IV
Tiemblo al pensar en las profecías apocalípticas que comento desde el púlpito. Nunca creí en ellas, pero las he divulgado durante años, con mayor énfasis en tiempos de campaña política, cuando a unos cuantos líderes patrioteros les da por ofrecer el reino de los cielos aquí en la tierra a los miles de incautos que los escuchan y luego abarrotan las iglesias para escucharme a mí. Soy yo quien los induce a votar por la vida y el orden, por la tradición y por aquéllos que defienden el seno sagrado de la familia. Espectáculo triste, lo sé. Sin embargo, ¿de qué otro modo podría garantizar el pago puntual de las mensualidades por la adquisición de mi auto, los complementos vitamínicos que me mantienen con el denuedo que exige mi labor pastoral, los vinos para mitigar las terribles soledades de mi celibato, con cuyo efecto me doy el valor necesario para interrumpir mi castidad y ofrecer un respiro a mi cuerpo con la ayuda de alguna dama piadosa, antes de que el demonio de la tentación reprimida me vuelva por completo una piltrafa humana?
Estoy lleno de pavor y tristeza. La cúpula de mi iglesia se vino abajo y con ella la mayoría de los santos. Sólo el Cristo negro quedó en pie, como reafirmando su poder, reconviniéndome por mis fallas. Me pregunto por qué sigo vivo yo y no el padre Andrés, mi amigo y confesor. Los secretos de mis debilidades quedaron aplastados junto con él por toneladas de cemento en el oratorio. Son designios incomprensibles del Señor y ninguna teología me los hará comprender. Andrés sí era un hombre bueno y al menos debía morir anciano en su cama.
¿Y por qué Petrita? ¿A quién le hacía daño? ¿Acaso era pecado pasarse el día en el templo, mantenerlo limpio, cuidar las veladoras encendidas y las flores? ¿O fue suficiente su falta al callar lo que sabía de mí y algunos otros sólo sospechaban? Pobre, la devoción la mató. Es increíble que su rostro haya quedado casi intacto y el cuerpo completamente destrozado. Murió como una santa, dicen las mujeres del pueblo; y así vivió, virgen y entregada al servicio de la iglesia.
Ahora tengo a dos familias albergadas en la casa parroquial, se quedaron sin hogar y ningún pariente está en condiciones de recibirlas; es lo menos que puedo hacer. Una de ellas es Juana, madre soltera que aún no llega a los cuarenta. Está aquí con su hija Lupita, quien llora y llora porque se quedó sin gato. Por eso no debiera preocuparse; mi templo está lleno de mininos. La que me preocupa es Juana, y no porque haya perdido su casa y su ingreso económico, al no tener hoy un lugar para vender quesadillas. Lo que me da gran temor es el tamaño de sus caderas y ese pelo cetrino que le llega hasta la cintura. Si yo pudiera ser como el padre Andrés, en paz descanse, no habría lugar para mis tribulaciones; pero no nací para ser como él. Sigo en el sacerdocio porque nunca aprendí a hacer nada más. Aunque mi palabra es una viborilla llena de veneno que hipnotiza a los incautos, y la doblo y contoneo a mi antojo, me estoy cansando de ser un hipócrita. Me da temor el mundo, lo acepto. En mi iglesia me siento protegido, como si fuera un lugar privilegiado entre la tierra y el cielo, un médano desde el que puedo bajar de lo alto alguna esperanza para los demás, aunque muy poca para mí. Pero hoy mi iglesia es una ruina y lo mismo empiezo a ser por dentro.
Han pasado dos semanas desde el temblor y Juana no tiene a dónde regresar. La otra familia se fue a una casa que un alma caritativa les ofreció por un tiempo. Lupita ha recuperado el color; es la reina de los gatos. Los alimenta con un fervor amoroso encomiable. Juana ya sonríe. Rescató de las ruinas de su hogar algunos menesteres y vende quesadillas a la entrada del atrio, donde ahora oficio las misas. Mantiene limpia la casa parroquial y me regala la sensación de que somos una familia; parece que los feligreses también así lo sienten, pues los cuchicheos están a la orden del día.
Se me cruza por la cabeza la idea de largarme lejos con ella y Juanita, a donde nadie nos conozca. Hacerlo antes de que vuelva a temblar y entonces sí me mate una loza o una almena; bien merecido lo tendría.
Es de noche y hay luna llena. Octubre siempre aumenta la marea en mi sangre. Juana viene a preguntar si algo se me ofrece antes de ir a dormir. Pido perdón a Dios y le digo que sí, que se acerque. No ofrece demasiada resistencia. También la luna, la soledad y su juventud hacen estragos en ella.
Estoy sorprendido de cuánto puede mover un temblor en la fragilidad de nuestras almas.
Sólo me falta el valor, tal vez un perro para que la familia esté completa.
V
Dos días después del temblor el director del hospital me llamó para felicitarme por mi actitud ante el siniestro. Sólo hice lo que debía hacer, no me siento una heroína. Si muchas de mis compañeras enfermeras y algunos doctores salieron en estampida sin respetar ningún protocolo y sin preocuparse gran cosa por los pacientes, es porque no son aptos para servir a los demás; lástima de títulos y batas impecables.
Cuando sentí las primeras sacudidas lo primero que vino a mi mente fueron los rostros de mis hijos. Quise salir corriendo, tomar el auto e irme como rayo a buscarlos a su escuela. Sin embargo, con la angustia encima tomé a dos de los bebés que estaban hospitalizados y salí con ellos. De inmediato regresé por otros dos mientras el edificio se bamboleaba todavía con intensidad. El director del nosocomio me pidió a gritos que no ingresara de nuevo. “No quiero héroes, todos afuera”, decía. Poco me importaron sus gritos, yo y un compañero reingresamos para apoyar a los pacientes. Adentro, una enfermera y dos de los médicos practicantes decidieron quedarse a cuidar de los ancianos y otros enfermos imposibilitados para salir por su condición de salud. Cuando salía de nuevo haciendo zigzag, con dos niños en brazos y otro mayorcito que se aferró de mi bata, el temblor cesó. El pequeño hospital se mantuvo en pie.
Supe, supimos todos, que no había sido una sacudida cualquiera de esas a las que nos hemos acostumbrado. La fuerza, la duración y el ruido de la tierra nos dieron la certeza de que muchos estarían sufriendo en esos momentos bajo los escombros. Pensé en mis hijos; me mataba la angustia. Mi pensamiento dejó a mi esposo y mis padres en segundo término. Jamás me vi en un dilema como éste. No sólo yo, todos queríamos largarnos a buscar a nuestras familias. Por segunda vez mi sentido del deber se impuso. Atendí de inmediato a pacientes y compañeros en crisis nerviosa, ayudé a uno de los médicos que intentaba mantener con vida a un anciano que sufrió un ataque cardiaco, quien finalmente falleció. Los niños lloraban y los familiares presentes se volvían locos queriendo saber algo de sus enfermos que se quedaron adentro. Algunos de ellos salían auxiliados por miembros del personal. Poco a poco fueron saliendo todos los pacientes, incluso los más graves, en camillas o sillas de rueda, con sus respectivas bolsas de suero y medicamentos.
Lo peor estaba por venir. En autos particulares, en ambulancias, en taxis o a pie, comenzaron a llegar varios heridos de este pueblo y desde distintas comunidades cercanos. Era poco lo que podíamos hacer en los patios y el estacionamiento del hospital. Arrastrando el miedo, ingresamos los que hicimos en serio el juramento cuando nos titulamos. Los que no, se quedaron ahí, hundidos en su cobardía. Parecía un hospital de guerra y me sentí la enfermera de Adiós a las armas, de Hemingway, novela que recién había terminado de leer. Huesos expuestos, lesiones sangrantes, cráneos fracturados, quejidos por todos lados. Dos de los heridos, hombre y mujer, murieron al poco rato; ella, apretándome la mano cuando expiró. Me alcanzó a pedir con balbuceos que dijera a sus hijos cuánto los amaba. Mi corazón se partió, por ella, por sus hijos, por los míos, de los que no tenía idea de cómo estarían. Enseguida entró un enfermero cargando un niño; él no sabía que venía muerto hasta que lo depositó en una cama de urgencias. También llegó una muchachita deshaciéndose en lágrimas con su gato en brazos; el animalito ya no respiraba. Fue difícil convencer a Lupita de que nada podíamos hacer por su mascota. Nos faltaban materiales quirúrgicos, espacios, personal, garra en el ánimo, templanza en los pies, ojos secos y vivos, señal telefónica, alas para viajar a la velocidad del sonido.
Tres horas después, manchados de sangre mi esperanza y mi traje de enfermera, terminó mi turno y corrí a buscar a mi familia. Lloré de alegría al ver a todos a salvo y regresé de inmediato al hospital para doblar turno. Durante el retorno vi casas derrumbadas, la cúpula de la iglesia partida, temor flotando en el aire. Sequé mis lágrimas y seguí llorando interiormente mientras atendía enfermos y apoyaba a los médicos.
Algo cambió en mí. Tenía dudas sobre la intervención de Dios en los asuntos terrenales, pero ese día y los siguientes lo sentí conmigo, adentro. Creí escucharlo y verlo en la gente que se organizó para levantar escombros, rescatar heridos, donar y distribuir alimentos.
No me siento una heroína como dice el director del hospital, pero les diré algo aunque digan que estoy loca: me siento un ángel de bata blanca, sin alas.
Desde ese día grito menos, amo más, río mucho y abrazo demasiado a mis hijos; también a mi esposo. Ahora es el amor lo que me hace temblar.