La estrategia era sencilla: fingir un espanto, informar que no tenía hambre y poner la cara más convincente de perro apaleado. Entonces llegaba la abuela con su rosario en la mano a exorcizar de mi cuerpo los demonios. Durante mi infancia asombrada era el mejor regalo de ternura y devoción que recibía al ritmo estupefaciente de interminables santas marías y padrenuestros mata diablos aún más hipnóticos.
La abuela todopoderosa creadora de mi cielo en el que volaban mis anhelos, y de mi tierra, en la que caminaban mis pies de pillo, tenía potestad sobre las tempestades emocionales que sufría cualquier niño atormentado por las sentencias del cura del pueblo, quien se deleitaba describiendo a detalle los tormentos en fuego y aceite que sufrían en el averno los niños desobedientes, rebeldes y negados a cumplir con lo que se espera de un buen cristiano en ciernes. Ella era capaz de invocar a miríadas de ángeles y arcángeles de los cielos superiores para que nos consolaran con su luz del inhumano suplicio de las matemáticas y la gramática española, vaciadas en nuestros breves y rurales cerebros a fuerza de reglazos, orejas de burro y coscorrones; aliviaba con sus plegarias el mal del sueño y las pesadillas, el miedo a los nahuales y la llorona; enfriaba las primeras calenturas sexuales de los púberes y los llantos interminables de niños en destete, aterrados por la incipiente conciencia de que su madre ya no sería la ubre tibia y dulce que alimenta y consuela.
Podría haber medicina de los brujos de bata blanca, pero para las cuestiones del espanto nada funcionaba sin los rezos de mi abuela: “Aquí le traigo a mi niño para que le cure el espanto, doña Regis”. Entonces iniciaba la magia: con las inacabables cuentas del rosario recorría todas y cada una de las articulaciones del asustado, comenzando por su hombro derecho y hacia abajo para subir luego por el lado izquierdo hasta el otro hombro, el cuello, la frente y finalmente la coronilla de la cabeza. Para terminar el conjuro, con su boca pegada al cráneo, pronunciaba las palabras que daban el alivio definitivo: “Juanito no te espantes, Juanito, no te espantes”, o como se llamara el bribón.
Cómo me complacían las maternales caricias que recorrían a lo largo de media hora mis articulaciones, sobre las que infinitud de veces hacía la señal de la cruz con las cuentas del rosario. Sus manos y su voz murmurante tenían el efecto relajante más intenso que he experimentado. Por eso me gustaba “espantarme” al menos una vez al mes. Así, durante nueve días, casi dormida ella y casi soñando yo, se realizaba una de las expresiones de amor más reconfortantes de mi existencia.
El problema es la vida que no se detiene. Por esa dialéctica uno crece y eso significa echarse al vuelo con las alas que se tengan. Un día me alejé de la abuela y de los pánicos mensuales. Enfrenté los nuevos sustos con mis propios rezos y mis propias manos.
El espanto mayor, al inicio de mi supuesta adultez, tuvo lugar por culpa del Negro Benjamín, ese hombrón con cara de niño y presumido que me hablaba con deleite de las delicias de tener a mano una mujer desnuda. Yo tenía dieciocho años y él me llevaba casi diez. Era difícil entender cómo con ese cuerpo enorme de sapo y su cara de gorila podía tener tanta suerte con cierto tipo de mujeres.
La primera vez que lo acompañé al prostíbulo más de dos se colgaron de su cuello, como si se tratara de una deidad de la selva africana proveedora de bondades. Se llevó al cuarto a una de las dos y después volvió por la otra, mientras yo me congelaba de terror en mi mesa tratando de darme ánimo con una cerveza por si alguna de aquellas diosas de rubor barato me abordaba sin el auxilio protector del Negro. Al concluir su hazaña viril nos retiramos sin que dejara de insistir en que una de esas muchachonas debía quitarme ya la inocencia; me negué rotundamente alegando que eso sólo ocurriría con una mujercita digna. Francamente, deseaba con todas las fuerzas de mi instinto que sí ocurriera y si algo me detenía era el miedo, el espanto. ¿Qué haría yo con una de esas mujeres desnuda para mí solo, sin que el Negro me fuera explicando cómo empuñar las armas para una empresa tal y qué caminos seguir? Me había dado muchas lecciones teóricas, pero mi cuerpo y mis neuronas temblaban al imaginar a una mujer tocando mi desnudez. Ni siquiera sabía besar, pues mi única noviecilla me enseñó muy poco y me dejó avanzar en su cuerpo aún menos.
Mientras tanto vivía dentro de mis fantasías, en ellas tenía amores portentosos con las mujeres más hermosas, reales o imaginadas. A diario me terapeaba frente al espejo para convencerme de que ese bigotillo ralo e incipiente me imprimía cierto aire donjuanesco para conquistar a una mujer verdadera. Al compararme con Benjamín me convencía de superarlo más de diez veces en belleza física, por decirlo de algún modo, y de que sería capaz de conquistar más mujeres que él y de mayor categoría, no las fámulas y pirujas que conformaban su harem. Sin embargo, lo admiraba, pero a la vez me enfurecía que con su olor a camello, siempre sudado y grasoso, pudiera ser tan simpático con las mujeres.
Tardé buen tiempo en comprender cabalmente que era lo que él tenía y a mí me faltaba: las hacía reír. Eso era todo. Su inconmensurable fealdad era directamente proporcional a su eterna bonachonería, como si hubieran esculpido una sonrisa guasona en su rostro. Aunque babeaba, las comisuras de sus labios siempre apuntaban hacia arriba. Se me antojaba un buda negro flotando inmutable en un nirvana lujurioso. Mirarlo aliviaba las tristezas en un santiamén y a su lado daba vergüenza ser infeliz. ¡Pinche Benjamín! En verdad lo quería, me gustaba hablar con él sobre cualquier bobada. Era como un hermano ayudándome a salir de las crisis de mi adolescencia atormentada.
Llegó el día en que me convenció. Tomé valor y envalentonado por más de cuatro cervezas dejé que me llevara a bautizar con una de sus amigas del burdel. Le pedí a la más comprensiva, tierna, limpia y complaciente, que me hiciera perder la virginidad entre sonidos de trompeta y revoloteando alrededor nuestro una turba de ángeles nalgones. No te preocupes, me dijo, deja todo a mi experiencia.
Instruido lo suficiente, me dejé llevar hacia el cuarto por la mujer después de bailar con ella dos cumbias, embotado por el alcohol y las luces fluorescentes. Mientras cruzaba entre las mesas hacia la entrada del cuartucho me sentí una versión adolescente de Pedro Navajas combinado con Alain Delon. Era un caballero tras la Dulcinea que me daría a probar el néctar delicioso.
Al cruzar la puerta y desaparecer las luces engañosas, el impacto de la realidad atenuó rápido el encantamiento. La mujer perdió súbitamente el falso garbo, su sonrisa mudó en mueca de rutina e indiferencia. Tenía más arrugas de las que pude entrever entre las luces y el humo del tabaco. Se desvistió de inmediato sin pudor alguno. Al quitarse el sostén engaña tontos dejó al descubierto unos senos grandes, pero flácidos. El olor del lugar era nauseabundo y tuve ganas de correr. Respiré profundo y extraje ánimo de mi juventud. Me arrimé a la cama donde ya se había tendido, dispuesto a conquistarla con mi hombría recién nacida. No recibí de ella una frase de ánimo, un mínimo aliento. Mis manos recorrían un témpano, la antítesis del calor que soñé. En cambio me indicó no besarla en la cara, apremiándome, porque el trato había sido sólo para un “rapidín”. En breve, un vacilante marinero navegó sin placer alguno en un océano frío de aguas cenagosas y obscuras, sin brújula que le impidiera naufragar y derramando su simiente en menos tiempo del que uso para contarlo.
No hubo luces pirotécnicas ni escalera al cielo ni agonía dulce ni todas esas zarandajas de las que hablan los poetas. En vez de eso, la mujer hundió un último puñal en mi orgullo: “Si ya acabaste, bájate; sólo que me quieras pagar doble”. En ese momento odié al Negro Benjamín y a todas las mujeres, a excepción de mi madre, mis hermanas y mi santa abuela. Tuve ganas de matarlo, de machacarle su estúpida sonrisa de buda africano y panzudo. Llorando mi frustración me vestí y salí del mísero tugurio convencido de no querer saber nada de las mujeres. Ni siquiera busqué al maldito Negro. Me largué jurando no volver jamás.
Pasaron dos días. Aún rumiaba mi coraje y decepción. Al poco me fui calmando y logré la convicción de que había equivocado la estrategia. ¿A quién se le ocurría buscar princesas en un muladar?
De pronto, una sensación extraña se apoderó de mi entrepierna. La incómoda comezón se convirtió luego en ardor y me llevó a auscultarme frente al espejo. Entonces tuvo lugar el espanto mayor.
Horas después, un médico me recetó gran cantidad de penicilina y algún ungüento. Me llené de miedo y vergüenza. Quise correr hacia la abuela como cuando era niño y decirle: “¡Tengo un espanto!, ¡un espanto! Rézame abuelita y saca un demonio que nada en mi sangre.”
Transcurrió una semana. Con el diablo huyendo de mi cuerpo seguía con ganas de matar al cabrón Benjamín; pero al ver su rostro infantil y su sonrisa inacabable no me quedó otra opción que perdonarlo.
Busqué a la abuela. Incapaz de confesarle el terror que aún sentía, sólo la abracé y pedí su bendición. Instantes después, sentí que el chamuco al fin me abandonaba.