I
Cuentan que es de buena suerte que un pájaro arroje sobre ti su excremento ─la jerga popular diría: “Que te cague un pájaro”─, especialmente si el desecho aéreo cae sobre tu cabeza u hombros. Sin embargo, no resulta nada agradable si la situación se da cuando estás en pleno ligue con una chica bajo la sombra de un árbol en un parque, pongámonos clásicos, y de pronto tu pelo, tu nariz o tu ropa se embadurnan de tal suerte semilíquida; o si caminas rumbo a una junta importante y cae sobre ti el bólido fétido adornando tu corbata nueva. Bueno, hay mil situaciones posibles.
El origen de tal superstición se remonta a los tiempos del Papa Fabián, allá por el 236. Cuentan que al morir el Papa Antero, los cristianos se reunieron para la elección de su sucesor. No existía un candidato claro entre los posibles. Un campesino de la zona llamado Fabián se acercó a donde los ciudadanos deliberaban la elección del nuevo Papa. Justo entonces cruzó volando una paloma y soltó excremento encima del tal Fabián. Los presentes tomaron el hecho como una intervención divina. El Espíritu Santo intervenía para ayudarles a decidir que Fabián debía ser el pontífice que sustituyera a Antero. Se sabe que el elegido estaba alejado de la religión, por lo que debieron convertirlo instantáneamente en sacerdote, en obispo, y claro, en Papa.
Algo similar al tal Fabián me sucedió a mí en aquel periplo por las Europas tres meses antes de que el coronavirus pusiera en jaque a todas las empresas que viven del turismo. Al terminar el recorrido por la bellísima e imperial ciudad de Toledo, en España, todavía asombrado por haber transitado sus callejuelas y conocido sus monumentos arquitectónicos, religiosos y civiles, justo al salir por una de las grandes puertas de su muralla un pájaro apareció de no sé dónde y arrojó su excremento celestial sobre mi cabello y parte de la espalda, interrumpiendo el flujo de mi emoción ante la hermosa vista de uno de los meandros del río Tajo, que rodea la ciudad a la que Carlos V convirtió en ciudad imperial. En ese momento no pensé en el carácter divino de la pasta que se extendió por mi camisa y arruinó el peinado del escaso cabello que aún no abandona mi testa. Fue después, cuando regresábamos a Madrid, que hice conjeturas sobre el significado del suceso entre risas de los compañeros del grupo de viajantes.
La segunda vez que merecí otra cagada del cielo fue en nuestro paso por Barcelona, mientras nos dirigíamos a disfrutar de la arquitectura del famoso templo de la Sagrada Familia, de Gaudí. Íbamos emocionados por calles arboladas cuando, ¡plast!, ahora fue mi pecho al que adornó un pájaro barcelonés, seguramente miembro de la combativa resistencia catalana que, confundido, veía en mí un madrileño de casta, sin mirar bien que estoy a años luz de parecer un oriundo de Castilla. Lo cierto es que el pajarraco separatista apestó un poco mi embeleso ante la magia inigualable de Gaudí, quien heredó a España una iglesia que al terminarse dentro de unos años será la más grande del mundo, y claro, de las más bellas.
Aún espero que llegue mi coronamiento como al aldeano Fabián, quien pasó de labrador a Papa en un solo día sin carrera de por medio. Pudiera ser que el receso en que ha caído el mundo por el asunto del virus sea el responsable de la falta de consumación de mi suerte ganada a mierda fresca en Toledo y Barcelona. Aunque pensando con humildad, mi verdadera estrella debe ser la ausencia en mis células de la corona del maldito bicho. ¿No lo creen? Espero seguir así hasta el final de la cuarentena, cuando inicie el nuevo mundo.
II
Visitar Florencia era uno de mis sueños acariciados desde mi primera juventud. El deseo surgió al saber que fue cuna del Renacimiento italiano en el que nacieron, entre otros, Miguel Ángel, Leonardo da Vinci, Donatello, Giovanni Boccaccio, Filippo Brunelleschi y mi gran inspiración de adolescencia, Dante Aliguieri, quien me abrió las puertas de la poesía y la imaginación durante unas vacaciones de diciembre, en las que me dediqué a leer el primer libro que escogió mi voluntad: La divina comedia, escrita en verso; una verdadera proeza considerando mi rústica formación y mi endeble cultura libresca.
Por eso mi corazón se salía del pecho al ir caminando por la orilla del Arno rumbo al Puente Vecchio y de ahí hacia la Piazza della Signoria. El tiempo para estar en la ciudad era breve, por lo que exigía a mis ojos abrirse al máximo posible para capturar siglos de arte e historia en los hermosos edificios y las obras escultóricas que ahí se exhiben, entre ellas una reproducción fiel de la escultura Judith y Holofernes, de Donatello, cuyo original se conserva dentro del Palazzo Vecchio, al que sería imposible visitar por falta de tiempo; y otra más del David de Miguel Ángel, ubicada en la posición original de la famosa escultura; la auténtica se encuentra en la Galleria dell’Accademia, el museo más importante de la ciudad. Mientras me fascinaba en el corredor de los Lanzi ante el Perseo con la cabeza de Medusa, de Benvenuto Cellini, nuestra guía nos apresuró para dirigirnos hacia la Catedral de Florencia, la bellísima Iglesia de Santa María de Fiore, cuyos misterios para la construcción de la grandiosa cúpula fueron resueltos por Filippo Brunelleschi y sirvieron de base para la posterior construcción de la cúpula de la Catedral de San Pedro en el Vaticano. Fui tras el grupo en contra de mi voluntad, siguiendo la banderita mexicana que ondeaba en su mano nuestra guía florentina. Por mí hubiera estado horas admirando las esculturas del corredor de los Lanzi.
Después de asombrarme con el templo monumental y su cúpula, símbolo arquitectónico de Florencia, continuamos hacia la Basílica di Santa Croce, definida como el panteón de las glorias italianas, pues acoge las sepulturas y mausoleos de personajes tan ilustres como Maquiavelo, Galileo Galilei, Miguel Ángel, Guillermo Marconi, entre otros grandes. Esta actividad no estaba incluida en el programa de actividades y había que pagar boleto de entrada, así que muchos del grupo declinaron la invitación a visitarla y prefirieron perderse en las calles de Florencia en busca de algún artículo de piel o de una botella de limoncello. De ninguna manera perdería la oportunidad de estar ante la tumba de muchos grandes del Renacimiento. Tuve una gran decepción cuando antes de entrar nuestra guía nos confirmó que el sepulcro de Dante no se hallaba ahí, sino en la basílica de San Francisco, en Ravena. “Sé firme como la torre, cuya cúspide no se doblega jamás al embate de los tiempos”, me dije, recordando las palabras del Dante.
Confieso que al estar junto a la tumba de Maquiavelo mi soberbia no reconocida me inundó de una sensación de poder; me sentí elevado a un círculo alto del paraíso junto al cenotafio de Miguel Ángel y lloré sin remedio frente a la tumba de Galilei. Al abandonar la Basílica di Santa Croce había llegado la hora destinada para comer en alguno de los restaurantes sugeridos por Christian, nuestro coordinador de viaje, un tío muy majo de Málaga, con quien me comuniqué hace poco y estaba más triste que una almeja en el fondo del mar por no haber trabajado durante meses debido a la pandemia. ¡Ostias, tío! ¿Comer? ¿Cambiar un pedacito de mi sueño por una buena pasta italiana? De ninguna manera, me dije. Coman los demás que yo he comido mucho en la vida y no engordo. Necesitaba alimento de otro tipo y me quedaba sólo hora y media para buscarlo.
Así que alargué mis pasos rumbo a la Piazza della Signoria para intentar ingresar aunque sea una hora al Museo Nacional Bargello. Soñaba. La fila de la entrada era larga y el costo del boleto asustó mi precavido patrimonio en Euros. Necesitaría al menos cuatro o cinco horas para disfrutarlo. Ni pensar en visitar la Galería de los Uffizi, templo de la pintura en el que se encuentra toda la fortuna de los Médici. Lo siento Boticcelli, Rafael, Filippo Lippi; prometo que regresaré más temprano que tarde aunque tenga que emplearme en una esquina non sancta de Cuernavaca al volver del viaje, tal vez sin éxito, pues a esta edad soy poco apetecible.
Dejé mis pensamientos bufones a un lado y me dediqué a disfrutar al menos cada una de las esculturas de los grandes artistas, políticos y científicos renacentistas que se ubican en el exterior de la enorme galería. Aún tuve algunos minutos para regresar al corredor de los Lanzi y para apreciar en todo su esplendor la Fuente de Neptuno, de Bartolomeo Ammannati, a la que los florentinos llamaban el Biancone, por la cantidad de mármol de Carrara “desperdiciado” en las enormes proporciones del dios de las aguas y los mares.
Caminé rumbo al camión ubicado aproximadamente a algo más de un kilómetro de donde yo estaba, cargando una amalgama extraña de emociones como me pasó muchas veces durante el viaje. Me despedí de una Beatriz imaginaria que vi pasar por una de las hermosas calles de la ciudad, con un Dante embelesado mirándola con ojos de poesía solo repetibles en su maestro Virgilio. Pasé por Tere y algunos amigos a un restaurante ubicado muy cerca de la Basilica di Santa Croce. Llegué al último, como siempre, pues mi ánimo detenía mis pasos para quedarme un poco más ahí donde mi emoción pernoctaba. En Florencia, una de las ciudades más bellas del mundo, se quedó para siempre buena parte de mi deliro estético.
Sé que volveré en alguna fecha futura, d. c.