La semilla
Andresito escucha arrobado por los sonidos acompasados del tambor y la flauta; descienden hasta su oído junto con los rayos del sol desde los veinticinco metros de altura del enorme poste plantado en medio de la plaza, obtenido de una ceiba o pochote, en cuya punta han iniciado el ritual el caporal que hace la música y cuatro hombres voladores del pueblo de Papantla. Su devoción es auténtica, pues saben que además de solicitar la bondad divina con esta ceremonia, uno de los cuatro hombres pájaros es su padre. Su pecho revienta de orgullo mientras su madre lo atenaza de una mano. Debe ser bonito ver el cielo de cerquita, piensa, mientras las notas que el caporal hace nacer y caer como lluvia lo llenan de una emoción irrepetible. Ni los paseos por el río, ni la niña de mejillas de durazno con quien comparte banca en la escuela, ni las lecciones de catequismo o los partidos de futbol en el llano, lo emocionan tanto como ver descender a los voladores. Con la misma precisión de un péndulo de reloj, cuenta cada una de las trece vueltas que da su padre hasta caer suavemente en el suelo, convertido en gota de lluvia colorida que al llegar a la tierra la fertiliza y promete humedad suficiente para ver crecer y expandirse el verdor de los plantíos de maíz.
Andrés sabe, porque se lo han enseñado, que cada hombre pájaro da trece vueltas para dar un total de 52, el número de años equivalente al ciclo solar, y también que cada uno de ellos apunta hacia un punto cardinal. En su cabecita de ocho años rebotan esos números mágicos y despiertan su curiosidad de niño totonaca, digno heredero de una cosmovisión que coloca muy por encima de nuestras pequeñas fuerzas humanas a las de la naturaleza, de los astros y de sus ciclos, de los que somos súbditos ante su vital presencia y movimiento.
El año anterior, Andrés acompañó a su padre y a los demás hombres a cortar el árbol del cual obtendrían el nuevo poste para instalarlo en un pueblo cercano del estado de Puebla, acción con la que da inicio el ritual. La comunidad es la que eligió el árbol a través de sus representantes, selección hecha con mucho cuidado; luego de que los hombres pájaros bailaron un buen rato la danza “del perdón” alrededor del árbol, inclinando el cuerpo a modo de reverencia, lo derrumbaron, cortaron sus ramas y lo condujeron hasta el centro del pueblo en medio de un clima de fervor que a Andresito lo marcó para siempre. Quiero ser un hombre pájaro, dijeron sus ojos admirados.
Al ver llegar a su padre una vez terminado el ritual, Andrés cree estar viendo al dios dueño del viento, una de las deidades secundarias de la cultura totonaca, con su cabeza envuelta por un paliacate y un pequeño penacho multicolor en forma de abanico que simula el copete de un ave, y también simboliza los rayos solares que nacen de un pequeño espejo equivalente al Sol. Largos listones caen sobre su espalda simulando el arcoíris después de la lluvia. De su hombro derecho caen diagonalmente sobre pecho y espalda dos semicírculos de terciopelo rojo que simbolizan las alas de los pájaros; sobre ellos hay figuras de flores y aves coloridas. Su pantalón de tono colorado tiene adornos de chaquira y espiguilla y calza los cásicos botines de piel de tacón alto que usan los hombres totonacos. ¿Cómo no sentir una profunda admiración por su padre cuando le acaricia amorosamente sus hombros?, ¿cómo no desear convertirse algún día en hombre pájaro y subir al palo volador para pedir al dios Tajín, el dueño del trueno, que les regale la bondad de la tormenta que hace bajar la lluvia? Se va de la mano de sus padres con su destino bien claro pintado en la sonrisa.
El plumaje
Los años no lograron arrancar de Andrés la ilusión de volar. Ha cumplido trece y es menester que muestre su vocación por el aire. No se ha borrado de su rostro el gesto de admiración por los hombres pájaros. A él no lo seducen nuevos destinos como sí les pasa a otros de su edad, no le cruza por la mente otro que no sea subir al palo volador, quedarse en su tierra donde los tonos de verde se multiplican y la mejor música la escucha nacer de las gargantas de las aves. Es hora de practicar la danza y el vuelo, primero en poste de tres metros y luego en otro de siete, y así hasta alcanzar la mayor altura en la que sea capaz de escuchar la voz de sus dioses híbridos, como lo imaginó desde muy niño.
Al llegar el momento de su primera aparición en público en un mástil de quince metros junto con otros iniciados adolescentes, incluida una mujer cuya presencia rompe una tradición típicamente masculina, Andrés es ayudado por su madre para vestirse con el traje característico. Es ella quien callada sufre sus temores por los riesgos ante una mala ejecución del ritual; el muchacho está como en éxtasis. Al caminar rumbo a la plaza después de recibir la bendición de su madre, Andrés siente que flota sobre la calle empedrada. Sus tiernos ojos tornan a ser poco a poco los de un halcón, sus brazos van ganando la ligereza y fuerza de las alas y su cuerpo entero se viste de plumaje colorido; su mente también. Porta orgulloso el pequeño penacho multicolor, anunciando a todos que es un hombre tocado por la divinidad, con la potestad de mirar de cerca al Sol y convencer a los dioses de regalarnos la tormenta y la lluvia. Antes de subir inicia la danza reverencial alrededor del poste. Andrés entra en éxtasis, solo existen sus hermanos pájaros, el árbol sagrado y el viento que lo espera.
Inicia el ascenso y sabe que sube para hacer frente a sus miedos, que será un hombrecito nuevo cuando logre la punta y se deje seducir por el tambor y la flauta. La sensación que obtiene al estar sentado en uno de los lados del cuadro de madera que sostiene a los cuatro danzantes mientras el caporal toca y danza de pie, le dice que a partir de ese momento ya es otro. Abajo quedó el chico que temblaba de emoción y arriba se encuentra un hombre halcón que se topa de frente con el dios dueño del viento. Su imaginación comete la osadía de creer ser tal dios. Para ese momento ya es otro que ha multiplicado su edad por cuatro, experimenta tal poder que siente tener los mismos años de duración de un ciclo solar.
Llega la hora del descenso, abre sus alas y en cada una de las trece vueltas Andrés se conquista a sí mismo y al público. Piensa que nunca podrá dejar de volar. Su destino es el aire y a él le promete devoción eterna. El chico que toca tierra trae una verdad nueva en su mirada y así lo hace saber a su padre cuando lo abraza orgulloso, con esa parquedad del hombre totonaca que no necesita aspavientos para manifestar sus emociones.
Andrés presume ahora su nuevo plumaje y lo hará por muchísimos años más.
El retiro
Voló infinitas veces en su tierra natal y en El Tajín, en el museo de Antropología e Historia, cerca del Castillo de Chapultepec; muchas veces en los estados de Puebla e Hidalgo, una larga temporada en Teotihuacán, otra en un parque de diversiones de la Riviera Maya y en más lugares de país. Su logro mayor fue haber volado en Cuba ante las barbas y los ojos emocionados del mismísimo Comandante Fidel Castro, quien estrechó su mano tan fuerte, que no olvida jamás la sensación de ese encuentro. Subió a mástiles de hasta treinta metros de altura y de estructura metálica, como resultado de los afanes de algunos por convertir el ritual en un gran espectáculo de valentía y arrojo.
Vio hacerse mayor a su padre y abandonar para siempre el penacho y el traje. Vio crecer a sus hijos, uno de ellos con el mismo ardor que el suyo en su mirada. Sintió la admiración de miles de espectadores, pero también cierta indiferencia en los ojos de muchos ante un ritual incomprensible para ellos, considerado tal vez un resto de culturas primitivas, o un acto pagano que atentaba en contra de las “verdaderas formas de la fe cristiana”. Dejó de sentirse poco a poco la encarnación viva del dios del viento, y sus rodillas, su cintura y su espalda también fueron dándole evidencia de que no lo era.
Cuando cumplió los cuarenta y cinco años experimentó de pronto que había desaparecido la emoción y estaba dejando así de respetar a los dioses totonacos mayores: el Sol, la Luna y las estrellas. No lo pensó demasiado, habló con sus compañeros de vuelo, con su esposa y consigo mismo. Vivió el ritual un día más en el centro de Papantla y trató de experimentar por última vez aquella emoción de su primera oportunidad. Al descender en círculo por el aire sintió que sus brazos eran alas de verdad y creyó mirar en cada uno de sus tres compañeros el cuerpo y el rostro del dios Tajín; él mismo creyó tenerlos. Lo tomó como un mensaje y lágrimas inesperadas que nadie advirtió también volaron en descenso, tocaron la tierra y sembraron el inicio de un nuevo sendero en su vida. Al llegar al suelo supo que él era la revelación que esperaba, el poder desconocido que buscaba fuera y de pronto descubría dentro de sí mismo. Abrazó a sus hermanos pájaros y caminó como un dios hacia su nueva vida; a su lado, su compañera de siempre.
Hoy en día es ese mismo hijo suyo que nació con igual azoro en sus ojos el que hace temporada de vuelos en la zona arqueológica de Teotihuacán. La dinastía continúa. Andrés emprende otro tipo de viajes, acostumbrado a ir de aquí para allá, en busca del aire siempre, de sus aromas y canciones. Con su traje típico totonaca hace sonar sus botines negros por las calles de algunas ciudades, cargando una variedad de camisas bordadas hechas artesanalmente en su tierra. En su mirada aún puedes observar, si escudriñas con cuidado, el cielo abierto y bondadoso que él veía desde la punta del mástil, las montañas verdes y las bandadas de pájaros cruzando el viento. Si tienes suerte y deseo de encontrarlo, lo hallarás un sábado o domingo en el centro de Cuernavaca, tal vez sobre los arcos del Teatro Ocampo o en la plaza de armas, a la entrada del Cine Morelos o de la catedral sobre la calle Hidalgo. Ciento setenta pesos te cuesta una camisola blanca totonaca o una camisa bordada; ciento setenta pesos poder ser un poco como él. Poca plata para ponerte la misma camisa que porta un hombre dios, quien camina por nuestras calles como cualquier hombre pequeño.