No pude resistirme al influjo de la canción. Los olores de las botanas típicas de ese barrio central de la ciudad hicieron el resto sobre mi endeble voluntad. Un trapo viejo, una melodía gastada, un prado sin aromas: eso era yo aquella tarde al salir del trabajo. Tal vez ahí adentro encontraría una chispa que me devolviera a la vida, pensé. El cantante que amenizaba el lugar, un hombre viejo que pulsaba la guitarra como si sus manos hubieran nacido pegadas a ella y fueran las olas de ese mar acústico, a ojos bien cerrados y sudando las emociones de la letra entonaba aquella clásica en la que un hipotético galán en sufrimiento le pedía al cancionero que, en caso de verla, volviera a su rincón para mentirle y decirle que ella todavía lo quería, urdimbre masoquista de Álvaro Carrillo, que bien acompañada con alcoholes finos y baratos es capaz de evitar el suicidio ante el abandono de una mujer amada y cambiárnoslo por un infierno delirante de canciones y bebida.
Me había prometido no curarme de su ausencia con los tragos, sólo quería un rato de compañía bohemia, un engaño de camaradería que me durara cuando menos unas horas. Por eso sólo pedí cerveza clara de bajo grado para acompañar las tostadas de marlín y de pata de res, el ceviche de pescado estilo peruano y los callos a la andaluza, delicias del lugar. El picante, la sed y la tercera canción que interpretaba con sincero sentimiento aquel hombre, me hicieron pedir la segunda cerveza, prometiéndome que con esa me daría por satisfecho. Sin embargo, no contaba con Guty Cárdenas y esa maravilla de letra en la que un tipo enamorado, o lo que es lo mismo, un tipo perdido, le confiesa a la dama que a pesar de todo la quiere aunque nunca besar pueda su boca, con doloroso hipérbaton ablandador de escrúpulos como los míos. Por eso, una invitada más, alegre, espumosa y oscura, llegó hasta mi mesa en su envase de cristal. Mis mejillas empezaban a enrojecer.
Estaba a punto de terminarme la tercera de rigor, acompañado por el triste idilio de Francisco Madrigal en el que un tal Jacinto Zenobio vivía extraviado en la ciudad sin anhelo de volver a su pueblo, habiendo ya pedido la cuenta y hurgando restos de comida en mis dientes con un palillo, ritual al que ningún parroquiano de pura cepa capitalina puede renunciar, cuando un hombre que convivía con otros en la esquina cercana pidió la melodía que quebraría todas mis resistencias. Era mi canción, la de ella y la mía durante tanto tiempo. Rogué para que el efusivo cancionero no la supiera y porque mis piernas fueran valientes para salir de ahí ahora que recibía el cambio del mesero y dejaba la propina. Pero los versos de Recuerdos de Ipacaraí ya nacían de la boca trémula del trovador, que tenía la edad suficiente y la memoria necesaria para conocer todas las canciones de atormentados. Fui vencido y pedí una cuarta cerveza que vino a mezclarse en mis labios con la dos gotas de sal que bajaron hasta ellos. Volví a ver el lago y el verdor de los juncos meciéndose en las orillas del agua, y vi su pelo largo atrapado por mis manos y la luz del plenilunio que inauguraba la noche. Ya emocionado y respondiendo a los brindis de los bebedores de la esquina, pedí Cielo rojo, de David Záizar, al cantador, casi jurando que al terminar de escucharla me retiraría a seguir destilando solo mi nostalgia en mi departamento. Sin embargo, no contaba con una quinta cerveza que me fue invitada por el más escandaloso del grupo de beodos felices. ¿Cómo resistirme a tal cortesía?
Cuando el cancionero interpretaba Por tu maldito amor, yo tomaba whisky en la mesa de los alegres de la tarde y coreaba con entusiasmo la canción. El trovador sabía que estábamos a punto de esas canciones de arrabal, y que al cantarlas aseguraba mayor consumo para la casa y mejor propina para él. La imagen de ella se aparecía por todas partes: en el perfil de una bella que departía con amigos en otra mesa, en el aire encendido del lugar, en el espejo de la cantina, en el color ambarino del líquido del vaso o sentada en la barra con la pierna cruzada y su mirada de profundidades marítimas. Y dolía menos verla; mucho menos. Mi nostalgia y mis lágrimas gozosas se diluían en el furor del ambiente. Después sonaron dos de José Alfredo y con ellas perdí la cuenta de las copas y los últimos escrúpulos que todavía pervivían.
Llegó la hora de un merecido descanso para el viejo de la lira. Pedí la guitarra y licencia para echarme un palomazo ante las porras de mis nuevos amigos. Necesitaba echar fuera un sentimiento que llevara a volar sobre las nubes de tabaco una ilusión que no tenía, una canción cualquiera que pusiera florituras cursis al nocivo amor que me tenía desangrando y regando hilos de sangre por las banquetas. Elegí una de Reyli Barba, aquel cantautor de curiosos influjos en sus letras que suele introducir mantras budistas en sus canciones. Volaba yo en nimbo místico con el arrababababasei, que para quien no lo sepa significa amar y ser amado, cuando sucedió lo impensable. Una coincidencia absurda, una conjunción desafortunada de espacios y tiempos hizo que ella entrara al lugar de la mano de un desconocido que para mí era el enemigo detestado. El último cuánto te quiero de la melodía fue sólo pensado, dicho en silencio, pero dirigido aún a ella, que en ese instante volvió a ser destino de mis sentimientos alcoholizados.
Su turbación fue mayor a la mía. Lo noté en los varios matices de su rostro. Pidió a su acompañante sentarse lo más lejos posible y eligió silla de tal modo que me diera la espalda. Ilusa, después de cinco años de relación ella era transparente para mí y de sobra lo sabía.
Ordené un tequila para enfrentar el trance. Ignorando las peticiones de mis compañeros de mesa, la canción que elegí para continuar fue una más propia de esos lugares, donde era más querido Gerardo Reyes que Reyli Barba. Bohemio de afición despertó gritos en mis amigos y calores como de revancha en mi pecho. Y la canté mirando siempre su espalda, atravesándola hasta ser capaz de ver sus ojos de almendra que fueron mi pan y mi vino, los que de tanto besar se robaron la sensibilidad de mis labios. Date cuenta de lo que pasa, imbécil, pensé volteando a verlo a él, y enfréntame ahora que te conozco. Tenía en las venas el alcohol suficiente como para desafiarlo en típico pleito de cantina, sin importarme en ese momento que a unas cuantas cuadras de ahí, en un sacro recinto educativo, había tejido mi fama engañosa de catedrático respetable, honorable magister en letras latinoamericanas.
Sin importarme en lo mínimo título e imagen pública, recordé otra vieja canción del autor anterior, herencia de mis ilustres borracheras de juventud y de mis gustos musicales vernáculos de aquel entonces. Tenía siglos sin cantarla y ahora estaba dispuesto al ridículo por esa mujer. Fui interpretando con tal histrionismo Ya vas, carnal, que mis compañeros aullaban de emoción y chocaban las copas mientras una nueva botella garantizaba al menos una hora más de paraíso alquilado. La última parte de la canción: Pero no vale la pena, te juego hasta mi melena, que esta chava volverá, la canté con tal brío que mi dama no pudo más. Se levantó bruscamente y fue llorando al sanitario. Su pareja parecía no entender o era un estúpido consumado con buena pinta y cartera. Uno de mis nuevos amigos me abrazó y besó la testa, acción nunca realizada por algún alumno mío de esos a quienes arrobaba y sigue arrobando mi discurso docente.
"Aquí está la vida, aquí el infierno y la gloria. Aquí se sientan a beber vino los dioses y nos besan los demonios arrepentidos de no haber sido paridos como ángeles", declamé en la mesa en súbita inspiración lírica y después de entregar la guitarra al cancionero que ya volvía.
La vi salir del baño, tomar de la mano a su galán y retirarse del lugar, mientras yo pavoneaba mi efímero plumaje en medio de tantos guajolotes desplumados. Tal vez nadie percibió la mirada que dirigió hacia mí en una centésima de segundo. Ratifiqué que me seguía queriendo, aunque mi amor no le bastaba como lo dejó claro antes de despedirse, ni mis versos y mis ensueños silenciosos a su lado.
Algo me sanaba adentro. Aceptaba el destino y una vía nueva se abría en medio de la desolación cotidiana; lo sentí. La mañana siguiente la cruda sería espantosa y sentiría pena por este desliz, lo sabía, pero en ese momento mis atorrantes camaradas, el coplero y los tragos de escocés en las rocas me volvían a la vida.
Fui el último de los alegres borrachos de mi mesa en salir del lugar. Terminé llevando al cancionero hasta su casa al finalizar su turno y dejar el lugar a otro bohemio. Al dejarlo en su puerta lo abracé con la misma emoción con la que abrazaría a mi padre. ¿Por qué no formamos más adelante un dueto para cantar en fiestas de “fifís”?, me preguntó. Me entusiasmó la idea y di mi palabra para hacerlo, ofrecimiento que, obvio, en boca de borracho, no fue otra cosa que una dulce mascarada.