No hay historias en mis manos, por más que las fustigo en el teclado. Dudo que de ellas puedan nacer al menos unas cuantas azucenas o jazmines para llenar de aromas esta noche de invierno vacilante. Si alguna musa viniera, no la quiero con angustia en su cara, porque así es como se asoma a mi aposento unas de ellas sin atreverse a entrar.
Hoy no me seducen los altercados cotidianos entre los hombres del poder, ni las rifas de aviones presidenciales ni las promesas del paraíso en los hospitales del país ni once pares de piernas contra otras once tras una pelota. Tampoco encuentro interesante el cumpleaños noventa y ocho de un tal Echeverría; no hay un solo gramo de épica en esa historia. Me tienen sin cuidado los estertores del majestuoso volcán que veo desde mi ventana antes de que caiga la noche, y me abruma sobremanera la quietud de la mujer dormida a su lado: ni un solo quejido en décadas, o una leve fumarola que manche su blancura y su silencio. Hoy, solo hoy, por piedad y salud de este pecho repentinamente deshabitado, no quiero escuchar sobre mujeres desaparecidas ni de niños y niñas explotados sexualmente; ni de migrantes que cruzan el país huyendo de un infierno y caminando sobre otro, con futuros inciertos cargando en la mochila y niños asombrados jalando de las manos.
Quiero que esta noche siga blanca mi dama de papel, ausente del mundo y sus avatares. Dejarla limpia. Guardarla en la inocencia de un monitor apagado. Sin sombra su noble llanura que soporta estoica mis divagaciones lunares.
El futuro inmediato de la yema de mi dedo medio es la tecla delete. Sin embargo… ¡silencio! Déjenme escuchar algo que sucede en el aire.
Por la ventana entra el delirio acústico de una guitarra. Afino el oído y me percato, jubiloso, de que son versos los que llegan hasta mí ordenados en arpegios y rasgueos. No puedo sustraerme y me envuelvo en ellos. Sin darme cuenta me levantan, dejan morir mi apatía sobre la silla, me llevan con ellos y estoy vivo de nuevo batiendo mis alas en el aire de una música andaluza.
Las notas musicales me han llevado hasta la casa de un hombre solo. El viejo bebe vino y escucha ahora en la guitarra “Amar y vivir”, de Consuelo Velázquez. De pronto se levanta, va al otro lado de la mesa y pide la pieza a una dama imaginaria. Ella concede, al parecer, y juntos bailan por la estancia. Uno, dos… Uno, dos… El momento es terriblemente hermoso. Él la mira con los ojos de amor más ciertos que he visto jamás; ella, en sus manos es el aire más esbelto que se humedece con el torrente de lágrimas que manan del hombre. Juro que las esferas cristalinas bailan antes de caer al piso, flotando por segundos porque saben que se vive solamente una vez. Lo que pudo haber sido y no fue, es ahora para los dos. Él, tan vivo como el sollozo; ella, tan invisible en sus brazos. Soy solo un jugador de la palabra en esta noche de pocas estrellas, pero no puedo con esto. Mis dedos lloran también sobre las teclas porque la melodía ha terminado y el anciano tiene ahora un océano salado en los ojos; porque la dama que volvió a casa para bailar con él ha partido y siento el dolor del viejo como si yo fuera sus huesos; porque quisiera abrazarlo fuerte, pero soy un fantasma para él y como autor no me está concedida esta licencia; porque su llanto duele tanto, que temo que al terminar la botella de vino se le ocurra ponerse a dormir para siempre con un frasco de somníferos.
Afortunadamente la guitarra sigue, esta vez con una composición de melancolía más gozosa, una del vate que se decía de Tlacotalpan: “Solamente una vez”. Con voz bien impostada, nuestro hombre la canta con la emoción a flor de labios. No debe sorprenderles que ahora soy yo quien llora mientras escribo, porque solamente esta vez escucho cantar la canción con tanto sentimiento. Sin que se dé cuenta, me siento a mirarlo en la silla vacía de su esposa y suspiro tan fuerte que pienso en un hechizo cuando él se queda mirando fijamente mis ojos, como si me viera. Esto de escribir a veces embriaga y enloquece un poco.
La guitarra ha callado sus cuerdas. El hombre escancia lo último de la botella. Ligeramente ebrio va hacia la recámara. La cama es enorme y frente a ella hay un retrato grande de su esposa y otro más de ambos. Ella es como la imaginé y como él la dibujó con sus brazos: frágil, pequeña, de pelo blanco y con rostro de avecilla. Mientras realiza sus abluciones curioseo por la pared derecha, a un lado de la cama. Hay ahí varias fotografías de ambos en distintos lugares del país y del mundo. En una de ellas tienen de fondo la basílica de San Marcos, en Venecia, y en otra están abrazados sobre una góndola; parecen veinte años más jóvenes. Sin gran dificultad puedo escuchar a Charles Aznavour decir que Venecia parece más fría y más gris sin ella. ¡Qué triste y sola está la cama!, enorme para él, quien toma su lugar al lado derecho y hunde la cabeza en la almohada. Creí que dormiría pronto, pero un acceso repentino de llanto lo levanta de nuevo y enciende en mí las alarmas. Va hacia un botiquín en la entrada del baño y toma el frasco repleto de pastillas. Quiero convertirme en un personaje nuevo que de pronto aparezca y lo salve de su tristeza. No sé, su hijo que llega de sorpresa o un nieto trasnochado y ebrio que después de la farra va a casa del abuelo en busca de complicidad alcahueta. Pero sería demasiado fácil y te tomaría el pelo, lector, sin que lo merezcas. Lo mejor es dejar que la vida ocurra, o la muerte, y respetar sus designios, aunque duelan.
El anciano abre el frasco y toma una de las pastillas con un poco de agua, esfumando la ridícula tensión que en mí se había generado. Debo pensar en seguir o no en esto de las letras; me vuelve demasiado aprensivo. En fin, ha vuelto ya a la almohada y al poco rato ronca sonoramente.
Sin embargo, decido quedarme hasta el alba. De mí depende que su noche pase en pocos o muchos renglones. En esta ocasión decido que solo sean dos.
Se despierta antes de que salga el sol. Durante la ducha lo escucho cantar en tono abiertamente jocoso: “Cantando, en el baño, me acuerdo mucho de ti…” Pienso en aquel comediante de florida bemba apodado Tin Tan. No entiendo demasiado. Creo que debo dedicarme a otra cosa, porque los personajes se me escapan, se desdibujan sin consideración alguna a su creador. Inician trágicos y terminan en comedia.
Después de tomar un café y un panecillo, da un beso al retrato de su esposa que tiene a un lado del buró, toma su maleta y, sin tomar en consideración que pasé la noche cuidándolo y al menos debió intentar suicidarse para darle mayor dramatismo a este relato, sale todo trajeado a litigar sobre algún asunto que le encomienda su profesión de abogado.
Dejemos a un lado mi crisis de escritor. A pesar de todo, estoy feliz, querido lector. Porque un hombre viejo al que yo creía perdido salió de casa con una vida en su maleta. Me ha redimido de una opresión que yo tenía y mi deuda contigo está pagada.
La guitarra trasnochada aún suena a lo lejos, ebria de noche y alcoholes.