SEÑALES
Al Gabo
El señor García Márquez tuvo un desvanecimiento después del desayuno. Su presión sanguínea bajó. La opresión en el pecho asustó a su mujer, quien llamó de inmediato a un taxi.
Rumbo al hospital pasaron por un parque, en el que alcanzó a ver a un viejo con unas alas enormes; se sobresaltó. Un poco antes de llegar, quedó ensimismado con el perfil del taxista, un joven tan dulce y amable que le pareció conocido. Preguntó su nombre. “Soy Ulises”, respondió el muchacho. Se sobrecogió aún más.
Lo atendieron diligentemente. Al poco tiempo se sintió mejor. La enfermera que lo atendió, bellísima y llamada Remedios, desapareció entre los ángeles de bata blanca después de guiñarle un ojo y dejar su perfume disperso por los pasillos.
Durante el regreso, al detenerse ante un semáforo, una mujer extremadamente senil lo saludó desde una banca en la acera. Antes de que el auto reiniciara su marcha, supo que era Úrsula Iguarán, por el calor intenso que experimentó. Al llegar a casa vio que por una ventana entraban y salían mariposas amarillas. “¿También tú has venido por mí, Mauricio Babilonia?” Antes de ingresar, alcanzó a ver al coronel Aureliano Buendía, solitario y retraído en la esquina de la calle. Le sonrió melancólico.
Los personajes que tanto quiso regresaban a comunicarle su destino. Intuyó que cuando se topara a Melquiades con un pergamino abierto en sus manos, sería la hora de partir.
Los últimos días pasó las horas mirando los ojos de su esposa, quien se arrobó con tanta ternura inusitada.
DESVELO
A Rulfo
Los ladridos de los perros vienen desde muy lejos. Aun así, ya van dos noches que me despiertan a medio sueño. Me revuelvo en la cama, inquieta como chinicuil en comal. Es inútil, no logro dormir de nuevo.
Es ella, Dolores. Quiere que acompañe a su hijo a platicar con los muertos.
Mientras me preparo un té de tila escucho los cascos de un caballo que pasa resoplando por la calle. Debe ser el cuaco de Miguelito Páramo que no puede con su tristeza y corre para ver si la sacude de su cuerpo. Me asomo para verlo y no lo veo, pero sé que lo jinetea la muerte.
Subo a mi cuarto. Después de un silencio largo que me atraviesa el cuerpo como un temor caliente, escucho a Juan Preciado saltar la barda de mi casa y, quién sabe cómo, subir hasta mi balcón. Me encuentra con el libro en las manos, escuchando los murmullos que lo aniquilan, preguntándole a los difuntos si de alguna manera siguen vivos. Me toma de la mano y me dice que si me animo a acompañarlo tendría fuerza para revivir, para que luego refundemos juntos la Media Luna. Naturalmente, me niego, porque en cuanto amanezca tengo que llevar a mi niña a la escuela. Además, Comala queda lejos, tanto, que los ladridos de sus perros son como ecos antiguos que viajan por el aire para prevenirnos de que Pedro Páramo aún recluta hembras por estos lares y estos tiempos. Tiemblo de miedo un poco; tiemblo por nosotras dos, tan solas. Me asomo al cuarto de mi hija para cerciorarme de que descansa tranquila.
El té de tila ha surtido efecto. Me despido de Dolores, y en la página 81 suelto de la mano a Juan Preciado para ir a dormir un rato. Antes de cerrar el libro, lo vi soltar una lágrima que humedeció el papel.
Sueño con él hasta el amanecer.
AYOTZINAPO
A los 43
Tenía un nombre, y derecho a respirar, a beber, a besar; ejercía mi facultad de discernir, bordaba sueños, construía un horizonte; había un lugar para mí, dos o tres caminos que elegir, una madre buena y muchas montañas como nodrizas. Era dueño de un presente que lanzaba mi nombre hacia adelante, nubes blancas invitándome a su viaje.
Una noche, todo cambió, un instante aciago dentro de esa noche
La boca de una bestia rabiosa mató las sílabas que en unión amorosa me dieron nombre por años; solo me dejó: ayotzinapo, una palabra fusil, una bala de letras quemando todos mis matices. Ya no Juan y sonrisa; ya no Pedro y travesura; ya no Manuel y canción. Todos ahora ayotzinapos, ceros a la izquierda huyendo de la metralla, delincuentes sin delitos, ángeles mestizos desalados y desaparecidos en su mismo cielo.
Nunca volvió a amanecer para nosotros. Al final nos quitaron hasta el mote que a pesar de todo nos daba identidad, raíz, asidero a una tierra. Hoy somos un número extraviado entre el uno y el cuarenta y tres, el balbuceo de un alzhéimer colectivo, el silencio que se avecina sobre una tumba sin asiento.
No sé si he muerto o estoy vivo, pero debes guardarme en el corazón de tus ojos, gritarme en las calles; contigo seré voz y barricada hasta que a la bestia lo ahogue su corbata.
PUREZA
A la inocencia
En noviembre suelen visitarme los ángeles.
Ayer se filtraron en mi cuarto en algún momento de la madrugada, justo en medio de un insomnio, entre el sueño y la vigilia. Me cantaron dulcemente y pude dormir con placidez, aunque poco antes de amanecer su inquietud me despertó definitivamente. No pude evitar que se colaran conmigo a la ducha, pícaros; se divirtieron de lo lindo con la crema de afeitar, les encantó verme trazar caminos en mis mejillas con el rasurador. Después, durante el desayuno, arrugaron las narices manteniéndose a distancia; parece que les desagrada el tufillo de los huevos estrellados y la acidez del jugo de naranja. Mientras yo me alimentaba, ellos se entretuvieron jugando con el perro y algunos otros hojeando una revista de National Geographic. Cuando salí de casa para ir a mi trabajo, alborozados, subieron a mi auto en el asiento trasero. Asomaban la cabeza por las ventanas del auto, como niños; el aire, que es su elemento, les sienta de maravilla.
Al momento de encender la radio y sintonizar el noticiario matutino, agitaron sus alas escondiendo sus rostros detrás de ellas. Como subí el volumen para escuchar mejor las noticias sobre crímenes, gobernadores criminales que huyen y el aumento al precio de la gasolina, no soportaron más y saltaron por la ventana como alma que lleva el diablo.
Los entiendo, se trata de mantener la pureza.
HERMES, EL BESO
A los que parten
¿Recuerdas nuestro primer beso? Sabía a fresa, raíz cuadrada, enunciado bimembre y a recreo. Alado, recorrió primaveras, veranos, otoños; fue chimenea en muchas navidades. Aún nos acompaña en este invierno que nos encuentra juntos. Dámelo otra vez, amor, aunque ahora sepa a manzana hervida, a camino andado y sal de mar, y un poco a exilio. Lo llevaré como alimento en el último viaje.