Me rindo ante tu Bosque de María Sabina, me pierdo en esa alucinación de nubes y copas arbóreas polícromas y voy por uno de esos caminos abiertos a mi imaginación en busca del conejo que me lleve a mi propio país de las maravillas. Dime dónde está el manantial de inocencia en el que bebes, dónde tus ojos encuentran los colores dormidos y cuál es el momento del día en el que hiendes el tiempo para entrar a tu paraíso. ¿Basta haber crecido junto a un río y dedicar el tiempo a mirar tu derredor con la paciencia de la iguana sobre la piedra, y después cerrar los ojos para atisbar hacia adentro y darte cuenta de cómo tu emoción filtra en rojos, verdes, azules y amarillo intensos tu experiencia del mundo? ¿Basta tu afán de escapar de la dolorosa vida y del miedo común de los pobres mortales que nos despertamos a diario para contar los muertos del día antes del ritual sagrado del café? ¿Basta ese brillo que se mece bajo tus pestañas y esa mano que toma el pincel con la natural desfachatez de un niño?
¿Sabes? Nunca antes tuve el antojo de ser una piedra acurrucada en el tronco de un árbol o una nube roja amenazando con llover pasión sobre las cabezas de los hombres y mujeres que caminan presurosos por las calles, o un elfo silvestre cuidador de los bosques misteriosos que pintas, en los que no parece haber talamontes, máquinas derrumbando nidos o psicópatas incendiarios arrojando cerillos en la hojarasca. Nos invitas a ser niños y ese es tu pecado por el que algunos te llaman naíf, aunque el martillero en las subastas de tus cuadros te presente como el Van Gogh mexicano avecindado en un pueblito del sur de Morelos, en donde pasa tranquilamente su vida en medio de los paisajes que lo inspiran, preso del color y las tradiciones de su gente.
Pintor, ¿por qué siempre los ríos que no sé si van a dar a la mar? ¿Será que dentro de ti aún corre limpia la misma agua en que te bañabas desnudo cuando eras niño y las pozas siguen siendo remansos de vida encantada entre las raíces de los árboles en la orilla del afluente? Sin plásticos sí hay paraíso, pareces decirnos en el gouache donde dos hombres desnudos lavan su cuerpo tal vez después de una faena larga en el campo, entre árboles, flores acuáticas en delirio de verdes y candor de patos que no saben de aguas negras y grandes fábricas que desechan residuos tóxicos. Retorno al idilio, la contemplación, la fuga; retiro contemplativo al color en equilibrio, indagación en la cueva interior donde moran chaneques, dríadas y ninfas en curiosa convivencia con demonios de cola larga y otras representaciones de Hades. Prefiero en tus lienzos ese encantamiento hídrico que baja desde las montañas en lugar de la representación del Aqueronte, río de la pena y el dolor. No vuelvas los ojos al manantial contaminado, al cauce semiseco, a la basura flotante que ha sustituido los patos y a los peces aleteando su final en aguas turbias; no huelas las emanaciones de muerte húmeda que lastiman al cruzar el puente ni contemples la tristeza de las garzas que han llenado de fango sus alas y sus patas. No sepas, pintor, que desde hace mucho ya no se desnudan los mancebos en el río al volver de sus tareas, ni lavan en el río las señoras al ritmo alegre de su comadrería ni tienden las sábanas en los arbustos a modo de lienzo que compite con la blancura de las nubes.
Ve hacia adentro y hacia atrás. Regálanos las fiestas patronales y sus procesiones, las mojigangas y los carnavales, las señoras con niño enrebozado en sus espaldas y chilpayate jalando de la mano. Danos los tejados, las cúpulas de las iglesias y los arcos que guardan en sus curvas la nostalgia y la alegría de la banda de viento por las calles; y los sueños eróticos de cascadas y árboles enamorados de las piedras; y los surcos floridos donde los huerteros cosechan los pepinos, los jitomates y las calabacitas, los tajos con sus terrazas y pantanos en lo que crecen los arrozales, las mujeres desnudas bañándose en un río de lechos y tornasoles imposibles. Regálanos la encrucijada de ramas, piedras y raíces en las que te quedaste viviendo para siempre cuando advertiste que sin ellas el mundo te dolía. Danos como estupefaciente la candidez de esos rincones de tiempo detenido y nunca pactes con los demonios que quisieran convertir tus arrugas en desesperanza.
¿Recuerdas cuando en la escuela de pintura tus compañeros que hacían de modelos te acusaban por desnudarlos en tus cuadros y que el maestro jamás te reconvino por eso? Así seguiste, quitando la ropa y la fealdad de las imágenes que se cruzaban en tu camino. Y dibujabas miniaturas como si quisieras esconderte en las pequeñas proporciones, convertir tu grito en murmullos, susurrar tus trazos sobre el lienzo caótico de la realidad. Hasta que un Pepe grillo te exhortó al oído: ¡Pinta grande! ¡Los árboles nacieron para crecer y las corrientes de agua también! Atrapa las grandes nubes, los colores, los dulces engaños de la belleza; sube a la escalera y toma por asalto las paredes, plasma los recuerdos de los hombres, dibuja las piedras sobre las que nos hemos construido, mata el vacío, encarámate en tus divagaciones. Si te han pagado dos pesos por ello, poco te importa. Tú sigues andando con el pincel, la espátula o el lápiz en mano. A este mundo le hacen falta defensores del candor, que otros se encarguen de las reyertas y de la enumeración de los muertos.
Quiero seguir tras el conejo que estoy seguro se esconde en alguno de los huecos que resguardan las raíces de tus árboles gigantes. Me ha de llevar a guarecerme del mundo mientras pasa la pandemia. Estar ahí donde el miedo es acaso un cocodrilo extraviado que sobrevive en los márgenes de la corriente, camuflado entre ramajes, esperando el momento de convertirse en reliquia enlamada pereciendo de inanición. Y echar a volar después sobre los paraísos arbolados de tus cuadros en busca de la poza cristalina que resguarda los retazos de mi infancia. Paisajista, no envejezcan tu mano y los pinceles.