Debiste haber muerto tú y no otros, piensas. Ser a estas alturas recuerdo fresco y añoranza dudosa. Sin embargo aquí sigues, con tu vida barata de lleve tres por el precio de uno. Sigues ahí, inútil frente al mismo cuadro que cuelga de la pared en el que se han perdido tus sueños de sentido: son dos poltronas de madera blanca en una terraza frente al mar; luz blanquísima las baña. Una apunta al frente desafiando la luz matutina y la otra da la espalda a las olas. En versión fantasma estás sentado en la primera reposera, transparente de sol. En la segunda está sentada ella, bellísima y dulce como la has soñado siempre. Te mira arrobada los pectorales fuertes que tu imaginación ha cultivado con disciplina y ese aire de pirata con el que tu mirada perfora el horizonte. No hay nada más en el cuadro, sólo las poltronas, el barandal blanco que parte en rayas la luz, la playa larga, nubes flotantes perezosas y las lejanas siluetas de dos gaviotas, minúsculas sonrisas en el aire.
Es lunes. Normalmente te importa poco que lo sea, porque siempre lo vives como si fuera domingo o viernes; aunque este lunes es diferente. Te fastidia que los días tengan nombre, que cada uno indique para la mayoría de los mortales un ritmo distinto, un color diferente, una posibilidad limitada en cada uno de ellos. Te consideras más allá de esas pobrezas. Para ti, que eres un dios ignorado, basta abrir la ventana para decretar con cínico denuedo la cualidad de una mañana o el matiz de una tarde. Si lo decides cualquier día es sábado y te embriagas, aunque el calendario indique miércoles y los camiones estén atestados de personas tristes que van o vienen del trabajo. Demiurgo, vives siempre en la resaca gozosa, y cuando estás a punto de padecer ligeras culpas y angustias corporales o del alma, te metes en el cuerpo algo urgente y flotas nuevamente en la levedad más improductiva.
Ayer vino a verte tu hija, el único motivo por el que logras sentirte por momentos un hombre normal. Le preguntaste por la escuela y por su madre, esperando escuchar algo sobre ella que te confirme que no es superior a ti. Si te dejó es por saber que no la soportabas más y aquél con quien vive es un mequetrefe sin el carisma, la sensibilidad y el ojo estético con el que crees mirar al mundo. Te consuela pensar de ese modo para sacarte de la cabeza que el otro es más joven, sano y amable que tú. Además, es pobre, te lo dices saboreando las imágenes del tipo entrando y saliendo de una oficina con su corbata barata después de ocho o diez horas de trabajo, algo impensable en tu caso, porque si alguna vez has hecho algo parecido a trabajar fue al dedicarte por un tiempo a criar perros de raza o cuando te dio por hacerla de músico bufón en un mariachi, cuya secuela es el hábito grotesco de vestirte de charro cada día de fiesta patriótica.
Bendita abuela criolla que te heredó la pequeña fortuna que dilapidas poco a poco en alcohol, estupefacientes y mujeres. Si tu bisabuelo español hubiera sabido que un descendiente suyo se encargaría de echar abajo su vida de trabajo y pulcritud, como exiliado en nuestro país al huir de la guerra civil en su patria, no se habría esforzado tanto para asegurar el futuro de sus descendientes.
Un rescoldo de vergüenza te lleva a cuestionar por qué son otros los que mueren y no tú. No sigues ningún protocolo de auto cuidado, te trasportas a diario en taxi, pocas horas del día no tienes una cerveza en la mano, duermes poco, compras sexo, marihuana, cocaína; entras y sales por todas partes y tus amigos son crápulas y bohemios de cantinas de alcurnia o proletarias. Y aquí sigues, sin que te pille el maldito bicho. ¿Por qué no te mueres tú si no produces nada ni sirves a nadie?, ¿por qué el tal Dios en el que nunca has creído te mantiene vivo para demostrar que eres el más grande de sus absurdos? Es misterio divino que nadie sabe dilucidar.
Hace unos días te enteraste de la muerte del médico al que eventualmente visitas, cuyos únicos vicios eran el buen humor y los refrescos de cola; tu hija te comentó ayer sobre el fallecimiento de uno de los maestros de la universidad, que al parecer tenía un poco alto el nivel de glucosa. Para colmo, hoy, y esa es la noticia que te tiene en insólita introspección, el hermano mayor de tu ex mujer también partió a mejor vida. Nunca conociste a otro hombre con hábitos más sanos que él, amante de su familia y devoto de su fe, aunque hipertenso por la autoexigencia laboral. Algo no está bien, piensas. Parece que se equivocan los pregoneros de la vida sustentada en principios, fe y contención. Revisas las estadísticas del día y ahí no aparecen datos acerca de fallecidos por el virus a causa de su adicción al alcohol, las drogas, el sexo, las mujeres casadas y la vida disipada en luces de neón, tipos con la capacidad de acortar o alargar el tiempo de acuerdo al antojo personal.
Ordenas a domicilio un arreglo floral de crisantemos. Extraes del armario el saco obscuro que hace lustros no portas, cambias tu camisa eternamente tropical por otra de vestir y tus pantalones de mezclilla ajustados por otros formales, elijes unos lentes que no parezcan de turista para ocultar las ojeras permanentes en tu rostro, lavas a conciencia tus dientes y usas enjuague bucal para tratar de disipar el aliento alcohólico cotidiano; esta última pretensión es casi imposible. Pides el taxi y te diriges a la funeraria en la que incinerarán en breve a tu ex cuñado. Antes pasas a la farmacia por un cubrebocas. Sabes que hierba mala nunca muere, pero decides cumplir con el protocolo para evitar un desaguisado con Martha, tu ex. A pesar de todo, su hermano siempre te cayó bien y fue el único que mostró una sincera simpatía por ti. Alguna vez lograste llevártelo de farra a un congal de mala muerte y jamás lo viste tan feliz, aunque al siguiente día mostró una cara de arrepentimiento y culpa que le duró meses. Esa vez, en el furor del alcohol, te confesó que el sexo con su mujer había pasado a ser una quinta o sexta necesidad y que desearía tener una amante. Pobre Ignacio, nunca se atrevió. Sus pecadillos, de consumarse, estuvieran hoy a punto de convertirse en cenizas y tal vez hubiese navegado los días con algo parecido a una sonrisa en la cara y un brillito insolente en la mirada, no con esa mueca adusta de hombre digno que tenía dibujada todo el tiempo.
Al llegar descubres que el acceso está limitado a unas cuantas personas, por protocolo de seguridad. Pides que anuncien con Martha tu deseo de ingresar a despedir a su hermano. Esperas dos minutos y te anuncian lo que no imaginaste: se te prohíbe la entrada. Alcanzas a percibir una ligera agitación en el interior del lugar, producida por la posibilidad de tu ingreso en él. No insistes ni deseas alegar con nadie, comprendes que tu fama de bicho raro representa un peligro para la salud y la dignidad de la casa funeraria. Eres un riesgo para los demás a pesar de tu cuenta bancaria y de tus inversiones financieras que permiten tu caótica vida. La etiqueta la llevas pegada en la frente desde hace mucho y Martha se ha encargado de hacerla más visible. Sonríes con cierto sarcasmo que esta vez es fingido, porque en realidad algo te quema por dentro. Haces un saludo parecido al del soldado mirando a la entrada del recinto mientras pronuncias en voz baja: “A la orden, mi coronela”, como solías hacerlo en tono burlesco cada vez que Martha trataba de ordenar tu vida reconviniéndote sobre tus actitudes y acciones. Dejas en manos del empleado el arreglo floral y te retiras tratando de estabilizar la oleada de emociones que te agita adentro, sin saber que el joven recibirá la indicación de tirar a la basura los crisantemos blancos, sospechosos de portar, además del bicho odiado por todos, las máculas de tu vida juzgada como libertina.
Al regresar a casa vas instintivamente hacia la cantina de madera barroca que decora un rincón de la sala, herencia del abuelo que contrasta abruptamente con los demás muebles modernos de la estancia. Llevas casi tres horas de abstinencia y por eso llenas generosamente el vaso de tu escocés preferido. Hacía semanas que no te tocaba una de esas tristezas sin causa precisa. La que sientes ahora te ha dejado sin fuerzas, como si hubieras salido a correr diez kilómetros y no a despedir a un muerto. Vas hacia tu lugar favorito con el old fashion y un cigarro encendido en la mano.
Tienes otra vez enfrente el enorme cuadro que te hace viajar al mar. Las poltronas de madera están solas. Esta vez tu imaginación no quiere dibujarte en una de ellas ni a la mujer hermosa que te mira desde la otra. Ni siquiera puedes oír las olas del mar y las gaviotas son dos pequeñas líneas mal puestas en un cielo que esta vez se te antoja más gris que blanco. La marítima soledad es infinita, más silenciosa que un templo, salada como las lágrimas que empiezan a correr por tu rostro. Sabes bien que no lloras por Ignacio, el fallecido, ni por Martha o por la relativa ausencia de tu hija, ni por ninguna de tus amantes que no han dejado más que estertores en tu cama y huecos en tu pecho. Tal vez lloras por ti, por el que está perdido y no encuentras, por el niño que soñaba con construir barcos y dar la vuelta al mundo en ellos; por ese que quisiera estar sentando en la poltrona frente al mar y recibir la mirada de una dama dulce que no observa sus fuertes pectorales inexistentes, sino sus ojos que quieren mirar distinto, sin la vidriosa luz alcohólica de todos los días.
Mientras tanto, bebes con cierta desesperación del vaso y continúa manando un mar de tus lagrimales, un océano tan vasto como el que tienes enfrente. Experimentas la sensación de que te falta el aire. La pregunta te lacera y clava alfileres invisibles por todas partes: ¿por qué sigo vivo?