Al bajar del autobús doy unos pasos y me quedo quieto. Como una foto imperturbable están ahí los mismos árboles y el camino que bordean. Al fondo a la derecha veo el casco viejo de hacienda donde jugué con ella al amor sobre pieles abiertas; hay tremor en mi pecho. La amalgama indefinible de emociones por poco paraliza mis pies al intentar avanzar. No falta nada: las mismas líneas de los cerros, el arroyuelo a un lado del camino, las hojas secas bajo mis pies contándome los antiguos secretos al crujir.
Al poco andar ladran los perros. Sabía que lo harían aunque no fueran los de antes, y que dejarían de hacerlo al doblar a la izquierda; así sucede.
Conforme avanzo, el peso de la maleta parece mayor. Tengo que descansar a la sombra exigua del primer tabachín de la calle. Es enero y estos árboles apenas germinan su belleza de primavera en esa fealdad engañosa de vainas negras y secas. Vuelvo a detenerme bajo las ramas del segundo árbol. Además de la maleta, me pesa todo el cuerpo y temo que el corazón se detenga de pronto por batirse tan fuerte. Siento la presencia de Lucía de manera tan intensa que juro que la veo esconderse tras el tronco del último tabachín, el que guardó mis palabras entre sus ramas cuando le dije que la amaba.
El portal de madera de la entrada al jardín de la casa chilla igual que en mi recuerdo, un rechinido largo seguido de otro corto al abrirse; después un soplido agudo al cerrarse. No puedo creer que los rosales al pie del ventanal de la sala sean los mismos, uno rojo flanqueado por dos blancos, idénticos setos en el jardín y la gran piedra de siempre en el centro; en ella tronaba brujitas cuando niño y en ella me aplasté un dedo que mi madre curó con pomadas y luego Lucía con un beso.
Al entrar a la casa debo buscar asiento para no caer. Los olores de siempre se meten en mí y salen por dos ríos que surcan mis mejillas. De la alacena tapizada de telarañas emergen los mismos aromas que me llevé arrastrando hace quince años hasta que se enturbiaron. Ahora vuelvo a ellos y los encuentro nítidos, envueltos en coraza de polvo y tiempo: chocolate amargo encerrado en papel de estraza; manojos de té limón, salvia, gordolobo, ruda, menta, tomillo y manzanilla; ajo, canela, jengibre, clavo molido y comino, pimienta, eneldo y romero. A todo eso olía mi madre y después ella, Lucía, cuando vino a vivir aquí; así huele aún.
Tomo valor y doy un paseo por las fotografías de la pared y los muebles. En una de ellas está mi madre, señera y noble con su chongo aristocrático. En otra estamos Lucía y yo, sin una mácula en la sonrisa, ella con el vestido blanco que me encantaba y los aretes de plata que le regalé; yo, de bigote y guayabera. Enseguida subo a nuestra habitación. Respiro hondo antes de entrar.
La puerta se abre y me encuentro ahora en un tiempo detenido. Aquí no ha ingresado nadie más que Lucía y yo. Es el mismo aire de hace tiempo que lleva tatuado el jazmín de su piel. Sé que está aquí. La escucho llamarme desde la cama y pedirme el beso de todos los días al despertar. Voy al lecho y me envuelvo en ella, pero se me escapa al poco tiempo.
Temo abrir las ventanas, mas debo hacerlo. El sol entra pleno al correr las cortinas. La luz pretende engañarme y decirme que Lucía no está. Yo no le creo. Ahí está el sillón y algunos de sus libros más queridos. Hay una bata de baño que aún la espera colgada del perchero, un gran espejo que reclama su belleza y su almohada en la que insisten mi mejilla y mis ojos cerrados.
Paso el resto de la tarde acurrucado en las memorias. Sin embargo, sé que los recuerdos más grandes, los más brujos, los traigo almacenados en la maleta. Por eso pesaba como plomo al irme acercando a casa y llenarse de ellos. Hoy por la noche, al alcanzar su trono la luna de lobos en la comba del firmamento, abriré la valija para que los recuerdos salgan a buscarla por aquellos lugares que la guardan, entre las sombras nocturnas, los brillos lunares y los aullidos de los perros. Hay quienes juran que han visto nacer de ahí los imposibles, y yo, cuya único culto ha sido Lucía, estoy convencido de que la veré esta noche.
Bebo varios tragos de brandy mientras espero. De vez en cuando Lucía muerde tenuemente los lóbulos de mis oídos y se va. La noche ya reina por completo y en la terraza la luna pinta escandalosamente su luz con brochazos de frío. Espero la señal; sé que llegará.
Justo a las once con cincuenta y cuatro da inicio el concierto de los canes que retornan a su origen lobuno. La primera luna de enero les revuelve la sangre como ninguna otra y, a quienes ignoran las facultades que enuncian y las puertas que abren sus aullidos, los estremece escucharlos, tanto, como a mí me alegra. Ha llegado la hora de abrir la maleta. Al hacerlo, los recuerdos escapan del encierro, inundan la casa, despiertan presencias y voces dormidas y huyen por las ventanas. Van tras ella, tras mi Lucía diseminada por todos los lugares que amó y amé.
Me apresto, bebo una última copa y salgo a la noche fría a buscarla junto con los recuerdos convertidos en luciérnagas de invierno. Los perros transmutados en lobos continúan con sus aullidos de nostalgia milenaria. La luna me sigue con sorna en su cara iluminada, como si no fuera culpable de este mal de amor que nos lleva a la muerte.
Voy por las calles que anduvimos, busco las sombras que escondieron a mis manos cuando hurgaban en su cuerpo y las bancas del parque en las que edificamos futuros en el aire. La siento cerca y sé que los recuerdos luciérnagas me la entregarán una vez que reúnan los fragmentos de su risa, su pelo azabache y su voz atrapada en las hendiduras del tiempo.
Al llegar al casco de hacienda, tan lleno de presencias de hombres de maíz y mujeres de tierra, la descubro al fin en una esquina, translúcida y ligera como si fuera un fantasma, pálida como si estuviera muerta y cálida al tomarla en mis brazos, como si estuviera viva.
Los perros han dejado de aullar y la noche está en su centro.
Ahora yo me río de la luna mientras llevo a Lucía a casa y la muy redonda me mira con misericordia. No sabe, la altanera, que es esto lo último que buscaba: tener a Lucía en mi delirio y contarle todas mis historias en silencio, con estos ojos que se buscan en la transparencia de los suyos y estas manos que no la dejarán jamás. Al cruzar el jardín, nuestro jardín, el último, mi amada esparce los jazmines de su piel súbitamente acalorada.
La llevo a nuestra alcoba y tomamos la cama por asalto. Los recuerdos luciérnagas han vuelto e ingresan al cuarto, giran a nuestro alrededor y se quedan con nosotros. Son labios los que revientan a besos; son años los que apretamos en instantes; son futuros los que consumen nuestras ganas en el abrazo terminante.
Antes de abandonarme en ella y partir juntos a un viaje largo sin anhelo de regreso, puedo ver por la ventana a una luna piadosa que ha descendido. Alcanzo a escuchar el aullido sereno de un solo can, mientras me pierdo definitivamente en Lucía.