Querida Amelia:
Me atrevo a enviarle esta misiva porque no suelo ser hombre que deje a medias lo empezado. Mi padre, quien espero haya encontrado un cielo lleno de pastos verdes y aguas claras ahora que murió, me instruyó al respecto con fervor y fuetazos como en los tiempos buenos se acostumbraba. No quiero darle vueltas al asunto, y mire que se me da hacerlo, por eso no logré antes encontrar una dama parecida a usted para mi compañía, pues este vicio de hablar y poner en las íes más puntos de los necesarios me ha dado más descalabros que alegrías. A ti no te para el pico, me decía la abuela cuando me hacía una pregunta sobre la vida de un santo o la política.
Pero bueno, decía que quiero ir al grano antes de que un nuevo virus ataque mis dedos y no pueda enviarle cartas como lo hago ahora. Usted como yo tiene bien claro que antes de esta cuarentena habíamos iniciado algo y hubiéramos llegado ante el juez de paz a estas alturas de no ser por ese bicho endemoniado. Mis sobrinos me dicen que podemos mantener contacto a través de las redes sociales, pero bien sabe, porque algo me conoce, que soy alérgico a esas modernidades y prefiero dedicar mis horas a la lectura y el cultivo de mis hortalizas. Ni teléfono tengo, no sobra decirlo. No es que a mis sesenta y cuatro me considere viejo, pero soy un pueblerino nacido en los cincuentas y aquello era otro mundo. La sola idea de pasar mi tiempo pegado a una pantalla, como sucede con la mayor parte de la gente, me produce ansiedad y urticaria. Por eso le mando esta carta aunque se me acuse de chapado a la antigua y espero no le incomode que vaya perfumada como me enseñó a hacerlo mi abuelo. No se moleste en darle una moneda al chamaco mensajero; ya lo recompensé de sobra. Si la pide, apriete sus lindas manos y dele un coscorrón.
Amelia, Dios no me dio el milagro de los hijos como lo hizo con usted. Cierto, tuve amores y anduve de vago por aquí y por allá gastando mis años de juventud, y de nada me arrepiento ni tantito, escúchelo bien que las hipocresías no van conmigo. Y al contrario, a usted el creador le dio dos bellezas que ya encontraron su camino y un hombrecito que lo está buscando; quiso también llevarse a su marido cuando aún era fuerte y merecía quedarse aquí más años respirándola a usted, oficio bello sin duda. Ahora está sola y también lo estoy. Aunque le llevo buena cantidad de años, ocho para ser exactos y para que no se deje llevar por la trampa de este pelo prematuramente plateado, sepa que yo todavía derribo un toro por los cuernos si me lo pidiera; aún sé de rudas faenas sobre un lecho y mis manos saben desvelar muchos secretos en el cuerpo y el alma de una señora como usted, quien merece de la vida más de lo que ahora le está dando.
Por favor no tome a mal mi franqueza ni suelte por ello este papel, porque en él van depositadas tal vez las últimas esperanzas de un hombre que la quiere bien. Esperé tres años para que viviera su luto y callé mis anhelos. Por tal razón es injusto que esta cuarentena nos separe y nos haga perder lo ganado. No sé si la sana distancia nos haga bien. La abuela me dijo que era bueno ver a un amor desde lejos cuando me enamoré por primera vez y debí alejarme. Fíjese que en esa ocasión me fue muy mal, y no por ella, que me esperó como una Penélope fiel, sino por mí que no volví en muchos años y acabé olvidándola por otra. Era muy joven; no me juzgue con severidad. Ahora es distinto, la distancia me hace mal y lo mejor sería pasar esta encerrona juntos. ¿Qué me dice? Tal vez le preocupan las habladurías, mas dígame si hay alguien en el pueblo que ignore cuánto la quiero. Esto se puede acabar en cualquier rato, ya ve cómo están los tiempos. Es un sinsentido guardar el amor para un futuro que al menos a usted y a mí ya nos llegó y rebasó desde hace mucho.
Le diré a continuación algo para animarla o hacer que me mande al diablo: yo no soy hombre de distancias, soy de tocar, besar, acariciar el pelo, dormir acurrucado, compartir la taza de café, enjabonar la espalda y quedarme dentro de una mujer cuanto pueda. Se dará cuenta lo que sufro si apenas alcancé a tomar su mano y besarla una sola vez, mientras usted se derretía en rojo y yo flotaba como adolescente en mi tercera edad. Créame que me ha hecho nacer de nuevo y la deseo para cuidarla como a mis repollos y berenjenas. No merecen mis canciones más que usted las zanahorias, lechugas y calabacitas, a las que canto para hacerlas crecer y engordar como crías consentidas. Se da cuenta cuánta ternura se está diluyendo en la nada.
Dígame algo a través del muchachillo. Un papel con diez palabras si quiere, escoja las precisas, apriete su emoción en ellas y póngame en el lugar que me corresponda. No tema herirme. A estas alturas no hay emoción que no haya toreado mi capote. Dígame si la espero, o si tomo por asalto su casa o usted la mía. Solo le pido hablarme con la emoción guardada en su pecho; con nada más.
La quiere, desde esta reclusión involuntaria, su admirador constante.
Querido Julio:
Confieso que no esperaba su carta. No me sorprende para nada la emoción que me causa recibirla, porque yo también lo he extrañado. Debo decir primero dos cosas: una, que no me lleva usted ocho años, sino seis; siempre me he quitado algunos como muchas mujeres, por vanidad, claro. No sé si saberlo lo alegre o ponga triste, pero así es. Lo segundo es que es usted un atrevido al decirme todas esas cosas. Sin embargo, me gusta que lo sea. No quiero parecer liviana, pero mi marido no me dio tan buena vida y menos fue capaz de expresarse así conmigo.
Lo quise, cierto, empujada por la tradición y el deseo de una familia, pero no como me hubiera gustado querer: sin miedo, en libertad, sintiéndome realizada como mujer y persona.
Usted ha subido mis emociones sobre un carrusel. Me turba y aterra a la vez, ¿sabe? Sinceramente pensé que la cuarentena pondría las cosas en su lugar y yo dejaría de sentir esto que me provoca. No es así, en verdad lo extraño y no puedo dejar de pensar en ese paseo por el lago. ¡Ay!, soy una cursi irremediable, pero tiene algo en sus palabras que me encanta: terciopelo, colores, profundidad.
Pongamos las cosas claras; hablaré con la misma franqueza suya. Tengo mucho que reprocharle: en primer lugar, ¿qué es eso de querer cuidarme como a sus lechugas y demás hortalizas? No, mi señor, yo soy una mujer y así necesito ser tratada, cuidada y querida; no me ande confundiendo con ternuras de zanahorias y calabacitas. ¿Quedó claro? Ahora bien, dígame por qué no aceptó pasar a tomar un café conmigo aquella vez que me despidió en la puerta de mi casa y besó mi mano. Si tenía tantas ganas de estar a mi lado, ¿por qué fue tan caballero y me salió con eso del respeto a mi condición de mujer sola? Acláreme el asunto, pues no es justo haber pasado una noche delirando a causa de su decente comportamiento. Esa vez hubiéramos sabido si nuestros cuerpos se entendían y si resultaba grato verlo despertarse junto a mí; habría conocido yo de las “rudas faenas sobre un lecho” de las que tanto presume en su verborrea. ¡Ay, Julio!, aunque se jacta de haber corrido mundo se portó como un niño conmigo. ¿Acaso no imagina lo que es pasar sola cientos de noches acariciada nada más por los recuerdos? ¿Acaso retiré mi mano cuando la besó, con ese desplante de Don Juan que me provocó calores olvidados? No fui educada tan a la antigua, mi caballero andante. Educarme con monjas fue contraproducente considerando los afanes de mi madre, quien quería verme convertida en verdadera religiosa y no imaginó que puso el mundo en mis manos a través de los libros y las soledades.
Así pues, quítese de la cabeza esos enjambres que lo detienen y aviéntese al ruedo. Quiero verlo tumbar ese toro con sus manos si en verdad tienen la fuerza para hacerlo. Mañana es miércoles y temprano tendrá esta carta en su mano. Después de las nueve de la noche las calles son una tumba. Dejaré mi puerta abierta. A las diez lo espero para romper la cuarentena, tomar ese café pendiente y mirarnos a los ojos. Que Dios nos agarre confesados si uno de los dos carga con el virus en la sangre y nos morimos juntos, que no sería mala muerte. Y no tenga miedo a los fantasmas, Julio. Mi marido ya se cansó de venir a visitarme; parece que por fin se ha marchado definitivamente y seguiré honrando su memoria con una veladora encendida. Lo he perdonado lo necesario y él también a mí. Estoy limpia. ¿Lo está usted?
Lo piensa, desde esta noche larga, la mujer que lo espera.