Era lunes. Respiré profundo porque en cualquier momento llegarían. Ahí estaban ya. Escuché el inconfundible ronroneo de la camioneta de mi esposa, quien había ido por la tía Flore. Vi el caminar cansino de la anciana, los dos bastones que la sostenían, su mirada astuta que sabía camuflarse y convertirse en otra cosa: en brillo victimario, autocompasivo. La escuché entrar en la casa soltando una de sus tantas cantaletas que repetía hasta la saciedad y que me generaban comezón ansiosa en los brazos, tumbos arrítmicos en el pecho, arrebatos que me hacían pensar que estaba entrando en la andropausia. Despacio, le dijo a mi esposa Renata, que ya tengo 82 años. 83, la corregí después de saludarla. Bueno, es cierto, pero el doctor me dijo que parezco de cincuenta y cinco. Su mujer…. La interrumpí, porque sabía de memoria lo siguiente: el doctor le dijo que su esposa tenía menos de 60 y aparentaba ser más vieja que ella. Si no le ponía el alto, mi cuñada, a quien todos conocíamos como la tía Flore, lo repetiría cinco veces con una larga narrativa acompañando la cantinela; y no estaba yo para soportarla.
Renata dejó en la sala a su media hermana, veintiséis años mayor que ella, en su lugar de siempre en el sofá, desde donde vería el mundo los siguientes cuatro días mientras yo no encontraba la hora de rentar un departamento para pasar en él ese tiempo. Desde la sala su mirada recorrería la casa como si fuera el periscopio de un submarino buscando algo que la emocionara, algún cambio en la disposición de los cuadros. Sus ojos se fijarían en la reproducción de Los Girasoles de Van Gogh y diría por trigésima vez que estaba lindo el cuadrito; luego llegaría a la foto familiar de la esquina diciendo que le gustaba, que mi hijo era el vivo retrato de su padre con su nariz prominente, la barba semipartida y la guapura de ceja bien delineada. ¡Ah!, pero mi padre era descendiente de españoles, repetiría hasta el cansancio para que no osáramos poner en duda la nobleza de su linaje. Si yo andaba por ahí en esos momentos me diría que yo también tenía tipo de europeo, de italiano para ser preciso; bueno, un airecito, porque eres grandote y narizón. Cómo me molestaba que confundiera mi porte de Piel Roja, del cual me sentía orgulloso, con el de los hombres del Lacio o de Napoli, con los cuales tal vez sólo compartía mi fascinación por Mónica Bellucci.
¿Por qué no era una anciana normal?, me preguntaba tratando de entender las razones por las que una mujer que fue guapa, no lo niego, no tuvo cuando menos un acostón afortunado con el vendedor de leche que pasaba a caballo por su casa con los cántaros repletos y que llenaba los frascos de litro mientras sus ojos se paseaban lujuriosos por el escote de la gentil Florentina. Un solo desliz prodigioso que le hubiera dado un hijo que después se hiciera cargo de ella. Vamos, si no el lechero, pudo haber sido un albañil del barrio o uno de los muchos clientes de la tiendita de abarrotes “La Alacena” que ella estableció en la esquina de su calle con sus ahorritos y otros dineros que pidió prestados a su hermana mayor, en paz descanse. Pero no. Virgen hasta de las orejas, cartílagos impolutos cuyos laberintos no supieron de lenguas atrevidas.
Soñé con una jubilación a buena edad y la obtuve para dedicarme en santa paz a lo que tanto quería: tocar guitarra, componer versos y canciones, viajar por el país, escribir cuentos. Sin embargo, ahí estaba huyendo de mi casa para buscar paz e inspiración en los parques, la sala de espera de los cines, las bibliotecas públicas y las calles, porque durante cuatro días la tía Flore se apoderaba de todo: de mi mujer que se convertía en ogro ante sus impertinencias y desvaríos; de mis hijos universitarios que cuando estaban en casa debían escuchar una y otra vez las mismas historias de su anciana tía y atender cada uno de sus reclamos, pues no era capaz de servirse leche o tomar una fruta de la mesa a media mañana; y de cada segundo del reloj que colgaba de la pared, a los que ella convertía en letargos somnolientos.
Debía hacer algo. Mi mujer no era capaz de nada más; a ella y a su hermana menor, que la cuidaba dos noches y tres días enteros, les había tomado la medida. Poderosa desde su aparente demencia senil, sus hermanas bebían desde hace años del cuenco de su mano. Si al menos hubiera sido agradecida y no aventara los alimentos que se le preparaban y rara vez apetecía, si no tuviera a todos sometidos a su servicio permanentemente, mi nobleza, que no es poca, me habría hecho esperar con paciencia los tres, cinco, diez años o más que le quedaran de vida. Me aterraba que fuera mi esposa quien palmara primero, o su hermana Martha, quienes acentuaron sus marcas en el entrecejo por tanto lidiar con ella. Mi hijo se había quedado sin recámara, mi hija era casi enemiga de su madre a causa de su tía y yo estaba a punto de buscar una amante. No era capaz de envenenarla, pues a pesar de todo profesaba hacia ella cierto cariño y agradecimiento por el amor que tuvo a mis hijos cuando estaba menos ida. No aceptarla en casa era inútil; mi mujer enloquecería más y el que debería irse era yo.
Una idea daba vueltas en mi cabeza: casarla con don Juvenal, el padre de un buen amigo mío, abogado. Era un anciano de buenas maneras, culto, bonachón y erguido aún. Una semana antes departí con él en casa de mi camarada. Me sorprendió su energía y lucidez a pesar de sus 85 años. Era por la medicina tradicional ayurvédica, me dijo. Con elocuencia de tribuno me habló del vegetarianismo y de la medicina del cuerpo, kaia chikitsa, de los elíxires de la juventud, rasaiana y de los alimentos afrodisiacos, vayi karana. Esto último despertó mi entusiasmo, pues a mis cincuenta y tantos ya andaba aflojando el gorguz, como dicen los campesinos de mi tierra; y debía ser por culpa de la tía Flore, claro.
Dibujé claramente mi idea cuando el buen hombre, después de dos copas de vino, me aseguró discretamente que todavía sufría, por decirlo de algún modo, los furores enhiestos del cuerpo. ¿Cómo es posible?, le pregunté. Tengo décadas comiendo queso de cabra, me contestó, te comparto mi secreto. Se inundó mi ánimo. Desde mañana compraría una buena dotación en el supermercado, le dije. No, muchacho, no se trata de cualquier lacticinio, esos que venden en las grandes tiendas no sirven, me explicó; yo te diré en cuál ranchería lo comprarás, no muy lejos de aquí. Una vez que me dio pelos y señales de dónde mercadear el divino queso, pasé a lo que también me importaba: preguntarle si tenía con quien darle gusto al cuerpo, él, que a su edad presumía de ser capaz aún. Su respuesta fue un discurso elocuente que debía guardar para la posteridad: “Ése es el problema, muchacho. Desde hace dieciocho años que el Eterno me robó la grácil paloma que calentaba mi nido, dediqué mi energía y mi tiempo a fortalecer el espíritu y el cuerpo. Al primero lo satisfago con mis lecturas de los poetas clásicos y la filosofía; al segundo lo cuido con ejercicio y la medicina de los alimentos. Sin embargo, hay una energía que me sobra y fluye por mi sexo y necesito de una piel de mujer para darle cauce, como un río. No digas nada de esto a mi hijo, que me salió pudendo y corto de entendederas, pero en varias ocasiones fui en busca de alguna fémina a algún lugar impropio. Ya dejé de hacerlo, pero cómo me gustaría tener a mi lado una mujer, y no precisamente una muchachilla, sino alguien que en su declive todavía anide el deseo de un beso o un abrazo ―lo que preguntó enseguida después de beber un generoso trago de su copa ya no tuvo ningún tono poético y sí la malicia lasciva de un sátiro―. ¿De pura casualidad no conoces una muchachona de unos setenta y tantos que esté sola y necesite compañía? De los asuntos de dinero yo me encargo, no tendría que preocuparse por nada. Bueno, incluso la aceptaría madurita de ochenta o más, siempre y cuando tenga fresco el corazón.”
Me fui de ahí con cuatro copas, la promesa enjundiosa del queso de cabra y una pregunta punzante: ¿cómo podía refrescar el corazón de la tía Flore?
Lo hablé con mi mujer esa noche; se soltó a carcajadas al escucharme. Me alegró que lo tomara así, pero insistí en que no era una broma. Plantee ventajas y desventajas de abrirnos ante esa posibilidad, que significaría la alegría de dos personas en edad provecta con derecho a ser felices mientras durara la aventura. Representaría también paz en nuestra familia. Le pedí pensarlo y conocer a don Juvenal. Se me quedó viendo con sonrisa traviesa y logré que me jalara a la cama después de un mes de abstinencia. Sirvió de algo la propuesta.
Una semana después, mientras escuchaba los ruidosos sorbos que daba la tía Flore a la sopa de fideo, Renata habló de mi propuesta. Me alegré porque ya no había tocado el tema a pesar de mi insistencia. Platicamos sobre el asunto sin preocuparnos por su hermana, quien sólo oía si le hablábamos a gritos por no querer usar el aparato auditivo. Nos animamos y decidimos invitar a la familia de mi amigo a comer en casa aprovechando la próxima fecha de nuestro aniversario. Insistiría en la presencia de su señor padre, claro. Contraté un trío romántico para amenizar durante dos horas e invitamos a otra pareja de amigos cercanos. Un día antes, la tía Flore se pasó la tarde en la estética: manicure, tinte en el pelo y mascarilla rejuvenecedora.
Por la noche, Renata me preguntó qué pasaría si, en el caso de que se entendieran, en verdad don Juvenal intentaba algo con su hermana hipotéticamente virgen. ¿Por qué crees los cuentos del viejo, mujer?, le dije para tranquilizarla. ¿Por qué creo en los cuentos de la tía?, me dije en silencio, pues la historia de su virginidad no me la tragaba. Como sea, también me quedé inquieto. ¿Y si era cierto que la tía no supo de hombre?; ¿y si en verdad el viejo todavía izaba la bandera a media asta? Ellos que se las arreglen, pensé, mientras escuchaba los ronquidos suaves de mi esposa.
Llegó el sábado. Me sorprendió lo que lograron con la tía Flore en la estética. El rímel, un maquillaje suave y un labial discretamente encendido la convirtieron en una atractiva anciana. ¡Don Juve resistiría su encanto! Le pedí a Renata perfumarla con el Jean Patou que me fascinaba y asegurarle bien la prótesis dental con bastante adhesivo. ¡Ah!, y que por todos los demonios la convenciera de usar el aparto auditivo.
Don Juvenal estaba elegantísimo, con fino traje gris y sombrero. Era el alma de la reunión después de tres wiskis. Declamó un poema de Neruda en la sobremesa y encontró la manera de sentarse a un lado de la tía Flore, cuyos ojos tenían el peculiar brillo que luce una mujer sorprendida por un hombre que le atrae. ¿Quién lo dijera? Todo pintaba de maravilla para que por fin mi casa quedara en paz y mi querida cuñada pasara sus últimos años en los brazos de un dandi de clásica estampa, que tenía el don de la floritura en su boca y otros más que ella debería descubrir después en privado.
Me preocupó que Florentina inició sus cantaletas después de tomarse un tequila: el doctor me dijo que debo comer mucha azúcar por mi baja presión; el doctor me dijo que una descendiente de españoles como yo no puede comer tantos frijoles; el doctor me dijo que me veo como de cincuenta… Mi inquietud se disipó al escuchar reír como un crío a don Juvenal, acompañar a los músicos en algunas canciones y hablarle de su vida aventurera a la tía. Por mi parte, me descaré con mi amigo abogado y le di a conocer claramente nuestras intenciones de unir a los ancianos. Mi papá está un poco chiflado, me contestó entre risas, no creo que haya mujer que lo aguante. Bromeamos al respecto mientras la tarde caía, el trío terminaba su trabajo y yo me sentía de plácemes por la reunión.
De pronto, ¡tragedia!, de buenas a primeras la honorable anciana enfrentó airada a su acompañante: “¿Por quién me ha tomado? Yo soy una mujer distinguida. ¡Váyase lejos con sus porquerías! ¿Cómo se le ocurre decirme que lo que más anhela de mí es un ósculo? ¡Habrase visto! Vaya y pídale el ósculo a su abuela, viejo malnacido, o a las pirujas con las que acostumbra tratar. Si mi papá viviera…”
Ante el pasmo del buen hombre, la tía Flore arremetió a bastonazos contra él. Intervine para detener el escándalo y mi mujer metió a su hermana en la casa. Me disculpé ante don Juvenal, que se quedó mudo del asombro y herido en su dignidad. Su hijo lo condujo hasta su mesa y al poco rato se despidieron. Mi esposa se desvivía ofreciendo disculpas por lo sucedido y pidió comprensión a la actitud de su hermana. Los acompañé hasta la calle y se oprimió mi pecho al ver a don Juvenal con los ojos inundados en el asiento trasero del auto, hecha pedazos la ilusión nacida unas horas antes en su rostro de abundantes pliegues.
No tardó mucho en retirarse la otra pareja de amigos acompañados por su hijo, quien aprovechó el tiempo para entablar animosa conversación con mi hija. Al menos obtuve esa tarde un prospecto agradable de yerno.
Mientras levantábamos trastes y demás enseres de las mesas, Renata guardó absoluto silencio. Sabedor de lo que significaba, no intenté interrumpirla. Una hora más tarde, solos en la recámara, soporté su prédica inacabable: “¡Ahí está tu maravillosa idea! ¡Qué vergüenza me hizo pasar la loca de mi hermana! Pero no entiendo cómo pudimos creer que…” No pude detener un río desbocado. Callé e imaginé que Teresa Salgueiro, el ángel vocalista de Madredeus, cantaba para mí una canción mientras Renata despotricaba.
La anciana estaba como si nada durante la cena; tal vez ya había olvidado el incidente. Pidió más azúcar para endulzar su café con leche y mi esposa se la negó, alegando que dañaba su salud. Irritada, la mujer empezó a golpear el piso con su bastón e inició su perorata: “El doctor me dijo que…” Era demasiado para mí. Por la honra de don Juvenal y la mía, no debía tolerarla más.
Fui al estudio y prendí el computador. Mientras esperaba la activación del internet me pregunté cómo habíamos soportado tal infierno. Decidido, escribí en la ventana del buscador: venenos indetectables para una muerte lenta e indolora.