A Gilberto, aventurero en tierra firme.
I
Habían sido años sin volver en julio y mucho menos en agosto. Si alguna vez lo hizo fue por el cumpleaños de su padre. Las causas tienen un dejo de misterio y habría que buscarlas en los torbellinos de la infancia que se quedan dando vueltas en el preconsciente, en las secuelas que deja la distancia o en lo hermoso que es el verano en California. Sin embargo, no hay fecha precisa para regresar a lo que bien se ama y un día tuvo que enfrentar uno de sus mayores terrores: los relámpagos de julio y también los de agosto, que suelen ser de mayor estruendo.
Antes de animarse a comprar el boleto de avión preguntó a su hermano cómo estaba el clima en el pueblo. “Tranquilo ─le respondió aquél─, algunas lluvias y el calor tolerable”. Pero al venir ya en pleno vuelo le dijo la verdad mediante un mensaje de texto: “Mira, prepárate porque anda muy sonoro el cielo y te las verás con los truenos. Si te permiten saltar en paracaídas del avión y regresarte, hazlo, a menos que aquí alguien te abrace por las noches y tomes cincuenta gotas de valeriana”. No le causó la menor simpatía el tono sarcástico de su brother. Su corazón aceleró el ritmo de sus latidos. De inmediato retornó a esas noches de la infancia en las que los resplandores de los relámpagos llenaban los orificios y hendiduras del tejado, ocasionando que incluso las ratas se dejaran caer desde las viguetas huyendo de la tempestad. Eran las noches en que todos sus miedos se realizaban en su cabeza de niño: el demonio vestido de charro paseaba por la calle con su caballo negro de crines espesas y al viento; la Llorona vestida de blanco y con el pelo revuelto pasaba por la calle llamando a gritos a sus hijos; el mezquite de la esquina era partido por un rayo y de su tronco quemado emergía un hombre humeante como braza en busca de niños desobedientes, y él era uno de ellos. Quiso sacudirse esos pavores infantiles y sonrió compasivo por el niño que fue. ¿O, era?
Finalmente llegó a su destino y la luz intensa del primer día en el pueblo lo ayudó a dejar a un lado sus miedos. Fiesta en la familia al recibirlo, alborozo de cerveza y comida, encuentro con los amigos y la mujer prometida que lo haría olvidar los malos ratos pasados con la anterior. La primera noche fue plácida, de llovizna y con algunos truenos lejanos que no lograron inquietarlo demasiado. La compañía femenina hizo el resto, bálsamo curador de casi todos los males; en esta edad sabía que no necesariamente de todos. Por la tarde del segundo día visitó la tumba de su padre, en ese intento de mantener viva la memoria de su progenitor, honrarlo y curarse con el diálogo reparador con los que han partido.
Al disponerse a volver del cementerio las vio, negras y amenazantes en lo alto. Venían del lado poniente y esas eran las canijas, le había dicho su progenitor. Esas nubes no existían en California y no volaban tan bajas. Mucho menos eran capaces de dar los alaridos que saben proferir estas gordas de feroz aspecto. Al escuchar el trueno del primer relámpago, su mano de niño buscó la de su novia y en menos de lo que cuento había arrancado el auto para volver a casa. Apenas tuvieron tiempo de ingresar al patio y con la lluvia encima ponerse bajo techo.
La tormenta jugó con su ánimo. Amainó y repuntó hasta que ya se encontraba solo en su cama dos horas después, sin su dama, a la que había llevado a su hogar y arrepentido por no pedirle que se quedara con él esa noche. Todo por guardar las inútiles apariencias que entorpecían su bienestar. Después del segundo trueno, que pareció surgir de un rayo caído en el techo del vecino, la llamó para obtener algún consuelo. Su voz temblaba al teléfono. El niño había vuelto del pasado y veía sombras precipitarse sobre el ventanal de la recámara. ¡Cómo añoró en medio de ese trance las ventanas pequeñas de los hogares campesinos antiguos, sin grandes pretensiones de luz y donde no podrían caber aparecidos ni brujas volando sobre una escoba! Justo cuando ella le compartía un rezo para enfrentar la intemperie y calmarlo, otro estruendo más potente y luminoso cortó la energía eléctrica y la señal telefónica. Solo, con su miedo y el viento azotando los cristales, acurrucado en un rincón de la cama y cubierto de pies a cabeza con una cobija, tiritando y arrepentido por haberse quedado sin ella esa noche, recordó algunos versos de un libro de poemas que su hermano le regaló alguna vez, de un tal Benedetti. En medio de su pavor le llegaron claros y a modo de advertencia los siguientes: "…de modo que si ocurre un desconsuelo, un apagón o una noche sin luna, es conveniente y hasta imprescindible tener a mano una mujer desnuda".
Fue encontrando la calma y recuperando el ritmo normal de su respiración al escuchar cómo se alejaban los tronidos del cielo, furia menguada de un dios que parece mostrarnos con ellos su poder sin parangón. “Menuda forma tienes, Señor, de mostrarnos tu grandeza”, repitió para sus adentros recuperándose poco a poco. Supo que aquí en su pueblo no volvería a quedarse sin una mujer, vestida o desnudada, en noches de tempestad como la de hoy. Tomó previsiones y aceleró sus asuntos hablando con los padres de su novia, quien vivía con ellos y por respeto les tenía ciertas consideraciones, pues era una mujer muy adulta y dueña de sus decisiones. Ese día hubo una pequeña mudanza de ropa y algunos enseres. Al menos por un tiempo serían una pareja, hasta que él pudiera volver definitivamente o ella emigrara para reunírsele.
Una tormenta es capaz de acelerar las voluntades de dos dudantes. Por lo visto el amor se vale de rayos y centellas para lograr su objetivo, no sólo de vates y cancioneros. ¡Bravo por ese tramposo de alcurnia!
II
Te sientas a la mesa a sabiendas de lo que vendrá. Doña Cata preparó delicias en la cocina en menos de lo que canta un gallo. El plato con las quesadillas de flor de calabaza está repleto y piensas que los compartirán todos los comensales. Es una ilusión; en realidad son todas para ti esas delicias hechas con tortillas a mano. El aroma del epazote te levanta el hambre y arremetes con cierto denuedo creyendo que en algún momento serás capaz de decir ya basta.
La salsa tiene magia, es hechicera. No las encuentras así en las imitaciones industrializadas que compras en las stores de tu nueva patria de artificio. Cuando arremetes contra la tercera dobladita y pruebas el café de olla te sientes dentro de un paraíso inmerecido. Tienes fe en que sólo lograrás comerte cinco de las siete que hay en el plato. Al poco rato te encuentras devorando la sexta sin gran dificultad y nula culpa. Estás a punto de tomar la séptima, perdonando de antemano el exceso, cuando doña Cata pone frente a ti tres sopes con salsa, crema de leche y frijol. Intentas negarte y repliegas la silla, aunque algo dentro te dice que es inútil esa débil resistencia. Y lo es. Apenas estás entrando en la fase climática de la ceremonia culinaria, como lo es en una misa el ritual de la repartición del pan y el vino.
Delira de placer tu lengua al tiempo que te atreves a echar un vistazo a tu vientre, del cual ayer estabas orgulloso y mañana quién sabe. Una culpilla de libras y redondeces está a punto de arruinar tu festín. No lo permites ni doña Cata tampoco. Llevas años intentándolo y sabes que serás vencido, que tomarás el avión de regreso unas semanas después con mucho más que un peso de conciencia. Tanto tiempo diciendo no a las hamburguesas y a las sodas; tantos meses saliendo a correr por las mañanas antes de subirte a un freeway para llegar al "jale"; tantas apuestas por bajar de peso perdidas o ganadas con aquel gringo frijolero que comparte contigo la Biblia y la afición por los Angels de Anaheim. ¿Y todo para qué? Sabes que el amor de tu madre se vuelve omnipresente y profundo a través de sus manos preparando platillos irresistibles en la cocina.
Una dulce resignación se apodera de ti. Tu hermana menor, invitada al almuerzo, te guiña un ojo pidiendo que no te hagas de rogar. Eso te da fuerza para dar cuenta de una concha de chocolate y de la mitad de un ojo de buey que en estado hipnótico tomas de la panera que la buena señora ha puesto en el centro de la mesa, ahora con un jarro de chocolate espeso que preparó especialmente para ti, como en aquellos domingos de la infancia a los que llegabas sin grandes travesuras durante la semana. Tu falsa negativa es apenas un: "Pero mira nomás, amá"; y concluye con un conciliador: "Bueno, si no se puede menos. ¡Oh, right!”
Hay cosas que parecen imposibles en la vida. No besar unos labios que se ofrecen, por ejemplo; o comer uno o diez tlacoyitos de requesón, haba o frijol chino de los que elabora doña Cata; o sus huanzontles que no tienen comparación en todo el orbe y por los que matarían algunos paisanos tuyos allá del “otro lado”. Imposible de igual modo es no quererla con esa emoción que convierte en albercas tus ojos durante esas tardes que retornas del trabajo a sesenta millas por hora, repleto el recuerdo de esos aromas que te harán comprar el boleto de avión si la añoranza se torna insoportable, sin importar que después regreses al american dream con diez libras de sobra. ¿Quién dijo que el amor no engorda? ¿Who said that?