seguro te venerarían como tú al Buda de piedra bonachón que te mira desde la esquina. No piensas en los nombres de estos rivales del mundo, el conjuro energético no requiere que lo hagas; pero antes de iniciar tu sesión sí pensaste en ellos y sus tropelías. Hablamos de un tal Bolsonaro, empeñado en terminar con los aborígenes de la selva amazónica para dejar entrar el capital y explotar esa riqueza natural que nos protege del colapso; de un tal Piñera, enfrentando a tiro de carabineros una revolución juvenil que le estalló de pronto y dejando ciegos a docenas; de una cuadrilla de fascistas en Bolivia, reprimiendo indígenas y declarando que la Biblia ha vuelto al palacio de gobierno; de los desalmados que aumentan las estadísticas de hombres y mujeres muertos o desaparecidos en tu país, en cuya bandera resalta el rojo sangre sobre el verde y el blanco; del presidente haitiano JovenelMoise, que carga con muchos difuntos por su represión a uno de los pueblos más pobres del mundo; y claro, de igual modo nos referimos al más estúpido y racista presidente que han tenido los estadounidenses, pelirrojo chupasangre de latinos. También hablamos del vecino de tu calle que amenaza con estrangular a tus gatos si continúan defecando en su jardín, de los dueños de Monsanto y su glifosato cancerígeno, de tu hermana Cuca que reclama para sí parte de la herencia que te dejó tu madre, de la perturbada Laura Zapata y sus ataques a una diputada obesa y, en fin, de todo aquello que pone en riesgo tu frágil equilibrio y la mayormente débil armonía del mundo.
Llega un momento en que flotas, abandonas el mantra en el aire y apenas escuchas la música de fondo. Ni siquiera reaccionas ante uno de los gatos, que ha concluido primero que tú la sesión meditativa y busca tu regazo encajando sus patas delanteras sobre tus piernas. Si pudieras ahí te quedarías, en esa región sin tiempo y malestares; volver al mundo es un poco triste y solo tienes la fe para creer que en verdad vale la pena tu esfuerzo hacia los demás. Sin embargo, basta una pequeña ráfaga de aire o la insistencia de tu minino para que en algún momento te conectes de nuevo y vuelvas desde el lugar al que has viajado.Primero lo haces con tu respiración, poco a poco con las sensaciones de tu cuerpo y, al abrir los ojos, con la conciencia plena de que estás sentada frente al Buda en la terraza de la casa, de que ha oscurecido y tal vez sea hora de silenciar la música persa, ir a darte un baño y disfrutar de la maravillosa sensación que te domina y durará tanto como quieras, claro, mientras nadie te llame por teléfono para comunicarte el secuestro de un ex rector de una universidad o de tres tipos asesinados frente a un taller mecánico en una avenida céntrica; y mientras no prendas el televisor o tomes el celular para ponerte al día.
Quédate ahí, contigo. El mundo es el de siempre, pero ten al menos la esperanza de que lo hayas mejorado un poco. Da de comer a tus gatos y, si puedes, riega las plantas porque ha dejado de llover. Goza de este paréntesis como sabes hacerlo, en ti habita hoy el paraíso. Mañana al abrir los ojos, deberás continuar, Violeta.
Digresiones de otoño
SEÑALES
Al Gabo
El señor García Márquez tuvo un desvanecimiento después del desayuno. Su presión sanguínea bajó. La opresión en el pecho asustó a su mujer, quien llamó de inmediato a un taxi.
Rumbo al hospital pasaron por un parque, en el que alcanzó a ver a un viejo con unas alas enormes; se sobresaltó. Un poco antes de llegar, quedó ensimismado con el perfil del taxista, un joven tan dulce y amable que le pareció conocido. Preguntó su nombre. “Soy Ulises”, respondió el muchacho. Se sobrecogió aún más.
Lo atendieron diligentemente. Al poco tiempo se sintió mejor. La enfermera que lo atendió, bellísima y llamada Remedios, desapareció entre los ángeles de bata blanca después de guiñarle un ojo y dejar su perfume disperso por los pasillos.
Durante el regreso, al detenerse ante un semáforo, una mujer extremadamente senil lo saludó desde una banca en la acera. Antes de que el auto reiniciara su marcha, supo que era Úrsula Iguarán, por el calor intenso que experimentó. Al llegar a casa vio que por una ventana entraban y salían mariposas amarillas. “¿También tú has venido por mí, Mauricio Babilonia?” Antes de ingresar, alcanzó a ver al coronel Aureliano Buendía, solitario y retraído en la esquina de la calle. Le sonrió melancólico.
Los personajes que tanto quiso regresaban a comunicarle su destino. Intuyó que cuando se topara a Melquiades con un pergamino abierto en sus manos, sería la hora de partir.
Los últimos días pasó las horas mirando los ojos de su esposa, quien se arrobó con tanta ternura inusitada.
DESVELO
A Rulfo
Los ladridos de los perros vienen desde muy lejos. Aun así, ya van dos noches que me despiertan a medio sueño. Me revuelvo en la cama, inquieta como chinicuil en comal. Es inútil, no logro dormir de nuevo.
Es ella, Dolores. Quiere que acompañe a su hijo a platicar con los muertos.
Mientras me preparo un té de tila escucho los cascos de un caballo que pasa resoplando por la calle. Debe ser el cuaco de Miguelito Páramo que no puede con su tristeza y corre para ver si la sacude de su cuerpo. Me asomo para verlo y no lo veo, pero sé que lo jinetea la muerte.
Subo a mi cuarto. Después de un silencio largo que me atraviesa el cuerpo como un temor caliente, escucho a Juan Preciado saltar la barda de mi casa y, quién sabe cómo, subir hasta mi balcón. Me encuentra con el libro en las manos, escuchando los murmullos que lo aniquilan, preguntándole a los difuntos si de alguna manera siguen vivos. Me toma de la mano y me dice que si me animo a acompañarlo tendría fuerza para revivir, para que luego refundemos juntos la Media Luna. Naturalmente, me niego, porque en cuanto amanezca tengo que llevar a mi niña a la escuela. Además, Comala queda lejos, tanto, que los ladridos de sus perros son como ecos antiguos que viajan por el aire para prevenirnos de que Pedro Páramo aún recluta hembras por estos lares y estos tiempos. Tiemblo de miedo un poco; tiemblo por nosotras dos, tan solas. Me asomo al cuarto de mi hija para cerciorarme de que descansa tranquila.
El té de tila ha surtido efecto. Me despido de Dolores, y en la página 81 suelto de la mano a Juan Preciado para ir a dormir un rato. Antes de cerrar el libro, lo vi soltar una lágrima que humedeció el papel.
Sueño con él hasta el amanecer.
AYOTZINAPO
A los 43
Tenía un nombre, y derecho a respirar, a beber, a besar; ejercía mi facultad de discernir, bordaba sueños, construía un horizonte; había un lugar para mí, dos o tres caminos que elegir, una madre buena y muchas montañas como nodrizas. Era dueño de un presente que lanzaba mi nombre hacia adelante, nubes blancas invitándome a su viaje.
Una noche, todo cambió, un instante aciago dentro de esa noche
La boca de una bestia rabiosa mató las sílabas que en unión amorosa me dieron nombre por años; solo me dejó: ayotzinapo, una palabra fusil, una bala de letras quemando todos mis matices. Ya no Juan y sonrisa; ya no Pedro y travesura; ya no Manuel y canción. Todos ahora ayotzinapos, ceros a la izquierda huyendo de la metralla, delincuentes sin delitos, ángeles mestizos desalados y desaparecidos en su mismo cielo.
Nunca volvió a amanecer para nosotros. Al final nos quitaron hasta el mote que a pesar de todo nos daba identidad, raíz, asidero a una tierra. Hoy somos un número extraviado entre el uno y el cuarenta y tres, el balbuceo de un alzhéimer colectivo, el silencio que se avecina sobre una tumba sin asiento.
No sé si he muerto o estoy vivo, pero debes guardarme en el corazón de tus ojos, gritarme en las calles; contigo seré voz y barricada hasta que a la bestia lo ahogue su corbata.
PUREZA
A la inocencia
En noviembre suelen visitarme los ángeles.
Ayer se filtraron en mi cuarto en algún momento de la madrugada, justo en medio de un insomnio, entre el sueño y la vigilia. Me cantaron dulcemente y pude dormir con placidez, aunque poco antes de amanecer su inquietud me despertó definitivamente. No pude evitar que se colaran conmigo a la ducha, pícaros; se divirtieron de lo lindo con la crema de afeitar, les encantó verme trazar caminos en mis mejillas con el rasurador. Después, durante el desayuno, arrugaron las narices manteniéndose a distancia; parece que les desagrada el tufillo de los huevos estrellados y la acidez del jugo de naranja. Mientras yo me alimentaba, ellos se entretuvieron jugando con el perro y algunos otros hojeando una revista de National Geographic. Cuando salí de casa para ir a mi trabajo, alborozados, subieron a mi auto en el asiento trasero. Asomaban la cabeza por las ventanas del auto, como niños; el aire, que es su elemento, les sienta de maravilla.
Al momento de encender la radio y sintonizar el noticiario matutino, agitaron sus alas escondiendo sus rostros detrás de ellas. Como subí el volumen para escuchar mejor las noticias sobre crímenes, gobernadores criminales que huyen y el aumento al precio de la gasolina, no soportaron más y saltaron por la ventana como alma que lleva el diablo.
Los entiendo, se trata de mantener la pureza.
HERMES, EL BESO
A los que parten
¿Recuerdas nuestro primer beso? Sabía a fresa, raíz cuadrada, enunciado bimembre y a recreo. Alado, recorrió primaveras, veranos, otoños; fue chimenea en muchas navidades. Aún nos acompaña en este invierno que nos encuentra juntos. Dámelo otra vez, amor, aunque ahora sepa a manzana hervida, a camino andado y sal de mar, y un poco a exilio. Lo llevaré como alimento en el último viaje.
Mis muertos
La muerte no está extinguiendo la luz;
solo está apagando la lámpara porque ha llegado el amanecer.
Es dos de noviembre y estoy sentado a un lado de la ofrenda brindando con mis muertos. La boca de una botella de tequila añejo, el favorito de mi abuelo, ha probado mis labios y supongo que los suyos, porque si por una razón principal volvería aquel viejo lindo, sería para posar sus ganas en esa boca de vidrio tan amada y plena de aromas. La calabaza en dulce ya supo también de mis dientes y de la dulce mordida invisible de mi abuela, quien con almíbares compensó en vida las penas que le tocó vivir, que no fueron pocas. Las tabletas de chocolate criollo han recibido los besos virginales de mi querida tía Clarita y los míos.
Sé que mis muertos no tendrían que venir cada noviembre a departir conmigo y recibir mi ofrenda; no necesitan hacerlo porque los tengo siempre aquí, cada uno en su cuadro en la pared, con su eterna mirada socarrona. Los quiero tanto porque no me juzgan, no vigilan mis pasos ni merman mi peculio, ya que no piden nada. Callados, me miran desde la bonhomía que parecen adquirir todos los muertos al empezar a serlo, ayudados por la bondad propia de los recuerdos de quienes seguimos vivos. Para amarlos basta poco: mi amor, un trapo viejo, algún plumero, unas cuantas flores de vez en vez, eso y menos necesitan para seguir contándome sus historias por las tardes, cuando las cosas no van bien y requiero charla, compañía. Entonces se desatan con su andanada de evocaciones; vieran cómo gozo el anecdotario. Revisamos álbumes de fotos, diplomas, videos e incluso recortes de periódicos, porque debo decirles que entre mis difuntos hay quien conoció alguna fama y se codeó con el glamour. En ocasiones bebemos juntos, especialmente lo hago con el abuelo, que baja desde su lugar en la pared, justo en el rellano de la escalera. Le encanta compartir conmigo su tequila predilecto. El problema es que a él no se le sube el alcohol a la cabeza como a mí, sigue firme, con su mirada recia y el bigote airado. Ya medio borracho le cuento mis cuitas hasta que vació por completo mis frustraciones y dolencias, todo chillón y compungido. Entonces veo cómo el anciano relaja el entrecejo, humedece sus ojos y me dicta en silencio las dos o tres sentencias en las que compendia los secretos fundamentales para vivir. Avanzada la noche terminamos la tertulia y lo llevo a su pared; es un muerto viejo y me hace pensar que el reposo es la condición esencial para transitar su eternidad, lo que tal vez no suceda con aquellos que tuvieron la desgracia de morir jóvenes e insatisfechos.
A un lado del abuelo está mi tía Clarita. Murió de amor y sin amor hace nueve años. Siempre fue mi adorada alcahueta, cuando niño me daba los dulces y refrescos de cola que mi mamá me negaba. Por un tiempo mi madre eligió el vegetarianismo para mi familia. Era mi tía quien me proveía en secreto de las salchichas y el jamón serrano que tanto me encantaban. Con apenas cinco años mi ruego la conmovía: “Una salchichita tía, sólo una”. Arremetía furibunda contra mi madre a la voz de: “Los estás matando de hambre, ingrata”. Ahora baja a tomarse un rompope conmigo mientras le platico las peripecias de mi vida. A veces me pregunta sobre la telenovela de moda y le cuento la trama completa, o se la invento. Le gustaban y siguen gustando tanto los melodramas, que por eso la ubicamos justo frente al televisor de la sala. Tal vez sea efecto de la luz vespertina que se filtra por el ventanal, pero las mejillas se le enrojecen de emoción cuando inicia la telenovela de las seis. En una ocasión, quizá mareada por el rompope que ella ni bebía pero yo hacía el honor de gustar a su nombre, me confesó haber partido virgen, dignamente impoluta. Me compadecí sinceramente de ella, yo, que bien sé cómo da rosas un cuerpo de mujer en las manos artesanas de un hombre que sabe labrar esa tierra con aplicación y paciencia. Pobre tía, si al menos una vez hubieras sido la heroína de una historia de amor en la que te escapases con un hombre, sin importarte el destino ni la sentencia de tu madre de que la cruz del Señor rodaba por los suelos, tu retrato en la pared tendría una pincelada de luz en los ojos y algo de malicia en la tímida sonrisa.
Un escaño arriba del abuelo está ella, la más grande y omnipresente, la tierra de donde emergió el tronco de la familia: mi querida abuela, de nariz arrogante y ojos agudos de noble inquisidora. Solo baja a dialogar conmigo cuando requiero de una mano firme que me indique el camino, una vez agotada la reserva de fuerza que su mirada me provee. Evito beber y llorar con ella mientras escucha atenta mis confesiones. En ocasiones platicamos hasta la madrugada y cuando la comisura derecha de su boca dibuja un ensayo de sonrisa y el ojo izquierdo empequeñece con un brillo húmedo, significa que ha perdonado mis devaneos, mis abandonos. Ella es la muerta que mi amor imagina como un cielo, pues su presencia abarca y cubre todo.
Quien no ha terminado de fallecer en esta casa es mi padre, por eso aún no coloco su retrato en la pared. Murió hace poco y no se dio cuenta que había muerto. Un minuto antes de partir hacía planes para recomponer el mundo y entregárnoslo mejor cada día. El pequeño espacio que le tocó habitar era una fábrica de esperanzas en las que a diario sembraba y me enternecía su vocación para creer en la justicia terrenal tanto como en la divina. Humano como era, con grandes defectos y mucho tiempo amante excesivo del vino y la canción, fue el hombre más franco y honrado que pude conocer. Temo no estar a su altura, por eso a menudo le confieso a mi abuela mis inquietudes y equívocos, sobre todo en el terreno amoroso, sobre el cual corren mis ganas como en estampida, sin bridas y sin cercados. Para recordar a mi padre aún preciso de lágrimas que acompañan a las que mi madre vierte por él con más frecuencia que yo. Cuando sea por completo un recuerdo que no moje mi cara, colgaré su retrato en la pared y me dispondré a tener largas charlas con él, porque no basta una vida para decir todo lo que un hombre debe decir a su hijo, o un hijo a su padre.
No deseo morir aún; no debo. Pero hay un espacio en la pared donde quiero que cuelgue mi retrato cuando me retire de la vida: junto a la abuela, entre ella y mi padre tal vez. Siento una calidez amable al pensar que ahí pernocte mi alma para siempre. Hace poco fui a tomarme la fotografía, quiero ser un muerto joven en la pared, para que la abuela tenga ganas de consolarme y acariciarme eternamente. He dado indicaciones a mis hijos para cuando suceda; a mi esposa no, teme a la muerte y la rehúye a diario a través del gimnasio y cremas rejuvenecedoras.
Mi perro está postrado a mis pies, lo miro viejo y cansado. La lógica dice que morirá primero, pero lo cierto es que vive como si fuera eterno. Estoy seguro de que él siente la presencia de nuestros muertos igual o mejor que yo, por eso cierra sus ojos y estira el cuello con expresión de gozo pleno; debe ser la tía Clarita, quien lo amó tanto, que le acaricia la testa como lo hacía a diario sentada en su mecedora en el corredor de la casa.
Es verdad que en mi hogar mis muertos no fallecen, duermen, cada uno en su retrato, cada cual en su mirada. Cuando la luz irradia en sus rostros, sonríen agradecidos porque se vuelven evidentes. Si alguna vez entras a mi hogar, abres las ventanas y puertas, corres las cortinas y saludas, un rumor como de vientecillo agudo recorrerá todas las estancias. Son ellos, alegrándose. Ellos, que sólo se dedican a estar, como lo hacen las plantas y los gatos, y las arañas patonas en las esquinas altas de los cuartos.
Hoy están especialmente vivos mis muertos, encendidos sus ojos y su piel por la luz de las veladoras de la ofrenda. Noviembre los descubre hermosos y rebosantes de una energía que me envuelve. Yo quiero mucho a mis muertos.
La tua fragilità, Julieta
“Y morirme contigo si te matas y matarme contigo si te mueres, porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren”
Joaquín Sabina
Su fragilidad, respondió cuando le preguntaron respecto a lo que más le gustaba de ella. Y tiene un no sé qué, un aire ausente, como si tuviera al mar siempre enfrente y esperara ver llegar un barco con noticias del mundo, agregó después de que un suspiró metió frío en su pecho. Además, es tan sensible que la he visto llorar mientras devora con sus ojos El túnel de Sábato, continuó diciendo para redondear su respuesta.
Genaro fue quien puso la novela en sus manos y después no estuvo seguro de que hubiera sido bueno. Al escucharla decir que ella tampoco se entendía con el mundo, como Juan Pablo Castell, el protagonista de la historia, sintió una profunda compasión por ella y, además, sintió quererla más que antes, con esa devoción protectora que surge en muchos hombres ante una mujer que tiene “el palpitar de un ave en agonía”, dijera un poeta. Fue él quien se propuso sacarla de ese encierro, de mostrarle las ventajas de reír ante el mal tiempo y encontrar asideros en los días de sol o las tardes nubladas; convencerla de que el mundo no es perfecto y estaba muy lejos del alcance de un solo ser humano poder cambiarlo. A eso destinaba las horas de las tardes que pasaba con ella y escuchaba fanfarrias si lograba sacarle una sonrisa. Si ella hablaba de las penas y tragedias que sufren los migrantes, él contraponía historias de éxito de muchos exiliados; si ella se quejaba de su condición de ser mujer y sufrir la violencia que pesa sobre su género, le decía que las revoluciones modernas las estaban haciendo las mujeres y hablaba de lo mucho que han logrado; si ella peleaba con la idea de un dios clemente que nos depara un reino de bondad, él compraba helados de sabores y, jocoso, la invitaba a saborear bondades de fresa, pistache y chocolate. Y Genaro se acostumbró a que en el sexo los gritillos de placer de Julieta fueran acompañados de lágrimas que después del orgasmo se volvían caudales, una especie de ríos por los que navegan góndolas sin gondoleros ni enamorados.
Es una mentira que haya historias de amor en las que los dos permanezcan intactos en su individualidad, que nada se transforme en uno y otro con el paso de los días y sigan ondeando dos banderas distintas después de batallas amorosas de meses. La mejilla de ella pareció echar raíz en el hombro de él, y sus manos de lirio desmayado se aferraron tanto a la espalda masculina que a esta le nacieron lianas que lo ataron a las paredes en las que Julieta colgaba su nostalgia. Por eso Genaro fue perdiendo su encanto de gorrión en coro permanente y se tornó un cielo seminublado del que solían llover espesas lágrimas por la tarde sin que nada lo anunciara, como pasaba con ella. Y se aficionó al chocolate amargo, al café sin azúcar y a las canciones tristes, a despertarse tarde y a la duda, la noche, la calma, al crepúsculo en vez de los amaneceres y los silencios en lugar de las canciones; a escudriñar la vida en busca de polvo sobre los muebles y lavar sus manos cincuenta veces en el día, a no soportar una sola arruga sobre la colcha de la cama y a convertir una simple merienda en un ritual tedioso de cubiertos y cristales.
Julieta ganó terreno en ese juego del amor al que nos entregamos como un sacrificio y Genaro cedió un gran tramo de su fortaleza de sonrisas y optimismo. Lo extrañaron en las calles y los bares que acostumbraba pisar. Incluso una damita, cuya voz hacía recordar el canto de un estornino, cejó en su intento de meter a Genaro en su jaula, pues el chico, antes rubicundo ruiseñor, prefiere ahora el jardín lleno de lánguidos lirios donde Julieta pasea, taciturna y pálida.
Con los restos sanguíneos que le quedaban, un día Genaro le propuso matrimonio. Habló de hijos, de futuro, de vida. Ella no dibujó una mínima emoción en su rostro. Ya no valía la pena ni era responsable traer hijos al mundo, respondió, y para qué casarnos si no alcanzo a ver el futuro. Algo se congeló súbitamente en el pecho del él. No me entiendo con el mundo, Genaro, ya lo sabes, sentenció ella.
Su fragilidad, que tanto lo atrajo al inicio, le pareció ahora una acuarela triste; su voz, el más desconsolado nocturno de Chopin. Quiso luchar y puso nuevamente un sol en sus ojos y una pieza cromática de Wagner en su voz. Arremetió con furor, como el director de una orquesta intentando que su batuta despertara a una orquesta desangelada y casi muerta. Se rindió cuando ella pronunció las frases lapidarias: “No estaré mucho tiempo aquí, Genaro. Siempre he creído que no soy de este tiempo. Tu amor me riega a veces, pero luego reseco como un páramo. Eso soy, una tierra yerma que está más cerca de la muerte que de la vida”.
Su fragilidad, supo Genaro, era una barcaza sin remos navegando por los rápidos de un río furioso.
“Acompáñame, amor mío, demos fin a este engaño de los sentidos. La vida está fuera de aquí, tú lo sabes. Cada día es un episodio de tormenta y ni tu amor me salva; al contrario, duele. Si no te tuviera podría retirarme sin pena, pero aumenta mi angustia saber que escalaste mi balcón y estoy a punto de dejarte solo en él, sin una enredadera por la que bajes y escapes. Hay un abismo dulce esperándote sobre el buró de mi cama, si tú lo bebes después de mí, me alcanzarás. Te espero en el camino, mi amor. Como te prometí, he sido tuya hasta la muerte”.
Tenía claro que ese día Julieta se encontraba sola en su casa. La llamó desde la calle con insistencia pero no contestó. Ingresó sin dificultad al encontrar la puerta abierta y se dirigió a su recámara. Halló la carta en el buró, junto a un frasco de tranquilizantes con la mitad de su contenido original. Ella estaba inconsciente, con la misma palidez sepulcral que lo enamoró. No lo pensó. Se dio cuenta de que aún había pulso de vida en ella, quien apretó su mano como señal de que lo esperaba. Decidió alcanzarla y bastó un vaso con agua para beber el resto de las pastillas. Antes de perder la conciencia dijo en su oído cuanto la había amado y que debían continuar lo suyo en otra parte. Besó a Julieta y poco a poco se fue hundiendo en el sopor.
El azar, ese misterio que nos lleva y nos trae, quiso que el hermano mayor de Julieta llegara a los pocos minutos. Los descubrió rápidamente. Llamadas telefónicas, ambulancias, los padres de ambos rumbo al hospital. Algo en ella la hizo reaccionar, como si asuntos pendientes la devolvieran al mundo. Al poco rato, semiconsciente, vomitó restos de las pastillas y los deseos de muerte que la llevaron a tomarlas. Genaro, al contrario, se entregó completo.
Cuentan que los ruiseñores, cuando pierden el canto, saber morir sin demasiados aspavientos.
Semanas después, frente a la tumba de su enamorado, Julieta tenía una expresión extrañamente neutral. Cualquiera diría que no había demasiado dolor en ella; ausencia, solo ausencia. Pálida y bella, tal vez más que antes, dibujó una levísima sonrisa cuando se retiró del cementerio, tan pequeña que hubiese sido necesario conocerla durante años y estar muy cerca de su rostro para detectarla. Si escudriñáramos un poco incluso habríamos podido percibir un nuevo brillo en sus ojos, como si la muerte y no la vida, la dotara de esos destellos paradójicamente vitales.
Tiempo después, un primo lejano suyo que volvió de estudiar arquitectura en el Politécnico de Turín se sintió irremediablemente atraído por la sua fragilità. Sus padres vieron esperanzados y con buenos ojos la posibilidad de que surgiera algo entre ellos. Julieta debía continuar con su vida después de la tragedia. El joven arquitecto, que aún no desempacaba las maletas traídas de Italia, no resistió a su encanto y no aminoró su ánimo por conquistarla cuando la escuchó decir lo que él pensó era solo una esplosione di malinconia: “Roberto, soy una mujer que no se entiende con el mundo”. Nuevamente aparecieron en su rostro el extraño brillo en la mirada y aquella levísima sonrisa en su boca. Extasiado y prendido de la sua fragilità, él no pudo darse cuenta.
Ya’ax, leoncito de Bavaria
A Yuliana Neri Arriaga, gaviota en reposo
(Aconsejo acompañar los dos primeros párrafos con Almost blue y los dos últimos con Every time we say goodbye, ambas melodías de Chet Baker. Culpo por esta intromisión musical a un tal Rocato)
El día amanece nublado. La primera indagatoria en internet me pone en contacto con una sugerente melodía de Chet Baker. La comunión entre la trompeta, el piano y la voz es una triada acústica perfecta para una mañana que no promete mucho sol. Almost blue recoge amorosamente mi modorra y la convierte en una de esas melancolías afortunadamente gozosas. Al mirarlas por el ventanal las nubes pesadas me regalan una bella escala de tonos blancos y grises amables. Disfruto la delicia de no tener prisa para nada que no sea preparar un café y continuar la lectura de la novela en turno, o seguir en mi romance con la almohada que también sabe que es sábado y por ello está dispuesta a soportarme un rato más.
Agradezco la manía de un gran amigo que cada mañana madruga a buscar en la red alguna música que nos eduque en el exquisito oficio de escuchar la belleza. Hoy nos propone esta hermosa pieza de jazz y con ella decido, después del paraíso del café, vérmelas con el teclado para intentar un registro escrito de alguna de las sensaciones e ideas que arrastro desde un sueño de ocho horas limpias y apacibles. Deslizo la manos y, solas, como si hubieran escrito mil veces lo mismo, escriben: “Ya’ax nacerá fuera de casa, en la pintoresca isla de Lindau, en la región de Bavaria, Alemania”.
Me detengo y pienso en la serie de circunstancias que tuvieron que engarzarse para que Ya’ax, que navega airoso en el vientre de Yuliana, su madre de hermosos ojos de asombro y expresivo cuerpo danzarín que revienta cualquier tipo de indiferencia, fuera fabricado el pasado mes de febrero en Cuernavaca, subido a un avión en mayo y esté a punto de nacer en noviembre lejos de nuestros verdes y azules tan codiciados en otras partes del mundo, pero también de nuestra pólvora cotidiana y nuestras portadas rojas de periódico, de los caminos cementerios y las calles que desaparecen a nuestras mujeres, y de la ladina indiferencia hacia los artistas que se ofrecen al arte compromiso y al arte indagación. Se me ocurre que Ya’ax es un conquistador y ha elegido tierras bávaras, junto al gran león que resguarda la ciudad de Lindau a la orilla del lago Constanza, para crecer fuerte y noble bajo el auspicio de su nombre maya y la sensibilidad de sus padres. Ya’ax es la metáfora del peregrino que busca mejor tierra y un faro de luz que lo defienda de piratas depredadores de vida. Tal vez sus padres no lo razonen así, pero estoy seguro de que lo intuyen. Nacerá moreno y fuerte, gozará de un Estado que lo protegerá mejor que el nuestro, entre callecillas medievales y niños que educarán de modo diferente su aparato fonador; con mayor razón tendrá que leer a Goethe, Nietzsche, Günter Grass, Schiller, Herta Müller, Brecht y varios más; tendrá que entonar el himno nacional alemán, la tercera estrofa del poema das Lied der Deutschen (canción de los alemanes) de Hoffmann von Fallersleben; deberá aprender la historia de ese pueblo, con sus grandes luces y sombras; crecerá en un país donde solo uno de cada diez opina que la religión es importante, por lo que deduzco que Ya’ax deberá buscar a Dios, si acaso lo necesitara, en otra parte distinta de los templos, tal vez en su pecho, o en las danzas rituales de su madre y en la bondad del padre, o en la tradición de la que nace su nombre: en el viejo sabio maya, Zamná, y en el Popol Vuh, para que sepa y no olvide que está hecho de maíz, la planta sagrada de Mesoamérica.
Me pregunto si sabrá con el tiempo de nuestro José María Morelos y de los hermanos Flores Magón, entre otros, de Josefa Ortiz y de las Adelitas revolucionarias que ahora renacen y se multiplican en las mujeres que luchan por sus derechos y en contra de los feminicidios. ¿Sabrá de Zapata y alguna vez recorrerá la ruta zapatista para meterse su origen en la sangre y amar aún más el color de su piel? ¿Subirá alguna vez al Tepoxteco y entrará a medir el tiempo en el reloj de sol de Xochicalco? ¿Ingresará a un temaxcal para vencer las cuatro puertas del viento, la tierra, el fuego y el agua, y saldrá convertido en guerrero para luego seguir conquistando tierras teutonas? ¿Sabrá de la delicia de una quesadilla de huitlacoche o un tlacoyo de frijol con nopales? ¿Danzará al son del chinelo y gozará de la nieve inigualable de Alpuyeca? ¿Llegará a saber qué es un trompo si su padre se lo compra en la feria de Tlaltenango y llevará flores de cempasúchil algún dos de noviembre hasta algún panteón de Morelos? ¿Podrá enamorarse un día de una morena bonita bajo una jacaranda o un tabachín en flor, y desenamorarse después de despedirse en la terminal de La Selva cuando parta rumbo a algún lugar del mundo? ¿Aprenderá también el “ciña ¡oh, patria!, tus sienes de oliva…” si aún fueran útiles los nacionalismos cuando sea hombre crecido?, y, sobre todo, ¿plantará aquí un árbol y vendrá a regarlo y verlo crecer de vez en cuando?
Asomo por la ventana, cierro los ojos para poder ver y logro mirar sonrientes los rostros de Yuliana y Sergio, su compañero, contestando a todo que sí, que un árbol y un hombre o una mujer tienen una sola tierra que es el mundo, un solo compromiso que es la vida y una sola sangre, la humana. Me cuenta su madre que el chico es impetuoso y lo siente danzar adentro con energía, que volverá y partirá innumerables veces porque los nacientes de hoy emergen para el movimiento, que a los nuevos ciudadanos del mundo les corresponde ser kurdos, chilenos, africanos, sirios, europeos, mexicanos u orientales, que las proclamas de aquí, allá y acullá son las mismas y que, en definitiva, el chelista Carlos Prieto interpreta maravillosamente a Bach y, de igual modo, sabe de un mariachi alemán en Múnich que toca como nadie las de José Alfredo, y, cuando se ponen finos, una versión del Huapango de Moncayo; incluso ha oído que despierta en los germánicos unas ganas irrefrenables de beber tequila y mezcal. Abro los ojos; entonces dejo de verlos y escucharlos.
Vuelvo al teclado que dejé en paz por mis reflexiones. La música de Chet Baker sigue ahí, enamorándome. Ahora interpreta Every time we say goodbye. Caigo en la cuenta que no es la melodía correcta para ambientar la historia de Ya’ax. Es más, su historia no me corresponde a mí contarla o imaginarla; tal vez seguirla mientras sus padres y los días la van escribiendo. Solo me resta decirle herzlich willkommen, Ya’ax, desde tu patria distante que pisarás un día.
Conmovido por la melodía del trompetista de Oklahoma, me nace escribir sobre algún desaguisado amoroso real o imaginado que haya yo padecido en los últimos tiempos y me dispongo a hacerlo durante el resto de la mañana nublada. Si alguien me ha seguido hasta aquí, le aconsejo seguir escuchando a Chet Baker mientras van y dan un beso a su dama o a su compañero. Si está ausente o no existe, consolará un poco besar el espejo.
Je t’aime, mais…
A Juan Machín
I
Algunas veces los recuerdos son lluvia que nos moja la espalda, penetra la piel y brota por los ojos. Traen consigo el sabor líquido de la nostalgia y, aunque resistamos, en algún momento buscamos una esquina, una sombra o una hora sola, sin nadie, para llorarlos. Otras veces cruzan como palomas, fugaces, dejándonos transitar y cumplir con las cosas del mundo, pero van y vienen, vientecillos que azotan nuestros sueños de fortaleza y nos dicen aquí estamos, no te has ido ni nos vamos. Si los recuerdos son aromas es cuando más calan, pues están en todas partes, adentro y afuera, sea en luces o en sombras. Los llevamos a todas horas y los revive por ejemplo una almohada que tú y yo compartimos, una calle que guarda nuestros pasos, la manzana del frutero que se quedó esperando nuestro beso, el umbral de aquella casa que osamos pensar nuestra para acumular en ella racimos de tardes y nostalgias; y claro, una cocina es la huella aromática más apremiante, la mantequilla derritiéndose en el pan tostado, el aroma del café e incluso la humedad alojada en las paredes, tan parecida a la que se cultiva en las caderas de un hombre y una mujer que se desean. A todo eso huele tu piel que se alojó en mis manos y un día huyó de ellas porque pensaste que el amor físico no tenía esperanza alguna.
Hay muchas formas de amar, solías decir, la mía tiene alas que no se detendrán hasta explorar todos los parajes de mundo y tal vez vuelva cuando me fastidie del aire y requiera un pedazo de tierra para pernoctar, y un solo hombre para compartirme. Lo triste fue que te hayas ido la madrugada de un veinticuatro de diciembre y tu adiós fuera una planta de nochebuena con un mensaje escrito en francés que decía: Je t’ aime mais je n’ai pas besoin de toi. La siguiente vez que supe de ti, Jane, fue a través de una foto tuya con la torre Eiffel en el fondo, aparentemente sola y con una sonrisa que debió ser la delicia del fotógrafo. No pudo mi entrega al trabajo borrar tu mirada marina inatrapable, mucho menos deshacer de mis manos y ojos el mapa de tu piel que aprendí de norte a sur. Me dueles incluso cuando estoy en otro cuerpo y la osadía de una lágrima me sorprende recordándote. Es cuando me pregunto si la tal idea de la felicidad tendrá que ver con no pretender lograr lo que se sueña, con aquietar la aventura de estar vivos en el confort que dan versiones limitadas de los anhelos realizados y girar alrededor de la misma plaza, donde envejecen las palomas de siempre y nos engatusan los mismos merolicos.Me rebelo. Tomo el pincel y te desnudo sobre la tela, en esa pose tuya que asumías después del amor y me encantaba, desprovista de toda vanidad pero convertida en un fiat lux que competía con el ámbar matutino ingresando por la ventana. Me cuesta atrapar tu mirada oceánica que contiene la belleza de los mares y los cielos azules de Cuernavaca, y tus interrogaciones para las cuales no tuve todas las respuestas. En tu boca entreabierta dibujo la frase que define nuestra relación y nuestro tiempo juntos: “Je t’aime, mais…” Tu pelo, metáfora visual de la libertad, acentúa la transparente ausencia de tus ojos. Apenas exhibo el pequeño brote de tu seno y algunos de tus meandros. Detrás de ti la flor de nochebuena que aún mantengo viva y esperanzada en tu regreso. El fondo es un delirio de ocres sobre el que se recorta tu cuerpo, esa intensidad de sol atrapada en un lienzo para mi consuelo.
II
Si fui capaz de acompañar al planeta tres veces alrededor del sol sin ti, ¿por qué ahora vuelves, Jane, ahora que he aprendido a amarte en todas las mujeres, buscando fragmentos tuyos en ellas y acomodándolos en mi emoción a modo de rompecabezas?, ¿hoy que soy capaz de encontrarte en las canciones en francés y sonreír con tu recuerdo? Te fuiste porque no podía ser de otro modo, pero ¿no había opción distinta a tu retorno? Si no eres un fantasma, háblame entonces, juguemos con tus palabras de vino tinto, acoplemos las tuyas y las mías en ese vano juego de los aciertos y en el otro más triste de nombrar al destino. No usemos frase hechas, ambos sabemos que son tan inútiles como las románticas canciones de los enamorados. Amo tu transparencia y ojalá no haya quedado pisoteada en algún jardín o a la vera de algún camino triste. Deshójate como antes y dime las grandes verdades encontradas en tu peregrinaje, o los mares de dudas acumulados. Dime qué sigue después de los puntos suspensivos del Je t’aime, mais… Tal vez los años transcurridos no hagan necesarias las certezas en ninguno de los dos; tal vez el amor es precisamente una falta necesaria de certidumbre.Callas; callamos. Viene al rescate un incendio devorando nuestros cuerpos. Sobre la cama descubro que sigue intacto este delirio amoroso. De tu boca nace nuevamente para mi oído infante y crédulo el mon amour que no permitirá más lucubraciones. No soy apto, ni lo seré jamás, para describir el paraíso en que conviertes mi estancia: cascadas de agua, rayos de luz vivificante y trinos de aves; crecen plantas alrededor de mi cama y el pobre y triste mundo descansa en el olvido. Tardas horas en mostrarme lo aprendido mientras muero y resucito en una sola tarde. Al final, desgarrados, vacíos de todo, entramos en ese paréntesis que deviene del desesperado intento de tocar una cima amorosa en la ansiedad de dos cuerpos. Es el paréntesis perfecto, el remanso, la bendecida vacuidad.Te veo desde mi sillón mientras cumplo con la tradición de fumarme un cigarrillo después del sexo. Me encanta ser testigo del momento en que abres los ojos y emerges a través de ellos. Con emoción descubro que son los mismos de siempre, dos sílfides escudriñando el aire. No puedo con tanta belleza y lágrimas contendidas largo tiempo descienden mis mejillas. Nos decimos en silencio las mismas preguntas de antes y surcan el aire las mismas inquietudes. El café caliente nos saca del letargo y procedemos a compartir los nuevos aprendizajes, a las dulces confidencias y las voluntarias confesiones. Confirmamos nuevamente que en el cuerpo del amor cabe todo, y aunque duela o una punta de estilete nos punce el orgullo, se agradece estar vivo para experimentar la marejada de emociones. Afuera, el mundo transita al ritmo histérico de todos los días y habremos de ir a él. En tres días es navidad. Tú estás conmigo y la nochebuena que ha crecido en el jardín también, tan vivas y tan bellas. No sé después. No importa el destino; no existe. Lo podemos inventar hoy y asesinarlo mañana, o reconstruirlo entre los escombros.Miras la acuarela que te guarda colgada de una pared en mi estudio y te desarmas entre mis brazos otra vez. Te aferras a mí y lo hacemos nuevamente entre los libros y estantes con una desesperante dulzura. Mon amour, mon amour. Te escucho, Jane, volcada en lágrimas en la fugacidad del orgasmo y durante varios minutos después. La pleamar de tus ojos me lo dice: que no te quedarás para siempre, que no estás hecha para eso y no puedes prescindir de los vientos alisios, ni de los planetarios y los continentales; que en tu naturaleza el amor se expande más allá de la convención de la pareja y más allá del miedo y el tiempo; que no sabes cuáles serán los brazos masculinos definitivos que estén ahí cuando cansada te sientes a envejecer en una terraza, y ni siquiera estás segura de que los habrá.
No importa, ya está aquí la Navidad con su esquizofrenia consumista y sus cánticos y tú estás conmigo. No existe el destino con sus presurosas advertencias; esta noche no es bienvenido. Estás conmigo en Cuernavaca y sabes que no necesitas agregar puntos suspensivos cuando me dices mon amour, je t’aime. Parece que por fin comprendo algo del amor, tú me has enseñado.
En la acuarela que te guarda para mí por siempre, la nochebuena parece más encendida. Joyeux Noël, amada Jane.
Día de viaje
En junio pensé que ahora sí se nos iba. Pero, ¡qué va! El señor es fuerte. En un descuido me muero primero.
―Una gripe no me acabará, María Modesta ―me dijo esa tarde al salir del hospital―, serán ellos quienes un día no me dejarán despertar.
Cuando lo oigo hablar así me pone nerviosa. Desde que se enfermó la vez pasada, en enero, empezó con eso de que lo visitan durante los sueños. Últimamente me ha dicho que lo vienen a ver también cuando está despierto. Se me pone la piel chinita y trato de no hacerle caso. Por lo demás, sigue lúcido como siempre, leyendo sus periódicos y revistas todas las mañanas, recibiendo visitas de sus hijos o de Juanito, su abogado. Sin embargo, desde hace como un mes dejó de vestirse de traje o al menos de saco como acostumbra, y empezó a hablar solo. Por respeto me retiro para no oír lo que dice, pero por más que me aleje, alcanzo a escucharlo en algunas ocasiones. Es como si platicara con alguien. A veces me da la impresión de que platica con varias personas. ¡Ay, don Luis! ¿Qué va a pasar conmigo si pronto se muere?
He aprendido a quererlo en tanto tiempo que llevo aquí. Aunque lo culpan por la matanza de los estudiantes del 68, parece que no le han comprobado nada. Por eso lo dejaron en paz hará unos seis años y terminó su prisión domiciliaria. O será que Juanito Rojas es un buen abogado. Lo que sí, recibió buen dinero cuando absolvieron al señor de los cargos que tenía en su contra. Cambió su residencia por otra más grande; lo sé por la vanidosa de su mujer. La última vez que vino en compañía de su marido a visitar a don Luis, se la pasó presumiendo su alberca y el estacionamiento para cuatro carros. Nada que ver con Juanito, un hombre serio y formal.
Hace tres días vino el geriatra. Nos indicó un cambio de medicamentos. Según él, las alucinaciones del señor son normales a su edad. Con las nuevas medicinas se tranquilizará y verá las cosas como son, dice. Lo que no sabe es que tiró por la taza del baño las pastillas nuevas.
―No insistas más en que me las tome, María Modesta. ¿Quién le dijo al médico que quiero estar sedado todo el tiempo? Ayer me pasé el día sin poder leer por el maldito sueño.
―Don Luis, el doctor sabe lo que hace. Dese unos días para acostumbrarse al nuevo medicamento.
―Luego hablaré con él… Trae los periódicos de hoy, necesito leerlos antes de que llegue el embajador de China.
Esta será la cuarta vez que me toca recibir a un diplomático de ese país. Don Luis pocas veces se arregla tanto para recibir una visita, pero si se trata del embajador de China, se pone su mejor traje. Hace un año también lo visitó junto con su esposa. ¡Cómo me cayó bien la chinita! Se veían tan decentes y buenas personas. Aquella vez los acompañó la hija del señor, la señora María Esther. Traía puesta una blusa bordada con flores que fue de doña María Esthercita, su madre. Me quedé sin habla cuando la vi. Igualita a su mamá; parecía su reencarnación. Hoy vendrá el embajador porque supo que don Luis estuvo muy enfermo. Con eso de que los chinos están muy agradecidos con él por el apoyo que les dio cuando era presidente y China apenas estaba naciendo, así lo oí decir ayer cuando hablaba solo, pues están al pendiente de él. A mí se me hace que es más por conveniencia. Si estamos bien llenos de productos chinos aquí en México, y de chinitos también. El día que el señor muera, se me hace que habrá muchos de ellos en el velatorio. ¡Ni Cristo lo quiera!, esos no sabrán rezarle ni un Dios te salve.
No entiendo de dónde saca Don Luis las ganas de leer tanto. ¿Para qué?, me pregunto. A sus 96 años debería dedicarse más a escuchar música, o a pintar cuadros como hacen otros viejitos. Se devora los periódicos y las revistas, hasta las de chismes de la farándula. Y tiene la manía de estar subrayando con marcador todas las páginas, yo no sé para qué. Cuando platica con las visitas pregunta y pregunta, quiere saber todo de lo que pasa allá afuera. Se me hace que lee y quiere saber lo más que pueda, porque pensará que allá en el cielo te abren rápido las puertas si no eres ignorante, o que Dios perdona tus pecados más fácilmente si no te dedicaste a holgazanear, o qué sé yo. Una vez le quise preguntar sobre eso, con mucho cuidado, porque trato de no parecerle tan simple y tonta.
―Don Luis, ¿usted cree que Dios nos aprecia mejor si en vida conocemos más de la ciencia, el arte y esas cosas? ―me miró como si nunca antes me hubiera escuchado hablar.
―Temo decirte, mujer, que Dios está muerto y bien enterrado. Al menos ése al que rezas a diario y vas a buscar al templo ―y me siguió mirando con un rayito de entusiasmo malicioso, ante mi gesto de alarma por lo que acababa de decir―. ¿Conoces a Nietzsche?
―La verdad, no, señor. De sus amistades conozco a muy pocas, sólo a las que lo visitan ―la risotada que soltó le provocó un acceso de tos; me di cuenta de que había respondido una tontería―. Si se refiere a un poeta o a un periodista de los que usted lee, pues le diré que no, señor. Además de la Biblia, en mi cuarto sólo tengo unos libros de esos que traen muchos pensamientos para dar ánimo en la vida.
―Está bien, María Modesta, no te preocupes ―después de la tos le quedó como un brillo de alegría en sus ojos viejos―. Un día te hablaré de él, aunque tal vez no sea necesario.
― ¿Quiere más tecito, señor?
―Un poco más, te lo agradezco.
―Me retiro. Ya no lo interrumpo.
―Oye, María, antes de que te vayas, contéstame una pregunta… ¿Tengo cara de asesino?
― ¡No diga eso, don Luis! Qué ideas se le ocurren. Usted es… una persona con defectos y virtudes, como todos… Con su permiso, señor.
Lo dejé en su sillón, sin ese contento que vi en su cara un poquito antes. Ese día traté de ya no cruzar palabra con él, sólo lo necesario. Les pedí a Rocío, la cocinera, y a José Refugio, el jardinero, que tampoco lo molestaran. Decidí no investigar nunca sobre ese tal Nietzsche.
Estoy esperando que se retire el embajador chino y las tres personas que lo acompañan. Tienen más de dos horas con él; lo veo muy animado. Me preocupan sus medicinas; hace rato debió tomar una de ellas.
Lo dejó de buen ánimo el embajador. Antes de dormir, mientras Anita me ayuda a llevarlo a la recámara en su silla de ruedas, bromea sobre un supuesto viaje a China conmigo.
―Con el miedo que me dan los aviones, ni lo piense, don Luis.
―El avión es el transporte más seguro, María. Es más fácil que una bala perdida te quite la vida, sobre todo ahora en nuestro país, que anda de cabeza.
―Las cosas que dice son para quitar el sueño. Tómese sus dos tabletas, ya es hora.
―Usar la fuerza, pero con inteligencia, es necesario para salvar a la patria de males mayores.
―No empiece con eso, señor, que me pone nerviosa. Sólo Dios sabe por qué llegamos a esto.
―Me gustó mucho la visita de nuestro amigo. Los chinos sí entendieron nuestra decisión de usar la mano firme cuando se debía. A los muchachitos de ahora les tiembla el pulso.
―Vaya a la cama, señor. Deje de pensar en eso.
―Dejar de pensar es un sueño imposible, María Modesta. Oye…, quiero decirte que hoy estará aquí la compañera María Esther. Tengo cita con ella esta noche.
― ¡Don Luis! Ya le dije que delante de mí no diga esas cosas. Sabe lo impresionable que soy. Deje a doña Esthercita en paz. Y no le diga compañera, no me gusta. Fue su esposa por todas las leyes.
Me voy de su cuarto asustadísima. Siento que por los corredores de la casa aparece doña Esther, elegante como siempre fue. Hay cuadros de ella por todas partes y la idea de verla aparecer me pone los pelos de punta. Quienes están cerca de la muerte ven y oyen cosas imposibles para los demás, según me han dicho. ¡Ay, Diosito! ¿Y si ya viene por él su difunta? Pues sería lo más justo, pero me cuesta aceptarlo. He llegado a pensar que el señor es inmortal o que se morirá cuando él lo decida. Una noche de la semana pasada me dijo algo que me hizo pensar así:
―Ya te hiciste mayorcita a mi lado, mujer. ¿Cuántos años cumpliste? ¿Sesenta y…?
―Setenta, señor. Ya llegué al séptimo piso aquí con usted, pero contenta.
―Arreglaré que te den un bono especial por eso, María Modesta. Cada década de vida debe celebrarse y premiarse ―se me quedó viendo como lo hace cuando me va a preguntar algo muy importante―. Dime, ¿imaginas cuál es la razón por la que no he querido morirme aún?
―Eso lo sabe Dios y usted, don Luis. Pues… creo que desea celebrar sus diez décadas completas. Y lo hará, estoy segura que sí.
―No se trata de eso. He esperado tanto para reunirme con la compañera María Esther, porque quiero que los mexicanos se den cuenta de que tuvimos la razón hace 50 años. Esos muchachos estaban manipulados por fuerzas oscuras del comunismo internacional. De no actuar con firmeza y patriotismo estaríamos ahora igual que Cuba.
―Don Luis, ya pasó mucho tiempo. Mejor deje de decir eso, se me hace que ni usted mismo se lo cree ―me miró sorprendido y enojado; yo jamás le había dicho algo así―. Disculpe a esta mujer bocona, pero… pues, repetir tanto esa cantaleta le hace mal a su salud.
―Sólo porque eres María Modesta, te perdono; sólo por eso ―cambio su rostro serio, soltó una carcajada y luego le vino la tosedera; como siempre que ríe con ganas.
― ¡Le estoy diciendo, señor! Mejor le pongo su Huapango de Moncayo para que la cabeza deje de estar dándole vueltas y duerma tranquilito. ¿Cómo ve?
―No se puede dormir tranquilo cuando se trabaja por la nación. ¿Sabes?, esta noche estarán aquí García Barragán y Corona del Rosal, a quienes debieron ponerles una estatua, cuando menos. ¡Pobrecitos! ―esto último lo dijo entre compasivo y burlón, torciendo la boca. No entendí por qué.
―Señor, no empiece con esas cosas, deje a los difuntitos en paz. No me acuerdo bien quiénes son los señores esos, pero ellos estarán en el cielo, con Dios. Bueno…, no sé si con Dios o con el diablo, pero ya no están aquí. ¡Ándele!, sus medicinas.
Esa noche tuve que venir a verlo en la madrugada. Me despertó con su sermón mientras dormía. Cuando me acerqué, clarito escuché lo que hablaba:
― ¡Entiendan!, yo sólo lo puse al tanto de lo que pasaba. Quien dio la orden fue él, Díaz Ordaz… Pregúntenles a Siqueiros y a su esposa Angélica, yo estaba tomando un café con ellos esa tarde y… O pregúntenle a mi esposa, la compañera María... ¿Qué dicen?... ¿Qué yo fui una pieza clave para la intervención de la…? ¡Cuál CIA ni qué ocho cuartos! ¡Cabrones! Scott y yo éramos… Pinche Scott, yo nunca fui tu esclavo… Siempre velé por los intereses de la... Compañera María Esther, amor mío, recuérdales a estos ineptos que el presidente asumió la responsabilidad de sus actos... y el juicio de la historia… como lo he hecho yo… ¡Fuera de mi casa!, chayoteros irresponsables… ¡Fuera!
Ahí fue que despertó empapado en sudor. Estuve a punto de llamar a uno de sus médicos, sin embargo él me lo impidió. Quiso tomar un té de menta y me quedé con él hasta que lo terminó y volvió a dormitar. Estaba a punto de retirarme cuando empezó a hablar de nuevo:
―Pinches chamacos, se burlaron del presidente y les salió caro. Él no tenía la culpa de estar tan feo. A cualquiera le dolería escuchar que tiene hocico de mandril… Ja, ja, ja… Pensar que me pasé mirándole los dientes de cerca durante seis años… Ja, ja, ja… Si me hubieran hecho lo mismo, no les mando los halcones y el ejército, sino una bomba para acabarlos pronto, ¡bola de cabrones!... Y déjenme decirles que la ocupación de la UNAM por el ejército, fue una medida para proteger a la universidad de… los intereses mezquinos e ingenuos que pretendían desviar el camino de la Revolución Mexicana. Claro…, ustedes no lo podían ver, porque estaban cegados por…
Empezó a sudar de nuevo y decidí llamar a alguien. Pero se fue calmando lentamente, sin despertarse. Seguía diciendo cosas cada tres o cuatro respiraciones, pero ahora bien confusas:
―Pónganles un guante blanco a esos muchachos… Lo del bazucazo era necesario, Manautou… El cabrón de Scherer se va, ya está decidido… ¿Cuántos murieron el 10 de junio? ¿Diecisiete? ¡Qué bueno!, no fueron muchos… Quiero a todo el comité de huelga en la cárcel, Barragán, a todo… ¡Palo!, ¡palo!... Jolopo, la frasecita esa que dijo el Trompudo cuando te entregué el poder, no se la perdono: Ahora podemos ya respirar tranquilos; no, José, no se la perdono… ¿Te acuerdas, Carrillo Olea? Lo que pasó esa vez en la UNAM fue igualito que en Los Intocables…
Después de escuchar esto, otra vez me asusté, porque soltó unas risotadas que poco a poco se volvieron gemidos, mientras le salían lágrimas a chorros. Dijo algo más antes de despertar:
―Te fuiste muy pronto, Rodolfito…, muy pronto.
Y abrió los ojos. Los míos también se empaparon de lágrimas al recordar la muerte de su hijo. Me miró y tomó mis manos con un gesto de ternura que jamás había tenido conmigo. Me confundía.
―Compañera María Esther, gracias por haber volado a mi lado a tantas partes del mundo. Aun con tu miedo a los aviones, fuiste conmigo siempre que te lo pedí. Ahora soy yo quien tiene algo de miedo de volar a donde estás tú, pero sé que pronto llegará el día. Compañera… ¿verdad que no tengo cara de asesino?
Mis nervios no aguantaron más y llamé a su médico. Mientras hablábamos por teléfono, don Luis cayó en sueño profundo y se quedó calladito. Parece que sus fantasmas se habían ido. Quedé en recibir al doctor al día siguiente, recé un padrenuestro y me fui a dormir.
Creo que algo va a pasar pronto. Hoy por la tarde vendrán dos de sus hijos. Saben que cuando se acerca el dos de octubre su papá se inquieta mucho y cae en depresión. Don Luis se levantó de la cama muy tarde, casi a las diez; eso es muy extraño, porque para esa hora ya tiene leídos sus periódicos del día. Tomó con mucho atraso sus primeras medicinas. Estoy esperando que termine de almorzar para llevarle las siguientes pastillas.
―El plato está casi sin tocar, don Luis. ¿Qué pasó con ese ánimo? Ande, al menos cómase la mitad.
―No quiero más.
―Tómese siquiera el jugo.
―No.
―Señor, ¿por qué esa cara triste? Hoy vendrán sus hijos y algunos nietos a verlo ―la idea no lo emociona para nada―. Mire, con el jugo que le sobra tómese la cápsula y la pastillita, se está pasando la hora.
―Me quiso dejar fuera. En enero del setenta el Chango me quiso dejar fuera. ¿Cómo se atrevió el muy…?
Su mirada está rara, se va lejos atravesando los árboles y la barda, como llena de tristeza y enojo al mismo tiempo. En verdad me asusta. Voltea a verme y me pregunta con su voz quedita, quedita:
―María Modesta, ¿si te platico algo me guardas el secreto?
―Depende, señor Luis. No sé… Bueno, si no le hace daño a su salud que yo guarde un secreto suyo, le prometo que sí me callaré.
―Escúchame bien. Después del dos de octubre próximo, voy a elegir el día en que me voy a ir de viaje. Ya va siendo hora. Quiero que cuando suceda, pongas a mi lado el vestido de tehuana de la compañera María Esther, ése que está en mi guardarropa. ¿Me prometes que lo harás?
―No hable de eso, señor, le hace daño…
― ¿Me lo prometes?
― Esta bien, pero… dígaselo a su hija María, no quiero tomar decisiones que no me tocan… Mejor le traigo las revistas que llegaron, ¡ándele!, para que se anime. Voy por ellas.
―No, no hace falta. Llévame a mi cuarto, quiero descansar.
Mientras Anita y yo lo conducimos, comienza a hablar de los fantasmas que inventa.
―Gritan mucho esos muchachos. ¿Verdad, María Modesta?
― ¿De quiénes habla, señor? Aquí sólo están el jardinero, el chofer, Anita y los guardias. Vamos a descansar, ¡ande!
―Me dolió mucho esa pedrada en la frente ―no sé de dónde saca fuerzas para soltar una carcajada― ¿Hay equipo de beisbol en la UNAM? ¿Tú sabes? Yo no me acuerdo, pero podría ser un buen pitcher ese cabroncito.
Está acostado y sigue riéndose del asunto de la pedrada. Sé bien de qué habla. Ya trabajaba yo aquí cuando llegó con la frente herida.
―Voy a dormir un rato. Te encargo mi secreto.
―No se preocupe, señor. Duerma tranquilo.
―Después del dos de octubre, recuerda. Entonces elegiré el día ―se vuele a verme con una sonrisa agradecida―. Gracias por todo, has sido buena conmigo.
―No diga más, don Luis. Duerma y vendré al rato a despertarlo.
―Espera un momento. Escúchame… Desde hace tiempo quiero pedirte… perdón. Si alguna vez he sido cruel contigo o injusto…, quiero que me perdones.
―Señor, yo… no tengo nada que perdonarle. No me pida eso.
―Por favor, mujer. Me hará bien si dices que me perdonas. Quiero dormir tranquilo.
―Está bien, don Luis. Lo… perdono, pero en verdad le digo que…
―No digas más. Está bien así.
Voy hacia la puerta de salida y me detiene.
― ¿Sabes, María Modesta? Tal vez Dios no esté muerto. Ese Nietzsche no debió saber gran cosa.
Temblores III
VI
De vez en cuando vuelvo a sentir temblorcitos en mi pierna izquierda, la única parte de mi cuerpo que tiene cierta posibilidad de movimiento. Los agradezco porque son signos de vida. Los impulsos nerviosos me recorren y llegan hasta mis ojos, abriéndolos. Cada vez que los abro me pregunto si estoy vivo. Mientras tuve dolor no había duda de que aún seguía aquí. Hoy dependo de mi escasa lucidez cada vez que despierto. Si al menos me doliera un poco tendría algo de esperanza.
Desde arriba se filtran hilillos de vida: a veces sonidos de voces, o gotas de agua que caen en mi pelo, o el gemido de un perro herido, o ruidos de máquinas que hacen vibrar las placas de concreto que me rodean, la varilla que me atraviesa la pierna derecha y el pedazo enorme de cristal que rebanó mi oreja izquierda. Me hubiera gustado darle este apéndice a una prostituta, como Van Gogh; aquí ni siquiera sirvió de alimento para gatos.
Pude no haber faltado a mi empleo ese día, no dejarme llevar por la gripe y el cansancio que me quedó después de pasar la noche con Rebeca. Tal vez el edificio en el que trabajo se mantuvo en pie; era reciente y estaba bien construido. Decidí no ir y aquí estoy, incumpliendo con mi deber y saludando a la muerte. Qué bueno que Rebeca se marchó temprano a trabajar esa mañana; estaría muy apretada aquí conmigo. Además, lo nuestro no se merecía un final trágico, el de dos amantes que mueren abrazados para no separarse jamás. Ojalá esté bien y llore por mí un poco, sólo un poco; la vida es tan frágil que no está como para perderla en llanto.
Hasta el día de ayer, o no sé hasta hace qué tiempo, alcanzaba a escuchar los quejidos de Pepe Barranco, mi vecino del departamento de enfrente. Ya no lo oigo. Nunca pensé que él sería la última persona con quien entablaría un diálogo. “Ramírez, si sobrevives cuida a mi Jacinto. Y dile a mi mujer que siempre la quise, aunque me haya abandonado… ¡Ay!, me duele mucho, Ramírez… mucho”. Fue lo último que le escuché. Pobre Barranco, no es justo para él. A mí ya no me duele nada y no sufro por Rebeca, mi secretaria; lo nuestro era sexo y casi un acuerdo laboral. Quisiera sufrir algo por ella, pero no puedo; ni por Perla o por Renata. En verdad no sé de qué estoy hecho. Bueno, ahora si lo sé, de metales retorcidos, pedazos de cemento y cristales que cercenan. Justo ahora, al final, encuentro la definición exacta de lo que fui.
Hace un rato, antes de dormir la última vez, me pareció escuchar un débil aullido y después nada. Debió ser Jacinto, el perro de Pepe. ¿Por qué hasta ahora me dan ganas de tener un perro?
Quisiera saber si es de día o de noche. Al principio alcanzaba a percibir unos rayos de luz muy débiles, pero el polvo y los fragmentos de vidrio que inundaron mis ojos me han dejado prácticamente ciego. Ya no me llegan las voces, ni las gotas de agua que humedecían mi cabeza. ¿Será que también me estoy quedando sordo y perdí la sensibilidad en la piel?, ¿será que ya viene ella al fin, mi mujer definitiva, la única que me desposará y me sacará de aquí con su infinito poder sanador?
No tengo ninguna esperanza. Ni siquiera deseo que lleguen a salvarme. ¿Para qué? Soy huesos rotos, tejidos muertos, órganos agonizantes. No entiendo por qué mi cerebro se mantiene con cierta lucidez. Sería más fácil si ni siquiera fuera un pensamiento. ¿Estaré pagando mis deudas?, ¿o la muerte se retrasa para que experimente la frialdad que fue mi vida?
Tengo mucho sueño. Me siento demasiado muerto como para seguir vivo. Cerraré los ojos esperando no abrirlos más. No importa que ahora alguien esté llegando muy cerca de dónde estoy. No importa que unas líneas de luz se filtren hasta los dedos necrosados de mi mano derecha, inmóvil y atrapada por fierros enfrente de mí. No importa si Rebeca o Perla me lloran allá afuera.
Todo se vuelve blanco, hermosamente blanco. Debe ser el vestido de ella, la mujer definitiva que se acerca.
Cerraré los ojos.
VII
Rebeca pudo ser negligente, como él. Liberarse por un día de la carga cotidiana. Quedarse en el cielo efímero que cuatro cómplices paredes significan. Disfrutar lentamente el paraíso evaporado que se eleva desde la taza de café caliente, meterlo dentro al aspirarlo y elevarse a condición de reina por un día. Pudo hacer del calor bajo las sábanas y del enlace con las piernas masculinas una pequeña historia de redención que durara una jornada entera, un discurso político feminista tejido con gimoteos y onomatopeyas, una fuga, un alto en el camino, un ala para lanzarla a volar por la ventana rumbo a ese horizonte que no alcanzan sus ojos, ni sus sueños, mucho menos su sueldo de secretaria; ni siquiera el delirio al que la llevan los orgasmos.
Pero no, no quiso. La norma, la duda, la deuda, su madre, su hijo sin padre, el cigarro en sus dedos, la mañana clara, los perros ladrando, la puerta, su aliento viciado y un hambre en alma, la arrojaron fuera.
Ni siquiera se acordó de él cuando sintió las primeras sacudidas. Reaccionó rápido, bajó presurosa las escaleras y alcanzó la calle, limitada por la estrechez de su traje sastre, ondeando en su mente los ojos de su hijo. Más tarde pensó en su amante. Enseguida supo de la caída del edificio de apartamentos en el que pasaron juntos la noche. Días después fue a visitarlo a la funeraria y algunas lágrimas ennoblecieron su rostro. Aún sentía que llevaba el olor masculino enjugado en la entrepierna.
Se estremeció.
* * *
Jacinto pudo irse tras los pasos de otra alma bondadosa, de otro olor que le resultara igualmente agradable. Tal vez durmiera en la terraza de una casa grande y correteara por un jardín inmenso, olisqueando rastros de ardillas, comadrejas y hurones. Estaría bien alimentado y habría una cama mullida para los tiempos fríos.
Sin embargo, prefirió a Pepe. Fue una de esas relaciones bien soportadas en un flechazo químico. Un perro de buena clase que tuvo el infortunio de haber sido regalo navideño para un niño imbécil y que fue echado a la calle cuando creció y perdió su gracia de cachorro, se sintió inmediatamente atraído por ese sujeto de ojos desencantados que le ofreció unas migajas de pan y acarició su testuz. Lo siguió hasta su edificio y el hombre no pudo dejarlo a la intemperie. A la postre sería su mejor amigo, confidente y compañero de aventuras.
Tal vez Jacinto soñaba con alguna olorosa damisela testeada por su olfato en el parque, cuando los ruidos y las sacudidas se metieron en sus sueños. Tardó en despertar. Cuando lo hizo, se debió al terrible impacto que recibió en su espalda, partiéndosela. Quiso moverse, pero sus patas delanteras apenas arañaron el suelo; las traseras habían desaparecido, no había sensación que diera testimonio de su existencia.
A diferencia de los humanos, no tenía demasiadas razones que lo angustiaran ante la inminente presencia de la muerte; la única era Pepe. Aulló con las pocas fuerzas que le quedaban para llamarlo. Hubiera sido feliz viéndolo de pie frente a él y después morir a gusto con su olor en la nariz. Cuando escuchó a su amo llamándolo dificultosamente en medio de la oscuridad que se apoderó de todo, experimentó una pequeña alegría y supo que era intensamente amado.
Su último aullido, casi inaudible, quedó guardado en los escombros.
Temblores II
IV
Tiemblo al pensar en las profecías apocalípticas que comento desde el púlpito. Nunca creí en ellas, pero las he divulgado durante años, con mayor énfasis en tiempos de campaña política, cuando a unos cuantos líderes patrioteros les da por ofrecer el reino de los cielos aquí en la tierra a los miles de incautos que los escuchan y luego abarrotan las iglesias para escucharme a mí. Soy yo quien los induce a votar por la vida y el orden, por la tradición y por aquéllos que defienden el seno sagrado de la familia. Espectáculo triste, lo sé. Sin embargo, ¿de qué otro modo podría garantizar el pago puntual de las mensualidades por la adquisición de mi auto, los complementos vitamínicos que me mantienen con el denuedo que exige mi labor pastoral, los vinos para mitigar las terribles soledades de mi celibato, con cuyo efecto me doy el valor necesario para interrumpir mi castidad y ofrecer un respiro a mi cuerpo con la ayuda de alguna dama piadosa, antes de que el demonio de la tentación reprimida me vuelva por completo una piltrafa humana?
Estoy lleno de pavor y tristeza. La cúpula de mi iglesia se vino abajo y con ella la mayoría de los santos. Sólo el Cristo negro quedó en pie, como reafirmando su poder, reconviniéndome por mis fallas. Me pregunto por qué sigo vivo yo y no el padre Andrés, mi amigo y confesor. Los secretos de mis debilidades quedaron aplastados junto con él por toneladas de cemento en el oratorio. Son designios incomprensibles del Señor y ninguna teología me los hará comprender. Andrés sí era un hombre bueno y al menos debía morir anciano en su cama.
¿Y por qué Petrita? ¿A quién le hacía daño? ¿Acaso era pecado pasarse el día en el templo, mantenerlo limpio, cuidar las veladoras encendidas y las flores? ¿O fue suficiente su falta al callar lo que sabía de mí y algunos otros sólo sospechaban? Pobre, la devoción la mató. Es increíble que su rostro haya quedado casi intacto y el cuerpo completamente destrozado. Murió como una santa, dicen las mujeres del pueblo; y así vivió, virgen y entregada al servicio de la iglesia.
Ahora tengo a dos familias albergadas en la casa parroquial, se quedaron sin hogar y ningún pariente está en condiciones de recibirlas; es lo menos que puedo hacer. Una de ellas es Juana, madre soltera que aún no llega a los cuarenta. Está aquí con su hija Lupita, quien llora y llora porque se quedó sin gato. Por eso no debiera preocuparse; mi templo está lleno de mininos. La que me preocupa es Juana, y no porque haya perdido su casa y su ingreso económico, al no tener hoy un lugar para vender quesadillas. Lo que me da gran temor es el tamaño de sus caderas y ese pelo cetrino que le llega hasta la cintura. Si yo pudiera ser como el padre Andrés, en paz descanse, no habría lugar para mis tribulaciones; pero no nací para ser como él. Sigo en el sacerdocio porque nunca aprendí a hacer nada más. Aunque mi palabra es una viborilla llena de veneno que hipnotiza a los incautos, y la doblo y contoneo a mi antojo, me estoy cansando de ser un hipócrita. Me da temor el mundo, lo acepto. En mi iglesia me siento protegido, como si fuera un lugar privilegiado entre la tierra y el cielo, un médano desde el que puedo bajar de lo alto alguna esperanza para los demás, aunque muy poca para mí. Pero hoy mi iglesia es una ruina y lo mismo empiezo a ser por dentro.
Han pasado dos semanas desde el temblor y Juana no tiene a dónde regresar. La otra familia se fue a una casa que un alma caritativa les ofreció por un tiempo. Lupita ha recuperado el color; es la reina de los gatos. Los alimenta con un fervor amoroso encomiable. Juana ya sonríe. Rescató de las ruinas de su hogar algunos menesteres y vende quesadillas a la entrada del atrio, donde ahora oficio las misas. Mantiene limpia la casa parroquial y me regala la sensación de que somos una familia; parece que los feligreses también así lo sienten, pues los cuchicheos están a la orden del día.
Se me cruza por la cabeza la idea de largarme lejos con ella y Juanita, a donde nadie nos conozca. Hacerlo antes de que vuelva a temblar y entonces sí me mate una loza o una almena; bien merecido lo tendría.
Es de noche y hay luna llena. Octubre siempre aumenta la marea en mi sangre. Juana viene a preguntar si algo se me ofrece antes de ir a dormir. Pido perdón a Dios y le digo que sí, que se acerque. No ofrece demasiada resistencia. También la luna, la soledad y su juventud hacen estragos en ella.
Estoy sorprendido de cuánto puede mover un temblor en la fragilidad de nuestras almas.
Sólo me falta el valor, tal vez un perro para que la familia esté completa.
V
Dos días después del temblor el director del hospital me llamó para felicitarme por mi actitud ante el siniestro. Sólo hice lo que debía hacer, no me siento una heroína. Si muchas de mis compañeras enfermeras y algunos doctores salieron en estampida sin respetar ningún protocolo y sin preocuparse gran cosa por los pacientes, es porque no son aptos para servir a los demás; lástima de títulos y batas impecables.
Cuando sentí las primeras sacudidas lo primero que vino a mi mente fueron los rostros de mis hijos. Quise salir corriendo, tomar el auto e irme como rayo a buscarlos a su escuela. Sin embargo, con la angustia encima tomé a dos de los bebés que estaban hospitalizados y salí con ellos. De inmediato regresé por otros dos mientras el edificio se bamboleaba todavía con intensidad. El director del nosocomio me pidió a gritos que no ingresara de nuevo. “No quiero héroes, todos afuera”, decía. Poco me importaron sus gritos, yo y un compañero reingresamos para apoyar a los pacientes. Adentro, una enfermera y dos de los médicos practicantes decidieron quedarse a cuidar de los ancianos y otros enfermos imposibilitados para salir por su condición de salud. Cuando salía de nuevo haciendo zigzag, con dos niños en brazos y otro mayorcito que se aferró de mi bata, el temblor cesó. El pequeño hospital se mantuvo en pie.
Supe, supimos todos, que no había sido una sacudida cualquiera de esas a las que nos hemos acostumbrado. La fuerza, la duración y el ruido de la tierra nos dieron la certeza de que muchos estarían sufriendo en esos momentos bajo los escombros. Pensé en mis hijos; me mataba la angustia. Mi pensamiento dejó a mi esposo y mis padres en segundo término. Jamás me vi en un dilema como éste. No sólo yo, todos queríamos largarnos a buscar a nuestras familias. Por segunda vez mi sentido del deber se impuso. Atendí de inmediato a pacientes y compañeros en crisis nerviosa, ayudé a uno de los médicos que intentaba mantener con vida a un anciano que sufrió un ataque cardiaco, quien finalmente falleció. Los niños lloraban y los familiares presentes se volvían locos queriendo saber algo de sus enfermos que se quedaron adentro. Algunos de ellos salían auxiliados por miembros del personal. Poco a poco fueron saliendo todos los pacientes, incluso los más graves, en camillas o sillas de rueda, con sus respectivas bolsas de suero y medicamentos.
Lo peor estaba por venir. En autos particulares, en ambulancias, en taxis o a pie, comenzaron a llegar varios heridos de este pueblo y desde distintas comunidades cercanos. Era poco lo que podíamos hacer en los patios y el estacionamiento del hospital. Arrastrando el miedo, ingresamos los que hicimos en serio el juramento cuando nos titulamos. Los que no, se quedaron ahí, hundidos en su cobardía. Parecía un hospital de guerra y me sentí la enfermera de Adiós a las armas, de Hemingway, novela que recién había terminado de leer. Huesos expuestos, lesiones sangrantes, cráneos fracturados, quejidos por todos lados. Dos de los heridos, hombre y mujer, murieron al poco rato; ella, apretándome la mano cuando expiró. Me alcanzó a pedir con balbuceos que dijera a sus hijos cuánto los amaba. Mi corazón se partió, por ella, por sus hijos, por los míos, de los que no tenía idea de cómo estarían. Enseguida entró un enfermero cargando un niño; él no sabía que venía muerto hasta que lo depositó en una cama de urgencias. También llegó una muchachita deshaciéndose en lágrimas con su gato en brazos; el animalito ya no respiraba. Fue difícil convencer a Lupita de que nada podíamos hacer por su mascota. Nos faltaban materiales quirúrgicos, espacios, personal, garra en el ánimo, templanza en los pies, ojos secos y vivos, señal telefónica, alas para viajar a la velocidad del sonido.
Tres horas después, manchados de sangre mi esperanza y mi traje de enfermera, terminó mi turno y corrí a buscar a mi familia. Lloré de alegría al ver a todos a salvo y regresé de inmediato al hospital para doblar turno. Durante el retorno vi casas derrumbadas, la cúpula de la iglesia partida, temor flotando en el aire. Sequé mis lágrimas y seguí llorando interiormente mientras atendía enfermos y apoyaba a los médicos.
Algo cambió en mí. Tenía dudas sobre la intervención de Dios en los asuntos terrenales, pero ese día y los siguientes lo sentí conmigo, adentro. Creí escucharlo y verlo en la gente que se organizó para levantar escombros, rescatar heridos, donar y distribuir alimentos.
No me siento una heroína como dice el director del hospital, pero les diré algo aunque digan que estoy loca: me siento un ángel de bata blanca, sin alas.
Desde ese día grito menos, amo más, río mucho y abrazo demasiado a mis hijos; también a mi esposo. Ahora es el amor lo que me hace temblar.
Temblores y otras urgencias I
Los relatos que hoy se publican forman parte del libro "De besos, temblores y otras urgencias", de reciente publicación, y que se presentan en estas fechas como una manera de conmemorar el segundo aniversario del temblor del 19 de septiembre de 2017.
Temblores
I
Tiemblo por la tristeza y el frío. Aunque algunos me han ofrecido alimento, he comido poco. Muchos han querido llevarme con ellos, tal vez a su casa o a un albergue donde aceptan a pulgosos como yo. Me llaman de muchos modos: Lobo, Rocco, Figo. No sé cómo se les ocurren esos nombres. Nunca sabrán que me llamo Jacinto; no hay nadie para decírselos. Además, no tengo interés en que alguien lo descubra. Estoy esperando que él salga para ir a caminar juntos al parque, o que regrese desde donde se encuentre. No sé si esté debajo de los escombros o si pudo salir como lo hice yo. Tal vez ni siquiera estaba en casa. No puedo saberlo porque yo dormía en el momento que sentí las primeras sacudidas. Lo busqué en su cuarto antes de intentar escapar. A esa hora no suele dormir, pero desde que nos quedamos solos tras la muerte de su esposa, de pronto se escapa por el sueño en cualquier hora del día. Por eso ignoro qué sucede con él; éste olfato ya no me sirve siquiera para rastrearlo. Tampoco entiendo cómo es que estoy bien si salté desde un cuarto piso; ¿o sólo creí saltar?
Han pasado más de tres días y aquí sigo. Hoy me acarició una mujer que tenía un casco en la cabeza y una niña hermosa me abrazó mientras lloraba. Me dio pena por ella. Estoy acostumbrado a esperar y esperar, a veces hasta dos días para que él me lleve al parque. Ya no camina rápido; es viejo y yo empiezo a serlo. Sin embargo, quita la cadena de mi collar y corro con el resto de mis ímpetus. Lo quiero mucho. Desde hace buen tiempo me deja dormir cerca de él; creo que lo ayudo a enfrentar la soledad.
Muchos hombres han llegado con máquinas y su ruido taladra mis oídos. Han querido retirarme, mas no me moveré de aquí hasta verlo salir, o llegar. Me alejé un poco para no ser un estorbo. Me doy cuenta de que los de mi especie tenemos más larga la esperanza, pero no lo entienden éstos y me azuzan para que me vaya. Ayer por poco muerdo a uno de ellos.
Dentro de poco anochecerá. Los hombres y mujeres siguen removiendo escombros. Los he visto sacar muchos cuerpos y ninguno tenía su olor; sin embargo, algunos de ellos olían a vida.
Ahora están rescatando uno más. Mi olfato se alebresta, tiembla. Me cuelo por entre las piernas de tantas personas y llego hasta él. Huele a vida, pero está muy maltrecho. Persigo a la ambulancia por las calles mojadas. La pierdo en una esquina porque disminuyo la velocidad por el cansancio. Mi olfato, en su última gran osadía, me lleva hasta el hospital. Ahí me estaciono con la esperanza pintada en mis ojos. Me alojo bajo una cornisa en la acera de enfrente para pasar la noche.
Transcurren dos días. Me ha vuelto el hambre al saber que está vivo. Como restos de comida que algunos dejan tirada por ahí.
De pronto empiezo a dudar de mí, de lo que soy. Paulatinamente voy dejando de sentir frío, o calor cuando sube el sol. No defeco y la gente pasa a mi lado como si yo no existiera. Sólo tengo claridad de que lo espero a él. El hambre se me escapa y llega el momento en que no escucho ni mis suspiros. Con el hálito de vida que aún siento poseer, corro rumbo a mi antiguo hogar. Al llegar, veo cómo me rescatan los héroes; mi cuerpo es un fardo sanguinolento.
Entonces comprendo: sólo soy la argucia de un escritor acongojado que me mantuvo vivo para darme la infinita satisfacción de saber a mi amigo con vida. Me dio uso de razón para poder contar esta última alegría y el gozoso temblor de amor que experimenta mi pecho de canina ficción, antes de hundirme en el pozo de silencio apacible que perfora la pluma con el punto final.
II
Estoy temblando de puro susto por la venida del diablo. Mi abuela dice que lo sueltan a las ocho de la noche de hoy. De burra me quedo en la calle después de esa hora. Desde las siete me metí y dejé a las demás niñas jugando allá afuera. Ellas dicen que no es cierto, que eso era muy antes cuando no había luz eléctrica en el pueblo, ni televisión, mucho menos celulares. Dirán misa, pero mi abuelita dice que una vez le tocó verlo cuando era niña. Pasó con su caballazo negro por la calle y se metió en la casa de enfrente, donde vivía una señora de “cascos ligeros”; bueno, así me dijo ella.
Acabo de hablar con mi mamá por teléfono y me pide que no le haga caso. Se trata de una tradición, dice. De acuerdo a ésta, el demonio sale a las doce de la noche, perseguido en todo momento por el ángel Miguel. Además, con las cruces de pericón que mi abuela colocó en todas las entradas de la casa, al diablo no se le ocurriría meterse en ella al estar huyendo, según mi santa madre. Me explica también que si al diablo en verdad le gusta venir a causarnos males, entonces ya vino hace unos días, el 19 de septiembre.
De cualquier modo, por más que quiero dormir y por más cruces que haya puesto mi abuela, no se me quita el miedo. Estoy piensa y piensa en lo que dice mi mamá y mi abue; también pienso en Lupita, mi amiga. Se quedó sin casa con el temblor, y sin gato, porque quedó aplastado por los adobes. Estaba solito en la casa el pobre animal. Aunque Lupita me lleva casi dos años, llora como si fuera niña chiquita; y no es para menos. Mi abue, quien siempre tiene una explicación para todo, dice que se cayeron las casas de aquellos que no tienen temor a Dios. Todos estos desastres, dice, son las señales del fin del mundo. La quiero mucho, pero a veces pienso que mi mamá tiene razón cuando me pide no hacer caso de sus ideas de gente mayor. No entiendo por qué me trajo a vivir con ella. Claro, por irse con ese hombre al que ahora quiere que le diga papá, nada más por haberme regalado un celular más o menos bueno. ¿Quién tiene la culpa de que sea tan miedosa a mis doce años? Pues ella; por su calentura me trajo a vivir con la abuela y me volví bien collona.
Antier vino a verme mi mamá desde la ciudad, me platicó que su primo, el tío Pepe, quedó muy mal herido porque se cayó el edificio de apartamentos donde vivía. Estaba en el cuarto piso y el temblor lo agarró en el baño. Hasta después de tres días lo rescataron con muchos huesos rotos. Pobrecito de mi tío, imagino cómo estará en el hospital. Sólo una hermana lo cuida y a veces mi mamá. Fue mi madre a quien le tocó decirle lo de Jacinto, su perro. Lo encontraron los rescatistas dos días después que a él, bien muerto. Una vez lo trajo al pueblo y le pedí a mi tío que me lo regalara; estaba hermoso. Aquí había espacio para que corriera, no como allá, siempre encerrado en un departamento. Si me hubiera hecho caso, Jacinto estaría vivo.
Ya van a dar las once y no me puedo dormir. Mi abuelita ronca desde hace como una hora. Mejor rezaré un rato, como hace ella antes de ir a la cama. Creo que mi mamá tiene razón: el diablo ya vino hace días y nos trajo el temblor. Y ni San Miguel, con su espada flamígera, pudo evitarlo. ¡Ay!, de veras mi abue me ha llenado la cabeza de tantas cosas, que ya ni sé qué pensar.
¿Qué son esos ruidos en la calle? ¡Ay, Diosito! Están correteando a alguien, ¿Será al Diablo? ¡Ay!... Ya pasaron frente a la casa y mi corazón va a reventar de miedo. ¡Ahora suenan balazos! ¿A poco San Miguel carga pistola en lugar de espada? Mejor me voy a dormir con la abuela antes de que no pueda ni moverme por el susto. Yo no sé cómo, pero ahora sí se soltó el diablo. ¡Abuelitaaa….!
III
Estoy temblando, pero de alegría. Desde que se cayó mi casa estoy contento. Los demás andan tristes y no entiendo bien por qué. Ahora veo pasar a todas las personas caminando por mi calle; a muchas nunca las había visto. Y veo los coches, y los perros, y al señor que vende tamales, y… a las muchachas bonitas. Sólo las he visto en la iglesia cuando me ha llevado mi mamá para que me eche agua bendita el padrecito; pero es una vez al año, creo. Ahora las veo y ellas me ven. Me hacen gestos que para mí son como sonrisas.
De mi cuartito no quedó nada. También se cayó la cocina y el corredor, y la salita donde mi mamá veía las telenovelas. Toda la casa se tiró. Se me hace que se cansó de estar parada todo el tiempo, sin moverse, igual que yo, sentado siempre en mi silla.
Antes de que temblara me sacaban al patio y ahí estaba todo el día viendo a los marranos, y a las gallinas que me picoteaban los pies, y a las maripositas parándose en una flor, y luego en otra y en otra. A mí me gusta ver las mariposas, porque imagino ser una de ellas y vuelo por encima de las tejas y me voy lejos, muy lejos. Luego, en la tarde, me metían a mi cuarto y por la ventanita veía cómo se iba apagando la luz. Entonces me dedicaba a soñar. Una vez soñé que no tenía la boca chueca y las manos torcidas, no se me caía la baba y podía caminar. Otro día soñé que me veía en un espejo, como se ve mi hermano todos los días antes de salir a pasear por la tarde. A mí nunca me han dejado verme. Mi mamá dice que los espejos mienten.
Me acuerdo que hace mucho mi hermano me llevó a pasear con él. Me bañaron, peinaron y pusieron ropa limpia. El paseo duró poco, porque mi hermano se regresó enojado; ha de ser porque me salía mucha saliva por la boca, por tanta emoción de ir con él. Esa vez vi a Lupita en la panadería. Otro día la vi en la iglesia de nuevo. Ya no la he vuelto a ver, pero me dijeron que también se cayó su casa y murió su gato. Le conté a mi mamá que la quiero y ella me prometió guardar el secreto. Me gustan los hoyitos que se le hacen en los cachetes y tiene como chispas en los ojos.
Ayer vinieron a vernos unas personas; nos trajeron unas cajas llenas de comida, unas lonas para no mojarnos con la lluvia y muchas botellas de agua. Venía una muchacha de ojos verdes, como los tienen las mujeres de las telenovelas que ve mi mamá. No podía dejar de verla. Como soy tonto, creí que era la virgen del templo que bajó de su altar para venir a visitarme. Me salió mucha baba por mi boca. Luego mi madre me explicó que ellos vinieron de la capital. Desde entonces quisiera conocer alguna vez la ciudad. Quedarme todo el día en una casa que se haya caído con un temblor, para ver pasar por la calle a tantas muchachas de ojos verdes; allá seguramente hay muchas.
Yo entiendo poco de las cosas, pero oigo decir a mi papá que nos ayudarán a construir otra casa. Mi corazón tiembla de tristeza, porque entonces ya no vería la calle y a Lupita cuando camine por ahí. Quisiera decirle que puedo ser su gato, o su perro, si quiere. Ella sería mi mariposa y me enseñaría a volar para escaparnos juntos por arriba de los tejados.
Ya empieza a oscurecer. Vendrá mi mamá, me dará algo de comer y me llevará a dormir en una casita de campaña que nos regalaron. Me gusta porque arriba tiene una ventana por la que se ve el cielo. Llevo dos noches durmiendo ahí, solito. No quiero decírselo a nadie, pero presiento que una noche de éstas, mientras esté soñando, me voy a escapar por ahí convertido en gato. Así no le daré más lata a mi mamá y podré ir a vivir con Lupita.
Toledo
Ti xcaanda: ga'ca shisha sicarú ni qui huayuu, guiuuni ti biine'ni.
(Una aspiración: hacer que algo bello que no existía,
exista por mí)
“Enviamos papalotes a buscarlos al cielo”
Haces bien, Toledo, porque aquí se han buscado a los 43 por mar y tierra, debajo de ellas, por encima, y nada. Se han secado todas las lágrimas de sus padres y ellos no aparecen. Quisiera ser crédulo y tener la convicción de que hay en el cielo un lugar que los resguarda, porque si no es así, ¿para qué sirve el cielo, entonces? Puro azul inútil sería. ¡Vuélalos, Toledo!, con la ayuda de 43 niños oaxaqueños. Nadie más que tú podría traerlos de vuelta. Los veré bajar por los hilos de los papalotes hasta las ofrendas donde los esperan sus padres y hermanos. Y déjalos aquí si es posible, en sus montañas que los quieren como nodrizas que los amamantaron, aquí con sus perros que los extrañan. Píntalos en tus cuadros, entre tus ranas, pájaros y monos; ahí estarán como en casa. Porque vivos los queremos para siempre, vivos en tus nobles tinturas.
“¿Miedo? Sí, cuando duermo. En los sueños sí, y corro mucho”
En las manifestaciones, ¿no tienes miedo, Toledo?, ¿no te da miedo la estupidez que se da como en maceta? ¿Las balas? ¿Los políticos? ¿Las mujeres hermosas? ¿Las iguanas, los alacranes y los murciélagos? ¿Nada? ¿En verdad solo en los sueños? ¡Bendito seas, Francisco! Ahora entiendo porque eres grande y diverso como Oaxaca. Todas las historias de tu tierra han ocurrido para que tú nacieras y pintaras y mandaras al carajo a Ronald McDonald. Cuando la mayoría de los mexicanos seamos grandes como tú y como tu camisa desfajada y tu pelo revuelto, tampoco tendremos miedo. Nos educaste para eso y sin pretenderlo, aunque seas un hombre modesto y acaricies nervioso tu melena con la mano diestra.
“En la familia nunca se creyó en Dios”
Y haces bien. Los incrédulos suelen ser más nobles que los crédulos y son los que cambian al mundo, o en todo caso, ayudan a despertar a Dios de su letargo y espabilarse. ¿A poco crees que los curas y las beatas, quienes dicen conocer la palabra del creador invisible, te hubieran dejado pintar esos penes enormes a tus animalitos? ¿A poco piensas que no te hubieran agarrado las manos para que no pintaras? En nombre de Dios se han cometido las peores atrocidades y es bueno que no hayas sido preso de sus sentencias, porque no existirías, Toledo. Tú eres de aquellos que no necesitan a Dios; tal vez él, si insistimos en su existencia, sea a quien resulte imprescindible el genio de personas como tú.
“Pinto porque no pude con las matemáticas”
¿Te imaginas, Toledo, cuántos talentos se han extraviado por no saber dar buen cauce a su odio o incapacidad con las matemáticas? ¿Qué hubiera pasado si te aferras a los números, al orden geométrico y la rigidez de las líneas? Aunque los cubistas, por ejemplo, dirían otra cosa; encontrarían el arte en la composición intelectual y geométrica. Pero tú no eres cubista ni nada parecido, tú eres Toledo y estás hecho de Oaxaca, de las sandías de Tamayo, de tus niños, de las tlayudas, de los moles y tu rebeldía. Cuando dices que tu arte es una mezcla de lo que has visto y de otras cosas que no sabes de dónde vienen, basta mirarte para saber de dónde llegan tus soplos: es el amor, Francisco, ese que sientes por el color de tu tierra zapoteca y mixteca, amor diluido que llueve sobre ti e inunda tus ojos de asombro permanente, y luego lo conviertes en tus juegos de color y magia sobre los lienzos. Pinta, pinta siempre, poeta de los ocres; danos los colores del maíz, la calabaza y el chile, enséñanos el color y la belleza de los insectos, que solo en tu obra son bellos.
“No voto porque soy impaciente y no puedo estar en la cola esperando”
De cualquier modo, Toledo, los mexicanos llevamos décadas o siglos esperando. Es una cola larga de sexenios y de risas. Una cola parecida a la de tus animales fantásticos. Ha de ser bello perder o ganar tantas horas en ese mundo mágico e irreverente que construiste, en el que, en efecto, no hay por quien votar. Y no quiero pensar que alguna vez te inspiraste en uno de esos cretinos que saltan de un partido a otro pidiendo el voto como prostitutas. Hubiese sido un homenaje inmerecido para ellos. En cambio, tus animales son hermosos y enigmáticos, habría que visitar Juchitán para descubrir alguno de ellos paseando por una calle o por los campos, habrías de volverte niño de nuevo y llevarnos a conocer todo eso que asombró para siempre tu mirada.
“Y hay una receta de Kafka para matar un gato… y en Juchitán, hay una receta para matar una iguana: tienes que agarrar el gato, cerrar la puerta en su cabeza y luego jalarle la cola. Así es como se matan las iguanas. Yo he hecho dibujos de eso porque vi a mi mamá hacerlo”
En ese entonces había muchas iguanas, Toledo. Ahora ya no. Pienso en tu madre y en la crueldad necesaria que ejercía al preparar para ustedes el tlemole de iguana con ejotes, trozos de elote y calabaza. ¿Guardas algún remordimiento por esos animalitos prehistóricos que te comiste? Tal vez, si no las hubieras comido no llevarías a las iguanas dentro de ti y no podrías dibujarlas. ¿También comías insectos cuando eras niño? ¿Te impresionaron los penes largos de los burros manaderos y por eso los dibujas? Sabes, Francisco, hoy en día hay una receta mejor para matar un gato: sales a la carretera en tu auto, aumentas la velocidad y algún cuadrúpedo felino cruzará impertinente por ahí. Hemos cambiado, Toledo, mucho. Esta modernidad que tanto combates nos pisa tan fuerte que hasta las formas de morir se han multiplicado. Tú sigue ahí, en ese reducto de tierra bella; país dentro de un país, mar y guelaguetza, montaña e historia. Ahí vive para siempre aunque un día de estos te mueras. La ventaja de los grandes como tú es que morir no resulta fácil. Sospecho que la inmortalidad es tu condena.
Hombre pájaro
La semilla
Andresito escucha arrobado por los sonidos acompasados del tambor y la flauta; descienden hasta su oído junto con los rayos del sol desde los veinticinco metros de altura del enorme poste plantado en medio de la plaza, obtenido de una ceiba o pochote, en cuya punta han iniciado el ritual el caporal que hace la música y cuatro hombres voladores del pueblo de Papantla. Su devoción es auténtica, pues saben que además de solicitar la bondad divina con esta ceremonia, uno de los cuatro hombres pájaros es su padre. Su pecho revienta de orgullo mientras su madre lo atenaza de una mano. Debe ser bonito ver el cielo de cerquita, piensa, mientras las notas que el caporal hace nacer y caer como lluvia lo llenan de una emoción irrepetible. Ni los paseos por el río, ni la niña de mejillas de durazno con quien comparte banca en la escuela, ni las lecciones de catequismo o los partidos de futbol en el llano, lo emocionan tanto como ver descender a los voladores. Con la misma precisión de un péndulo de reloj, cuenta cada una de las trece vueltas que da su padre hasta caer suavemente en el suelo, convertido en gota de lluvia colorida que al llegar a la tierra la fertiliza y promete humedad suficiente para ver crecer y expandirse el verdor de los plantíos de maíz.
Andrés sabe, porque se lo han enseñado, que cada hombre pájaro da trece vueltas para dar un total de 52, el número de años equivalente al ciclo solar, y también que cada uno de ellos apunta hacia un punto cardinal. En su cabecita de ocho años rebotan esos números mágicos y despiertan su curiosidad de niño totonaca, digno heredero de una cosmovisión que coloca muy por encima de nuestras pequeñas fuerzas humanas a las de la naturaleza, de los astros y de sus ciclos, de los que somos súbditos ante su vital presencia y movimiento.
El año anterior, Andrés acompañó a su padre y a los demás hombres a cortar el árbol del cual obtendrían el nuevo poste para instalarlo en un pueblo cercano del estado de Puebla, acción con la que da inicio el ritual. La comunidad es la que eligió el árbol a través de sus representantes, selección hecha con mucho cuidado; luego de que los hombres pájaros bailaron un buen rato la danza “del perdón” alrededor del árbol, inclinando el cuerpo a modo de reverencia, lo derrumbaron, cortaron sus ramas y lo condujeron hasta el centro del pueblo en medio de un clima de fervor que a Andresito lo marcó para siempre. Quiero ser un hombre pájaro, dijeron sus ojos admirados.
Al ver llegar a su padre una vez terminado el ritual, Andrés cree estar viendo al dios dueño del viento, una de las deidades secundarias de la cultura totonaca, con su cabeza envuelta por un paliacate y un pequeño penacho multicolor en forma de abanico que simula el copete de un ave, y también simboliza los rayos solares que nacen de un pequeño espejo equivalente al Sol. Largos listones caen sobre su espalda simulando el arcoíris después de la lluvia. De su hombro derecho caen diagonalmente sobre pecho y espalda dos semicírculos de terciopelo rojo que simbolizan las alas de los pájaros; sobre ellos hay figuras de flores y aves coloridas. Su pantalón de tono colorado tiene adornos de chaquira y espiguilla y calza los cásicos botines de piel de tacón alto que usan los hombres totonacos. ¿Cómo no sentir una profunda admiración por su padre cuando le acaricia amorosamente sus hombros?, ¿cómo no desear convertirse algún día en hombre pájaro y subir al palo volador para pedir al dios Tajín, el dueño del trueno, que les regale la bondad de la tormenta que hace bajar la lluvia? Se va de la mano de sus padres con su destino bien claro pintado en la sonrisa.
El plumaje
Los años no lograron arrancar de Andrés la ilusión de volar. Ha cumplido trece y es menester que muestre su vocación por el aire. No se ha borrado de su rostro el gesto de admiración por los hombres pájaros. A él no lo seducen nuevos destinos como sí les pasa a otros de su edad, no le cruza por la mente otro que no sea subir al palo volador, quedarse en su tierra donde los tonos de verde se multiplican y la mejor música la escucha nacer de las gargantas de las aves. Es hora de practicar la danza y el vuelo, primero en poste de tres metros y luego en otro de siete, y así hasta alcanzar la mayor altura en la que sea capaz de escuchar la voz de sus dioses híbridos, como lo imaginó desde muy niño.
Al llegar el momento de su primera aparición en público en un mástil de quince metros junto con otros iniciados adolescentes, incluida una mujer cuya presencia rompe una tradición típicamente masculina, Andrés es ayudado por su madre para vestirse con el traje característico. Es ella quien callada sufre sus temores por los riesgos ante una mala ejecución del ritual; el muchacho está como en éxtasis. Al caminar rumbo a la plaza después de recibir la bendición de su madre, Andrés siente que flota sobre la calle empedrada. Sus tiernos ojos tornan a ser poco a poco los de un halcón, sus brazos van ganando la ligereza y fuerza de las alas y su cuerpo entero se viste de plumaje colorido; su mente también. Porta orgulloso el pequeño penacho multicolor, anunciando a todos que es un hombre tocado por la divinidad, con la potestad de mirar de cerca al Sol y convencer a los dioses de regalarnos la tormenta y la lluvia. Antes de subir inicia la danza reverencial alrededor del poste. Andrés entra en éxtasis, solo existen sus hermanos pájaros, el árbol sagrado y el viento que lo espera.
Inicia el ascenso y sabe que sube para hacer frente a sus miedos, que será un hombrecito nuevo cuando logre la punta y se deje seducir por el tambor y la flauta. La sensación que obtiene al estar sentado en uno de los lados del cuadro de madera que sostiene a los cuatro danzantes mientras el caporal toca y danza de pie, le dice que a partir de ese momento ya es otro. Abajo quedó el chico que temblaba de emoción y arriba se encuentra un hombre halcón que se topa de frente con el dios dueño del viento. Su imaginación comete la osadía de creer ser tal dios. Para ese momento ya es otro que ha multiplicado su edad por cuatro, experimenta tal poder que siente tener los mismos años de duración de un ciclo solar.
Llega la hora del descenso, abre sus alas y en cada una de las trece vueltas Andrés se conquista a sí mismo y al público. Piensa que nunca podrá dejar de volar. Su destino es el aire y a él le promete devoción eterna. El chico que toca tierra trae una verdad nueva en su mirada y así lo hace saber a su padre cuando lo abraza orgulloso, con esa parquedad del hombre totonaca que no necesita aspavientos para manifestar sus emociones.
Andrés presume ahora su nuevo plumaje y lo hará por muchísimos años más.
El retiro
Voló infinitas veces en su tierra natal y en El Tajín, en el museo de Antropología e Historia, cerca del Castillo de Chapultepec; muchas veces en los estados de Puebla e Hidalgo, una larga temporada en Teotihuacán, otra en un parque de diversiones de la Riviera Maya y en más lugares de país. Su logro mayor fue haber volado en Cuba ante las barbas y los ojos emocionados del mismísimo Comandante Fidel Castro, quien estrechó su mano tan fuerte, que no olvida jamás la sensación de ese encuentro. Subió a mástiles de hasta treinta metros de altura y de estructura metálica, como resultado de los afanes de algunos por convertir el ritual en un gran espectáculo de valentía y arrojo.
Vio hacerse mayor a su padre y abandonar para siempre el penacho y el traje. Vio crecer a sus hijos, uno de ellos con el mismo ardor que el suyo en su mirada. Sintió la admiración de miles de espectadores, pero también cierta indiferencia en los ojos de muchos ante un ritual incomprensible para ellos, considerado tal vez un resto de culturas primitivas, o un acto pagano que atentaba en contra de las “verdaderas formas de la fe cristiana”. Dejó de sentirse poco a poco la encarnación viva del dios del viento, y sus rodillas, su cintura y su espalda también fueron dándole evidencia de que no lo era.
Cuando cumplió los cuarenta y cinco años experimentó de pronto que había desaparecido la emoción y estaba dejando así de respetar a los dioses totonacos mayores: el Sol, la Luna y las estrellas. No lo pensó demasiado, habló con sus compañeros de vuelo, con su esposa y consigo mismo. Vivió el ritual un día más en el centro de Papantla y trató de experimentar por última vez aquella emoción de su primera oportunidad. Al descender en círculo por el aire sintió que sus brazos eran alas de verdad y creyó mirar en cada uno de sus tres compañeros el cuerpo y el rostro del dios Tajín; él mismo creyó tenerlos. Lo tomó como un mensaje y lágrimas inesperadas que nadie advirtió también volaron en descenso, tocaron la tierra y sembraron el inicio de un nuevo sendero en su vida. Al llegar al suelo supo que él era la revelación que esperaba, el poder desconocido que buscaba fuera y de pronto descubría dentro de sí mismo. Abrazó a sus hermanos pájaros y caminó como un dios hacia su nueva vida; a su lado, su compañera de siempre.
Hoy en día es ese mismo hijo suyo que nació con igual azoro en sus ojos el que hace temporada de vuelos en la zona arqueológica de Teotihuacán. La dinastía continúa. Andrés emprende otro tipo de viajes, acostumbrado a ir de aquí para allá, en busca del aire siempre, de sus aromas y canciones. Con su traje típico totonaca hace sonar sus botines negros por las calles de algunas ciudades, cargando una variedad de camisas bordadas hechas artesanalmente en su tierra. En su mirada aún puedes observar, si escudriñas con cuidado, el cielo abierto y bondadoso que él veía desde la punta del mástil, las montañas verdes y las bandadas de pájaros cruzando el viento. Si tienes suerte y deseo de encontrarlo, lo hallarás un sábado o domingo en el centro de Cuernavaca, tal vez sobre los arcos del Teatro Ocampo o en la plaza de armas, a la entrada del Cine Morelos o de la catedral sobre la calle Hidalgo. Ciento setenta pesos te cuesta una camisola blanca totonaca o una camisa bordada; ciento setenta pesos poder ser un poco como él. Poca plata para ponerte la misma camisa que porta un hombre dios, quien camina por nuestras calles como cualquier hombre pequeño.
Demonias, filos y banderas
De betún, franela y manos
Hay quienes nacen con estrellas en sus manos. Si a esto agregamos una humildad básica y capacidad innata para encontrar brillos donde otros ven cardos, sombras y motivos para renegar de la vida como viene, tenemos entonces un portento de vitalidad que sobrepone la sonrisa a las endechas que se escuchan cotidianamente en las filas del banco, por ejemplo, o en las del Seguro Social, mientras se espera la atención del médico especialista cuya consulta se conquista como si fuera la cumbre de una montaña.
En esta ocasión se trata de Antonio, cuyo solo nombre es una campanada echada al aire desde la torre de alguna catedral. Antonio y la sonrisa, podría ser el título de la descripción de cualquiera de sus días, pues en ningún momento las comisuras de su boca apuntan hacia abajo, y sus ojos redondos brillan e indagan como si algún augur los hubiera enviado para mostrarte que la vida es sorpresa constante.
Antonio bolea zapatos en la entrada de las oficinas del Registro Agrario Nacional, donde abundan ingenieros agrónomos con botas de piel, abogados de zapato elegante y tramitólogos de profesión que han hecho de su labor de intermediarios su modus vivendi. No falta algún campesino que ese día se puso zapatos para hacer el viaje a la ciudad, de modo que no digan que el origen humilde no puede significar una mínima elegancia. La manera en que la brocha espumosa recorre la piel del calzado simula la caricia suave de una dama enamorada, y luego sigue el betún que borra cicatrices, impurezas e imperfecciones; después el trapo encargado de dar lustre rechina en el zapato hasta que nace el sol sobre la piel negra o café. En el transcurso, Antonio silba o comenta la noticia del día con el cliente, o le confiesa un secreto de tantos aprendidos en el lugar: que aquel de allá reparte bonito su comisión con algunos jefes para que el trámite salga rápido, que ese otro tiene un qué ver con la chica recepcionista de la sonrisa permanente y eso le ahorra tiempos y dineros para apresurar sus diligencias, que el cabrón que está ahorita en el mostrador es un ojete y te pone todas las trabas del mundo. En eso, alguien lo llama desde una oficina donde se atiende a quien obtuvo la ficha doce blanca, por lo que Antonio se disculpa diciendo que regresará en un tris. Ingresa con alguien que lo espera en la puerta y, en efecto, en cuatro minutos sale después de firmar como testigo de algún trámite en el que se deciden los derechos sucesorios de alguien, o algo por el estilo, por lo que cobra su correspondiente comisión como debe ser. Testigo de ocasión y bolero, sin duda oficios nobles.
Las botas ya están listas y caminan presuntuosas rumbo a la calle. Tiempo de espera. Habrá que cazar cliente nuevo, o espantar las moscas si no llega nadie, echarle un vistazo a los autos estacionados que también cuida o tal vez fisgonear con recato a la señora guapa que se formó en la fila con cara de “estoy hasta la madre de tanto trámite”. De pronto alguien lo llama desde la calle: “Ese Toño, aquí hay un señor que quiere un rapidín con su coche, ca…” Deja encargado el cajón de bolear con el vendedor de dulces de la entrada y hace aparecer una cubeta llena de agua y una franela roja. Le dijeron que era un “rapidín”, por lo que tiene unos quince minutos para que sus musculosos brazos dejen el auto listo a fin de que su dueño atienda un compromiso de urgencia, de aquellos para los que un auto limpio es imprescindible. ¡Vaya usted a saber de qué se trate! ¿Tienes alguna fragancia?, le pregunta el cliente de camisa a cuadros y sombrero tejano. Solo tengo lavanda y jazmín, patrón, le contesta. ¿Tú cuál me recomiendas?, vuelve a preguntar el vaquero. Pues el lavanda, jefe, el otro como que es muy finito para usted; ese lo uso para las señoras. ¡Vaya!, testigo circunstancial, bolero, cuidador de autos y lava coches, un mil usos simpático y efectivo.
Los minutos se deslizan. Hombres y mujeres salen y entran en el recinto, repitiendo el ritual de la vida moderna apresurada. Parece que el sentido de la existencia es hacer trámites, legalizar documentos, dar fe con ellos de que poseemos algo o soñamos poseerlo. Así, los días justifican el paso del tiempo, lo diluyen, lo embalsaman en asuntos varios, pretenden detenerlo en un pedazo de tierra inamovible del que nos creemos dueños, la misma tierra que generó revoluciones que tal vez no fueron y que nos inspira para hacer apologías de estatuas que alguna vez fueron hombres y mujeres de carne y hueso. Sin embargo, Antonio, con su chaleco amarillo y la sonrisa eterna de niño asombrado y un dejo de sorna constante en su gesto sanguíneo, parece no caer en el juego de los demás. Nada lo amedrenta para inhalar con plenitud el aire y aceptar lo que le depare el día con regocijo, como si todo fuera un juego. Por eso responde con emoción al llamado de un hombre del mostrador que le entrega una lista completa de almuerzos que debe traer, pues son las diez treinta y los burócratas tienen hambre. Franela y betún lo esperarán pacientes, porque ahora está en su rol de mozo mandadero. Con gusto va por la calle rumbo a los tacos acorazados, y con qué agrado piropea a la morenita que los sirve y se sonroja, y lo mira como diciéndole: “Te dije que delante de los demás no me andes con tus cosas. Por whatsapp lo que quieras, pero aquí no”. Como sea, la morena le guiña un ojo, promesa gestual que podría ser cumplida un día estos en algún lugar secreto. Y luego pasa por las cocas, maldito veneno negro que él bebe sin remordimiento alguno.
Tres boleadas más, dos lavados de auto y otra comparecencia como testigo de nivel, y casi dan las dos treinta, hora en que cierran las oficinas de RAN. Parece que será todo por hoy para Antonio. Sin embargo, cinco minutos antes del cierre un auto aparca a escasos metros de la entrada. Lo conduce una dama de cabello rubio postizo y lentes oscuros. No es necesaria señal alguna para que Toño, quien ya se enfundó en una playera ajustada de las Chivas del Guadalajara que deja apreciar sus fuertes pectorales, se dirija al auto y suba en él con gesto de profesional, no sin antes guardar sus enseres de trabajo en la cajuela que desde adentro abrió la dama. En el rudo oficio que lo mantendrá ocupado las dos o tres horas siguientes no requerirá de betún, chaleco amarillo y franela; son ahora sus manos, su boca y el cuerpo entero los instrumentos para que la mujer entre y salga en un efímero paraíso de tal vez unos cien minutos flotantes, en el que su cuerpo será una balsa abandonada sobre una corriente de rápidos que la llevarán hasta un apacible remanso, donde todo guarda silencio y las arenas cotidianas no queman.
Cualquiera diría que ahora sí ha concluido la jornada. No precisamente. A las cinco con quince Antonio pita un encuentro de futbol en la colonia donde vive. Su prestigio como árbitro le asegura al menos tres partidos por semana, sobre todo en viernes y sábado.
Al llegar a su hogar alrededor de las siete, dos niñas y un varoncito salen a recibirlo en el patio de la casa en construcción donde vive, sin revoque y con ventanas faltantes. Levanta sin ningún esfuerzo a las dos niñas y luego entrega a cada uno un dulce que compró en la esquina. Su mujer lo recibe con un beso rápido y sigue levantando la ropa seca del tendedero. Se acabó el gas, Toño, le recuerda, y no hemos pagado la luz, a ver si no la cortan; ah, y se me hace que debemos desparasitar a los chamacos, pues se les fue el hambre y no les quito el dolor de panza. Mañana veo todo eso, mujer, le contesta después de exhalar un largo suspiro.
En tres días será domingo. Ese día, como siempre, Antonio tendrá que seguir pegando tabicones en su casa a medio construir. Deberá darse prisa, pues el vientre de su mujer se abomba y pronto será necesario el otro cuartito. Piensa en qué otra chamba puede sacar algo extra, o en otra dama generosa que de vez en cuando pase por él al trabajo a las dos con veinticinco, en busca de una balsa y un remanso que su vida diaria no le da.
Antonio sabe que debe remendarse cada día para no perder la sonrisa y ejercitar la fe sin etiquetas que lo mantiene a flote, y arriesgarse más allá de lo que indica la norma. Antonio sabe que es un hombre bueno, pero también que no basta serlo. Ahora ya duerme y es el sueño el que lo remienda con aguja e hilos invisibles.
Divagaciones caniculares
I) Torpeza
Si te sientas frente al monitor y no tienes nada que decir, lo mejor es dejar que las palabras fluyan solas, como prostitutas que caminan por una gran avenida soñando que un día estarán en las marquesinas de un teatro, llenas de luces. Puede suceder que una súbita inspiración las convierta en vedetes deseadas por todos y las personas paguen para poseerlas dentro de un libro; hasta podrían suscitar duelos a muerte entre bibliófilos embrutecidos por alcohol o alguna otra droga. Por ejemplo, la palabra pábulo, bien acomodada dentro de algún enunciado de modo que motive lucubraciones húmedas y delirantes, se sabe que ha sido motivo de más de una muerte. Hay muchos pantófilos que han reconocido que si algo les hace perder la cordura en el mundo, es el amor apasionado por las palabras certeras que alcanzan a rasgar un posible significado dentro de este maremágnum que es el lenguaje. Ahora bien, si las palabras no tienen suerte cuando salen a buscar sustento, al menos sirven para justificar salarios y llenar archivos enormes que a cualquier empresa o proyecto llenan de orgullo. Démonos cuenta, por ejemplo, cómo se envanece la voz de un fiscal cuando nos comenta sobre el expediente de siete mil quinientas setenta y tres fojas, correspondiente a una sesuda investigación en curso para desvelar el misterio de un crimen pasional o de un caso de corrupción; hay ahí un universo de palabras que nadie anhela leer, sin embargo, dan estatura y seriedad a un asunto tan complejo que a todos importa y que a nadie también. Vale recordar cómo, hasta hace unas décadas, los presidentes de nuestro país eran expertos para arrojarnos sin piedad discursos que duraban horas sin que dijeran nada, pero es digno reconocer cuántas emociones engendraban en los ciudadanos probos y en los deshonestos, que para eso de ser patriota no importa la ralea, y cuántas apologías y diatribas enconadas tenían lugar posteriormente en el honorable Congreso de la Unión, templo perfecto de la palabra fatua. Un famoso poeta dijo una vez que una página en blanco es como una mujer desnuda esperándonos. Recordar esto puede ser buen aliciente, pues una blanca fémina descobijada ha puesto a dormir su moral y sin culpa alguna podemos recorrerla, hurgarla, sacudirla, experimentarla y, si fuera necesario, olvidarla, confinándola al cesto de basura si nada bueno obtenemos de ella, ni siquiera un elemental orgasmo literario. En el peor de los casos puede espolearte un numen de medio pelo y llevarte a completar una cuartilla de bellas, sinuosas y vanidosas líneas de grafías, para cumplir la consigna con la que algunos escritores diletantes se conducen: escribir al menos una página al día. Así, no quedas mal con tu conciencia, cumples el precepto y respiras engreído al alcanzar el justo y ansiado punto final.
II) Trumpica
Si por extraña magia, Picasso renaciera hoy en México, en Siria o en Darfur, su asombro sería mayúsculo por la inocencia del Guernica. Le faltarían al lienzo: decapitados, mujeres despedazadas, niños con rifles de alto poder, hombres y mujeres de ébano ahogándose en el mediterráneo y muchos horrores más. Pero la imagen más violenta sería la de un hombre blanco que gesticula odio disparando desde un muro a mexicanos, musulmanes y discapacitados; y en el fondo del cuadro la imagen de la estatua de la libertad cayendo en picada, desde un cielo engañoso con cincuenta estrellas.
III) Xtabay digital
Un hombre con apariencia de fantasma aleccionaba a otro que parecía un niño asustado por cuentos de brujas:
“Es la Xtabay, te digo. Atravesó las fronteras y, siendo maya, se volvió universal. Claro, hoy le ayudan las redes sociales, especialmente Facebook. Si te llegó su invitación de amistad y la aceptaste, ya te jodió. La única oportunidad que tienes es eliminarla de inmediato sin abrir alguno de sus mensajes y archivos. Pero si ya lo hiciste o, aunque no, ya estuvo en la red contigo al menos una semana, te va a encontrar un día, sé que lo hará. Anda cumpliendo su función de exterminadora de machos, pues somos demasiados y harto brutos. Te perdonará si has cumplido devotamente tu labor de esposo, padre, hijo, amigo y hermano. Si no, repito, te jodiste. Dime, ¿cuándo le diste aceptar?, ¿te fijaste bien si tenía un ojo de coyote en el pecho?... ¿Sí?... Entonces era ella. Hermosa, ¿no? ¿Que cómo lo sé? Porque ya tuve sexo virtual con esa mujer demonio. Fue la experiencia más intensa que disfruté, pero me costó la vida, compañero. Nunca perdonó mi existencia atolondrada. Así es, este que te habla ya está muerto y pronto me harás compañía; por eso es que puedes verme. Te veré pronto de este lado, amigo.”
El hombrecillo asustadizo cayó desmayado, mientras que el otro se marchó atravesando las paredes.
IV) Círculo
Desde hace un tiempo salgo con una dama que no es mi novia ni mi amante, no nos gustan esos términos tan provocadores. Vamos, ni siquiera es una dama. Es simplemente una mujer, así le gusta definirse. Viene, tiene sexo conmigo, llora sobre mis hombros sus desventuras, fuma un cigarro y se marcha. Conocí a su esposo, amigo mío en las adolescencias. Un día la abandonó y se escapó con otra, una morena costeña capaz de ablandar cualquier tapujo moral y prender fuego a leña verde. Ella lo llevó al mar, donde vive su padre, un pescador agradecido que todos los días pide perdón por la vida robada al océano. El pescador trabaja para un hombre que a diario lleva pescado en su camión de hielo hasta la capital. Ahí el hombre vende su producto a los dueños de restaurantes, comedores y tabernas. El dueño de uno de esos refectorios tiene un amigo con quien comparte el futbol los domingos; ambos se desgañitan como si cada gol fuera un orgasmo. El amigo que les cuento va cada sábado al panteón que está al sur de la ciudad, lleva flores a su hija muerta hace unos años; llora y se pregunta por qué Dios permite que se rompa el orden cronológico de nuestra partida de este mundo.
La hija muerta del amigo del dueño de un restaurante que compra peces al hombre para quien trabaja el pescador que es padre de la morena sensual que se robó al marido de la dama que me hace el amor y llora sobre mis hombros de vez en cuando, es la madre de mis hijos. Por ella lloro sobre el regazo de la mujer que llora conmigo sus penares.
La vida, un círculo perfecto.
V) Dos versiones del calor
El calor está insoportable. Un limpia vidrios y su hijo, al pie del semáforo, observan el anuncio espectacular que muestra a una pareja joven, hermosa y blanca, con dos niños lindos como ángeles de iglesia; detrás de ellos, una vegetación exuberante y, al fondo, la imagen de un hotel; más atrás, el mar.
Extasiado, el niño, quemado por el sol y con su caja de chicles en la mano, pregunta a su padre:
─Papá, ¿así es el paraíso?
El hombre no alcanza a contestar. La luz del semáforo ha cambiado y los autos se han detenido en filas, dibujando entre ellas las vías de un infierno de asfalto por las que padre e hijo de nuevo ya caminan.
VI) No fui yo
El día de mi boda no asistí a la ceremonia; fui displicente. Fue otro quien se enfundó en mi traje y se puso mi sonrisa y se casó con mi mujer; y dijo: “Sí, acepto”. Pero ahora que mi esposa tramita el divorcio, en efecto, el demandado soy yo. ¡Carajo!
Filas
I
A Eloísa le contaron bien el cuento de la princesa. Por eso camina por la calle reventado pompas de jabón que solo ella ve. La sonrisa en su cara es un imán de esos que enamoran a quienes tienen la feliz coincidencia de cruzarse en su camino. Mientras recorre las cuadras que hay entre la estación del metro y el café donde gustan de verse, recuerda como si fuera ayer el día que lo conoció. Ella hacía fila para comprar el ticket en la tienda donde estos se expenden electrónicamente, emocionada porque conocería por fin a su banda favorita en el Palacio de los Deportes, Iron Maiden. Era una chica retro, decía su padre. Habría que esperar más de nueve meses para el concierto, hacer fila en las muchas semanas que faltaban. Mario iba detrás de ella en la hilera, también admirador de la banda de leyenda y dispuesto a disfrutarla por tercera vez en su vida. Le encantaron su barba entrecana y su pelo largo que le daba aire de cuarentón rebelde, por lo que no puso inconveniente al galán maduro cuando inició la plática. Tampoco mostró reparo alguno en las semanas excitantes que vinieron después, entre visitas a moteles de buen gusto y escapadas en moto a Cuernavaca y Tequesquitengo, adherida gozosamente a una chamarra de cuero y sus manos a un vientre masculino que la desquiciaba.
Ahora camina enamorada del suelo que pisa, como si posara sus pies en pista de tartán, flotante su emoción. Al llegar al café, él aún no ha llegado. Es raro, pues si algo lo caracteriza es su prisa por llegar y por irse después de estar con ella, alegando mil compromisos de los que nunca ha dado detalles. Después de quince minutos llama a su celular y nada. A la media hora se inquieta sobremanera por no poder comunicarse con él. Más al rato se retira y llama a los amigos de Mario. Pasa buen rato para que alguno responda y hubiera sido mejor que no sucediera. Tarda mucho tiempo en reaccionar al escuchar que Mario ya no está, que se ha ido. Ella no sabía que él llevaba tiempo haciendo fila para que una “nueve milímetros” le borrara su sonrisa encantadora, ni que había hecho muchos méritos para eso distribuyendo polvos blancos e imaginaciones verdes. Alguien o algunos lo ayudaron a cumplir con su destino.
Eloísa camina hoy por una calle sin tartán y siente que un tropel de cuervos da vueltas sobre su cabeza. Partida por una tristeza que pinta de tono gris sus veinticuatro años, toca su vientre y cree sentir al pequeñísimo ser que hace fila para venir al mundo, sin haberlo pedido y con una sola persona que sabe de él y lo espera. Tal vez nazca alrededor del día en que Iron Maiden dé su tercer concierto en la ciudad. Puede ser que Eloísa venda su boleto y nunca regale a su hijo un muñeco de Ediee the Head.
II
Encorvado y lento, va de la cocina a la recámara con el té para su esposa en la mano. Ella dormita: los ojos hundidos, la boca semiabierta; su piel delgada y pálida resalta sus pómulos. La mujer respira lento, y sube y baja su abdomen como si le costara hacerlo, como si ya no quisiera, cansada de hacer fila para morir durante meses. El anciano suplica que ella beba un poco. Con voz casi inteligible dice algo a su esposo que a él le empaña la mirada. Por las mañanas están solos, como ahora; sus dos hijas se turnan para estar con ellos las tardes y noches. El hombre desiste en su intento de hacerla beber. Va hacia la ventana para mirar el triste espectáculo de cables, rótulos publicitarios y casas tristes. Durante casi cuarenta años tomó su lugar en la fila de aspirantes a una casa con jardín, árboles y barda de piedra, pero fue insuficiente el crédito que le ofreció la vida para lograrlo. Se pregunta por qué no fue posible si sus jornadas eran extenuantes, su aplicación al trabajo reconocida por sus jefes y su nobleza a prueba de cualquier duda. Tal vez ese fue el problema, piensa, pues en este mundo, en esta ciudad y en este barrio, poco se premia la conducta intachable y el trabajo honrado. No nació con las agallas para tomar lugar en la fila de los que trampean, oprimen y carecen de escrúpulos de todo tipo.
Voltea a mirar a su esposa y sabe lo que ella le suplica con sus ojos apagados, pero no tiene el valor de cumplir la promesa que ambos se hicieron hace unos veinte años. Sabe dónde está el frasco, cuál es la dosis exacta y cómo preparar la mezcla, pero se resiste a aceptar que le toque a él realizar el procedimiento y no a su pareja, con todo y que su esposa es ocho años menor. Siempre pensó que sería a ella a quien le tocaría hacerlo. Le dolería mucho vivir en la fila de la soledad. Se acerca al cristo que está en la pared, como pidiéndole consejo como casi nunca lo hizo, porque no fue de esos que se forman a esperar el acontecer de los milagros. El cristo ensangrentado no tiene nada que decirle, a no ser que deba sufrir una culpa que no le corresponde por el martirio eterno de su crucifixión. Se rebela y se retira. Deberá tomar la decisión solo. Resuelto, toma al gato que los acompaña desde hace siete años y lo lleva afuera, pues no merece el felino involucrarse en esto. Vuelve a entrar al departamento y cierra con todo cuidado las ventanas. Antes de cerrar la que da a la calle, mira durante unos minutos ese paisaje que aprendió de memoria: el puesto de revistas y la cara aburrida de su dueño, la señora joven que llega a la casa de enfrente como todos los días a esa hora, jalando a sus dos niños y cargada de bolsas de comestibles, el enrejado de cables, los autos, el pedacito de cielo en azul grisáceo que les tocó mirar cada día desde su rincón del mundo. Nada de eso lo seduce para hacerlo cambiar de opinión. Cierra esta última ventana y las puertas del departamento, menos la que da a su recámara, contigua a la cocina. Después, sin pensarlo, abre todas las llaves de la estufa de gas. Entra en su cuarto y va al mueble donde están los retratos de sus hijas, algunos de sus nietos y una foto del gato cuando era cachorro. Parece hablarles, como en plegaria. Con gran placidez se dirige hacia su esposa y toma su mano, apretándola. La mujer reacciona y por unos minutos se miran con los ojos encendidos, como si vieran en ellos la película entera de su vida. Después, lentamente, se acomoda en una orilla de la cama, abrazando a su mujer y besando sus ojos humedecidos. La respira hondo. El reloj de pared marca las 2:45 de la tarde, y contando. Es la última espera, ahora están hasta el frente de la última fila de su vida. Extrañamente, comienzan a sonar las campanas de la iglesia cercana, y el hombre, que ya entra en el letargo definitivo, siente que es por ellos. Afuera, el gato araña el cristal de la ventana de la sala; él aún está formado en la fila del hambre y de la vida.
III
El día que Tito se fue de casa nadie se dio cuenta, o no quisieron darse cuenta, pues el domingo era hermoso y la mañana digna para un pintor de paisajes naturales. Ese día era importante para acudir a la iglesia y hacer fila en busca de la sugestión del perdón de los pecados, renovarse con el discurso de un hombre de sotana, a modo de un contrato amañado de conveniencia mutua; importante para beber cerveza e ilusiones de corto alcance al calor de un partido de futbol o de la simple francachela. Pero no era importante para pensar en Tito. ¿Por qué habría de serlo si nunca había sido así? Él se entendía bien con su esquizofrenia simple que esa mañana luminosa pasó a ser paranoide. Durante años hizo fila para dar el gran salto, es espera no declarada de que alguien o algo lo retirara de ella o al menos le diera un lugar alejado en la cola. Pero no hubo manos, palabras, abrazos, besos, bondades y voluntades que detuvieran su avance.
Cuando partió llevaba los tenis nuevos y la chamarra vistosa, pero las caminatas que hacen los desahuciados como él por las carreteras, enfilados hacia el olvido y la indiferencia colectiva, desgastan las suelas; el sol desgarra las prendas de vestir y las pocas luces que aún quedaran en esos quijotes sin estampa, empeñados en seguir el derrotero de sus delirios hasta ese mundo que construyen dentro, menos doloroso que el de afuera.
Adentro seguramente habrá infiernos, pero alguna compasión divina tal vez intervenga para regalarle pequeños paraísos, porque Tito sonríe con extrañas muecas y ejecuta danzas maravillosas con su mirada; tal vez en ella navegan barcos de piratas nobles o corren caballos jineteados por sus deseos infantiles. Tal vez Tito dejó de hacer fila en los almacenes del mundo que expenden sufrimiento y un día, bajo un árbol, a la orilla de un camino o bajo una cornisa, deje de caminar y vuele en el vapor de la última gota salada que fluya por sus ojos.
Por si vinieras
Debí abrir esa puerta.
Cuando mi madre preguntó por ti, mi hermana Oralia le dijo que te habías ido a la cantina a echar la copa. “Apenitas calienta el sol y salen los hombres a buscar su perdición”, respondió ella. Faltaban quince para las doce, una hora en que la garganta se vuelve pozo sin fondo y el calor apalea los buenos ánimos. Recuerdo que me decías que unos tragos ayudan a un hombre a serenarse. En ese entonces no tenía los años suficientes para investigar si era cierto, me conformaba con verte regresar con los cachetes colorados y la mirada más firme y brillosa, como si el alcohol te hiciera más feliz. Lo parlanchín lo tenías de nacimiento, pero había gente que no te quería y junto a ellos te volvías callado como una sombra, sobre todo con algunos de esos hombres habladores y bravucones.
El reloj del pueblo iba a dar la una de la tarde y no llegabas, lo que era raro. Cuando estabas en la casa en tiempo de secas, desde las doce y media azuzabas a mi madre para que preparara el comal y la comida. No eras muy religioso, pero en esto del comer sí que eras bien devoto; no perdonabas que a la una en punto no estuvieran puestas las tortillas calientes sobre la mesa. Por eso mi madre se preocupó esa vez, pues lo que le pasó a la Oralia no era un asunto pequeño y por menos de eso dos hombres se daban de golpes o tiros. Y tú andabas con el coraje atravesado contra el Rojo, el culpable de que la panza le creciera a mi hermanita de quince años y, para acabarla de joder, nieto del hombre que hace mucho le carranceó a mi abuelo materno un buen pedazo de tierra fértil, ahí por la orilla del río.
No sé si el destino exista, pero esa mañana de mayo, seca como el lomerío que espera la lluvia, te encontraste en la cantina con ese hombre. Así me lo contaron y así pasó. Dicen que esa vez fuiste hasta un rincón a beber tu cerveza, callado, tratando de apaciguar el remolino que tenías en el pecho. Y dicen que la bebiste rápido y ya te ibas cuando te llamaron los que bebían con el Rojo.
― ¿Por qué tan rápido, Julián? Un hombre de veras no bebe solo y nomás una. Mucho menos se va sin despedirse ―te dijo uno de ellos, apodado el Grillo.
―No quiero líos, Grillo ―volteaste a ver al que estaba a su lado, que sonreía taimado sin verte de frente―. Cuando estés solo nos echamos una palabreada, Rojo; así en bola no.
―No te preocupes Juliancito, que estos ya se están yendo a ver parir una puerca ―dijo el Rojo, irónico―. Tómate otra conmigo que yo la pago.
El Grillo y los otros dos acabaron su cerveza y se fueron. No te quedó otra que quedarte, padre, y ahí estuvo la tarugada. Cuentan los que por ahí estaban en otras mesas y medio oyeron la plática, que te salía lumbre por los ojos y casi no hablabas, nomás le pediste que te cumpliera con la Oralia, y que aquel, cínico y cabrón como era, se echó una risotada cuando te oyó. Que él no era hombre para una sola vieja; que mi hermana fue de coscolina a buscarlo muchas veces; que lo de la tierra aquella ya era historia antigua y que con gusto le daba su apellido al crío y unos pesos para mantenerlo, pero nada de casorios ni lagrimitas. Dicen que no se dieron cuenta cómo sacaste una punta por debajo de la mesa y se la enterraste en la mejilla al Rojo, mientras bebía el último trago de su botella; que se le encajó en una encía y luego, mientras bramaba de dolor, la enterraste otras dos veces en la espalda y le jodiste un pulmón. Y dicen que te vieron salir de la cantina al mismo tiempo que otro hombre también salió gritando que habías chingado al Rojo. Te vieron dar carrera rumbo a nuestra casa y que al poco tiempo el Grillo y los otros dos, que por ahí cerca esperaban, fueron detrás de ti.
Tuve que abrir la puerta a tiempo. ¡Carajo!
Tus piernas de más de cuarenta años no pudieron competir con la fuerza que tenían las del Grillo y los demás, apenas de veintitantos. Los gritos de tus perseguidores fueron sacando de sus casas a los vecinos, pero nadie intentó nada, o no pudieron. Mi madre y mi hermana todavía estaban en el tlecuil del patio cuando escucharon tus golpes en la puerta de madera. Yo preparaba un pedazo de tierra hasta el fondo del patio para sembrar ahí algo de maíz cuando llegaran las lluvias; me ayudaba Gonzalo, mi hermanito pequeño. La aldaba era fuerte; no se dejó vencer por tus empujones. Ellos ya estaban a unos metros, me cuentan, por eso le diste rumbo al río, desesperado. Oralia me llamó, chillando. Salí corriendo a buscarte con mi machete en mano. Para cuando llegué a la calle tú estarías cruzando el arroyo y ellos a punto de alcanzarte, seguro, porque después me dijeron que nomás al llegar al otro lado, esos cabrones te tenían bien agarrado y te jalaron para dentro de un maizal.
Cuando te encontramos yo y otros compas que te buscábamos, tú ya eras de otro mundo. Te molieron a golpes, pero fue una piedra que te dejaron caer en la cabeza la que te mató. Fue el Grillo quien la levantó bien alto y la dejó caer sobre ti para vengar al Rojo, a quien creía muerto. No tardé mucho para saber que fue él, porque en el pueblo todo se sabe más temprano que tarde. Las bocas hablan y hablan hasta que una descubre y dice la verdad, ya sea platicando con los pájaros que por ahí andaban o preguntándole a las milpas que saben ser buenas con los buenos. O porque un paisano caminaba por ahí, a pie o a caballo, y se quedó quieto cuando los escuchó maldecir mientras te golpeaban, y escuchó también que uno decía: “No lo mates, con la chinga que le dimos quedará paralítico el cabrón”. Y oyó decir a otro: “Vámonos, nos tenemos que pelar un tiempo. Ya déjalo, Grillo”. Pero el Grillo tenía el diablo adentro y levantó la piedra. Como sea que lo haya sabido, así fue.
Voy a derretir el pasador de la puerta. ¡Te lo juro!
Después de sepultarte, mi madre se fue secando como el viejo tabachín del patio. No quería hablar ni comer. Petra, la más grande de mis dos hermanas, se vino a vivir un tiempo en la casa para atenderla y ayudar a Oralia en su parto. Gonzalo dejó de ir a la escuela y dijo que mataría al Grillo. Pobrecito, apenas andaba en los doce años cuando te fuiste, padre. Yo sentí que me arrancaron el piso con tu muerte. Por ese entonces cumplí dieciocho y me imaginé listo para echarme unos tragos, pero no para serenarme como decías, sino para agarrar valor y saber qué hacer con mi rabia. Entre un rezo y otro, una de esas noches escuché decir nuevamente a mi madre, como en delirio: “Apenitas calienta el sol y salen los hombres a buscar su perdición”. Por ella fue que me quedé quieto y dejé que el tiempo se encimara sobre mi tristeza hasta medio enterrarla; que curtiera mi piel, mis manos y mi voluntad.
Al nacer el hijo de Oralia, mi madre como que revivió. Regresó poco a poco el color a su cara y se coló un chisguete de alegría en la casa. El Rojo no murió, pero quedó todo jodido por lo que le hiciste, y el Grillo se peló del pueblo con los otros dos. Una noche me avisaron que lo vieron en una cantina por allá cerca de Chiconcuac. Otra noche me desaparecí, lo venadee y sin más ni más le metí un balazo en la cara y otro en el pecho. Ahí me quedé, mirando como sufría su agonía el desgraciado. Cuando llegaron los guardias les entregué la pistola y mis manos para que me llevaran. Hasta entonces comencé a llorarte de a de veras, como si se abriera una compuerta dentro de mí.
No se han sembrado las tierras, padre, pero cuando salga de la cárcel voy a encargarme de ellas junto con Gonzalo, que ya es un hombrecito. Y quitaré el maldito cerrojo para que puedas entrar, por si tu ánima viniera cualquier noche de estas a empujar la puerta.
Sin embargo, la vida
"La ONU adoptó una postura firme contra el 'apartheid' y en los últimos años se estableció un consenso internacional que ayudó a poner fin a este sistema inicuo. Pero sabemos muy bien que nuestra libertad no es completa sin la libertad de los palestinos".
Nelson Mandela
Soy Amina, soy gazatí, soy mi nombre; casi soy lo único que tengo. Hija de Wasim, quien me enseñó sobre el amor a pesar de la tradición y de su condición de hombre, e hija de la guerra, la que me ilustró sobre el odio llevándose para siempre la sonrisa de mi padre, asesinado por mi propia gente acusado de colaboracionista del gobierno israelí durante la guerra de dos mil nueve, liquidado por una mentira, por el odio que ha sitiado mis dieciséis años de vida. Hermana menor de Ibrahim, quien murió ayer partido en dos por un misil israelí que cayó en el centro de Shati, el campamento de refugiados donde vivimos, o morimos a diario. Hermana mayor de Samir y Jamil, cuyos cuerpos tiemblan en este momento bajo el cobijo insuficiente de mi abrazo, mientras los estruendos aniquilan nuestros oídos y las luces de los misiles iluminan la noche. Soy también Sabira, mi madre, quien se instaló en mis ojos y mis manos antes de morir hace unos meses, cansada por la enfermedad y el dolor de ser una mujer palestina sin hombre, sin esperanza. Nieta de Kamal, mi querido anciano casi ciego, vivo por obra y gracia de Alá y por la ternura de Jamil, el pequeño.
He vivido antes dos guerras; no sé si mis dos hermanos y yo sobreviviremos a esta última. De cualquier modo, si lo logramos tal vez nos toque morir en la siguiente, o en la que venga después de la siguiente. Ahora mismo somos fantasmas vivientes adheridos a las paredes del sótano de una casa que ya no es casa. Como fantasmas no importa comer y beber, se nos olvidó el hambre y la sed con el miedo, nuestro mejor amigo, nuestro escudo, el recordatorio de que aún ingresa un hilo de vida por nuestras narices. Tampoco interesa ya saber quiénes son los buenos, quienes los malos, en este inframundo de horror que habitamos. Lo único que importa es saber quién vive y quién muere, aferrarse como lapa en algún pequeño hueco de la vida mientras la muerte pasa.
Ayer, mientras huíamos del peligro, lloramos a Ibrahim sin saber dónde quedó su cuerpo hecho pedazos. Solo lloré lo necesario con lágrimas que aún guardaba para mi siguiente pérdida. A mi abuelo se le secaron las suyas desde hace mucho, por eso lo lloró en silencio, por dentro, como hacen muchos viejos. Mis hermanos lo lloraron un mar; lo siguen llorando todavía.
Samir, el abuelo y yo, sacamos del campamento a los menores junto con otros niños extraviados, dando traspiés por entre el polvo y los escombros antes de que un nuevo misil cayera sobre nosotros. Apretujamos a los niños en la carreta del abuelo, jalada por el asno fiel que no ha sabido de alimento en muchos días. Los lamentos de los heridos, los llantos y gritos de cientos que buscaban un lugar seguro, se alojaban en nuestros oídos como una canción muchas veces escuchada. En realidad no había lugares seguros, para el ejército israelí cualquier zona podría ser considerada como bastión de las milicias de Hamas o podíamos ser presas de francotiradores israelitas apostados en cualquier lugar de las zonas ocupadas. El anciano y el asno decidieron caminar hacia el mar.
Aquí estamos ahora, metidos en un hoyo insalubre como ratas en su madriguera. Anocheció hace poco, la electricidad ha sido cortada desde hace dos días, el suministro de alimentos y agua también. No hay tregua en el cielo de Gaza, no hay tregua en la pavura. Sólo el abuelo parece haber perdido el miedo, hundido en un sueño extrañamente manso.
— ¿Sabes por qué ahora el miedo solo me hace lo que la picadura de un mosco, Amina? —Me dijo ayer mi viejo Kamal—. Porque estoy prácticamente muerto, hija. Los muertos no tenemos miedo.
Las palabras del abuelo me perforan como balas. Lo sé, perderlo pronto es parte de nuestro destino inmediato y me conforta un poco saber que ya está preparado para morir, o en proceso de muerte. Sin embargo, mis hermanos y yo aún quisiéramos vivir a pesar de tanto dolor a cuestas.
En este refugio improvisado donde intentamos sobrevivir una noche más, si salgo del sótano y miro a ras de tierra por una ventana donde la brisa me regala una fresca humedad, puedo mirar el mar. El mar siempre me ha hecho soñar, es el único lado por el que mi país no está cercado, donde existe un horizonte para mis fantasías. Mi idea de libertad está asociada con el mar gracias a mi padre pescador, quien en contra de la costumbre me llevó muchas veces a mí, una mujer, a navegar en su lancha pobre tras los cardúmenes de peces. Me hace pensar en las maravillas que hay en otros lados del mundo, las cuales he atisbado a través de una computadora.
Me cuesta trabajo creer que haya ciudades donde un hombre y una mujer caminen tomados de la mano, besándose en plena calle. Que existan lugares donde jóvenes de ambos sexos se divierten bailando, conviviendo sin restricción alguna. Me es difícil entender que haya naciones donde se puede vivir en completa paz, donde las mujeres tienen libertad de movimiento y derecho pleno a la educación y al trabajo. He soñado con la belleza de los edificios del Cairo, con las playas de Pafos en Chipre, con Creta, ciudad que huele a tierra y sol, a olivos y verduras frescas, según había leído mi hermano Ibrahim, que siempre soñó con salir de Gaza para hacer riqueza en Creta.
Mi fantasía de mar me hace llegar más allá, a Grecia, a Italia, a la lejana España. Mas solo es la imaginación de una mujer joven palestina, quien quedó huérfana e interrumpió sus estudios a causa de la guerra y ahora está a cargo de sus hermanos menores, para la que no hay trabajo ni posibilidad de salir del infierno de Gaza y tal vez mañana o en un mes esté muerta o haya sido violada. La que cierra los ojos en medio del horror, del caos de la guerra, para seguir soñando con un mundo que no es suyo y no la escucha.
Ha cesado repentinamente el bombardeo. Alguien tuvo acceso a la radio. Nos informa sobre el inicio de una tregua de setenta y dos horas entre el ejército israelí y las fuerzas milicianas de Hamas. Tengo que despertar a mis hermanos y al abuelo, al fantasma que ahora es. Un dolor intenso en el estómago me recuerda que estoy viva y tengo hambre. Debemos buscar comida, tal vez los suministros oficiales de alimento ya se hayan reanudado. Hemos de ir a nuestra casa, a lo que reste de ella. Comenzar de nuevo sin el burro y la carreta que al parecer han robado; sin Ibrahim, mi querido hermano de ojos de ensueño; casi sin mi abuelo, envejecido una década en un solo día, arrastrando la muerte con su pequeña vida.
No sé lo que vendrá después, no tengo fe ahora. Tal vez no la recupere nunca. Pero aún sin esperanza queda la vida, queda el hambre y la sed. En medio de olores fétidos, cuerpos destrozados, dolor indescriptible y viento de pólvora quemada, de pronto me parece hermoso tener setenta y dos horas para vivir.
Una calle de pocos reflectores
“Todo el conocimiento, la totalidad de preguntas y respuestas, se encuentran en el perro”.
Franz Kafka.
Es sábado por la tarde. Lencho sale de la construcción con ganas de conocer el centro de Cuernavaca. Le han dicho que es bonito. Quién sabe si lo será tanto como el de la ciudad de Oaxaca, por donde pasó cuando venía de su pueblo rumbo a Morelos. Aquí lo esperó un paisano oaxaqueño, y Tito, que ahora ladra de gusto cada vez que lo ve dejar la pala o la cuchara de albañil, limpiarse un poco e irse a tirar al pasto del parque que está enfrente, mientras él corre en busca de olores nuevos entre la hierba o de alguna hembrita en celo que le robe su desesperante virginidad. Tito también es inmigrante, como casi todos los que trabajan en la construcción. Un día llegó con un circo de pulgas en su cuerpo y ahí se quedó. Cuando vio llegar a Lencho y lo husmeó supo que sería su dueño y poco tuvo que hacer para conquistarlo.
Este sábado es diferente, porque Lencho coloca un collar de alambre en su cuello después de bañarlo con un jabón anti pulgas y se van a conquistar la ciudad. En la Plaza de Armas se estacionan buen rato a contemplar el bullicio y entretenerse con un par de payasos que convocan tal cantidad de personas que envidiaría cualquier compañía de teatro independiente de Cuernavaca. Rondan por ahí como turistas de ojos asombrados. Al llegar a los jardines de la catedral, Tito los considera dignos para depositar en ellos sus excrementos y así lo hace, provocando la reacción escandalosa de una monjita que vende galletas y rompope elaborados por miembros de su congregación. Salen de ahí sin poder dar gracias en el templo por el primer salario semanal que Lencho ha recibido.
Ni siquiera intentan asomarse al Jardín Borda. Los intimida un grupo de emperifolladas señoras amigas de la música que asisten a un concierto en la sala Manuel M. Ponce. Regresan al zócalo, donde a Lencho se le antoja un elote y un licuado de fresa cuyos asientos comparte con Tito. Escuchan un rato a la banda sinfónica que musicaliza desde el quiosco, pero a Lencho lo atrae más otra música un tanto primitiva que compite con la de la orquesta y llega a sus oídos desde un bar atestado de gente en el segundo piso de un edificio de al lado. Se promete que un día no muy lejano traerá ahí a una “morrilla” de la colonia donde trabajaba.
Aún tiene hambre y Tito igual. Encuentran un expendio de rebanadas de pizza en Lerdo de Tejada y Lencho se zampa dos, dejando los bordes gruesos con rebabas de queso y salsa de tomate para Tito. Satisfechos, se acomodan en una especie de barda anexa a la pared de un edificio bancario al otro lado de la calle. Desde ahí, Lencho mira pasar a las muchachas. Al ver a alguna con pinta de empleada doméstica o trabajadora de alguno de los tantos negocios del centro, le sonríe y sueña que la lleva de la mano. Para echar a andar mejor su imaginación y vencido por el cansancio de toda la semana, se tiende a todo lo largo, dueño de la tarde y la calle. Tito hace lo mismo, se acomoda y posa su cabeza sobre el pecho del hombre que en un tris está soñando que asciende de media cuchara a primera, luego a albañil y finalmente a maestro albañil, lo que significaría la gloria vestida de cal y cemento y la posibilidad de enviar unos cuantos billetes a su jefecita allá en el pueblo. Los sueños de Tito en Lerdo de Tejada son más simples: un hueso de pierna de pollo, un pasto verde para dormir patas arriba o la mano constante de Lencho acariciando sus orejas. Duermen la mona como si nadie los viera, tan dueños de todo y de nada.
No quiero contrariarte, querido lector, pero en realidad los durmientes de Lerdo de Tejada no se llaman Lencho ni Tito, ni son inmigrantes ni viven en una construcción en proceso. Tal vez lo son en el sueño que disfrutan plácidamente. Lo cierto es que el chico se llama Fernando, escapó de su casa en la colonia Jardín Juárez de Jiutepec, porque no soporta el alcoholismo de su padre y no es suficiente la comida para saciar el hambre de sus cuatro hermanos y la muy grande suya. Una boca menos si me voy, pensó al huir de su hogar, y un perro, porque no pudo dejar al único que parecía comprenderlo, a Boni. La noche anterior medio durmió en las afueras de la terminal de autobuses del Casino de la Selva, porque no encontró a un amigo suyo que vivía cerca de la iglesia de la Gualupita, a quien pensaba pedir posada.
En una de las muchas bolsas de su pantalón lleva su cartera vieja con su identificación y cuatrocientos pesos que no le durarán mucho. En otra, una foto de su abuela fallecida seis meses atrás, una más de su hermanita menor y aquella donde está él con su madre en una playa de Acapulco la única vez que visitaron el puerto; tenía siete años y ese día fue feliz con sus padres. En otra de las bolsas lleva condones, por cualquier cosa. Si hoy no encuentra al Pato, su amigo, se irá al pueblo de donde llegó su padre, a casa de sus abuelos o de un tío con el que simpatiza. Curiosamente, Fernando nació con alma campesina, pues siempre lo emocionó la idea de ahorrar un dinero, irse a vivir con sus abuelos, cultivar la tierra como lo hace el hermano de su padre y poner un criadero de cerdos. Desde niño le gustó pasar sus vacaciones en ese pueblo del sur del estado.
Le dijeron que el Pato llegaría hasta las ocho, por lo que decide darse una vuelta por el centro para ver si levanta su ánimo alicaído. Boni olfatea su pesadumbre. También él extrañará a Corina, la chiquita de la casa, que con su inocencia de nueve años era la única que no mostraba desprecio por sus pulgas y estaba al pendiente de darle sus croquetas en la hora exacta de su hambre. Después de saborear los fragmentos de pizza con pepperoni que le tocan, muy italiano él, siente que quiere a Fernando con un amor que le roe las entrañas, pues ahí se concentra esa emoción que únicamente puede expresar a lengüetazos y restregones en el cuerpo de su amigo. Fernando, tendido en Lerdo de Tejada, junto a esa pared del banco que guarda y explota los ahorros de miles de personas que piensan que el reino de los cielos está en el futuro, sueña con Corina y sus cachetitos morenos, mientras Boni no sueña nada ni con nadie, solo se dedica a estar piel a piel con Fernando en ese hermoso tiempo detenido que es la mayor riqueza a la que aspira uno de su especie.
Nuevamente ofrezco disculpas, caro amigo lector. Ninguno de los personajes anteriores existen, pero no pienses que he querido embromarme contigo, aunque… tal vez sí. La única evidencia verdadera es esta foto que está en mi poder, en la que un hombre joven que puede llamarse Lencho, Fernando, Matías o como plazca a tu imaginación, nos da una muestra de amor incondicional por un perrito que podría llamarse Tito, Boni, Lucho o como gustes. Particularmente me conmueve esta imagen y ojalá la misma racha de ternura te traspase a ti. Desde ahora mis ojos serán dos radares para encontrar testimonios de amor verdadero como este. Y no creas, estoy tentado a creer que cada vez que pase por Lerdo de Tejada, recibiré cascadas de luz y entendimiento en esa calle de no muchos reflectores. Buona giornata.