El cuentista intentó con temas diferentes. El chirrido horrendo del pájaro nocturno que de modo intermitente se dejaba oír cada diez minutos durante las últimas noches le pareció un asunto digno de desvelo literario ante el monitor. Se dejó ir tras las teclas en busca de una historia de terror psicológico. Era difícil. Nuevamente el tema recurrente hizo estragos en su tentativa. Pegado en su mente como sanguijuela imposible de sacudir, el mismo asunto iba y venía a ritmo de columpio. Creyó poder seguir a pesar de todo. Había logrado ya la imagen del ave: ojos saltones y pico extremadamente largo para hundirse en las cuevas oculares, orejas de murciélago y color ceniciento, con garras de halcón y flaco como águila quebrantahuesos. Desistió al final del segundo párrafo porque las imágenes de cubrebocas de variados diseños lo invadieron, y las de trabajadores de la salud pidiendo apoyo a su trabajo, y las peroratas de los conductores de noticiarios modelando la información a su antojo o al capricho de algunos hombres de la política o la empresa. También las cifras giraban a su alrededor, dispuestas en gráficas de barras, circulares, frecuencia y en mapas de colores que pintaban la invasión del virus en el país. Los números de contagiados y muertos danzaban en el aire estirándose, expandiéndose alegremente. Lo abrumó el ruido imaginado de muchos loros y cacatúas en las redes sociales, convertidos en expertos comunicadores de altura y politólogos. Cuando se dio cuenta, el pajarraco del cuento que tanteaba se convirtió en el gobernador de un estado emitiendo el chillido insoportable en medio de las frases que vociferaba. Definitivamente, le pareció inútil seguir por ahí.
Saltó al siguiente párrafo en busca de meandros más ligeros. Recordó el tema del niño temeroso de las jeringas hipodérmicas que se usaban antes de inventar las desechables. Quiso deslizar sus dedos por ese cauce, entre los chascarrillos de un bufoncito de pueblo y la imagen aterradora de un hombre de rostro expresionista y voz gangosa que recorría las calles para curar de sus achaques a los enfermos de gripa y otros males menores, con el piquete abominado de su aguja de tamaño y grosor espantoso. En el recodo menos esperado de la narración en primera persona, justo cuando describía el ritual de esterilización de la jeringa con alcohol y fuego ante los ojos de las víctimas, asaltó su imaginación una enfermera reclamando lugar preponderante en el relato. Otra vez el olor a hospital y la imagen infame de erizo con ventosas del virus más famoso de la historia. No pudo evitar, con clara antipatía, traer a su mente una de las canciones sobre el bicho a ritmo de cumbia. El estribillo repugnante lo hizo levantarse y salir a la terraza en busca de alivio con la luna piadosa que nunca apareció.
Se venció ante el veneno maldito que ni siquiera alcanzaba a ser vida, apenas un depredador que secuestra a las células para reproducirse. Seguiría escribiendo, claro, porque otra idea obsesiva se había inoculado en su mente últimamente: la de ser un escritor. Y tales especímenes escriben aunque la musa duerma o en la cabeza se pudra un trapeador hecho girones. Al día siguiente lo esperaba el jefe de redacción del periódico y fallarle sería un atentado a su sentido del deber, no importa que lo leyeran solamente dos o tres viejos jubilados y unos cuantos amigos a través de las redes. El tema giraría irremediablemente alrededor del micro engendro de aspecto circular asqueroso.
No te repitas tanto, al menos dale otra perspectiva y no conviertas la cuarentena en un plagio de ti mismo; se dijo envalentonado después de tres respiraciones profundas y de mandar cariñosamente al carajo a su mujer, quien le decía: “Ya deja esa máquina y vente a dormir”.
¡La tristeza de una botarga! ¡Eso es!; por ahí podría reintentar. Por la tarde había salido a realizar las compras absolutamente indispensables, acorazado con guantes, cubrebocas, careta de plástico y gel antibacterial. Lo que llamó poderosamente su atención mientras adquiría un medicamento fue la botarga de aquel gordo y simpático doctor abandonada en el fondo de la farmacia. Se puso triste al pensar cuánto tiempo transcurriría para verla bailar en las banquetas, aun cuando la mayoría de las medicinas no las adquiría en esa cadena farmacéutica. ¿Y los chicos y chicas que se metían dentro del corpulento muñecote, con las caras más tristes del mundo sudando a mares, pero con los pies más chispeantes, dónde andarían?, ¿cómo obtendrían las piezas de pan y el litro de leche diarios para llevarlos a casa si su baile en el asfalto estaba suspendido?, ¿quién les abriría las puertas de su negocio para laborar ahí por un sueldo de miseria si la mayoría de los establecimientos estaban cerrados? Podría contar la historia de un muchacho cuyo mayor mérito había sido convertirse en Sergio el bailador, quien sin darse cuenta embarazó a una de sus parejas de baile en una noche loca y ahora carga con un crío, una esposa linda pero desnutrida y una ilusión limitada por la rudeza de la ciudad, a la cual llegó hace poco. En una de sus búsquedas de trabajo brillaron sus ojos cuando vio la botarga con otro bailarín adentro en una farmacia del centro. Sin pensarlo dos veces solicitó chamba y casualmente estaba libre el turno vespertino. Ahí lo tenían ya, inventando nuevos pasos para el gordo sin que hubiera ritmo que se resistiera a su destreza, desde la cumbia colombiana, pasando por la bachata, el reggaetón y la salsa. Todo iba lindo hasta que apareció el monstruo microscópico aterrando el orbe. Entonces sus piernas se quedaron quietas, aletargadas, sin las florituras que agraciaban al gordo; caminando ahora sobre el asfalto caliente para limpiar parabrisas en un semáforo que se agenció echando pleito con un vato. Un día, al regresar al cuartito miserable que rentaba, no encontró a su mujer y su hijo. Unos vecinos dijeron que la vieron subirse en un taxi con un tipo lleno de cadenas y esclavas de plata, con fama de maloso. Ella llevaba puesto un cubrebocas y el niño lágrimas y mocos colgándole de la barbilla. “Yo me quedo con mi papi”, gritaba mientras el taxi arrancaba a toda velocidad.
A ver, señor cuentero, se recriminó, ¿por qué esa propensión a las historias tristes?, ¿no podrías dejar con el padre a la criatura, cuando menos? Ahora solo falta que enfermes de Covid 19 al bailador, lo mates y no lo dejes regresar más adelante con el gordo y encontrarse en el mercado una chavala que lo haga olvidar. Tenía razón, alguien le vendió la idea de que la belleza era necesariamente trágica y no encontraba el modo de escribir historias distintas en medio de esta cuarentena que rebasaría por mucho los cuarenta días.
Dejó pendiente el final de la historia del muchacho, hurgando elementos verosímiles para darle algún final siquiera alentador.
Tomó una decisión. No le enviaría al jefe de redacción historia alguna esta semana. Le contaría, como si a aquel le importara más su salud emocional que la edición a tiempo del diario, cómo la alegría cansada del encierro amenazaba con huir por la ventana, cuán impotente se sentía para escribir historias luminosas mientras allá afuera muchas cosas confabulaban contra la vida, y no hablaba únicamente del odioso engendro de moda, el que un día se cansaría de jugar a estar vivo y nos dejaría en paz. ¡No! Estaba todo aquello que mata más que un virus: los muertos del crimen organizado, la violencia de género, los periodistas silenciados a bala y sepulcro, los potentados que pasan la cuarentena en sus mansiones con el frigorífico gigante repleto y la cantina abastecida, y en sus delirios estarían urdiendo cómo clavarnos más sus colmillos cuando vuelva la ansiada normalidad que nunca lo será, porque no puede ser normal la injusticia ni el crimen ni millones de vida compradas a crédito y pagaderas en cuotas que requieren décadas para ser cubiertas. Si tanto invertimos para acabar con un adefesio microscópico, ¿por qué no se invierte igual y se confabula el mundo entero para terminar con los feminicidios, con la espantosa distancia entre los que más tienen y los que poseen solo hambre, con la falta de un techo y un pedazo de tierra para los que emigran a fin de sobrevivir, y con el egoísmo que priva en este mundo individualista y estúpido, entre otros males perpetuos?
Esta noche tumba, el contador de cuentos tenía sepultada la confianza. Apagó el ordenador y se lavó los dientes mientras veía desde la terraza la estrella que cada día lo esperaba a esa hora y en el mismo lugar para desearle buenos sueños. Se le ocurrió preguntarle qué historias se contarán allá y si serán mejores que las nuestras. Apagó la luz y se metió a la cama. Tal vez en unos días el Subsecretario de Salud le diera buenas nuevas y eso lo animara un poco. O la siguiente semana. O…
Se durmió pensando en releer a Aristófanes.