El vecino de enfrente me despierta gritando a pecho abierto. A diario lo escuchó salir apresurado con sus tres hijos varones rumbo a la escuela; regularmente veinte minutos antes de las siete enciende su auto y recibe la bendición de su joven cónyuge. De hecho, me sirve de aviso, pues a esa hora me desperezo para llevar a pasear a mis perros. Sin embargo, hoy me ha despertado mucho antes, a las seis de la mañana, y sus gritos llaman a su esposa con una mezcla de enojo y angustia. ¿Qué le pasa a este hombre? Acuciado por mi vejiga urinaria, me levanto con la idea de acudir a vaciarla primero y luego investigar qué sucede con el vecino; ofrecerle mi ayuda, si la necesitara. ¿Ya casi sales, amor?, pregunto, porque la puerta del baño está cerrada y supongo que mi esposa está adentro. ¿Amor?... ¡Qué raro!, parece haber bajado ya a la cocina. Es extraño, pues hoy es el tan anunciado día nueve y claro me dijo ayer antes de dormir: “Mañana de la cama nadie me mueve”. Después de la micción bajo a buscarla. Los gritos del vecino se han convertido en llanto, lo que me preocupa sobremanera, al tiempo que empiezo ahora yo con mis exclamaciones buscando a mi esposa, quien no se encuentra en la planta baja ni en el jardín. Caigo en la cuenta de que algo grave sucede en mi calle, pues ahora el ingeniero de al lado sale de su casa preguntando si alguien vio salir a su pareja, una mujer mayor y enferma, a quien nunca se le ve si no es a su lado. Los tres hombres, engarzando nuestras congojas, nos hacemos unos a otros las mismas preguntas sin respuesta. El azoro hermana nuestros rostros de diferentes edades.
Sin dar mayor vuelta al asunto nos dirigimos hacia la entrada del fraccionamiento, pues los guardias sin duda las vieron salir. Al caminar por la avenida principal se nos suman otros hombres jóvenes y viejos que buscan a sus esposas, hermanas e hijas. La alarma crece en cada uno de nosotros. En ese momento pienso en mi hija, que vive en otro punto de la ciudad. No soporto la idea de pensar que algo similar esté pasando con ella. Al llegar a la caseta de vigilancia el grupo de hombres ya suma más de veinte. Los dos guardias están tan sorprendidos como nosotros, pues los compañeros que los relevarían a las seis de la mañana telefonearon para justificar su ausencia; también buscan a sus esposas e hijas misteriosamente ausentes. Juran y perjuran que por el portón de acceso no ha salido una sola mujer. Uno de ellos se suelta en llanto y se retira de inmediato, porque nadie contesta el teléfono en su casa.
El asunto es atroz, ilógico, imposible. Todos estamos con el teléfono en mano tratando de contactar a parientes y amigos que puedan darnos alguna luz sobre el absurdo que vivimos, o buscando por internet mayor información sobre lo que sucede. Recibo una llamada de mi hermano, que me informa de la desaparición de mamá y mi hermana Tita. El grupo ya suma unos setenta hombres, entre niños, adolescentes y adultos. Se escucha un coro alucinante de gimoteos, gritos y rezos. Un hombre ha caído de rodillas y pide a gritos perdón a Dios y a su esposa. Se le suman otros que agregan plegarias a santos y vírgenes conocidos y desconocidos, como un tal San Pafnucio o una tal Nuestra Señora de Begoña; esta última recibe imploraciones de un español llegado hace unos años desde Bilbao.
De pronto los móviles dejan de funcionar. La señal se pierde por sobresaturación de las redes. La desesperación se hace mayor y ningún intento colectivo por entender y buscar una solución al problema fructifica. Al contrario, dos tipos se han liado a golpes al salir a flote que uno es el amante de la esposa de aquel. En un estado de crisis como este las verdades afloran y rompen las frágiles represas que las resguardan. Otros caminan como lunáticos por las calles del fraccionamiento intentando en vano comunicarse con alguien u obtener una explicación pobremente lógica sobre lo que pasa. Algunos más han salido corriendo rumbo a la iglesia cercana, pues seguramente el cura tendrá palabras de consuelo ante la tragedia. Por mi parte, regreso a casa para huir de la neurosis colectiva que prevalece. Me encierro en la habitación y enciendo la radio en busca de noticias. Muchos informativos al parecer se cancelaron, pues son dirigidos por mujeres. Logro sintonizar por fin uno de tono amarillista. Escucho la voz patética del conductor que da cuenta del fenómeno generalizado: “Amigos míos, los pocos reportes que hemos podido recabar dan fe de que este día las mujeres nos abandonaron. Me informan que en al menos veintiún estados del país sucede lo mismo y de igual manera en otras naciones de Latinoamérica, como Chile, Perú y Argentina.” Me hundo en una desolación que me deja sin fuerzas, dejo brotar mis lágrimas tanto rato contenidas e intento comunicación telepática con mi esposa, como muchas veces lo practicamos al encontrarnos lejos uno del otro por cuestiones de trabajo. Es inútil. Yo, un ateo confeso, le pido a Dios una explicación, se la ruego.
Sin darme por vencido, descuelgo de la pared dos fotos de mi esposa y mi hija para llevarlas conmigo. Enciendo el auto sin hacer caso al llanto de niños y hombres adultos. Casi al salir del fraccionamiento, cuya puerta ha quedado abierta y sin vigilancia, me detiene un amigo muy querido para decirme que en la calle Hacienda de la Luna un hombre se dio un balazo en la sien, y que otro de Hacienda de la Luz sufrió un infarto fulminante. Lo siento, no tengo tiempo para llorarlos; yo salgo a buscarlas y ven conmigo si quieres. Sin responder, abre rápido la puerta del copiloto y aborda. Al pasar a un lado de la iglesia escuchamos cánticos suplicantes de cientos de hombres que desbordan el templo y el atrio. La leve lucecita de fe que me inundó minutos antes se desvanece; paso de largo sin creer que los cantos y rezos puedan aparecer a las mujeres. Conforme avanzamos el tráfico se vuelve imposible, hasta que las calles quedan convertidas en grandes estacionamientos. Logro acomodar el auto en una orilla. Sigo a pie rumbo a casa de mi madre, aunque seguro de que no la encontraré. La ciudad es una nube de testosterona inútil que vaga por todas partes en busca de su complemento escondido en algún lugar. Todo está detenido: el comercio, el servicio de los restaurantes, el transporte público, la actividad en escuelas y hospitales. Parece librarse una guerra en contra de nadie, porque no hay a quien responsabilizar de lo que sucede. Pero nuestra naturaleza masculina busca culpables aquí en la tierra o allá en el cielo. Escucho hablar de hombres que han invadido casas en busca de mujeres, de grupos que asaltan el cuartel militar cercano porque un alucinado aseguró que ahí tenían recluidas a miles de nuestras esposas e hijas, lo que derivó en varios muertos entre soldados y civiles. Muchos hombres que integran los distintos órganos de gobierno abandonan sus funciones para adherirse a la búsqueda o a los rezos. Se habla por la radio de intentos pobres por recuperar el orden y la paz, pero prevalece el caos. El número de fallecidos crece con el aumento del calor y la desesperación; lo sé porque escucho sobre ello por todas partes. Sin embargo, también soy testigo de actos solidarios: hombres que abrazan a otros que lloran desconsolados; unos invitan a sus casas a los más angustiados y comparten algún alimento, y por doquier hay grupos que se unen a rezar o hacer introspección que les permita entender los hechos. Surgen nuevos líderes que disertan sobre el amor infinito que merecen nuestras compañeras y condenan los siglos de violencia y represión a los que se les ha sometido. Algunos dirigentes religiosos hablan de una decisión extraña e inesperada de Dios para hacernos llegar el apocalipsis: la ausencia de mujeres, a quienes ha salvado y resguarda en algún paraíso distante, lejos de nuestra violencia y barbarie. Hay quienes llegan al extremo de afirmar que todas ellas fueron abducidas entre la noche del ocho y la madrugada del nueve, pues la energía que generaron en las manifestaciones y protestas del día anterior produjo frecuencias vibratorias tan altas que permitió a miles de grandes naves extraterrestres llevar a cabo la abducción generalizada.
Escucho, veo y huelo lo que sucede tratando de resultar ileso ante cualquier agresión o fanatismo. Llego a casa de mi madre y ahí encuentro a mi hermano mayor. Nos abrazamos tanto tiempo como no lo habíamos hecho. Sus ojos me miran desorbitados y su boca repite con insistencia que Dios ha castigado a los hombres, dejándolos solos en el infierno. Y sigue llorando por mi madre, su esposa y sus tres hijas. Pienso en mi hijo, que trabaja en otro estado. Me consuelo al saber que él no ha desaparecido, aunque me pregunto si ese no será en realidad su castigo. Junto a mi hermano, escucho por la radio que una turba de miles de hombres asaltó una cárcel con la complicidad de los mismos guardias, y que a varios presos por feminicidio, violación y violencia a las mujeres los lincharon y quemaron en una pira humana, liberando al resto de los reclusos. Nadie detendrá esto, lo sé, hasta que ellas aparezcan o yo despierte de esta pesadilla.
La noche cae densa como ala de cuervo. Los teléfonos funcionan a ratos y sigo insistiendo en comunicarme. Me emociono cuando conecta la llamada en el celular de mi hija, pero no contesta. Me aferro aún a una explicación cuerda, a creer que todo esto fue planeado y de alguna manera algo o alguien lo resolverá. Varias punzadas en el estómago me recuerdan que no he comido en todo el día. Al buscar en el refrigerador encuentro tortitas de colorines cocinadas en salsa verde y un poco de arroz. Mi hermano y yo comemos sin hambre el mismo guiso que nos encantaba de pequeños, como si mi madre hubiera sabido que estaríamos ahí, extrañándola y preguntándonos si volveríamos a verla. El llanto fluye sin vergüenza alguna y condimenta cada uno de los bocados.
Paradójicamente, las calles se van quedando vacías poco a poco. Los hombres se repliegan en sus hogares, al parecer convencidos de que ningún milagro acontecerá afuera. En la casas quedan los efluvios femeninos, sus destellos vagan por todas partes. A ellos nos aferramos para mitigar nuestra invalidez, igual que abejas buscando inútilmente néctar en flores muertas, y que encuentran solamente vapores. Vuelvo a casa lo más rápido posible; mi hermano también a la suya. Por el camino me doy cuenta de ceremonias funerales para muchos hombres caídos, rituales desangelados porque muy pocos somos capaces de conectar vida y muerte a través de rezos; la historia no nos lo enseñó a nosotros. Las brujas conocedoras de estas magias que mitigan la soledad humana son ellas, y ya se fueron.
Al llegar al fraccionamiento un grupo nutrido de vecinos hace guardia alrededor de una fogata, sin saber bien a bien cuál es la razón para hacerlo, pero entiendo que es una mejor manera de esperar nadie sabe qué cosa y de sobrevivir al absurdo que nos envuelve. Paso de largo después de saludar sin mucho ánimo. Necesito estar en casa, donde al menos habitan sus recuerdos.
Abro la puertecilla de la entrada y entonces reparo en mi perro abandonado. La culpa me abruma. ¿Cómo pude olvidarlo? Lo abrazo y lloro con él. También lo sabe; su mirada triste de párpados caídos me lo dice. Después de alimentarlo, entra conmigo en la casa. Durante largo rato voy llorando mi abatimiento por cada rincón que me las recuerda. De pronto me sobresalta el sonido del teléfono. Mi corazón golpea duro por la emoción. ¿Papá?, suena del otro lado la voz de mi hijo. En medio de la gran desolación brota una alegría. Lo abrazo con mi voz; me abraza: “Ya estoy en la ciudad, papá, pude llegar hasta casa de la abuela. He vivido momentos terribles, las extraño tanto como tú. No quiero arriesgarme volviendo a salir. Mañana me reuniré contigo”. Soy una planta en medio del desierto. Una sola gota, ¡una!, grande y curativa, ha caído en medio de mi pecho. Me da miedo terminar la llamada, dejar de escucharlo y decirle cuánto lo quiero; no vaya a suceder que mañana todos hayamos desaparecido.
Al fin dejo el teléfono y subo a mi recámara. Ahí sucede lo inesperado: mi tristeza se convierte en una materia indefinible que me rodea, como si mi esposa fuera el aire y oprimiera cada centímetro de mi piel. Se me dificulta respirar, pero al hacerlo, voy llenándome poco a poco de una especie de certezas que estructuran mi nueva emoción, vislumbres súbitas que me llevan a experimentar saberes antes ignorados en mí, igual a auroras que han estado siempre frente a mis ojos sin poder yo descubrirlas. Me estremezco nuevamente hasta las lágrimas. Sé que ella está aquí conmigo, y en ella todas las demás. De pronto me siento depositario de un conocimiento divino, descendido desde las diosas griegas, mayas, hindúes, africanas, vikingas o mexicas; no lo sé. Una paz y un amor inconmensurable por todas las mujeres vencen mis resistencias. Es un vino que entra por mis poros y embriaga por completo mi cuerpo. En mi mente nace una luz intensa que aniquila todos los temores y me arroja a la cama, preso de la embriaguez y el deseo de esfumarme en el sueño. Antes de hundirme por completo en la almohada, alcanzo a imaginar sus contornos en su lado del aposento.
Alrededor de las dos o tres de la madrugada, como cada noche, me levanto a orinar. A tientas camino hacia el baño con los ojos semicerrados. Mientras lo hago voy despertando de nuevo a la triste realidad sin ella, sin ellas. Pesado como mi tristeza, me siento en la taza del baño; desde hace muchos años lo hago así por respeto a las mujeres. Mi próstata, testaruda mujer rolliza, anda en pleito con mi vejiga y me detiene ahí más tiempo del acostumbrado, el suficiente para despertarme por completo a la tragedia, libre ya del alivio que me dio la mística experiencia de horas antes. Lloro a chorros esta madrugada del diez de marzo y pienso en la pistola que guardo bajo llave en el armario. De pronto… la escucho: ¿Ya casi sales, amor? ¡No puede ser! Tiemblo y no soy capaz de articular respuesta alguna. La felicidad también es capaz de aterrarnos. La oigo nuevamente, es una sola palabra suya que me devuelve al paraíso, inquieta, vibrante y llena de dudas, como la vida: ¿Amor?...