I
Se llamaba Pedro. Lo supe algún día cuando su dueña limpiaba el corral y yo pasaba trotando a un lado por el camino que bordeaba un arroyuelo. Solía detenerme a menudo para intercambiar con él dos o tres pavoneos y refrescarme la cara. De inmediato me di cuenta de que era el macho alfa; gallinas, guajolotas y demás pípilos se rendían a su garbo esponjado. Su moco era impresionante y campaneaba sobre su pico pendenciero.
La primera vez que lo vi, antes de saber que tenía el mismo nombre de un tío cuya juventud pasó creyéndose el gallo mayor de su rancho, realizaba su ritual de conquista alrededor de la más hermosa de las hembras. Me llamó la atención su plumaje expandido y su cloqueo tan característico que me hizo viajar a la infancia.
Vi nuevamente a mi madre dando de comer a las gallinas y pípilos en el patio; y la recordé entregándome un pollito que yo adopté como mascota. Me dediqué a engordarlo y, terror, una noche antes de mi cumpleaños mi madre lo guardó en una caja enrejada de madera para tenerlo a mano muy temprano al día siguiente. Al mediodía, sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo, comía melancólico la pechuga del bípedo animal que supuse me había querido en vida. ¡Qué crueldad la mía!, después de haber abandonado su pescuezo a las manos de mi madre convertida en verdugo medieval, lo traicionaba de la manera más vil, comiéndolo con la culpa a cuestas y con lágrimas que me guardé adentro para no poner en riesgo ante mi padre mi condición de hombrecito. Lo lloraría después entre las sábanas, eructándolo y soñándome a mí enrejado y en espera del sacrificio. De ahí en adelante, mientras seguí en casa de mis padres, me dediqué a dejar libres los pollos y guajolotes que mi madre encerraba sospechosamente en la caja de madera una noche antes de algún día especial. Al menos intentaba convertir en actos mis afanes justicieros. De cualquier manera, al otro día chupaba con deleite culposo los huesos del animal embarrados de delicioso mole verde o rojo, celebrando tal vez el cumpleaños de la abuela o el día del santo patrono del pueblo.
Volviendo a Pedro, entabló conmigo una extraña relación cotidiana, cuando yo, después de correr por las mañanas los primeros tres kilómetros y faltando otros dos, me detenía frente a su corral para saludarlo especialmente a él, cloqueando a mi manera y enseñándole aquellos músculos míos de los que ahora sólo queda un vago recuerdo. Él reaccionaba esponjando su plumaje y echando al aire su garboso “gordo, gordo gordo gordo gordo gordo…”. Se me hizo costumbre cada mañana nuestro ridículo juego de machos. Seguramente el día domingo, que me quedaba en cama hasta las nueve olvidándome de mi rutina diaria de ejercicio, le extrañaría no verme llegar, detenerme a refrescarme en el arroyo y pavonearnos los dos.
Aquel año, unos días antes de Navidad, salí de vacaciones con la familia y volví justo después de año nuevo. Extrañaba a mi amigo emplumado y deseaba verlo. Salí temprano a ejercitarme el siguiente día de mi arribo. Al pernoctar junto al corral me extrañó no encontrarlo. En su lugar, otro guajolote menos imponente expandió su plumaje al verme, reclamando la atención que no le prodigué antes. La señora salió al patio a alimentarlos y escuché el nombre de este nuevo fanfarrón esponjado. Pancho se llamaba. Quise preguntar a la mujer, de no buen genio, por cierto, qué había pasado con Pedro, a quien no podía imaginarlo desplazado de su función de galán del corral. No me atreví, pues su mirada era de esas que te congelan la lengua al primer intento de moverla.
Me retiraba apesadumbrado cuando salió al patio un niño rollizo cuya estampa asocié de inmediato con el destino de Pedro. Mi imaginación hizo una retrospección y pude escuchar claro al mozalbete diciéndole a su madre durante la cena de Navidad o quizá de año nuevo: “Ahora sí te luciste, mami ―mientras se chupaba los dedos asquerosamente―, te quedó bien rico Pedro”.
Mi alegría matutina quedó contenida en una rejilla de madera y adentro de ella cloqueaba agonizante.
La mañana siguiente cambié de ruta. Triste por Pedro, ya no quise encariñarme con Pancho.
II
Mi madre dice que soy un ateo porque no voy a misa. Piensa que no creo en los milagros. En lo primero, concedo; no soy fan de los hombres de sotana. Respecto a lo segundo está equivocada, no hay nadie más asombrado ante los milagros de la existencia que yo. El último de ellos ocurrió hace poco en mi calle. Fue tan rotundo e inesperado que me hizo abandonar mis quehaceres para ser testigo de tal maravilla.
Los niños jugaban esa mañana del Día de Reyes, en este inicio del enero más incierto de los que he vivido. Unos presumían sus juguetes electrónicos a quienes los desconcertantes magos no les habían regalado uno igual; alguno más se encorvaba sobre su luminosa tableta digital buscando un juego que lo atrapara dejando a sus huesos quietos sobre la banqueta; otro, para fortuna del movimiento que debe significar la vida, pedaleaba su pequeña bicicleta con llantitas traseras auxiliares; y una pequeña hacía alardes de equilibrio para sostenerse sobre sus patines nuevos. Me llamó la atención un pequeñín haciendo berrinches al ser incapaz de manejar con destreza el control remoto de su auto transformer, y otra nenita hablando por celular con su muñeca ultra fashion, anoréxica y de cinturita imposible.
Me llamaron más la atención algunas de sus madres, de quienes su voz me llegaba en oleadas de murmullos. Querían también participar en el juego poco inocente de la presunción: “Fíjate que tuvimos que comprarle su iPad en vez de juguetes; por la pandemia, tú sabes. Además, se lo merecía mi chiquito por ser el segundo mejor de su salón”; “Pues, yo le dije a Ernesto: ‘no más de cinco mil por esta vez para Quique’; ya ven cómo andan las cosas, con su sueldito de 35 mil mensuales no da para gran cosa”; “¡Cállate!, yo le compré a Kimberly su bike Benotto con la tarjeta y sin avisarle a mi marido; ya después me arreglo con él como yo sé”. Así, entre risillas, siguió su juego de vanidades y simulaciones mientras los chicos descifraban los misterios de sus nuevas propiedades con emoción que iría menguando al paso de los días.
De pronto, llegó Julito, un chico al parecer muy popular entre los niños, pero del fraccionamiento contiguo, a decir de algunas de las damas. Era esbelto, cándido y con sonrisa permanente en su rostro. Traía una pelota de futbol rodando en sus pies. Después de inspeccionar con entusiasmo sincero cada juguete y artefacto electrónico de la decena de niños, y con todos ellos arremolinándose a su alrededor, propuso: “¿Y si jugamos a las escondis?” No se diga más, en plena mañana soleada todos abandonaron sus juguetes y aparatos para buscar el mejor escondite y guardarse, buscando cómo desordenar ese ambiente de casas edificadas con un mismo modelo y madres ufanándose en ser mejor que las demás. Vi al sol bajar desde su trono para perseguirlos detrás de árboles, autos y setos de jardines; escuché al viento contar con ellos el uno, dos, tres, cuatro, cinco… y hasta llegar a cincuenta; oí trinar de alegría a tres pájaros que por ahí volaban, felices por ver correr a los niños rumbo a un escondite que los protegiera de los horrores de las noticias y de las vanidades de sus madres, quienes, frustradas, recogían cada una las caras adquisiciones que tanto presumían, limpiándolas de pasto y cuidando que un piececito no estropeara lo que debía pagarse a plazos aún a costa de dejar medio vacíos sus refrigeradores.
Luego jugaron a “Los encantados”, llevándome de viaje hacia una infancia recordada sólo con imágenes y sensaciones. Siguió el juego de “La rabia” y enseguida “La gallinita ciega”. Al final volvieron a las escondidillas y el uno, dos, tres por todos mis amigos y por mí me sacudió el pecho hasta hacerme recordar el primer amor hipnótico de mi infancia, mi primer round de trompadas con un primito en casa de la abuela y mis pantalones rotos de la rodilla que tanto fastidiaban a mi madre.
Más tarde se impuso el orden, el sagrado llamado a la paz y la quietud bajo el pretexto del sol quemante de las once treinta. Las madres llevaron los regalos de reyes al interior de sus casas y los niños se despidieron a regañadientes con la promesa de verse por la tarde para seguir jugando. Julito se fue por donde vino, rodando su viejo balón. Me pregunté quién era él, de qué callejón del pasado saldría o de cuál planeta, por qué conocía los mismos juegos de mi infancia, de dónde nacía su encanto para llevarse tras de sí una tropilla de nativos digitales pertenecientes a la generación Alfa, que nacieron y crecían en un entorno dominado por la tecnología.
Lo ocurrido fue mágico y agradecí estar ahí como testigo conmovido. Seguí con mis asuntos después de repetir varias veces, a manera de mantra y con un agregado mío, la oración de salvación que me regaló esa mañana luminosa: “Uno, dos y tres por todos mis amigos, por mis enemigos y por mí”.