La calle Netzahualcóyotl tiene su encanto, claro. Sus casonas pintadas con esos colores intensos que reproducen los de la profusa naturaleza que nos rodea, como es costumbre en nuestra ciudad de primavera perenne, me dan la sensación de un tiempo detenido. Si la caminas por la noche después de las once, es probable que encuentres más fantasmas que hombres y mujeres vivos caminando por ella. No es para menos, la inseguridad sentó sus reales, sus miedos y sus leyes no escritas. Sin embargo, atrévete a ir por ahí alguna noche entre semana, en esa hora en que los autos casi han desaparecido junto con los franeleros que se apoderaron de cada metro lineal de nuestro centro histórico. Detente, digamos, junto a la entrada del museo Brady y disfruta la ilusión de estar en una época pretérita. Si tienes suerte, o si has bebido por ahí dos o tres copas y contribuyes con la imaginación, acaso veas pasar la silueta del galán de galanes, Alain Delon, paseando en sandalias por la calle, o tal vez, y esto sí que sería tremendo, de la hermosa Brigitte Bardot. ¡Qué delirio sería! Menos guapos, pero igual de interesantes y respetables, pudieran ser Diego Rivera, el mismo Robert Brady, Malcolm Lowry o Cantinflas quienes cruzaran por ahí como espectros. Sí, definitivamente tiene su magia sentarse en una de sus bancas y fingirte un enamorado de esos que por las tardes convierte al lugar en un encantamiento para párvulos del amor. Si no tuvieras a tu lado a quien seducir, no faltará una luna de cachetes redondos que asome sobre los techos altos y quiera ser depositaria de tu embeleso.
Dejando a un lado la imaginación, a menudo podemos ser testigos en esta calle de escenas que obligan a detener nuestra prisa y atisbar lo que ahí sucede o se cuece a ritmo lento. Las posibilidades son tantas esta tarde, que darían para escribir buen número de páginas si nuestros oídos y malsana curiosidad nos lo permitieran. Por ejemplo, aquellos dos muchachos sentados en la barda de la jardinera, muy cerca del puesto de periódicos. Están tomados de la mano y se miran a los ojos con una ternura que sobresalta a los transeúntes. Uno le habla al otro con una vehemencia tal vez innecesaria, pues ese otro, que solo calla y se pierde en los ojos del que parlotea, parece no necesitar de los esfuerzos de aquel por convencerlo de algo que ya tiene metido en su pecho y su cerebro. En un arrebato, el silencioso toma el rostro del parlanchín y le planta un beso ruidoso que llama la atención del vendedor de gelatinas cercano a ellos, quien se aleja discreto. Una señora que pasa voltea la cara al verlos y se santigua, al tiempo que profiere alguna inconformidad como esta: “¡Qué tiempos estos que me toca vivir, Señor! ¡Qué tiempos!” Los chicos siguen en su paraíso de manos y besos ahora tiernos, sin importarles lo que suceda a su alrededor, como diciendo sin decir: “esta es nuestra ciudad y nuestro derecho, nuestro tiempo y nuestro amor.”
Dejémoslos en paz. Parece suceder algo interesante un poco más al sur de la calle, junto a uno de esos árboles de hojas acorazonadas que alguien plantó ahí muy a propósito. Es un hombre que rondará los treinta años con una chica que apenas pasará de los veinte. Ella llora silenciosa y percibimos que hace mucho esfuerzo por no dejar salir por completo la emoción. La chica viste sencillo y llama la atención su peinado con trenzas, tan poco común en las jovencitas de la ciudad. Tal vez llegó de algún pueblo a la terminal de autobuses que está cerca. El hombre viste de botas, chaleco y sombrero tejano, su rostro denota grandes esfuerzos por convencerla y a momentos parece suplicante. Después de unos minutos ella deja de reprimirse y se arroja a los brazos de él. El hombro de la camisa del varón se humedece de inmediato. Todo indica que hubo aquí un discurso de arrepentimientos y perdones, sin embargo él no llora, solo la toma en sus brazos y la cubre con su cuerpo volteando a ver con cierto recelo a los que pasan, como si les dijera esta mujer es mía y de nadie más. Quiera el destino que en esta banca no se cocine ahora otra historia de opresión y violencia. Quiera la suerte que este árbol no sea acusado algún día de alcahuete.
Ya obscurece. Los días son cortos en esta parte del año. Parece que todas las historias de este día serán similares a las anteriores. Pero, detengámonos un poco. Ahí donde una callecita empedrada hace intersección con Netzahualcóyotl parece estar a punto de suceder algo realmente importante. Una mujer de mediana edad camina de norte a sur por el lado poniente de la calle. Es bonita, pero se le ve cansada. Lleva una bolsa con pan y otros comestibles. Al otro lado de la calle camina un hombre más o menos de la misma edad que la mujer. Va en sentido contrario al de ella y lleva ropa deportiva. Su pelo es entrecano y su rostro está marcado por arrugas prematuras. En algún momento, tal vez motivado por lo llamativo del vestido floreado de la mujer, detalle sin el cual el destino pudo seguir otro curso y llevar por senderos irreconciliables a dos que alguna vez se amaron, el hombre voltea hacia adelante y a su izquierda, y la mira. Se detiene unos segundos tratando de creer lo que ve. Hipnotizado, cruza hacia el otro lado rogando que no se trate de una ilusión de los sentidos. Justo donde confluyen las dos calles, ella lo descubre y se detiene como si chocara con una pared invisible. Ninguno de los habla; no pueden. Ambas respiraciones están sumamente agitadas. La mujer se vence por la sorpresa y cae desmayada. De la bolsa sale rodando una lata de atún. Él va hacia ella y en medio del llanto intenta reanimarla. Al principio la toca como si la mujer fuera la representación de algo sagrado y prohibido, como si no creyese aún que es ella la que está tumbada en el suelo. Alguien se acerca y le ofrece ayuda. No es necesario porque la mujer ya despierta. Con los ojos todavía incrédulos se arroja a los brazos del hombre entre sollozos y gritos de emoción, estrujándolo y pegándose a su cuerpo para creer que es él, que está vivo después de diecisiete años de pensarlo muerto. Seguramente nunca alguien pronunció el nombre de José tantas veces y del modo estridente como ella lo hace ahora. Después de unos minutos, la pareja se pierde por la callecita empedrada que no era su destino poco rato antes, sin preocuparse por la lata de atún que rodó desde la banqueta a la calle. A un lado hay un parque y ahí podrán continuar esa historia trunca desconocida por nosotros. Perdonen quienes hayan seguido estos fárragos narrativos hasta acá y esperan con pelos y señales los antecedentes de estos dos que ahora se encuentran, pero entenderán que no se trata de inventar cualquier cosa así porque sí, como si la vida por estos lugares no fuera realmente complicada y vastísimas las posibilidades. Bastan unos datos para ilustrarlo: nuestro estado es el tercero en secuestros en el país y mueren violentamente treinta y uno por cada cien mil habitantes; ocupamos el cuatro lugar en homicidios en general y tenemos una de las más altas tasas de feminicidios; además, gran cantidad de paisanos emigran lejos por la pobreza o inseguridad y jamás vuelven. ¿Se dan cuenta? Dejemos entonces que esta pareja escriba su historia futura, esperando que sea buena, pues por lo visto la pasada no lo fue.
Nosotros volvamos a nuestra calle, poética porque tiene el nombre del gran lírico texcocano que alguna vez nos dijo: “Alegraos con las flores que embriagan,
las que están en nuestras manos.” Ni duda cabe, los dioses fueron dispendiosos con nosotros, pues nos dieron tantas flores que caminamos entre ellas sin rendirnos a su encanto como aquellos que llegan por primera vez a esta ciudad.
La noche avanzó y la calle ha quedado solitaria. Dos barrenderos recogen hojas caídas de los árboles y basura desprendida de manos ignorantes. Podemos ir a descansar, a menos que se nos antoje un recorrido nocturno en compañía de vino y fantasmas que podrían sorprendernos.
¡Salve, rey poeta! Tu calle está limpia. Solo quedan las flores, solo los cantos.