VI
De vez en cuando vuelvo a sentir temblorcitos en mi pierna izquierda, la única parte de mi cuerpo que tiene cierta posibilidad de movimiento. Los agradezco porque son signos de vida. Los impulsos nerviosos me recorren y llegan hasta mis ojos, abriéndolos. Cada vez que los abro me pregunto si estoy vivo. Mientras tuve dolor no había duda de que aún seguía aquí. Hoy dependo de mi escasa lucidez cada vez que despierto. Si al menos me doliera un poco tendría algo de esperanza.
Desde arriba se filtran hilillos de vida: a veces sonidos de voces, o gotas de agua que caen en mi pelo, o el gemido de un perro herido, o ruidos de máquinas que hacen vibrar las placas de concreto que me rodean, la varilla que me atraviesa la pierna derecha y el pedazo enorme de cristal que rebanó mi oreja izquierda. Me hubiera gustado darle este apéndice a una prostituta, como Van Gogh; aquí ni siquiera sirvió de alimento para gatos.
Pude no haber faltado a mi empleo ese día, no dejarme llevar por la gripe y el cansancio que me quedó después de pasar la noche con Rebeca. Tal vez el edificio en el que trabajo se mantuvo en pie; era reciente y estaba bien construido. Decidí no ir y aquí estoy, incumpliendo con mi deber y saludando a la muerte. Qué bueno que Rebeca se marchó temprano a trabajar esa mañana; estaría muy apretada aquí conmigo. Además, lo nuestro no se merecía un final trágico, el de dos amantes que mueren abrazados para no separarse jamás. Ojalá esté bien y llore por mí un poco, sólo un poco; la vida es tan frágil que no está como para perderla en llanto.
Hasta el día de ayer, o no sé hasta hace qué tiempo, alcanzaba a escuchar los quejidos de Pepe Barranco, mi vecino del departamento de enfrente. Ya no lo oigo. Nunca pensé que él sería la última persona con quien entablaría un diálogo. “Ramírez, si sobrevives cuida a mi Jacinto. Y dile a mi mujer que siempre la quise, aunque me haya abandonado… ¡Ay!, me duele mucho, Ramírez… mucho”. Fue lo último que le escuché. Pobre Barranco, no es justo para él. A mí ya no me duele nada y no sufro por Rebeca, mi secretaria; lo nuestro era sexo y casi un acuerdo laboral. Quisiera sufrir algo por ella, pero no puedo; ni por Perla o por Renata. En verdad no sé de qué estoy hecho. Bueno, ahora si lo sé, de metales retorcidos, pedazos de cemento y cristales que cercenan. Justo ahora, al final, encuentro la definición exacta de lo que fui.
Hace un rato, antes de dormir la última vez, me pareció escuchar un débil aullido y después nada. Debió ser Jacinto, el perro de Pepe. ¿Por qué hasta ahora me dan ganas de tener un perro?
Quisiera saber si es de día o de noche. Al principio alcanzaba a percibir unos rayos de luz muy débiles, pero el polvo y los fragmentos de vidrio que inundaron mis ojos me han dejado prácticamente ciego. Ya no me llegan las voces, ni las gotas de agua que humedecían mi cabeza. ¿Será que también me estoy quedando sordo y perdí la sensibilidad en la piel?, ¿será que ya viene ella al fin, mi mujer definitiva, la única que me desposará y me sacará de aquí con su infinito poder sanador?
No tengo ninguna esperanza. Ni siquiera deseo que lleguen a salvarme. ¿Para qué? Soy huesos rotos, tejidos muertos, órganos agonizantes. No entiendo por qué mi cerebro se mantiene con cierta lucidez. Sería más fácil si ni siquiera fuera un pensamiento. ¿Estaré pagando mis deudas?, ¿o la muerte se retrasa para que experimente la frialdad que fue mi vida?
Tengo mucho sueño. Me siento demasiado muerto como para seguir vivo. Cerraré los ojos esperando no abrirlos más. No importa que ahora alguien esté llegando muy cerca de dónde estoy. No importa que unas líneas de luz se filtren hasta los dedos necrosados de mi mano derecha, inmóvil y atrapada por fierros enfrente de mí. No importa si Rebeca o Perla me lloran allá afuera.
Todo se vuelve blanco, hermosamente blanco. Debe ser el vestido de ella, la mujer definitiva que se acerca.
Cerraré los ojos.
VII
Rebeca pudo ser negligente, como él. Liberarse por un día de la carga cotidiana. Quedarse en el cielo efímero que cuatro cómplices paredes significan. Disfrutar lentamente el paraíso evaporado que se eleva desde la taza de café caliente, meterlo dentro al aspirarlo y elevarse a condición de reina por un día. Pudo hacer del calor bajo las sábanas y del enlace con las piernas masculinas una pequeña historia de redención que durara una jornada entera, un discurso político feminista tejido con gimoteos y onomatopeyas, una fuga, un alto en el camino, un ala para lanzarla a volar por la ventana rumbo a ese horizonte que no alcanzan sus ojos, ni sus sueños, mucho menos su sueldo de secretaria; ni siquiera el delirio al que la llevan los orgasmos.
Pero no, no quiso. La norma, la duda, la deuda, su madre, su hijo sin padre, el cigarro en sus dedos, la mañana clara, los perros ladrando, la puerta, su aliento viciado y un hambre en alma, la arrojaron fuera.
Ni siquiera se acordó de él cuando sintió las primeras sacudidas. Reaccionó rápido, bajó presurosa las escaleras y alcanzó la calle, limitada por la estrechez de su traje sastre, ondeando en su mente los ojos de su hijo. Más tarde pensó en su amante. Enseguida supo de la caída del edificio de apartamentos en el que pasaron juntos la noche. Días después fue a visitarlo a la funeraria y algunas lágrimas ennoblecieron su rostro. Aún sentía que llevaba el olor masculino enjugado en la entrepierna.
Se estremeció.
* * *
Jacinto pudo irse tras los pasos de otra alma bondadosa, de otro olor que le resultara igualmente agradable. Tal vez durmiera en la terraza de una casa grande y correteara por un jardín inmenso, olisqueando rastros de ardillas, comadrejas y hurones. Estaría bien alimentado y habría una cama mullida para los tiempos fríos.
Sin embargo, prefirió a Pepe. Fue una de esas relaciones bien soportadas en un flechazo químico. Un perro de buena clase que tuvo el infortunio de haber sido regalo navideño para un niño imbécil y que fue echado a la calle cuando creció y perdió su gracia de cachorro, se sintió inmediatamente atraído por ese sujeto de ojos desencantados que le ofreció unas migajas de pan y acarició su testuz. Lo siguió hasta su edificio y el hombre no pudo dejarlo a la intemperie. A la postre sería su mejor amigo, confidente y compañero de aventuras.
Tal vez Jacinto soñaba con alguna olorosa damisela testeada por su olfato en el parque, cuando los ruidos y las sacudidas se metieron en sus sueños. Tardó en despertar. Cuando lo hizo, se debió al terrible impacto que recibió en su espalda, partiéndosela. Quiso moverse, pero sus patas delanteras apenas arañaron el suelo; las traseras habían desaparecido, no había sensación que diera testimonio de su existencia.
A diferencia de los humanos, no tenía demasiadas razones que lo angustiaran ante la inminente presencia de la muerte; la única era Pepe. Aulló con las pocas fuerzas que le quedaban para llamarlo. Hubiera sido feliz viéndolo de pie frente a él y después morir a gusto con su olor en la nariz. Cuando escuchó a su amo llamándolo dificultosamente en medio de la oscuridad que se apoderó de todo, experimentó una pequeña alegría y supo que era intensamente amado.
Su último aullido, casi inaudible, quedó guardado en los escombros.