Desde hace semanas está ausente. Su rostro es luna lejana que esconde universos inaccesibles para él, quien la mira desde el pedazo de tierra al que desea afianzarse. Es una nube en busca de planetas distantes, es ala que no pretende morirse con las sentencias del cura, la suegra, la ley, la costumbre y Dios macho todopoderoso.
Ella era feliz, conjetura él, pero llegó ese libro a sus manos, esa canción chilena, un brillo desconocido en la mirada y aquella marcha de la que regresó como si hubiera encontrado otro credo, una bandera en rojo intenso sin águila ni reptil y sí con un puño enguantado estrellando el cielo lejano e indiferente. Su compañera entra en el silencio como buscando palabras que aún no hay en su vocabulario y el hombre tiene miedo de que las aprenda y de no tener él la capacidad para reducirlas a la nada, como le han enseñado los siglos de historia que bebió sin cuestionar. Si un día sale del mutismo, lo hará convertida en otra muy distinta de la mujer triste que tuvo miedo y dijo: “sí, me caso contigo, porque la cárcel donde vivo tiene mucho moho y prefiero la tuya.”
Por las mañanas, al despedirse para ir cada uno a su trabajo, el beso no tiene la miel tierna de los primeros tiempos; es otro nuevo que sella un compromiso distinto, uno de tú a tú y de yo soy yo. Y su mirada, siente él, abre huecos en la suya, lo horada, lo traspasa y se va lejos; no es la misma que se detenía en su piel olorosa a lavanda porque ahí encontraba el paraíso, uno de espasmos intensos y orgasmos enceguecedores. Intenta con rosas, con recuperar los rituales del enamoramiento: abrirle de nuevo la puerta del coche, invitarla a cenar a lugares románticos, ternuras a la hora de comer, dormir, tener sexo o discutir los gastos de la semana; su imaginación masculina no da para más. Sin embargo, parece que ella va siempre adelante, ávida de páginas de libros y noticias, de canciones que clavan una daga en el centro de la versión romántica del amor; deseosa por salir de casa sin él y huir de la cocina impecable en la que se ha instalado el tedio, roto apenas por el ritual del primer café del día.
Una noche de viernes, después de hacerlo con una furia desconocida en su cuerpo frágil de mujer y de escucharla gritar su orgasmo como un grito revolucionario que debió llegar a tres cuadras a la redonda, él se sintió por primera vez utilizado, violado, reducido a corcel que se cabalga y abandona después en manos de un caballerango, mientras ella, desnuda, fuma un cigarro en la terraza y busca duendes en el bosquecillo de enfrente. Estoy cambiando, José, te habrás dado cuenta, le dice y guarda silencio enseguida, igual que él, quien pega la mejilla izquierda en la almohada y le da la espalda, contrariado. Ella lo abraza con súbita ternura, acariciando su pelo y murmurando en su oído: “Todo va a estar bien, pequeño, no tengas miedo”. Así duermen, niños viajeros en la cápsula reparadora del sueño, amándose con la transparencia de sus mutuos despertares.
Los días se deslizan, entre noticias de insurrecciones que desanudan esperanzas y virus que polinizan de miedo las calles. En los rostros de ambos han nacido matices nuevos, maneras de mirarse que dicen un mundo y callan otros. Él se atreve, suspira y recupera aquél diálogo sobre el bebé. Si ya la ciencia descubrió la manera en que un hombre puede preñarse, entonces embarázate tú, amor; definitivamente no nací para eso y no debo pedirte perdón, porque lo sabías. Le duele la manera en que ella cierra esa puerta, pero es cierto, lo sabía. ¿Por qué el amor pone telarañas en el cerebro para entender ciertas cosas desde el principio?, se pregunta mientras maneja rumbo al bar para encontrarse con amigos. Ella, mientras tanto, se queda sola pensando si es solo amor lo que le falta para atreverse y conceder. Bebe una copa de vino en la terraza y viaja hacia adentro, muy adentro: ahí hay una niña aterrada cuando su tío le regaló una muñeca rubia con sombrero y llena de pecas; la llevó de su cuarto al de sus padres, alegando pavor por la mirada azul que parecía seguirla a toda hora. También encuentra a sus pequeñas primas jugando a ser bellas, mientras ella prefería perderse por el camino largo que se hundía en el bosque y regresar con los zapatos llenos de lodo y con tres misterios enredados en su pelo suelto. Ve a su madre frente a la estufa, con ese semblante sumiso que afortunadamente ella no heredó, la imagina atada con grilletes al suelo y unas pequeñas alas muertas en la espalda. Se topa de frente con la adolescente insurrecta que una vez dijo a su maestra de español que era una arpía y en otra ocasión abandonó a sus padres en medio de una ceremonia religiosa para ir a tirar piedras en el río, acongojada por no saber hablar con la corriente de agua como sí podía hacerlo el ermitaño de un libro que leyó. Al final de su introspección ve muchos caminos que se abren frente a ella: en uno hay un afluente infinito de palabras con remansos lánguidos y rápidos furiosos; en otro corren trenes que anuncian viajes exóticos y están siempre a punto de partir; coplas alegres bordean uno más y trágicas canciones entristecen otro. Su esposo aparece a la vera de un sendero arbolado, sentado de espaldas al horizonte de lindos contornos que se ve al fondo; solo la ve a ella, la indaga, la abarca, la ensombrece con su mirada.
Un domingo a mediodía, después de regresar del gimnasio y hacer el amor con los espejos, todo músculo y pavoneo, no la encuentra en casa. Tampoco halla su ropa en el clóset y su cepillo dental de cerdas suaves en el baño, ni su tapete para meditar en la terraza ni sus palabras yendo y viniendo por los pasillos ni su perfume suave enamorando el aire. Al entrar al estudio, los libros de su esposa más queridos vuelan desesperados por la estancia, sin poder salir tras ella porque la ventana está cerrada; se ha marchitado la violeta en una esquina del escritorio y llora tinta la pluma a un lado de la nota, que dice: “He cambiado mucho, amor. O tal vez no, será solo que me he descubierto un poco tarde. Te sigo queriendo, pero amarte no me basta. No me busques, aún no tengo bien claro hacia dónde me dirijo. No me llevo todo, por si vuelvo. Besos, pequeño”.
Nace un silencio nuevo lleno de fantasmas. Los libros queman sus alas y regresan al estante; de cualquier modo la espera es su tarea perpetua. Sale a la calle, es la tristeza la que mueve sus pies. Se sabe casi muerto, pero hay una pequeña frase que lo mantiene vivo: “…por si vuelvo”.
Días después, en el mismo lugar desde el que ella partía hacia su interior, se ve al hombre sentado con las piernas cruzadas y la espalda recta. Una música suave lo acompaña en su viaje que inicia justo esta tarde del ocho de marzo, mientras afuera las calles de incendian de furor femenino.