Como si supieras que haría falta para tu ofrenda, plantaste hace mil años los pequeños brotes de agave, bañaste de paciencia tus días y esperaste hasta ver aparecer los quiotes. Enseguida llegaron los hombres a jimar las piñas del agave y se las llevaron a cocer. Luego la destilación y el elíxir cayendo a ritmo lento, rememorando el tiempo largo que tuvo la planta para enamorarse del aire, la lluvia y el sol cayendo a plomo. Siguió su descanso silencioso en barricas de madera de roble blanco. Hasta que finalmente tuviste en tus manos el líquido ambarino y añejo. Lo bebías con disciplina por prescripción del médico y lo compartías con ahínco por indicación precisa de tu bondad de viejo; como si también supieras que no te quedaba mucho tiempo para que valiera la pena ser avaro. Querías llevarte esas sonrisas cuando hicieras el gran viaje, de puro gusto coloradas, de pura vida llenas y guasonas.
Tengo guardada aún buena cantidad de litros para repetir en tu honor el ritual cada vez que dan ganas de estar más vivo que de costumbre, y eso sucede generalmente cuando hace fresco y a mí me falta una primavera adentro. Entonces parto en cuatro una naranja y, a besos, porque solo a besos se saborea la vida, voy bebiendo el sagrado brebaje que dice tu nombre al ir resbalando por mi garganta, mientras el jugo cítrico en mis labios acompaña el fuego que me incendia el paladar y el cuerpo todo.
A veces me nacen lágrimas, sobre todo al acordarme que te sentabas conmigo frente al agave y me confesabas la otra gran ganancia por animarte a plantarlo: “Se tarda tanto en crecer que me ha enseñado a esperar. Y eso poco lo aprendí muy antes. El maíz lleva prisa y crece pronto porque nace extrañando los molinos y las manos tortilleras; y el arroz madura lueguito en los humedales. Pero estas puntas no llevan prisa, van rompiendo el aire de a poquito. Por eso no te queda otra cosa que aprender a mirar el cielo y soñar mientras se anuncian los quiotes”. Yo te escuchaba, mientras los cinco años que tarda en madurar la planta pasaban sobre mi rostro desarrugando algunas dudas y sellándome otras nuevas.
La botella de vidrio parece orgullosa detrás de las luces de la ofrenda. Su color habla: “Bébeme, que extraño la devoción de unos labios”. Solícito, voy por dos copas hondas, porque solo en ellas es posible degustar los aromas que desprende el mezcal añejado doce meses en su cama oscura de madera. Las lleno de la risa del líquido al caer y pongo la tuya frente a tu imagen, y tu sonrisa se ilumina sin que sea efecto de la luz y mi delirio. Después de besar dos o tres veces la orilla del cristal soy capaz de escuchar tus anécdotas. Sabía que la botella guardaba tu voz, también añejada en túneles de recuerdos. La noche de muertos está más viva que nunca, brinca como jinete en jaripeo montando un toro de clase, corre como un río sobre pedruscos de colores, canta como te gustaba hacerlo en serenata nocturna y pesca tu presencia en el murmullo callado de las luces.
Entonces, hablamos.
Me atrevo a confesarte mis últimos secretos porque estarán seguros contigo. Te hablo desde mis cinco años asombrados y desde mis manos manchadas por el lodo de los charcos; te hablo desde mi escuela y mi pupitre, desde mis congojas con los números de las que casi no supiste. Te platico de mi adolescencia atormentada y sus descubrimientos dolorosos, gotas de cera caliente sobre la piel de mi inocencia. Te cuento de las novias que no tuve, del valor que encontré en el fondo de una copa para robarme unos besos, del azaroso paseo por la tercera década de mi vida; de como nací adulto cuando un brujo de bata blanca puso en mis manos a mi hijo; de aquellos que pusieron rocas en medio el camino y me hicieron grande imaginándome pequeño; de las lágrimas que mojaron la primera piedra de mi casa y de cómo un cuento me parió de nuevo al cumplir cincuenta y tantos. Y entre una y otra confidencia, besamos nuestras copas.
Entonces te animas, completamente redivivo.
Te atreves a hablarme de las cosas que callaste: de sueños con alas de mariposa que se te escaparon por no tener la red para cazarlas y papalotes que se fueron de tus manos por la fuerza de los vientos de tu infancia; de un piano que se quedó sin tus dedos porque la pobreza y un tipo te dijeron que era un lujo muy lejano; de una luna que acompañó tus penumbras con lágrimas de sal y jamás a nadie lo contó; de un padre que no estuvo cuando lo buscabas y otro que llegó sin que lo pidieras; de un pupitre esperando para siempre tus cuadernos y tus manos. Y me cuentas de una choza alumbrada por quinqués, con pocos panes en la mesa y poca leche en los pocillos; de una vaca que sola se quedó cuando todas las demás fueron robadas, y de una novilla que nació de su vientre y luego un comprador la mercó, y del mucho alcohol que fue necesario para enfrentar la pena antes de irte con rumbo norte y humillarte por un dólar y volver por unos ojos bellos que aquí te estaban esperando. Y me dices tantas cosas más que nunca me dijiste cuando iba yo en el anca del caballo y tú cantabas y cantabas, soñabas y mirabas los verdores del llano que no era tuyo, pero lo soñabas.
En tu discurso que salta emocionado sobre las puntas de las flamas se cruza también el mío, arrebatado y prendido. Sobre las breves horas se tienden confesiones y perdones, secretos y revelaciones. Veo caer dos lágrimas tuyas que están a punto de apagar una vela. Juro que llega hasta mí el vaho de tu aliento y el olor característico de tu camisa sudada al volver del trabajo. El mezcal es un gran aliado. Me trae también tu silbido, el timbre exacto de tu voz y esa manera especial de rascarte la cabeza cuando te invade el sueño. Lloro cuando veo claro cómo tus labios se manchan con la calabaza en dulce al morderla. No puedo más y extiendo mis brazos para abrazarte. Así me quedo largo rato, quizá como nunca lo hice antes, quizá como no pude.
Llega la madrugada y con ella tu presencia más nítida. La botella de mezcal está feliz porque volviste, cada minuto más vacía y más feliz. Los cristales de azúcar en el pan de muerto destellan tu mirada y no sé si has venido para quedarte conmigo o si yo soy el que parte contigo. Me gusta llegar a este lindero al que me asomo y te asomas. Me gusta esta potencia de la muerte para aferrarnos a la vida.
A lo lejos escucho el cántico de un gallo, extraño, como si anunciara un despertar inesperado.
Sé que estás marchándote otra vez y en vez de llorarte te río. No estoy perdiéndote de nuevo; ambos nos ganamos uno al otro. Tú me tienes en el misterio que te envuelve y yo te siento instalado en mis huesos para siempre.
Alzo mi copa para despedirte y bebo su resto de mezcal. Coloco la botella a medio beber junto a tu fotografía y apago las veladoras de la ofrenda. Voy flotando rumbo a la cama. En este momento no estoy seguro si duermo sobre ella o en realidad despierto, si muero o revivo. Solo sé que esta noche tengo paz como la tienen los muertos. Y saberlo, me da vida.