DE MAR
En el mar te encuentro. Te veo venir hacia mí desde las olas donde revienta tu presencia y refuto la versión de la rezandera que repitió incansable uno y otro y otro Dios te salve, María, en ese intento inútil de consolarnos por tu supuesta ausencia. Nunca creí que fueras tú quien durmiera dentro del féretro de caoba de fina hechura. No eras tú esa de labios yermos y fríos, no la misma que besó mis noches de pieles encendidas. No eran esos ojos cerrados aquellos que descubrieron mi existencia deambulando por una tarde de sombras ni eran esas manos sucumbidas las que me levantaron de una muerte prematura.
Me dicen que no estás, que te has ido. Sólo porque cerraron el ataúd en el que no te vi y lanzaron flores sobre una tumba donde no duermes. Si ellos pudieran abrirme el pecho lo entenderían, pero viven casados con la idea de que todo termina con un último suspiro. Pobrecillos, trato de entenderlos, están tan solos sin ti y con sus plegarias. Tal vez si vinieran al mar podrían mirarte cuando abro mi pecho y tú sales a jugar con tus pies entre las olas, nos mirarían caminar tomados de la mano sobre la arena larga, solazarnos con el crepúsculo y luego acurrucarte en mi regazo hasta la primera estrella y después volver a la cabaña contigo ya dormida en mis adentros. Me mirarían llorar hasta hacer subir la marea, pero sabrían que es el efecto salino de llevarte en mí con todo lo que eres.
¡Ven, mi amor! ¡Estás hermosa! El sol hace maravillas en tu piel traslúcida y las gotas de mar que cuelgan invisibles de tu pelo tienen el mismo sabor de mis lágrimas. No digas a las olas que no estás, porque dejarían de cantar para siempre y entonces yo sí me moriría.
DE CANCIÓN
Cae la noche y me invaden muchas ganas de caminar sobre el teclado. Preparo café y me dispongo. Convoco alguna música de Chopin y entro al paraíso.
Apenas tres renglones y me interrumpe la algarabía de los niños en mi calle. Es intensa y por eso me extraña que mi perro no reaccione. Me pregunto si estará enfermo o será que también octubre lo vuelve introspectivo. Cierro la puerta del ventanal para amortiguar las voces y trato de continuar.
Dos renglones más tarde allá afuera parece que llegó una marabunta. Respiro profundo y contra mi voluntad salgo a la terraza para ver a los pilluelos. Para mi sorpresa, la calle está vacía, sólo las sombras primeras de la noche densifican el aire suspendido.
Extrañado, vuelvo a ingresar a mi cuarto. Como si el calendario colgado en la pared atrajera mis ojos, descubro que hoy es 31 de octubre. Cómo es posible que no lo supiera. Ahora lo entiendo: son ellos y este es su día. Vuelvo a escuchar el jolgorio esta vez mesurado y salgo a asomarme nuevamente. Nada: silencio, vacío. La duda se esfuma vaporosa en el aire.
Inquieto, voy hacia el mueble de la cocina donde guardo la bolsa de dulces que tengo preparada para este día. Sé que tocarán a mi puerta, igual que el año pasado, el primero de su nueva vida. Y también vendrán más tarde los otros, los que sólo se disfrazan de muerte.
Ahí están. Los puedo escuchar. Me pregunto si habrán crecido un poco. Javier ya sería un púber y Damiana también. Los demás eran más pequeños y los recuerdo menos. “La calavera tiene hambre, no hay un pancito por…” Abro la puerta que da a la calle y automáticamente cesa el cántico. Sin embargo, sé que están ahí, frente a mí. Casi puedo ver las pecas de Damiana y su cabellera pelirroja. Conmovidas, varias de mis lágrimas también se asoman. Tomo buenos puñados de dulces y los arrojo al aire; sé que cacharán algunos.
Después de unos minutos de imaginarlos, sonrío y les digo adiós. Al entrar a casa y cerrar mi puerta la cancioncilla continúa. La vocecita dulce de Damiana es inconfundible.
No puedo evitar que me atraviese la tristeza.
Aquel terrible día debimos incendiar ese camión y a su maldito chofer embrutecido por el alcohol.
DE LIBIDO
La familia entera se reunió alrededor del anciano. Recibieron la noticia de que estaba en las últimas y nadie quiso pasar como descortés ante el casi nonagenario y ante Sarita, la única de las hijas que se encargó de él durante años. Ahí estaban todos sus hijos, ocho en total, no todos de la misma madre, y muchos nietos que no lo veían desde que eran niños, ahora calvos algunos o ya canosos. A algunos los movía un amor ligeramente genuino y a otros simplemente el interés. También se presentaron algunos bisnietos, curiosos por saber un poco más del famoso bisabuelo y sus historias donjuanescas.
Apareció una antigua sirvienta, ya de la tercera edad, acompañada por un treintañero al que hizo pasar por hijo del moribundo. Nadie creyó su historia y con decencia la pusieron de patitas en la calle, aunque el muchacho, un verdadero percherón, era altísimo como el viejo y con idéntica sonrisa pícara.
Reaparecieron tantos y varios de ellos se conocían sólo a través de las fotos. Para las muchas lágrimas que ahí se derramaban hubieran sido necesarios estudios de laboratorio a fin de constatar su pureza.
Entre los que se encontraban dentro del enorme dormitorio, y bebían café o intercambiaban conjeturas a media voz, había una mujer de mediana edad que sólo él podía ver. Nadie comprendía la sonrisa plácida del anciano, ese rictus de placer que dibujaban sus ojos y su boca, aun cuando su pulso había bajado a menos de 40 latidos por minuto y su presión arterial estaba por los suelos. Sus ojos parecían perdidos en un punto en la pared y nada podía hacer que los desviara de ahí.
Era ella, la mujer de su vida, madre de tres de los ahí reunidos. Sin embargo, por extraño sortilegio acaecido en su transición de la vida a la muerte ―aunque algunos sostienen que es a otra vida verdadera y eterna―, la dama se presentó con una apariencia de veinte años menor que cuando se fue de viaje sin retorno, bella todavía, glamorosa y sensual. En su delirio, el hombre la vio dirigirse hacia él traspasando objetos y otros cuerpos. Alzó su mano para tomar la de ella y después acariciar no con ternura su pelo ni con devoción sus mejillas, sino con inusitada lascivia sus senos. Admirados, los presentes lo vieron alzar su cabeza y parte del tronco para alcanzar los labios que la mujer le ofrecía, invisibles para ellos. Su respiración se agitó de pronto y en su mirada se dibujó una emoción envidiable si de morir con ella se trataba, la misma de un mancebo que por primera vez ve desnuda a una mujer deseada.
En efecto, la aparición vedada para todos, menos para él, poco tenía de tono místico o pudoroso. Al contrario, se trató de un fantasma femenino atrevido, pues se desnudó por completo ante el éxtasis del anciano y le ofreció una imagen última que lo llevaría lleno de gozo a cruzar el puente que conecta este valle misterioso llamado vida con aquellos otros parajes insondables.
En el último momento, ante el asombro de todos, una potente erección que no hubiera sido posible ni veinte años antes, envalentonó al cuerpo moribundo. Se miraban unos a otros sin entender, algunos llenos de bochorno, otros simplemente admirados. Con esa partida triunfal el abuelo no dio lugar a demasiada tristeza. Al contrario, a los más jóvenes les pareció digna de ser elogiada la proeza del viejo. Buen final para alguien a quien se le reconoció siempre su fama de semental.
Sarita, la hija bondadosa que lo cuidó desde que cayó enfermo hacía años, ordenó con discreción a la enfermera hacer algo para desaparecer la carpa levantada sobre el cuerpo de su padre. La noble joven, de cofia y uniforme límpidos, no tuvo éxito en la encomienda y algunos hombres no pudieron evitar risillas nerviosas. Un biznieto se encontraba realmente emocionado ante los apuros de la chica y su fracaso. Él mismo sintió la misma reverberación carnal y pensó que el espíritu del anciano entraba en su cuerpo y en adelante tendría que honrarlo repitiendo sus proezas masculinas.
Finalmente, no les quedó otra alternativa que poner las manos del difunto sobre sus “partes nobles”, en vez de en el pecho, a fin de mitigar un poco el efecto visual.
Pasadas unas horas, el anciano muerto se portó decente y declinó para siempre su furor corporal, para el consuelo de Sarita y demás damas pudorosas. Pero no fue posible quitar sus manos de ahí. Así partió, regocijando esa parte de su cuerpo que poca calma le dio en vida.