Era necesario esperar los primeros atisbos del sol, esos iniciales rayos del mismo color que las espigas de arroz embarazadas y colgantes. Ahí iban mis pasos cargando mis pocos años somnolientos, sobre el camino recorrido a diario en el que me eran familiares todas las hierbas y cada una de las lagartijas que me salían al paso.
Agacharme y recoger las piedras para llenar mi morral con su peso. Escógelas pequeñas y redondas, pajarero, me decía mi padre, no levantes lajas que se atoren en la honda. Y yo quería ser bueno en ese oficio rudo para un niño, resguardar las espigas porque estaban cargadas de ilusión campesina. Por eso caminaba erguido y rápido aun con el morral lleno de rocas también llenas de sueños milenarios. La encomienda era llegar primero que los tordos; en ese tiempo no sabía que nadie llega primero a ningún lado antes que los pájaros, ellos son dueños del aire y de los relojes más precisos, y yo solo dueño de las piedras y de mis pasos pequeños.
A los trece años nadie tiene enemigos. Como pajarero me vi obligado a tenerlos, alados, negros y más tercos que un guerrero en la vanguardia. Yo los hubiera dejado llenarse el buche de arroz hasta que reventaran, mientras me dedicaba a tejer fantasías recostado en la pajarera que sobre el tronco vivo de un guayabo me construyó mi padre. Pero me daban miedo las posibles cuerizas sobre mis huesos. Por eso mejor aprendí bien a dar gritos tarzanescos bien apoyados en el músculo del diafragma que ni sabía que existiera. Uno que otro tordo se asustaba con ellos y para los demás estaba la piedra dentro de la honda. Giros y más giros y más giros; y con un zumbido salía la piedra en busca de las pequeñas alas. Jamás logré darle a uno, o no lo supe; sin embargo, las parvadas se levantaban rumbo a los árboles cercanos o a buscar su alimento en los cultivos de al lado. Me gustaba ver esas flechas negras moviéndose sobre el verde amarillento, o descendiendo desde el azul por sobre mi cabeza. Admiraba su coordinación perfecta, su matemática solidaridad que pintaba trazos en el aire que hoy son pinturas en mi recuerdo.
Me pregunto ahora cuántos cientos de granos de arroz debieron no comerse los pájaros en aquel entonces para que no fuéramos pobres. Porque, dejaran limpias las espigas o repletas de granos, nosotros seguíamos necesitados y la leche alcanzaba solo para el más pequeño. Lo bueno era que entonces no sabía de la pobreza, bastaba un pan en la barriga y patear una pelota en la calle para ser feliz; bastaba que mi madre fuera capaz de sonreír y cantar cuando lavaba tinas repletas de ropa en el río mientras los niños jugábamos a los buzos en la poza; bastaba acurrucarme con mis hermanitos en una sola cama y asustarnos contándonos cuentos de aparecidos.
Nadie conoce mejor el valor de la mañana que los pájaros, por eso llegan temprano desde no sé dónde. Si te retrasas, pajarero, los encuentras a las ocho de la mañana eructando con su canto los arroces en las copas de los árboles.
El mediodía es el tiempo mejor para el descanso. Las aves se las ven duras con el calor y aprovechan la tregua para dormitar bajo la sombra. Aunque hay tercos entre los tercos que en solitario se deslizan sobre el arrozal. Yo lo sabía, mas simulaba no saberlo; media espiga menos no era gran cosa para que yo fuera por los carriles lodosos a echar guerra contra dos o tres obstinados. Lo cierto era que admiraba a esos que rompían las reglas y elegían las horas adversas para su lucha. Ningún maestro en la escuela me enseñó lo que ellos. Eran los insurgentes, los rebeldes sin causa, los que eligen al cenit como su aliado.
En esas horas duras y largas como caminos sin sombra, debí tener a mi lado un libro para descascarar en él mis propios granos de arroz de oro, y comerlos; debí recorrer en él senderos lejanos y viajar por el mundo mientras caía la tarde. Pero no había más que libros de texto en mi casa, y aunque dentro de mí cabalgaba un quijote y en mi cabeza de niño bullía una urdimbre de metáforas, no tuve un compañero de papel que sembrara flores en mis horas muertas. De cualquier manera, me quedaba la imaginación y con ella cocinaba rimas ingenuas para niñas tristes y de trenza larga, traspasaba las montañas más lejanas que veía y llegaba hasta los mares, o dirigía historias heroicas con personajes que surgían de las nubes. Mientras tanto, mis amigos obstinados me robaban algunos granos y luego, satisfechos y retadores, se paraban sobre los hombros del pobre espantapájaros, derrotado en su mentira de paja y sombrero viejo.
A veces, cuando no llevaba itacate, pasaba mi padre a dejarme unos tacos que preparó mi madre y a supervisar mi trabajo para luego irse a su faena en otra siembra. A veces me acariciaba la cabeza y con eso pagaba todas mis vacilaciones y melancolías, y le daba fuerza a mi hombro derecho para lanzar la piedra con la honda o para tronar el chirrión. Yo lo miraba irse y otra vez dejarme solo. En el fondo sabía que no deseaba hacerlo, pero también tenía claro que a un hombre de campo se le educa así, como si pesara la consigna de que el destino es duro y mejor sería tener el cuero fuerte, la mano callosa y la mirada firme.
La batalla reiniciaba al descender el señor Tonatiuh hacia el poniente, un poco más tibio y amable. Astutos, los tordos se dejaban venir en picada uno a uno tratando de no ser vistos. Era necesario dar golpes de autoridad y ganar terreno. Me arremangaba los pantalones para caminar hacia el otro lado de la parcela y tronar ahí el chirrión con arresto. Ellos y yo conocíamos el juego y sus reglas. Después regresaba a mi posición original rodeando la parcela. El ciclo se repetía tres o cuatro veces a lo largo de la tarde.
Una hora antes del ocaso, la necesaria rabia se encendía en ambas partes: ellos burlándose de mis ardides y yo multiplicándome por todos lados. En ese momento me resultaba muy útil el lazo colgado de varias garrochas alrededor del arrozal con botes de hojalata llenos de piedrecillas. Al tirar del lazo con fuerza los botes sonaban como maracas y asustaban a cierta cantidad de aves. Acompañaba el baile de los pedruscos con los truenos del chirrión, los giros de la honda y mis gritos.
Me desesperaba que el sol no declinara por completo. A diferencia de Rolando, el héroe medieval, que pidió al sol detenerse para tener luz suficiente y vencer así a los sarracenos en la batalla de Roncesvalles, yo le pedía que apresurara su paso y llegara pronto a la punta del cerro que lo guardaría por doce horas. Sin embargo, parecía no escuchar y divertirse al verme pelear con los tordos.
Ellos y yo sabíamos que nadie ganaría. Se marcharían justo en la puesta del sol para reanudar mañana, y al siguiente día y siempre. Su destino era la guerra, y el mío también, decía mi padre, y convertirme en profesor para no tener que vérmelas con el lodo, la honda, la pala, el machete, la yunta y el sol cayendo inclemente sobre mis años nuevos.
Después de verlos alzarse en parvadas y retirarse a pasar la noche en no sé dónde, metía mis bártulos en el morral y echaba a caminar para vencer los tres kilómetros que me separaban del pueblo. Ellos llegarían rápido a su destino. Pequeños y de vida breve, Dios quiso regalarles el don de la velocidad a fin de compensarlos un poco. Yo llegaría a casa a punto del anochecer, entre un Ave María de mi madre y alguna otra jaculatoria de la abuela, agradecidas por verme llegar sano y salvo.
Los días de pajarero no tenían tardes para correr tras la pelota ni sonrisas coloradas de las niñas al pasar por la calle en busca de un piropo. No tenían juegos de trompo ni competencias de baleros con los amigos ni nados en la poza del río. Pero sí tenían la bondad de mi madre vertida en un plato de sopa, la alianza milagrosa entre un rezo y un suspiro de la abuela y dos o tres diabluras de mis hermanos pequeños. A veces, solo a veces, también tenían la mano paterna sacudiendo mis cabellos; bastaba con esa caricia para dormir soñando que era fuerte y el futuro era mío.
Al cantar el gallo la batalla consabida debía continuar. Otra vez el camino y el morral de piedras, otra vez la espléndida llanura tornasol que inoculó en mis ojos una luz que no se apaga. Otra vez rendirle pleitesía al astro rey en su camino combado. Llenar el aire con mis gritos, escuchar los truenos saliendo de mis manos; y pájaros regalando los secretos de su lucha y bondades de arroz madurándose en las puntas.
Y en la mirada, esculpiéndome la aurora un anhelo de alas grandes.