Abro mi agenda y encuentro ahí mis días inmóviles, vacíos y durmiendo su morriña. Nada hay escrito en ellos, pues salir a comprar despensa, gasolina para el auto o jarabe anti acidez no son asuntos dignos de registrar en sus renglones elegantes.
El sábado me mira suplicante como pidiéndome que escriba sobre él algún aviso de una fiestecilla traviesa fuera de casa, una escapada al bar con los amigos o algún pecadillo semejante digno de su roja naturaleza. El señor domingo, su hermano somnoliento, me ve altanero como siempre, pues es costumbre mantener impolutos sus renglones aburridos a menos que se registre en ellos el ritual de una misa, al que soy un poco alérgico, por cierto; duerme su modorra casi siempre blanca y nunca ha permitido que palabras con aroma a carne asada y cerveza lo corrompan.
Me acongoja mucho más el viernes, pues siempre lo he llenado de frases animosas que invitan a terminar la semana de trabajo con el ánimo en alto, y de otras incendiadas y lúbricas durante las horas vespertinas. En este día he registrado las aventuras más encomiables de mi vida y los secretos más auténticos. Es mi día cómplice, el alcahuete capaz de agitar mi corazón que reclama vida sin condiciones impuestas.
El lunes me mira con indiferencia, su reino es el de los bohemios que odian el trabajo y prolongan la juerga como si el mundo pronto acabara. Pocos lo veneran, si acaso aquellos obsesivos del trabajo que ni siquiera esperan al sol para iniciar su rutina laboral. No es así el aguerrido martes, siempre impetuoso y lleno de proyectos. Se siente desnudo sin algunas letras sobre su pecho fuerte y sufre de soberbia no declarada. Pide guerra y le damos paz, silencio, cubrebocas y discursos de quietud.
El miércoles no tiene problemas con sus renglones vacíos, vive en la justa medianía sin ser de aquí ni de allá, ve con indiferencia cómo sobre sus líneas se escriben citas al dentista, reuniones de rutina o recordatorios de llamadas al plomero; don miércoles no sabrá nunca del prometedor registro en clave secreta de un encuentro en hotel de paso, ni siquiera tendrá corazones pintados para recordar el inicio de un amor tierno ese día, porque ningún tropiezo con Cupido que se precie digno puede darse en miércoles.
El jueves sí que es extraño y no parece preocupado por la falta de registros sobre su llanura blanca, tal vez porque sabe que puede quedar asentado en él la simplona reunión de señoras otoñales que se encuentran para jugar cartas o ensayar su chismorreo al valor de un vinito o rompope; o pudiera anunciar la fuga de los amigos a un congal de buena muerte. Es culposo el jueves, tiene ganas de ser y no es, y por eso las ventas de boletos para el teatro nunca serán las mayores ese día. Es una jornada para el calentamiento del espíritu dionisiaco que revienta al día siguiente por la tarde.
Un poco triste ante el espectáculo de mi agenda vacía, imagino lo que pudo pasar de no ser por la pandemia. La sueño robusta de tanta letra adentro y feliz al ir por las calles apresada por mi mano, sabedora de que cualquier momento es bueno para anotar en ella un pendiente recién contratado, por ejemplo al encontrarme con alguno de mis conocidos con quienes tengo asuntos irresueltos de pequeños negocios, o al conocer a alguien interesado en charlar conmigo sobre un nuevo libro, un proyecto conjunto, o sobre una bagatela de esas con las que se llenan las conversaciones cuando queremos sentir la vida leve, el tiempo como una nube flotante y el vino como un paraíso merecido.
Me pregunto cómo sería posible mitigar la nostalgia de una agenda: ¿Escribo versos sobre ella?, ¿garabateo ilusiones para un futuro incierto?, ¿aprovecho sus líneas para anotar ocurrencias, gastos de la semana o escribir minificciones?, ¿o la pongo a dormir bajo el peso de varios de libros en el estudio? No lo sé. Si fuera una dama de carne y hueso contaría con más recursos para ayudarla, pero no es así. Es una ilusión de papel fabricada por alguien que comparte la idea de que el orden, la puntualidad, la planeación y el irrestricto cumplimiento de las obligaciones dan la felicidad. Yo que llevé agenda por lustros me doy cuenta del engaño: la placidez, el amor, el pulso de la vida, los papalotes del delirio, el éxtasis y la luz estaban en otros lugares que aún sigo buscando.
Sin embargo, no puedo ser ingrato. Al fin y al cabo mi libreta anual ha hecho algo valioso al ordenar mínimamente el caos que llevo dentro. Ha sido una madre que corrige cuando hace falta, una hermanita diciéndome “no seas tonto”, una alerta que me recuerda si voy tarde, una amiga sincera gritándome “la estás regando, estúpido”, una serie de huellas para ir pisando el camino y no enlodarme tanto. Por eso, ahora que descansa también su cuarentena y no vale la pena llevarla conmigo a comprar gel antibacterial, debo aprender a verla con mirada noble, limpiarla del polvo y prometerle que habrá un futuro ya pronto, que escribiré en ella hasta el secreto más íntimo, que habrá muchos meses todavía para vivir su vida de trecientos sesenta y cinco soles y que las palabras saldrán volando como aves de entre sus páginas para esparcir su sonrisa por las calles, y que yo, cuando llegue el momento, sabré ser agradecido guardándola en un estante por años y consultando en ella los teléfonos de los amigos como sabemos hacerlo quienes no nacimos con el siglo.
Agradezco a mi agenda su presencia incondicional. En el fondo sé que no sería bueno enterarla de tanto asunto desagradable que hoy atraviesa como espada nuestros sentimientos. Mantener algo puro resulta imprescindible. Por eso la coloco en el lugar que tienen en mis emociones las plantas del jardín, la estatuilla del Quijote con su pértiga siempre presta, mi perro, mis libros, la bella dama desnuda que busca eternamente mi ojos desde su cuadro en la pared de mi cuarto.
Es hora de cerrar sus pastas y con ellas los recuerdos más nuevos. Debo dar un paseo por la sala, indagar si mis hijos se han ido de viaje por París o Srilanka a través del celular o si meditan, y si mis perros duermen o ya reclaman su paseo por las calles solitarias del fraccionamiento. Pero antes debo lavarme las manos; llevo más de dos horas sin hacerlo. No suceda que el teclado albergue en sus recovecos algún virus y mañana escriba historias de crímenes y decapitados.
Querido lector, lava tus ojos. No suceda que mis palabras lleven impregnado el fecundo virus de la melancolía.