Durante los años que trabajé ahí nunca conocí a nadie más que hiciera un uso tan preciso del tiempo. Justo a las doce con treinta lo veía regresar del campo de golf después de jugar los dieciocho hoyos de rutina, par setenta. Su caddie de siempre me confesó que rara vez tiraba abajo de par, que se distraía demasiado hablando de política o de las notas periodísticas del momento con alguno de sus compañeros de juego. Más bien, don Luis era especialista en bogey’s y que se los tomaba con sentido del humor. Lo bueno es que yo lo admiraba por sus novelas y su trabajo como periodista.
Desde que lo veía despedirse de su caddie al ingresar a la casa club rumbo al sauna, tomaba yo el tarro, depositaba en él cinco hielos y preparaba su bull con cerveza oscura, poco jarabe y pizca de ron, tal como me lo indicó desde aquella vez que decidió que el Largo, o sea, yo, preparara siempre su bebida para consumirla en el baño de vapor. Calculo que tardaba unos veinticinco minutos en el cuarto de deshidratación y la regadera. Me enorgullecía al pensar que tal vez se acordara de mí al llevar el tarro hasta su boca, con la misma mano que dio forma a los personajes de La carcajada del gato, novela que en esos días me tenía absorto. Otros quince minutos más ocuparía en vestirse y arreglarse después del baño, porque a la una con diez pasaba frente a la barra del bar y por un segundo nuestras miradas se cruzaban. A veces me guiñaba un ojo. Me sentía un personaje incidental de una de sus historias gracias a ese efímero instante de comunión
Desde una hora antes, Elda Peralta, a la que todos nos referíamos como la señora Spota, ya lo esperaba, con un tendido de periódicos y revistas sobre su mesa, en la que hubiera sido pecado que faltara un aguacate cortado en seis partes y tostadas de maíz; don Luis no lo perdonaría. Ella, tan elegante y hermosa en la plenitud de sus cincuenta, con esos ojos que engalanaron al cine mexicano solamente unos diez años, se quitaba los gruesos lentes para saludar a su marido y darle un beso. Yo añoraba ese momento, porque regularmente era el único en el que podía contemplar desde mi lugar esos maravillosos lagos de luz en su cara que rivalizaban en belleza con aquél donde los cisnes paseaban su distinción, a unos cuantos metros de las mesas de los comensales. Cómo odiaba al más vulgar de los meseros, que sin saber de la importancia y la finura de ese matrimonio no omitía burlarse de ellos cada sábado, como si fuera la mayor gracia de que fuera capaz su cerebro de botarate: “Ya llegaron el señor Spota y su señora es puta”. Me irritaba hasta el cogote que algunos asnos celebraran el chiste de mal gusto.
Entre cervezas, daiquirís, planters punch’s y margaritas que nacían entre mis manos los miraba conversar sin que dejaran de hacerlo ni cinco segundos. Me preguntaba de qué platicarían dos personas como ellas. Me gustaba creer que hablaban de los escándalos políticos de moda, de las columnas de algunos de los diarios que leían o de las novedades literarias. Hasta ahí llegaban las posibilidades que podía vislumbrar mi ruda formación y dudosa inteligencia. Jamás se me ocurrió que dos intelectuales como ellos charlaran sobre Juan Gabriel, en aquel entonces un joven milagro de la canción, o de Los ricos también lloran y los ojazos de Verónica Castro; nimiedades vulgares para ellos. En algunas ocasiones se acompañaban de algunos invitados selectos. Recuerdo que con Elda frecuentemente llegaba Jaime Labastida, todavía joven, brillante en su anunciada calvicie y con su propio hato de diarios y revistas especializadas. Acababa de ganar el Premio de Poesía Jaime Sabines y sentía que eso nos hermanaba, pues entonces era yo un romántico admirador del poeta chiapaneco, aunque de Labastida no hubiese leído un solo verso. Lo apreciaría un poco más tarde, cuando le robé un poema para dárselo a aquella noviecita que logré acurrucar conmigo sobre la cama de un hotel; le dije que yo lo había escrito. Terminaba así: “Y yo crezco contigo. / Me haces crecer sobre tu cuerpo / y soy como una enredadera tendido entre tus brazos. / Peso ahora tu corazón y el mío: / peso lo doble.” De nada valió mi impostura, al poco tiempo me dejó por otro y anduvo contando que se aburría conmigo. Ni Labastida me ayudó a retenerla con sus versos.
Con el tiempo, la señora Elda dejó de acompañarlo todos los sábados. Mi corazón de adolescente enamorado se consolaba leyéndola en el suplemento cultural del Heraldo de México. Veía al escritor saludando caballerosamente a algunos socios y comensales, pero me di cuenta que evitaba entablar con ellos una conversación profunda y prefería extraviase en sus periódicos mientras degustaba sus infaltables tostadas con aguacate.
En una ocasión, habiendo terminado de leer Casi el paraíso, abandoné la barra del bar y con mi timidez a cuestas me atreví a interrumpirlo para pedirle que me autografiara el libro. Atento, aceptó hacerlo, sin dejar de felicitarme una vez más por lo bien que preparaba el bull que religiosamente bebía en el sauna. Agradecí contento pero no satisfecho, porque algo más deseaba comentarle y lo hice: “Don Luis, además de leer novelas, también leo poesía y… me gusta escribirla. Me encantaría que algún día leyera algunos poemas míos; no son la gran cosa, pero una opinión suya sería muy importante para mí”. Al terminar de autografiar el libro me volteó a ver con curiosidad y sonrió con tal benevolencia que aún logro sentirla después de tanto tiempo. Me pidió llevarle alguno de mis poemas; lo leería con gusto. Me despedí agradecido con la sensación de que le había hurtado preciosos instantes.
El sábado siguiente ella apareció y me puse feliz al verla. Al poco rato llegó Labastida y al poco rato se les agregó don Luis. Era la segunda quincena de diciembre y ese fin de semana había gran cantidad de socios y visitantes. El gerente me pidió que abandonara mi lugar en el bar y apoyara sirviendo en las mesas; había un nuevo ayudante de cantina contratado para esos días, además de mí. Hacerla de mesero no era mi fuerte. Me dio terror cuando el capitán me indicó apoyar a quien atendía precisamente al trío de intelectuales.
Un whisky para el novelista, un brandy para el poeta y un refresco de manzana para mi señora de ensueño temblaban en la charola de mi mano izquierda junto a un plato lleno de cacahuates. Al acercarme, don Luis me saludo afable y le comentó a Labastida que yo era ‘el poeta del bar’. “Será mejor que Jaime te lea”, me dijo. Le contesté que sería un honor, mientras el bardo me miraba con ojos de lechuza, tratando de encontrar algo en mí que le dijera que era yo capaz de armar una sola rima consonante. Elda sólo entornó la mirada un segundo para verme y luego la volvió a los chiles en nogada que comía, infinitamente más apetecibles que yo. Nerviosísimo, me incliné para colocar cada una de las bebidas en su lugar. Mi inexperiencia en el uso de la charola me hizo inclinarla, provocando que las copas, el refresco y los cacahuates cayeran en pleno centro de la mesa inundándola y derramando salsas. La camisa blanquísima del poeta se tiñó de manchitas rojas de chipotle y uno de los cacahuates saltó hasta el escote de la dama, que era discreto, pero hermoso. A Spota le tocó humedecerse una pierna porque el whisky se le derramó ahí por completo. Trágame tierra, pensé. Tartamudeando, me disculpaba una y otra vez como idiota, al tiempo que intenté devolver un mínimo de orden en la mesa. El mesero a quien yo apoyaba con esos clientes ilustres llegó fulminándome con la mirada. Una vez que levanté vasos, envases y platos me pidió retirarme mientras se excusaba por mi torpeza. Afortunadamente don Luis lo tomó con sentido del humor e incluso chanceó sobre el sucedido. No así Labastida, que me clavó dos puñales con sus ojos cuando me iba. ¡Qué pena por mí!; nunca leería mi poema.
Tardé días lidiando con la vergüenza. ¿Por qué me sucedió precisamente con ellos? Quise tomarlo como un mensaje del destino: debía poner fin a mis débiles afanes literarios.
En medio de mi sinsabor una noche me soñé viajando por una cañada en medio de dos laderas blancas rebosantes de aromas y exquisitamente suaves. Había saltado hasta ahí desde una mesa y mi rostro tenía la forma de un maní.
Ha pasado mucho tiempo desde aquello. Don Luis falleció, ella ha envejecido y yo no soy poeta.