A Yuliana Neri Arriaga, gaviota en reposo
(Aconsejo acompañar los dos primeros párrafos con Almost blue y los dos últimos con Every time we say goodbye, ambas melodías de Chet Baker. Culpo por esta intromisión musical a un tal Rocato)
El día amanece nublado. La primera indagatoria en internet me pone en contacto con una sugerente melodía de Chet Baker. La comunión entre la trompeta, el piano y la voz es una triada acústica perfecta para una mañana que no promete mucho sol. Almost blue recoge amorosamente mi modorra y la convierte en una de esas melancolías afortunadamente gozosas. Al mirarlas por el ventanal las nubes pesadas me regalan una bella escala de tonos blancos y grises amables. Disfruto la delicia de no tener prisa para nada que no sea preparar un café y continuar la lectura de la novela en turno, o seguir en mi romance con la almohada que también sabe que es sábado y por ello está dispuesta a soportarme un rato más.
Agradezco la manía de un gran amigo que cada mañana madruga a buscar en la red alguna música que nos eduque en el exquisito oficio de escuchar la belleza. Hoy nos propone esta hermosa pieza de jazz y con ella decido, después del paraíso del café, vérmelas con el teclado para intentar un registro escrito de alguna de las sensaciones e ideas que arrastro desde un sueño de ocho horas limpias y apacibles. Deslizo la manos y, solas, como si hubieran escrito mil veces lo mismo, escriben: “Ya’ax nacerá fuera de casa, en la pintoresca isla de Lindau, en la región de Bavaria, Alemania”.
Me detengo y pienso en la serie de circunstancias que tuvieron que engarzarse para que Ya’ax, que navega airoso en el vientre de Yuliana, su madre de hermosos ojos de asombro y expresivo cuerpo danzarín que revienta cualquier tipo de indiferencia, fuera fabricado el pasado mes de febrero en Cuernavaca, subido a un avión en mayo y esté a punto de nacer en noviembre lejos de nuestros verdes y azules tan codiciados en otras partes del mundo, pero también de nuestra pólvora cotidiana y nuestras portadas rojas de periódico, de los caminos cementerios y las calles que desaparecen a nuestras mujeres, y de la ladina indiferencia hacia los artistas que se ofrecen al arte compromiso y al arte indagación. Se me ocurre que Ya’ax es un conquistador y ha elegido tierras bávaras, junto al gran león que resguarda la ciudad de Lindau a la orilla del lago Constanza, para crecer fuerte y noble bajo el auspicio de su nombre maya y la sensibilidad de sus padres. Ya’ax es la metáfora del peregrino que busca mejor tierra y un faro de luz que lo defienda de piratas depredadores de vida. Tal vez sus padres no lo razonen así, pero estoy seguro de que lo intuyen. Nacerá moreno y fuerte, gozará de un Estado que lo protegerá mejor que el nuestro, entre callecillas medievales y niños que educarán de modo diferente su aparato fonador; con mayor razón tendrá que leer a Goethe, Nietzsche, Günter Grass, Schiller, Herta Müller, Brecht y varios más; tendrá que entonar el himno nacional alemán, la tercera estrofa del poema das Lied der Deutschen (canción de los alemanes) de Hoffmann von Fallersleben; deberá aprender la historia de ese pueblo, con sus grandes luces y sombras; crecerá en un país donde solo uno de cada diez opina que la religión es importante, por lo que deduzco que Ya’ax deberá buscar a Dios, si acaso lo necesitara, en otra parte distinta de los templos, tal vez en su pecho, o en las danzas rituales de su madre y en la bondad del padre, o en la tradición de la que nace su nombre: en el viejo sabio maya, Zamná, y en el Popol Vuh, para que sepa y no olvide que está hecho de maíz, la planta sagrada de Mesoamérica.
Me pregunto si sabrá con el tiempo de nuestro José María Morelos y de los hermanos Flores Magón, entre otros, de Josefa Ortiz y de las Adelitas revolucionarias que ahora renacen y se multiplican en las mujeres que luchan por sus derechos y en contra de los feminicidios. ¿Sabrá de Zapata y alguna vez recorrerá la ruta zapatista para meterse su origen en la sangre y amar aún más el color de su piel? ¿Subirá alguna vez al Tepoxteco y entrará a medir el tiempo en el reloj de sol de Xochicalco? ¿Ingresará a un temaxcal para vencer las cuatro puertas del viento, la tierra, el fuego y el agua, y saldrá convertido en guerrero para luego seguir conquistando tierras teutonas? ¿Sabrá de la delicia de una quesadilla de huitlacoche o un tlacoyo de frijol con nopales? ¿Danzará al son del chinelo y gozará de la nieve inigualable de Alpuyeca? ¿Llegará a saber qué es un trompo si su padre se lo compra en la feria de Tlaltenango y llevará flores de cempasúchil algún dos de noviembre hasta algún panteón de Morelos? ¿Podrá enamorarse un día de una morena bonita bajo una jacaranda o un tabachín en flor, y desenamorarse después de despedirse en la terminal de La Selva cuando parta rumbo a algún lugar del mundo? ¿Aprenderá también el “ciña ¡oh, patria!, tus sienes de oliva…” si aún fueran útiles los nacionalismos cuando sea hombre crecido?, y, sobre todo, ¿plantará aquí un árbol y vendrá a regarlo y verlo crecer de vez en cuando?
Asomo por la ventana, cierro los ojos para poder ver y logro mirar sonrientes los rostros de Yuliana y Sergio, su compañero, contestando a todo que sí, que un árbol y un hombre o una mujer tienen una sola tierra que es el mundo, un solo compromiso que es la vida y una sola sangre, la humana. Me cuenta su madre que el chico es impetuoso y lo siente danzar adentro con energía, que volverá y partirá innumerables veces porque los nacientes de hoy emergen para el movimiento, que a los nuevos ciudadanos del mundo les corresponde ser kurdos, chilenos, africanos, sirios, europeos, mexicanos u orientales, que las proclamas de aquí, allá y acullá son las mismas y que, en definitiva, el chelista Carlos Prieto interpreta maravillosamente a Bach y, de igual modo, sabe de un mariachi alemán en Múnich que toca como nadie las de José Alfredo, y, cuando se ponen finos, una versión del Huapango de Moncayo; incluso ha oído que despierta en los germánicos unas ganas irrefrenables de beber tequila y mezcal. Abro los ojos; entonces dejo de verlos y escucharlos.
Vuelvo al teclado que dejé en paz por mis reflexiones. La música de Chet Baker sigue ahí, enamorándome. Ahora interpreta Every time we say goodbye. Caigo en la cuenta que no es la melodía correcta para ambientar la historia de Ya’ax. Es más, su historia no me corresponde a mí contarla o imaginarla; tal vez seguirla mientras sus padres y los días la van escribiendo. Solo me resta decirle herzlich willkommen, Ya’ax, desde tu patria distante que pisarás un día.
Conmovido por la melodía del trompetista de Oklahoma, me nace escribir sobre algún desaguisado amoroso real o imaginado que haya yo padecido en los últimos tiempos y me dispongo a hacerlo durante el resto de la mañana nublada. Si alguien me ha seguido hasta aquí, le aconsejo seguir escuchando a Chet Baker mientras van y dan un beso a su dama o a su compañero. Si está ausente o no existe, consolará un poco besar el espejo.