Los vieron venir con su machete en mano, los rostros pétreos y ennegrecidos, un asomo de furia contenida en sus miradas y pisando firme el suelo seco. Parecían una masa compacta que no dejaba escapar el aire entre sus cuerpos, una máquina humana de muchos brazos y filos que detuvo su engranaje, y dijo: “Basta”. Atrás de ellos seguía en pie la caña quemada, viva en su negrura y aún asida a la tierra, porque ellos no quisieron ya cortarla hasta que el inspector y su gente llegaran a escucharlos.
Los ingenieros abrieron las piernas para afianzar sus botas sobre el terregal del camino. Sus dos acompañantes se movían nerviosos detrás de ellos, como escudándose en su menor rango. El inspector, un ingeniero joven de rostro jovial, carraspeó y dijo al otro:
―Déjame hablar a mí primero. Y no te alebrestes que con estos no se juega.
―Nomás no dejes que te pisen la sombra. Tenemos que hacer que vuelvan al corte o nos joden allá arriba.
Ya estaban ahí. Ninguno puso su machete en el suelo o cuando menos lo enfundó en su cintura. Con esa hoja de metal en su mano diestra un poder claro y definible los acompañaba. Habló uno de ellos, no el más viejo ni el más arisco ni el más tozudo; el más ladino y lenguaraz habló:
―Pues aquí estamos, inge. A ver qué nos dices. Ya viste que la gente está de muinas y sabes bien por qué.
―Está bueno, mi amigo; vámonos con calma. Me dieron algunas razones por las que detuvieron el corte, pero queremos oírlas directas de ustedes para que nadie invente nada ―dijo conciliador el inspector―. Díganos la razón si nomás es una, o suelten todas las que tengan, los escuchamos.
―Se nos hace que ya lo sabes bien. Nos pagaron a 39 la tonelada esta semana y la semana pasada a 42. Nos habían dicho que ya nos venía un aumento de tres pesos, ¿y cuál?, nos los descontaron. Entonces, ¿qué pasó?
―Vámonos entendiendo. El aumento vendrá tal vez la semana que viene, nunca se les dijo que ya estaba autorizado para esta.
―No, pues con esas ayudas vamos a trabajar rebonito ―la ironía se impuso en la voz del trabajador―. Mira, ingeniero, te presto mi machete y éntrale tú al corte, nomás un día para que te des un quemón.
―De ese modo no nos vamos a entender. Escuchen, ustedes sabían que el campo que acaban de cortar esta semana sería pagado a 39. Así estaba establecido.
―Pues a nosotros el capitán nos dijo que nos pagarían a 42, y que a lo mejor llegaba el aumento y en una de esas hasta a 45.
Se escucharon varias voces ad libitum secundando a su líder momentáneo, algunas en tono de reclamo ligero y otras mucho más encendidas. El inspector alzó la voz para dejarse oír.
― ¡Óiganme, amigos!, así no vamos a llegar a nada. Si empezamos a gritar todos se amuela la cosa ―las voces se apaciguaron―. Me dices que tu capitán les dijo que les pagarían más. ¿Quién es el capitán de tu cuadrilla?
― ¿Cómo no sabes quién es? Pues Anastasio, el Rayo.
― ¿Y dónde está el Rayo? Que venga y explique por qué anda dando información equivocada.
Nuevamente se escucharon voces del colectivo, entre reclamos e insultos semi velados. Incluso el capitán de la cuadrilla, el Rayo, salió mal librado en las menciones. El calor en las palabras subía igual que el sol en lo alto.
―Entre el Rayo y ustedes nomás se hacen uno. ¡Puro jarabe de pico! Por allá anda güevoneando el cabrón, que no sirve pa otra cosa ―gritó uno de los más aguerridos.
Entonces intervino el otro ingeniero con cierto tono altivo. Una de dos: o lograba imponer su autoridad o caldearía más los ánimos. Decidió jugársela.
― ¡A ver, señores! Nosotros no venimos a recibir insultos ni a permitir que insulten a otro de sus compañeros que los lideran. ¡Está bien!, que venga el Rayo y nos aclare todo, pero párenle al alboroto.
―Por aquí tengo el número de su teléfono, inge ―terció uno de los otros dos acompañantes―. Si quiere, lo llamo.
No fue necesario. Alguien le había dado aviso y a los pocos minutos lo vieron venir bamboleando su rollizo cuerpo, el que poco tenía que ver con su apodo. En sus inicios también fue cortador de caña, pero un poco de talento y otro poco de suerte lo convirtieron en capitán de cuadrilla. Desde entonces ganó kilos y lo conocían muy bien las sombras de los árboles de todos los campos, pues en ellas disfrutaba a menudo de buenas siestas. Se colocó frente a los ingenieros, pero del lado de los cortadores de caña, como asumiendo la misma condición proletaria de todos ellos, con la diferencia de que él sí comía pollo dos o tres veces por semana.
Lo pusieron al tanto del asunto y lo interrogaron al respecto. Muchos de los compañeros de su cuadrilla lo miraban con desconfianza y murmuraban entre ellos. Al fin habló.
―Pues mire, ingeniero. Yo sólo les comenté que a lo mejor les llegaba el aumento de los tres pesos por tonelada de caña, y que lo más seguro es que por eso se las pagaran a 42 en vez de 39. Ellos tenían esa esperanza, pero no les llegó el aumento. Ahí estuvo la confusión.
― ¡A 45 dijiste que nos pagarían, Rayo!, 42 más los tres del aumento. No salgas con otra cosa ahora ―gritó una voz desde atrás.
―No’mbre, ¿cuándo se los dije? Yo qué hubiera querido que así les pagaran, pero no es cosa mía ni de los ingenieros. ¿O no, inspector?
Se oyeron muchas voces al unísono: “Para eso bebes, cabrón, para que se te olvide lo que dices”; “esto ya valió, no sé para qué sirvió que vinieran si no arreglan nada”; “¡ese Rayo es pura baba de perico!”; “a mí díganme a quién hay que madrear para que nos aumenten los tres pesos por tonelada y yo mero me encargo”; “y a las cuadrillas que traen de Guerrero bien que las tratan, ¿eh?, y les dan sus despensas chingonas, ¿verdad?”; “es cierto, y son puro fuereño mafufo, y nosotros somos locales, ¡carajo!”; “tanto jaleo para tres pinches pesos que nos van aumentar”; “¡unta madre!, y de qué nos sirven tres pesos, viéndolo bien”; “¡ajá!, necesito cortar diez toneladas para ganarme otros 30 pesos, tres por cada una. Ni siquiera ajusta para una caguama”.
La reunión se volvió caótica. El segundo ingeniero intervino con energía.
― ¡Carajo!, si no dejan hablar, mejor nos retiramos. ¡Guarden silencio!, ¡por favor! Les voy a comentar algo ―a regañadientes se fueron calmando; algunos de ellos ya muy alejados del grupo, escépticos―. Miren, ustedes no saben todo lo que los líderes administrativos tuvieron que hacer para aumentar los tres pesos por tonelada. Hay que quitar de aquí y quitar de allá. Y finalmente, el que paga todo es el productor, a ellos les debemos todo. Por eso les pedimos que vuelvan al corte y vamos a revisar hoy mismo que se les garantice el aumento para esta semana. No depende de nosotros, entiendan. No somos los que decidimos ni los precios de la caña ni los pagos a los cortadores, a los transportistas, a los dueños de las alzadoras, ni nada.
―Miren, ingenieros ―intervino uno de los más viejos que no había dicho una palabra; habló calmado y sin alarde―, nomás queremos que vayan y les digan que si no cortamos la caña se detiene todo. La verdad es que ni con tres pesos más por tonelada se nos hace justo, ni siquiera con seis. Lo que no aguantamos es la burla, que nos prometan algo y no se cumpla, que los machetes y las limas que nos dieron este año sirvan para pura chingada, que ni una despensa nos haya llegado hasta ahora, que los patrones nomás cuiden sus ganancias y los salarios de ustedes. Hace un rato los invitó aquí mi compa para que tomaran el machete y le entren un poquito a la friega, nomás pa que nos entiendan. Mire, nosotros vamos a seguir tragando bolillos con frijoles y chile con huevo si bien nos va; y ustedes de seguro al ratito van a pasar a comer a una fonda, se tomarán una cerveza y nos mentarán la madre. Así están las cosas y así van a seguir. Nomás les repito que si no nos cumplen con lo mínimo les movemos a otras cuadrillas y se para todo. Eso les quería decir.
Hubo un silencio. Los rostros de los cortadores reflejaban una insatisfacción acumulada que a la vez se podría leer como resignación. Eran los rostros de una historia antigua, repetida; la misma historia de desigualdades e impotencias, de palabras que no se cumplen y de promesas inútiles. Esta vez estaba pintada con el color del tizne.
Sinceramente conmovido, el inspector volvió a tomar la palabra.
―Señores, me cae que si pudiera ahorita mismo autorizaba pagarles a 50 pesos la tonelada. Sin embargo, a mí no me toca decidir. Yo sé cómo se la parten y me duele ver que hasta a sus chamacos se traen al jale, cuando deberían estar en las clases de la escuela. Lo único que les ofrezco es llevar sus inconformidades con los jefes y traerles pronto las respuestas, las que sean. Pero échenos la mano y vuelvan al corte, por el bien de todos. Mañana mismo les aviso a través de su capitán si les pueden pagar la diferencia de tres pesos por las toneladas que metieron esta semana. ¿Cómo ven, compas?
Nuevamente voces bajas. Algunos habían dado completamente la espalda y se dirigían en silencio hacia los terrenos pendientes de corte. Sólo se adivinaba lo que decían sus labios renegridos: “Pues ya qué”; “siempre es la misma chingadera”; “de haber sabido ni paro el corte”; “de todos modos los de arriba harán lo que les diga su chingada gana”. Y se fueron retirando, casi todos sin despedirse, como soldados negros que tienen bien asumidos como su destino al sol quemante, a la lluvia de tizne y a la caña repleta de una miel que no les pertenece. El Rayo los siguió, se fue con ellos para confirmar que a ellos se debía, y enseguida fue a buscar una sombra para refugiarse.
Los ingenieros y su gente subieron a la camioneta. El inspector iba circunspecto, pensativo. El otro, el más impetuoso, se encargó de dar la conclusión.
― ¿Ya vieron, cabrones? Solitos aflojan estos jijos. Nomás es cuestión de dejar que se desahoguen sin que les prometas gran cosa.
Y cambió súbitamente de tema:
―Está duro el calor, chingao. ¿Entonces, qué?, ¿pasamos por una amarga a casa de mamá Lucha?
Los otros dos celebraron la propuesta. El inspector sólo afirmó con una sonrisa forzada. Ensimismado, caía en la cuenta de que no volvería a mirar del mismo modo a los soldados negros.