Jorge Arturo Hernández
Palomar
Durante millones de siglos los rayos del sol se posaronen
el agua antes de que existieran ojos capaces de recogerlos.
Calvino, en Palomar
La literatura italiana es una de las más sólidas en todo el mundo. Nombres como los de Dante y Virgilio se erigen como cimas en las letras universales. Pero no nada más en literatura: Italia ha legado a la humanidad creadores inmortales de música, escultura y pintura, por ejemplo.
Antonio Tabucchi, Grazia Deledda, Alessandro Baricco, Antonio Moravia, Luigi Pirandello, Salvatore Quasimodo, Cesare Pavese e Italo Calvino son algunos ejemplos de la grandeza de la literatura italiana del siglo más reciente. Y es justamente una obra del último la que me permito recomendar esta semana.
Hay que mencionar que Italo Calvino nació en Santiago de las Vegas, Cuba, en 1923. Allí trabajaba su padre, un italiano agrónomo que regresó a su país en 1925, junto con su familia.
Calvino cultivó los géneros de cuento, novela y ensayo, principalmente. Todos con mucho éxito, dado que además de ser un enorme escritor, fue un importante intelectual que puso en el centro de la atención temas como la educación, los clásicos o el aborto (leer carta de Calvino a Claudio Magris acerca de este último tema).
Mucha de la ficción del autor se centra en la cotidianidad. Por ejemplo, me referiré a Palomar (2001, Siruela; traducción de Aurora Bernárdez), una novela cuyo protagonista es un hombre entrañable.
El señor Palomar es un individuo que gusta de partir de un elemento externo para hacer de éste un microcosmos internalizado que lo lleva a reflexionar durante lapsos prolongados. Así, durante sus vacaciones en la playa siente la necesidad de observar el nacimiento de una ola, pero no ver la forma del agua y la espuma nada más. «En una palabra, no se puede observar una ola sin tener en cuenta los aspectos complejos que concurren a formarla y los otros igualmente complejos que provoca» (p.20).
Palomar es primordialmente un observador (en la nota preliminar, Calvino señala que el nombre lo tomó de Mount Palomar, el observatorio astronómico de California); el más mínimo detalle es para él motivo para interiorizar.
Durante un recorrido por la playa, el señor Palomar se encuentra a una mujer tendida en la arena, con los senos descubiertos. Al pasar a su lado, mira los pechos, pero pronto considera que la joven pudo haberse sentido ofendida. Ante ello, trata de integrar los senos en un todo, en el paisaje mismo para no violentar la intimidad de la bañista. Luego vuelve a pasar con el fin de conseguir la integración del paisaje.
Sin embargo, no queda satisfecho con ese segundo intento y decide volver al sitio donde está la muchacha. Entre reflexiones acerca de los senos, Palomar observa que la muchacha se levanta de golpe al notar que la rondaba. Se va molesta. «El peso muerto de una tradición de prejuicios impide apreciar en su justo mérito las intenciones más esclarecidas, concluye amargamente Palomar» (p.25) al resignarse a la partida de la chica.
La novela está dividida en varias partes. El lector se entera de las vacaciones de Palomar, sus impresiones de cada detalle. Luego asiste al jardín del protagonista, donde se entera de que el césped es un universo muy complejo del que se puede admirar hasta la punta de cada planta. Somos testigos del amor de dos tortugas que se entregan ante la mirada esquiva del señor Palomar.
Con el hombre miramos los planetas y reparamos en la materia de la que están formados; somos invitados de primera fila al espectáculo de las estrellas; toleramos la invasión de los estorninos; acudimos de compras al supermercado e incluso lo acompañamos a Tula, Hidalgo, a contemplar las esculturas prehispánicas y a admirar la cultura del México antiguo.
Palomar es un libro entrañable. La trama pasa a segundo término: importan los universos y el lenguaje. Porque en esta obra, Calvino da muestra de su capacidad poética para contar historias y crear un personaje inolvidable como lo es el señor Palomar.
¿Acaso no matan a los caballos?
Me matarán. Se perfectamente lo que dirá el juez.
En su mirada adivino que estará satisfecho en decirlo…
H. M.
La industria del entretenimiento ha sabido lucrar con las necesidades y los sueños de las personas, convirtiéndolos en concursos-espectáculos cuyo juez, en la mayoría de los casos, es el público, que paga para mantener a su candidato favorito en competencia.
A través de los reality shows, la televisión ha encontrado la fórmula para mantener a los espectadores pegados a las pantallas durante dos horas o más, en el caso de los concursos. En este sentido, los participantes directos se ven sometidos a una selección que desde el principio denigra a quienes aspiran a obtener cierto beneficio económico o para que se cristalice su deseo o necesidad.
En el proceso de selección se designa un número a cada persona: es decir, el sueño del aspirante se reduce a una cifra. De ahí se realiza el filtro y se elige a quienes, durante algunos meses, mantendrán los niveles de audiencia en un parámetro que permita a la televisora hacerse de anunciantes y patrocinadores cuyas ganancias son exorbitantes en comparación con el premio a entregar.
Esta semana mi recomendación se trata de una novela que ejemplifica lo denigrante que suelen ser algunos concursos: ¿Acaso no matan a los caballos? (Universidad Autónoma de Puebla, 1988), del estadounidense Horace McCoy (Tenesse, 1897-Beberly Hills, 1955).
Publicada originalmente en 1935, la novela relata la historia de Gloria y Víctor, dos jóvenes que se conocen en Hollywood a comienzos de la década de los años treinta, cuando la Gran Depresión golpeaba de lleno a la sociedad norteamericana en diversos aspectos.
Ante la crisis, miles de jóvenes se vieron obligados a cambiar de ciudad en busca de una mejor vida. Tal es el caso de los protagonistas de esta novela. Ambos llegaron a la meca del cine con la intención de introducirse en dicha industria para mejorar su situación de vida.
No obstante, ni Gloria ni Víctor tienen suerte; ella pretende formar parte del mundo de la actuación, mientras que él tiene el deseode convertirse en un director. No cualquiera, sino el mejor director.
Las dificultades para hacerse de un empleo orillan a la pareja a participar de un concurso de resistencia de baile que se celebrará en un salón ubicado junto a la playa. El premio es de mil dólares, pero lo que lo hace atractivo para los competidores es que mientras se mantengan en competencia, los organizadores les ofrecerán comida y alojamiento gratis, además de breves descansos cada día.
Conforme avanza el certamen se narran episodios de la vida de Gloria y de Víctor, aparecen diversos personajes, todo enfrascado en un entorno violento que retrata la vida de los estadounidenses en el interior del edificio.
Sin embargo, las parejas se vuelven un espectáculo, el concurso en sí está diseñado para llamar la atención del público y, poco a poco, se dan cita actores y actrices de la época, directores de cine y otras personalidades cuya presencia atrae a más curiosos y vuelve la competencia algo más rentable.
Para hacer que más famosos y más consumidores vuelvan los ojos a dicha competición, los organizadores buscan hacerla más atractiva. Ante ello deciden montar carreras en las que deben participar las parejas. De esta forma, la narración toma aires asfixiantes, líneas y descripciones que el lector sufre y siente la presión, la humillación a la que son expuestos los competidores. Hay cuerpos sudorosos que se desplazan por toda la pista, casi sin fuerza; algunos caen, otros se agotan.
Una de las reglas de estas carreras consiste en que si un integrante de las parejas requiere atención médica, su compañero debe dar una vuelta extra a la pista para compensar la ausencia del otro. Terminan deshechos. En cada carrera, el último lugar queda descalificado del concurso.
Casi novecientas horas de baile. Durante todo este tiempo ha habido cualquier cantidad de carreras, incluso una boda. Sí, el enlace matrimonial se convierte en un gancho de los organizadores, que se acercan a las parejas para preguntar quién está dispuesto a casarse.
La atmósfera es irrespirable. Todo el ambiente emana violencia. Entre los participantes hay criminales buscados por la policía. Pobres entreteniendo a ricos. Someterse a pruebas grotescas, denigrantes, sólo porque no hay otras oportunidades…
Esto es ¿Acaso no matan a los caballos?, de la que se realizó una versión cinematográfica titulada Danzad, danzad, malditos (1969), dirigida por Sydney Pollack y protagonizada por Jane Fonda y Michael Sarrazin.
Esta cinta fue nominada en nueve categorías al Oscar, pero sólo obtuvo la de Mejor Actor de Reparto (Gig Young).
¿Acaso no matan a los caballos? es una novela breve (126 páginas en la citada edición), con una prosa ágil que se deja leer de forma fluida, aunque hay escenas que de pronto cortan el aliento. Se trata de una historia que nace de la esperanza y desemboca en una tragedia que no deja indiferente al lector.
Manhattan Transfer
Chicas y chicos se empujan magreándose
[…]
hasta que las ráfagas de un domingo
muerto les soplan polvo a la cara,
el polvo de un crepúsculo borracho.
La Generación perdida es un grupo de escritores nacidos en Estados Unidos hacia finales del siglo XIX y principios del XX, con cierta influencia europea. Se la denomina así porque les tocó vivir fases creativas «perdidos» en el periodo de entreguerras y participaron de conflictos bélicos.
Los nombres más destacados de este grupo son los narradores William Faulkner (1897-1962), Ernest Hemingway (1899-1961), John Steinbeck (1902-1968), Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) y John Dos Passos (1896-1970), así como el poeta Ezra Pound (1885-1972).
Si hay que agregar algo respecto de su importancia es que los tres primeros fueron Premios Nobel en los años 1949, 1954 y 1962, respectivamente, además de que figuran entre los escritores más importantes del siglo XX en lengua inglesa.
Algunas características de la Generación perdida son –principalmente– el pesimismo y una fuerte crítica a la guerra y su inutilidad, a la voracidad del capitalismo, así como a lo que los políticos de la actualidad llaman «desarrollo» y «progreso».
La recomendación de esta semana es una novela que gira en torno a estos conceptos: Manhattan Transfer (Bruguera, 1980), de John Dos Passos.
Esta novela fue publicada en 1925, es decir, cuatro años antes del inicio de la Gran Depresión estadounidense. Con maestría, el autor anticipa las catástrofes económica y social que devinieron tras el crack financiero del 29.
La estación Manhattan Transfer sirve a Dos Passos como metáfora para desarrollar la que es considerada –quizás– su mejor novela, pues en aquélla, como en todo paradero del transporte público, confluyen personajes que se cruzan de forma constante o que nunca más se vuelven a ver.
El escenario es la ciudad de Nueva York de los años veinte. No sirve nada más como telón de fondo, sino que el escritor hace de ella un personaje, acaso brutal: devora seres y sus sueños un día sí y el otro también; luego los regresa al mundo como almas grises, despojadas de toda esperanza: hombres y mujeres completamente desolados.
La historia de la novela no está centrada en un personaje en sí, sino más bien en la masa en su conjunto: Dos Passos entrega un collage en el que nos da cuenta de los sueños y las aspiraciones de un montón de personas que creen que en Nueva York hallarán –y lo llevarán a sus vidas– el ideal de bienestar.
Con base en estas motivaciones es que cada ser fluye a través de párrafos y párrafos; sin embargo, Dos Passos no permite profundizar en la vida de los personajes, pues en cuanto el lector comienza a saber algo más, llega el cambio repentino, los espacios en blanco en las hojas como símbolo del vacío.
En la obra hay jóvenes que anhelan hacer dinero, mujeres que buscan alcanzar la felicidad, suicidas, obreros, políticos, sindicalistas; seres atormentados que beben alcohol, pese a la prohibición… Éste es un elemento de la crítica de Dos Passos hacia la sociedad norteamericana de su tiempo; sabe que, pese a la falsa transparencia en la política de ese país, la corrupción es uno de los tantos defectos sobre los que está cimentada la democracia estadounidense.
La novela no es corta (472 páginas en la citada edición), pero se lee a buen ritmo; está escrita con una técnica de alguna forma innovadora del autor en cuanto al collage que ofrece al lector a través de cientos de páginas.
El ritmo se mantiene, pese a que no existen momentos de tensión ni hay una trama que exija la atención del lector, aun cuando sólo algunos de los personajes vuelven a aparecer, años después, ya en desgracia. Muchos son presentados y pronto desaparecen, sin saber nada más de ellos. De otros nos enteramos de sus fracasos. Porque, en el fondo, es una novela de fracasos, de la soledad como único recurso para encarar la derrota frente a una sociedad que exige materializar los sueños para comprobar el éxito.
En esta obra encontramos a un John Dos Passos pesimista, pero a la vez desengañado de las falsas ventajas del progreso y demás mentiras. Sin embargo, como todo gran pesimista, deja un resquicio para que se cuele la esperanza.
Otras obras destacadas de este autor son: Tres soldados (1921), novela de corte antimilitar; la trilogía U.S.A., conformada por las novelas El paralelo 42 (1930), 1919 (1932) y El gran dinero (1936), entre otras.
Por un bistec
–¡Con qué buenas ganas me comería un bistec!
–murmuró en voz alta, cerrando los enormes
puños y escupiendo entre dientes un juramento.
J. L.
El boxeo es, junto con el futbol, acaso el deporte más popular del mundo. O por lo menos en México lo es. Es una actividad añeja, de siglos. Hay personas que opinan que el boxeo es salvaje y violento. Sin duda, hoy en día se trata de un negocio que está por encima del deporte. Todo lo que lo rodea –excesos, corrupción, engaño– ha hecho de este antiguo deporte un espectáculo más que hoy en día atraviesa por una crisis no únicamente de credibilidad, sino de talentos.
Pero algo hay en el box que apasiona a millones. En el cine existen diversos ejemplos para ilustrar el gusto por esta actividad. El más conocido es Rocky y sus numerosas secuelas, aun cuando Silvester Stallone aprovechó el cine para realizar propaganda proyanqui y antirrusa en torno a su personaje en la cuarta cinta.
También está Toro salvaje, protagonizada por Robert de Niro, quien encarna al boxeador Jake La Motta y cuya actuación le valió un Oscar como Mejor Actor.
Hay más ejemplos en el cine. Sin embargo, en literatura existen, a mi parecer, los mejores exponentes que describen este deporte. Escritores como Hemingway, Bukowski, Ricardo Garibay, Cortázar –entre muchos otros– se han visto seducidos por el pugilismo. Acaso el primitivismo nos lleva a admirar el intercambio de golpes, el llamado a la violencia. No sé. El caso es que una buena pelea altera el ritmo cardiaco, la sangre fluye y todos nos volvemos expertos en la materia.
Esta semana mi recomendación gira precisamente en torno a ese deporte. Me refiero a «Por un bistec» (Alianza Cien/Conaculta, 1994), del estadounidense Jack London (1876-1916), quien fue un notable aficionado del deporte de los puños.
«Por un bistec» es un cuento que se centra en la figura de Tom King, un boxeador veterano hundido en la miseria, prácticamente retirado. Aunado a ello, tiene una esposa y una hija a las que debe alimentar.
Cierto día le ofrecen combatir contra un joven que aspira a ser figura mundial. Tom King ni se lo piensa mucho y acepta la propuesta: de ganar, obtendrá una suma de dinero que le permitirá alimentar a su familia y paliar un poco la miseria de la que es objeto.
Con maestría, Jack London relata los momentos previos al combate, lo que piensa el hombre que sólo ve en esa oportunidad una manera de fugarse un poco de la condición tan adversa en la que está sumido. Diríase que uno escucha el rugido estomacal de Tom, se conmueve con los deseos de ese hombre que sólo busca alimentar a los suyos.
El relato no es una apología de la juventud ni un reclamo a la vejez. Por el contrario, se trata de un golpe maestro de la voluntad de vivir. La narración de London de esa pelea es de lo mejor que se ha escrito en torno al deporte que mueve masas.
Acudimos al drama de Tom King en carne y hueso: se respira su pasión, se suda su miedo, su vitalidad, su energía que se escapa. Incluso uno recibe los golpes que le dan. Es el encuentro del boxeador que fue contra el boxeador que pretende ser. Sí hay una lucha entre el ser joven y el ser viejo, pero entre lo más destacable del relato están la atmósfera, el ambiente que se vive, el drama, la situación de Tom y de su familia: esa ilusión del hombre y de su esposa de que él gane y pueda llevar comida a casa. Todo en el texto es encomiable. Me parece que difícilmente alguna película podría superar lo que Jack London consiguió en «Por un bistec».
Este escritor nacido en San Francisco, California, no debe su fama a esta obra, sino a novelas como Colmillo Blanco y La llamada de la selva, por citar acaso las más conocidas.
London padeció una fuerte adicción al alcohol; su obra es relativamente extensa, pero su vida –quizás– fue corta: se suicidó a los 40 años.
Mucha de su obra puede encontrarse fácilmente en internet, incluido el cuento que me he permitido recomendar.
La sección
Hace unos meses escribí acerca de El distrito de Sinistra (Acantilado, 2003), una magistral novela del húngaro nacido en tierras rumanas Ádám Bodor (1936). En esa ocasión mencionaba la capacidad del autor para recrear atmósferas asfixiantes dotadas de un lirismo deslumbrante y personajes que parecen soportarlo todo.
Pues bien, en esta ocasión vuelvo a ese escritor. Pero ahora con una pieza breve, un relato llamado La sección (Acantilado, 2007) que podría funcionar como puerta de acceso a la obra de Bodor.
Pese a que el libro apenas tiene 59 páginas y que el lector termina la lectura con un dejo de decepción en el sentido de que se desea leer más, el relato encierra los puntos clave de la obra del húngaro: la soledad inducida a ambientes extremos y la capacidad del ser humano para adaptarse a las situaciones más adversas.
La sección está protagonizada por Gizella Weisz, una mujer de la que apenas si se sabe algo. Y es que ésa parece ser una obsesión de Bodor: los personajes sin pasado y con un futuro sombrío (El distrito de Sinistra, La visita del arzobispo). Así ocurre con esta mujer, la que debe ser trasladada a «la sección», un sitio del que nadie sabe nada o no quiere decir nada.
Hay que aclarar que el trasfondo de este relato gira en torno a los totalitarismos y a esa necedad de anular al individuo, sea cual sea el régimen que termina por aplastar al que se opone a su ideología.
El caso es que Gizella parece no rechazar la decisión de su traslado a «la sección». Con el paso de las páginas, el lector descubre que se trata de un sitio lejano al que se accede en carro, luego en una vagoneta y finalmente a pie.
Entre nieve, lodo y seres con botas cubiertas de barro, la mujer recibe una dotación consistente en embutidos, botas de goma, manoplas, una pieza de jabón, licores, etc.,y le asignan un sitio donde hay un hombre, el único que la aguarda y que se llama Öcsi o Petya (el propio narrador lo desconoce).
Aunado a esta presencia, hay comadrejas, «auténticas propietarias del espacio». El hombre se niega a probar lo que le ofrece Gizella, a prender el fuego, pese al frío que hay en el ambiente. Y más frío resulta por el trato con Öcsi o Petya, quien sólo pretende sobrevivir y sostiene diálogos cortantes con Gizella, en medio de una pieza oscura que el hombre se niega a iluminar («Aquí no hay nada que iluminar»).
Parece un individuo decidido a no morir y sí a reflexionar acerca de las causas que lo condujeron a «la sección», a olvidar algo que siempre oculta.
El aire del relato parece irrespirable. Se desconoce quién ordenó que Gizella fuera destinada a ese lugar. Pero debe sobrevivir entre oscuridad, frío y la compañía de un hombre del que podría sospecharse cualquier cosa.
La obra es otra muestra de que Ádám Bodor es uno de los grandes escritores europeos de esta época, pero relegado por escribir en una lengua que posee pocos hablantes. No obstante, gracias a Acantilado y la traducción de Adan Kovacsics, es posible acceder a un libro que guarda una historia que resulta inquietante desde la primera frase.
En la contracubierta de la obra se menciona: «En la sección hay frascos cubiertos de barro con las etiquetas rasgadas, y salamis mohosos y resquebrajados. Nada (ni prenda ni producto) puede tener etiqueta propia, y todos llevan las botas cubiertas de barro. Sus internos deberán poner estacas, y mantener muy baja la temperatura de las casas para complacer a las comadrejas […]. Al contrario que en Kafka, en el que solamente uno es el escogido, en este breve e intensísimo relato de Bodor es toda una sociedad quien sufre las consecuencias».
Los tipos duros no bailan
¡Vamos, señor Costello, complazca a la señorita!»
Y Gloria le dice: «Sí, ¡por favor…!»
Y los otros dicen: «Ahora le toca a usted, señor Frank».
Pero Costello niega con la cabeza y dice:
«Los tipos duros no bailan».
Norman Mailer
Descender al propio infierno es una misión que no toda persona está dispuesta a asumir, aun cuando las oportunidades, a lo largo de una vida, son frecuentes y considerables.
La ficción permite experimentar, describir, suponer situaciones imaginarias, vomitar sobre la hoja en blanco –en el caso de los escritores– y experimentar sensaciones nuevas, asumir la vida del personaje que se describe.
Norman Mailer (1923-2007) es uno de los autores estadounidenses que marcaron la segunda mitad del siglo XX. Escribió narrativa, dramaturgia y ensayo, actuó y fue activista político. Además fue uno de los innovadores –junto con Truman Capote– del periodismo literario y en 1980 obtuvo el Premio Pulitzer por su novela La canción del verdugo (1979).
En 1999, el diario español El Mundo lanzó una colección de obras literarias llamada «Las 100 joyas del milenio», conformada por novela, cuento, poesía y teatro de autores de los más diversos países y épocas.
El número 80 de esta colección es precisamente una novela de Norman Mailer: Los tipos duros no bailan (1985), una de sus obras más conocidas y aclamadas.
Narrada en primera persona, esta novela nos invita al infierno de su protagonista-narrador, Tim Madden, un habitante de Provincetown, sitio costero de Estados Unidos que, salvo en verano, el resto del año está prácticamente vacío.
Cierto día, Tim despierta con una resaca desconcertante que lo pone en alerta. Al moverse, un brazo le duele y observa que el dolor es producido por un tatuaje, mal ejecutado, hecho durante la juerga de la noche anterior. Se trata de un nombre femenino acaso venido del pasado. Intenta recordar qué hizo las horas previas, en dónde estuvo.
La cosa empeora cuando sube a su Porsche y descubre que en el asiento del copiloto hay manchas de sangre. Confundido, acude a su escondite de marihuana, situado debajo de un árbol, en una zona más bien oculta de la población.
Busca relajarse, pero al llegar, en el lugar donde debía estar la droga, encuentra la cabeza de una mujer desconocida de cabellera rubia.
A partir de entonces se sume en estados paranoicos, de angustia, de desesperación… Sin embargo, trata de recrear los sucesos de la noche anterior y descubrir quién es la mujer, quién la asesinó, quién lo tatuó, con quién se emborrachó…
Tim es un escritor más bien decadente, adicto al whisky y a las rubias. En el momento en el que comienza la historia han pasado 24 días desde que lo abandonó su esposa, Madeleine, una rubia adicta al sexo a la que echa de menos y recuerda constantemente a través de la narración.
Ese día su vida cambia, inicia el ascenso a las tinieblas y da cuenta de cualquier cantidad de anécdotas en las que sobresalen las figuras de su padre y de su esposa.
En la trama encontramos personajes decadentes, del bajo mundo; hay exboxeadores y se cuenta la anécdota que dará título a la novela. Según la leyenda, cierta noche de la década de los cincuenta, tres campeones del mundo llegaron a un club de Nueva York, donde encontraron al mafioso Frank Costello, acompañado de su novia, una mujer guapísima.
Costello invitó a los tres boxeadores a su mesa y a cada uno de ellos le solicitó que bailara con la chica. Ante el temor de irritarlo, aceptan. Luego, cuando los tres hubieron bailado, le dijeron al propio Costello que bailara con la joven. Ante dicha petición, se limitó a responder: «Los tipos duros no bailan».
La novela crece con el paso de las páginas; la tensión aumenta conforme Tim descubre pistas acerca de lo ocurrido la noche anterior y no está dispuesto a detenerse sino hasta descubrir quién asesinó a la mujer y todo lo que ocurrió.
Calificarla solo como una novela negra o policial sería limitar el talento que Mailer demuestra en esta obra: hay párrafos memorables y momentos en los que no es posible abandonar la lectura.
La obra plantea temas como la decadencia de la sociedad en general, las relaciones tormentosas, el asesinato como un juego perverso, la salvación del individuo en el ascenso del infierno…
Los tipos duros no bailan es, en resumidas cuentas, una de las grandes novelas norteamericanas de finales del siglo XX.
La muerte salió cabalgando de Persia
Sólo conozco un sufrimiento experimentado con sinceridad,
la borrachera, que ofrezco a Jesús con una súplica desesperada.
Péter Hajnóczy
Las adicciones representan un tema común en literatura: no es un secreto que muchos escritores han padecido alguna. Quizás la más frecuente es el alcohol. Figuras como Hemingway, Bukowski, Faulkner, Lowry o Juan Vicente Melo son apenas unos ejemplos de escritores representativos del siglo XX que eran aficionados a las bebidas embriagantes.
En los casos de Bukowski, Lowry y Melo, encontramos en su obra señales de esa adicción: La senda del perdedor en el estadounidense; la mítica Bajo el volcán en el caso del británico, mientras que por parte del tercero está La obediencia nocturna, una novela de culto de la literatura mexicana.
Sin embargo, en esta ocasión me permitiré recomendar una obra muy poco conocida en México: La muerte salió cabalgando de Persia (1979; Acantilado, 2008), del húngaro Péter Hajnóczy.
Este autor nació en Budapest en 1942 y murió en Balatonfüred en 1981. Antes de dedicarse de lleno a la escritura, Hajnóczy fue fogonero, peón, asistente de tipógrafo, modelo de artista, vendedor de imágenes de santos…
El catálogo de autores húngaros de la editorial catalana Acantilado es extenso; en 2008 publicó la edición en español de La muerte salió cabalgando de Persia, con traducción de Mária Szijj y de José Miguel González Trevejo.
En apenas 148 páginas, el autor nos lleva a través de los caminos de la autodestrucción del personaje –trasunto del propio Péter Hajnóczy–, un peón que escribe (o un escritor que también es peón).
Ya desde el inicio hay una advertencia de lo que el lector deberá enfrentar en la lectura: «He aquí un espantoso papel en blanco en el que debo escribir»… Es el inicio del tormentoso proceso creativo que experimenta el personaje central.
La obra relata la adicción de ese hombre al alcohol; a partir de notas escritas durante las borracheras, intenta recrear su historia misma y sacarles provecho para escribir una obra que trascienda.
Sin embargo, su adicción lo sumerge en episodios dramáticos y angustiantes de los que el lector es testigo: el autor susurra sus secretos a todo aquel que se acerca a la novela. De esta forma, asistimos al espectáculo de la autodestrucción, a la desesperación del escritor ante la imposibilidad de crear.
Pero enfrentarse a lo ya creado en otro tiempo representa un muro contra el que se topa en seco: «Ahora se dedicaba a hojear las notas tomadas durante la borrachera y a mirar las doscientas setenta páginas pasadas a máquina, y sabía que tendría que tirarlas, que como mucho podría aprovechar uno o dos párrafos, y unas cuantas frases» (p.5).
Durante la historia, el personaje conoce a Krisztina, una joven con un fuerte arraigo religioso que le impide ser empática con borrachos y fumadores. Sin embargo, entabla una relación con nuestro personaje, quien sobrevive al divorcio de su exesposa. A través del amor, de Krisztina en sí, busca una especie de salvación del inframundo en el que habita.
Al paso del texto encontramos a un personaje que se recrimina el hecho de ser un peón y no haber estudiado más; ahonda en el proceso creativo del escritor y en las dificultades de enfrentarse a la nueva frase, al vacío de palabras.
De Hajnóczy, el también húngaro Péter Esterházy (Budapest, 1950) dijo alguna vez que «fue un escritor, un erudito, un hombre de conciencia, un intelectual (como a veces es formulado a manera de invectiva) … un ser moral y rebelde».
Péter Hajnóczy no llegó a los cuarenta años de vida. Sufrió la adicción de la que él mismo estaba consciente: «Mi alcoholismo es también una forma peculiar de concebir el mundo, una mezcla de convicción política y religiosa que ha de sazonarse con una pizca de autoironía».
Hay muchas obras que abordan el mundo del alcoholismo. En La muerte salió cabalgando de Persia se le ofrece al lector la visión de un autor que descendió a su propio infierno para contarnos qué encontró en tal lugar.
Estoy seguro que quien se adentre las páginas de esta novela no saldrá ileso de su lectura. Acaso tendrá una resaca que golpeará la cabeza como un repicar de campanas.
El pequeño verano
El pasado 15 de agosto se cumplieron cinco años del fallecimiento del escritor, dramaturgo, periodista y dibujante polaco Sławomir Mrożek (Borzęcin, 1930-Niza, 2013), una de las figuras más representativas de la literatura europea de los últimos años y quien durante algún tiempo radicó en México.
Coincido con quienes consideran que la mejor forma de recordar a un escritor es acercarse a su obra. Por ello, en esta ocasión me permito aludir a la figura de Mrożek, precisamente, recordándolo a través de una de sus novelas.
Ya en otro momento escribí algo sobre el autor en este espacio, al recomendar su volumen de relatos breves El árbol (Acantilado, 2003), el cual contiene 42 textos llenos de humor surrealista, ironía y talento que colocan al nacido en Borzęcin como uno de los maestros del género.
Si bien Mrożek es más conocido en su faceta de cuentista y dramaturgo, también dedicó su arte a la novela; una de éstas es El pequeño verano (Acantilado, 2004).
Esta historia está ambientada en la Polonia de postguerra, cuando el régimen soviético se instala en ese país.
En su mayor parte transcurre en el pueblo imaginario llamado Monte Abejorros, que es habitado por diversos personajes, entre los que destacan el padre Embudo, el sacristán Abejorro, el comerciante Timoteo Abejita (también conocido como Veleta), Fisga, entre otros.
En Monte Abejorros hay una iglesia cuya campana lleva mucho tiempo sin haber sido tocada; la última vez que repicó cayó sobre el anterior sacerdote, el padre Gallina, y lo mató.
Monte Abejorros, de alguna forma, está enemistado con el pueblo vecino de La Malapuntá, del que la iglesia es encabezada por el padre Cardizal, quien no es de las simpatías de Embudo.
La diversión de ambos pueblos radica en las fiestas patronales o en eventos que planean los grupos organizados. En una de estas celebraciones, una broma en La Malapuntá desencadena un escándalo: nueve mujeres corrieron desnudas después de que alguien gritara «¡fuego!» cuando cambiaban sus ropas.
Esta noticia llega a Monte Abejorros, a oídos del padre Embudo, en quien se despierta una especie de envidia por su homólogo, ya que le parece sorprendente haber visto a nueve «comadres» desnudas de una sola vez.
Ésta es una de las primeras anécdotas de la novela, la cual contiene una riqueza de personajes memorables que el autor presenta poco a poco, a lo largo de cinco capítulos.
Uno de ellos es el sacristán Abejorro, acaso el que más aparece en la obra. Este hombre tiene doce hijos que a veces están a su cuidado, a veces al de su esposa o al de ambos a un tiempo. La fuerza de este personaje radica en su inocencia, en la ingenuidad y las situaciones tan divertidas a las que es expuesto por el padre Embudo, que, a su vez, también es uno de los protagonistas entrañables.
Una de las anécdotas más divertidas de la obra es la inauguración del Hogar Espiritual en Monte Abejorros, para el cual se prepara el montaje de una obra de teatro cuya representación resulta muy cómica, no sólo por lo absurdo del argumento, sino por los personajes que son invitados al acto y la atmósfera que rodea esos momentos.
La novela corre de forma fluida; no por divertida se sacrifica la calidad literaria ni la trama, que es muy rica. No en vano Mrożek es uno de los escritores más originales que ha habido en los últimos años en el panorama mundial de la literatura.
Además de anécdotas divertidas, hay pasajes históricos de Polonia, una crítica hacia los totalitarismos; también ridiculiza la propaganda yanqui y sus formas rancias antisoviéticas… Es, sin duda, una novela que puede leerse cuantas veces sean sin perder frescura ni vigencia, repleta de personajes divertidísimos.
Zumbidos en la cabeza
La ira se atiza como un buen fuego
y da una alegría que no se detiene
hasta convertirse en locura,
hasta dejarlo todo destrozado.
D. J.
A lo largo de los siglos se han escrito obras acerca de las prisiones. Ya sea que el autor recuerda sus experiencias como recluso o relata acontecimientos de presidarios, hay una especie de fascinación por sacar a la luz el mundo oscuro que se esconde detrás de las rejas.
El preso es un ser castigado. Ahora bien, la función de la cárcel en la sociedad es –según el Estado– la de hacer cumplir penas a aquellos que han infringido la ley. Hay un totalitarismo, una selección de hombres y mujeres señalados de haber cometido algún delito. Sin embargo, tal parece que todo preso es un preso político.
La cárcel suele producir aversión, terror, miedo o repulsión. Decir que alguien que estuvo preso conlleva un señalamiento y una carga difíciles de desprender. Porque ha estado preso «el delincuente», aun cuando no lo sea. En fin…
A propósito de este tema, la recomendación de esta semana gira en torno al mundo de los presos. Particularmente, al de un grupo de presos internos en una cárcel. Me refiero a Zumbidos en la cabeza (1998; Sexto Piso, 2015), del esloveno Drago Jančar (Maribor, 1948).
El personaje central es Keber, antiguo marino que era temido por todos los presidiarios. Se dice de él que había dormido junto a cientos de cadáveres en Vietnam; que generales latinoamericanos temblaban ante su presencia; incluso que hubo mujeres en Rusia que intentaron quitarse la vida por él…
Cayó en la prisión de Livada después de que un batallón sitió su barrio. La violencia y la fuerza brutal eran parte de sus rasgos más temidos. Ello surgía a raíz del contacto entre dos metales: el sonido que producía generaba zumbidos en la cabeza de Keber; luego había que ver lo que ello acarreaba.
Más allá de las condiciones en las que viven los presos, la novela cuenta los sucesos que devinieron al motín que cierto día se inició en la prisión. Mientras miraban un juego de basquetbol entre Yugoslavia y Estados Unidos, un guardia fastidiaba a los presos.
Dicha actitud enfadó a Keber, quien, la paciencia colmada, destrozó el televisor e inició la revuelta en la cárcel.
Con vigilantes como rehenes, inicia lo que tendría que ser negociado. Sin embargo, preocupados por las consecuencias que habrá, los convictos se reúnen para abordar los pasos a dar. El principal –que marcará el curso de la historia– es el de acudir al consejo del bibliotecario.
El hombre, que aparentemente era el más tranquilo, pronto habrá de demostrar cuán peligroso es el poder en manos de una sola persona. Así, de la noche a la mañana, queda conformado un consejo de gobierno que negociará con las autoridades oficiales, un aparato policiaco integrado por internos cuya violencia contenida es capaz de estallar en cualquier momento…
La prisión se convierte en un microcosmos, un experimento de minisociedad en la que las más oscuras ambiciones de unos cuantos pueden desembocar en el terror de la mayoría.
Toda la violencia contada en la historia es alternada con pasajes de Keber junto a Leonca, acaso la única mujer capaz de anidarse en su memoria para entregarle un poco de paz. El tono de esos recuerdos contrasta con la violencia y el ruido de la prisión.
Leonca es el consuelo del hombre que sucumbe ante la violencia, el motivo para asirse a la vida, el refugio donde la bestia halla rastros de paz…
Zumbidos en la cabeza se suma a las novelas del presidio y lo hace de forma convincente, con un estilo que atrapa desde los primeros pasajes, entre la violencia de los convictos y la anestesia de la memoria, dotada de un lirismo que cumple con la premisa de que la lectura debe ser placentera.
Círculos perturbados
Hasta hace unos meses, el nombre de Herbert Selkowitsch era totalmente ajeno para mí; desconocía que se trataba de un escritor e ignoraba por completo su obra. Sin embargo, en una ocasión vi un ejemplar que llamó mi atención más que por el título, por la editorial. Por eso me hice de él y así topé con una obra que me dejó una grata impresión.
Un hombre lleva una vida tranquila en una ciudad –«quizás en Viena, o en Praga, o aun en Budapest»–, al lado de su esposa. Cierta mañana, mientras se miraba en el espejo, descubre una mancha negra en un diente. A partir de entonces, su vida da giros que no se sabe cuándo van a parar.
El anterior es al argumento de la novela que me permito recomendar esta semana: Círculos perturbados (1987; Muchnik, 1990, con traducción de Jesús Ruiz), del austriaco Herbert Selkowitsch (Viena, 1918-?).
El protagonista, Martin Svoboda, es un hombre en apariencia ejemplar que labora como cajero en una fábrica de paños. La vida junto a su esposa transcurre en calma; diríase que se trata de un matrimonio ideal. Un día, la mujer le comunica que es probable que esté embarazada de su primer hijo. La noticia los alegra, sin mayores cambios.
Sin embargo, una mañana, se abre el primer círculo perturbado: Martin descubre un punto negro en un diente y decide acudir al odontólogo para que revise de qué se trata. Una vez en la consulta, el profesional le suelta una pregunta que lo perturba: «¿Padeció usted alguna vez de una enfermedad venérea?»
El dentista le explica que mientras revisaba su dentadura descubrió unos puntos blancos indicativos de gonorrea. Dicha aseveración sacude al paciente, pues no considera que haya motivo alguno para tal padecimiento.
A partir de entonces la historia asume como protagonista el comportamiento de Svoboda, quien, ejemplar ante los otros, no da crédito a tener ese mal. A partir de entonces se vuelve presa de sus pensamientos, lo abandona la calma que apenas unas horas antes formaba parte de su vida, se envuelve en un mundo de angustia que lo lleva a asumir comportamientos que no se quedarán sin consecuencias.
Tras el diagnóstico, el dentista le recomienda a Martin que acuda con un especialista, amigo suyo, para tener una opinión más certera. Sin embargo, eso da pie a la apertura de otro círculo: en la clínica, Martin se encuentra a Meander, un periodista un tanto incómodo que se sorprende al verlo en ese lugar, ya que no es sitio para él.
El encuentro con el periodista suma otra inquietud a Svoboda: ¿dirá que lo vio allí, hablará de él a sus amistades? Esto cava otro pozo de angustia en la psique del personaje, quien siente cierta repulsión por el hombre que está ante él. Pero éste aprovecha la ocasión para pedirle un favor que deviene en una especie de trato: que recomiende para un trabajo al hijo de la mujer con la que sostiene una relación. Svoboda sabe que ello le garantizaría el silencio de su interlocutor.
Después de un rato, el hombre ingresa a la consulta con el especialista. Martin ya no es la misma persona; hay en él una carga de perturbación que le impide mirar el mundo como lo veía un par de días antes.
La mancha negra en el diente descubre otros mundos ante Svoboda, quien es apresado por la angustia, por sus pensamientos, por todo aquello que se forma en su mente.
Es muy destacable el estilo de Selkowitsch, que contiene la tensión y la libera en pequeñas dosis a lo largo de la novela, lo que hace una lectura por momentos angustiante, con un Martin extraído acaso de un mundo kafkiano.
Aunque apenas si lo menciona, el autor ambientó la novela en la acechanza del nazismo en Viena. No hay alusión alguna al sistema alemán ni a la guerra; es tan sólo como una sombra que, lejana, cubrirá de oscuridad ese lugar en algún momento.
La trama de Círculos perturbados es sencilla, pero el autor lleva cada suceso con un estilo que atrapa y no decae; por el contrario, conforme avanzan las páginas, la tensión y el interés crecen y conquista cimas desde las que se disfruta de una lectura completa, con sorpresas y un hondo conocimiento del ser humano, con todos los demonios que lo rodean.
Una soledad demasiado ruidosa
…soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé
qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí,
y cuáles he adquirido leyendo.
B. H.
Hay autores a los que uno siempre quiere volver, ora porque escribieron un libro que marcó la vida del lector, ora porque simplemente crearon una obra fascinante por donde se la aborde.
La recomendación de esta semana tiene que ver precisamente con uno de esos escritores a los que siempre se desea regresar y conseguir cuanto libro haya escrito. Me refiero al checo Bohumil Hrabal (Brno, 1914-Praga, 1997), uno de los autores más destacados de la literatura centroeuropea del siglo XX.
Ya en otra ocasión recomendé Yo que he servido al rey de Inglaterra, una novela del mismo autor en la que se aborda la historia de un aprendiz de camarero. Ahora toca el turno a Una soledad demasiado ruidosa (1976; Galaxia Gutenberg, 2017. Traducción de Monika Zgustova), una de las novelas cumbre del checo y que fue escrita cuando su obra estaba prohibida en su país.
Haňťa, el personaje principal y narrador, trabaja en un almacén de reciclaje de papel. Desde hace 35 años se dedica a prensar libros en un sótano de la empresa, desde donde se le abre el mundo.
Entre libros, réplicas de obras maestras de la pintura y ratones, Haňťa se encarga de crear balas para su posterior distribución. Sin embargo, el hombre también se ha dedicado a leer, a llevarse libros a su departamento, donde asegura que tiene dos toneladas de ejemplares.
Desde el subsuelo reflexiona acerca de todo el conocimiento que ha acumulado la humanidad a través de la literatura. En cada bala que forma busca incluir una obra maestra de ese arte y también pictórica.
Entre toques surrealistas, bocanadas de humor y de ternura, Haňťa recorre los barrios de Praga, casi siempre empapado en cerveza, de la que bebe jarras y jarras. Pero ello a veces le genera desencuentros con el jefe del almacén, quien lo reprende en algunas ocasiones.
El hombre, que nos recuerda que «soy culto a pesar de mí mismo», espera jubilarse con su prensa para no extrañar su oficio una vez que se haya retirado. Piensa que en cinco años más podrá aspirar a esa jubilación y comprar la prensa para tenerla consigo. Mientras tanto, se emborracha y dedica su vida a prensar libros, pinturas y ratones.
Entre sus reflexiones menciona a figuras históricas como Jesús, Lao-Tse, Goethe, Schiller, Hölderlin, Nietzsche, Kant, Hegel, Erasmo, Pollock, Gauguin, Richard Wagner, entre muchos otros, a quienes de alguna forma agradece sus aportaciones a la historia de la humanidad y con quienes ha convivido durante décadas.
A través de la historia el lector se topa con personajes tan entrañables como el propio Haňťa, tal como su tío, un ferrocarrilero jubilado con ciertas manías y quien le sugirió que se hiciera de la prensa cuando se retirara de la vida laboral.
Cada personaje aporta un grano de surrealismo, de humor y de ternura. La obra divierte y conmueve: he ahí una habilidad de Hrabal, capaz de hacer reír y llorar al lector en un plumazo.
Una soledad demasiado ruidosa también advierte de los cambios generacionales, de cómo el hombre es sustituido por la máquina a velocidad insospechada. El personaje central es el representante de la última generación que de alguna forma imprimía cierto romanticismo en lo que hacía para dar paso al automatismo.
Por donde se la mire, es una novela profunda, pese a su brevedad (102 páginas en la citada edición). Se trata, pues, de una de esas obras a las que se volverá una y otra vez.
El cero y el infinito
A él, a Nicolás Salmanovith Rubachof, no le habían llevado
a la cima de una montaña, y, doquiera pusiese su mirada,
no veía más que el desierto y las tinieblas de la noche.
En El cero y el infinito
Los sistemas totalitarios que fueron impuestos en el siglo XX provocaron dolorosas heridas para la humanidad: costaron millones de vidas y es la fecha en la que no han sido superados.
Uno de esos sistemas que derivó en totalitarismo tiene que ver con el comunismo. Pero no fueron los ideales en sí, sino las personas que se encargaron de administrar el estado de las cosas, las que deformaron una ideología cuyo fin no era el que actualmente es difundido y reproducido a través de propaganda anticomunista.
La recomendación de esta semana es a propósito de esa ideología y los encargados de imponer mecanismos de control y destrucción moral: El cero y el infinito (1941; DeBolsillo, 2012), una novela monumental del autor húngaro Arthur Koestler (1905-1983).
Si bien se trata de una crítica a las prácticas que realizaban los administradores del sistema comunista, hay que decir que no es una crítica simplona, sin fundamento, sino que está asentada en un razonamiento profundo y tejida con inteligencia.
El cero y el infinito cuenta la historia de Nicolás Salmanovitch Rubachof, antiguo agente del Partido que un día es apresado y trasladado a una celda, de la que –estaba convencido– no saldrá con vida.
Recluido en un espacio oscuro, nada acogedor, Rubachof repasa la vida en espera de ser juzgado por el Partido. El narrador, omnisciente, lleva al lector a episodios del pasado reciente que pudieran resultar clave para la captura del hombre y las posteriores acusaciones que pesan en su contra.
A veces mira a través de la ventana que hay en su celda: el patio, la tarde o la mañana y sus cielos teñidos de rojo o lilas. Por momentos, a la sensación de vacío se suma un insoportable dolor de muelas que le impide encontrar un poco de calma.
En cierto momento entabla una conversación con su vecino de celda, a través de golpes en clave que se traducen en palabras. De esta forma, el lector obtiene algo de información que de a poco va entretejiendo la crítica del autor hacia las prácticas de quienes se adueñaron del comunismo.
Rubachof sabe que deberá enfrentarse a interrogatorios, acompañados de métodos de tortura –física y psicológica– que derivarán en la aceptación de todos los cargos de los que son acusados los detenidos y un posterior juicio.
Una vez que inician los interrogatorios, el personaje se asombra de que la persona encargada de cuestionarlo es Ivanof, antiguo camarada y compañero del Partido con quien Rubachof compartió años de juventud e ideología.
La celda se convierte en escenario de diálogos que se prolongan por horas, durante las madrugadas, entre los hombres. Se trata de uno de los recursos magistrales de Koestler que somete al lector a sofocos, a un cansancio tal cual lo experimenta el personaje central.
Así, los encuentros entre Rubachof e Ivanof representan el choque entre la ideología inicial del comunismo y en lo que derivó. Sin embargo, hay en ambos hombres puntos que aún les impiden llegar a odiarse.
Ante ello, la historia da un vuelco: Ivanof desaparece de escena y su lugar es tomado por Gletkin, que representa a la nueva generación que se apropió del comunismo con todas sus prácticas de aniquilación. Es un hombre-máquina incapaz de preguntarse si la ideología sigue su curso inicial o se desvió hacia el precipicio del que no podrá volver.
El cero y el infinito es una obra inteligente, dotada de un profundo humanismo que antepone al individuo antes que a las organizaciones o ideologías que terminan por aplastar al ser humano. Aunado a los magistrales diálogos, hay en la novela un grado de tensión que sumerge al lector en un mundo de tinieblas donde se escuchan los latidos del corazón y cuyo silencio, que zumba los oídos, a veces es interrumpido por un disparo en medio de la noche.
Hacia el final de la historia, Koestler entrega al lector párrafos y párrafos conmovedores que no dejan indiferente, reflexiones de un hombre que se pregunta en qué momento un sistema en apariencia beneficioso para la sociedad puede convertirse en un régimen aniquilador.
En la novela hay personajes que remueven las fibras y que por momentos obligan a cerrar el libro antes de romper en llanto. Es, pues, una obra que se sufre, pero se disfruta y agradece por la valentía del autor a no caer en la fácil propaganda anticomunista.
Un puente sobre el Drina
A partir del momento en que un gobierno experimenta
la necesidad de prometer a sus súbditos, por medio
de anuncios, la paz y la prosperidad, hay que mantenerse
alerta y esperar que suceda todo lo contrario.
Ivo Andrić
Cuando Ivo Andrić (1892-1975) fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura, en 1961, el autor de origen bosnio solicitó al comité organizador, en plena ceremonia de premiación, que le permitieran hacer sonar una pieza musical que hoy en día es una especie de segundo himno para los serbios: Mars na Drinu (Marcha en el Drina), compuesta por el músico Stanislav Binicki, a principios de la Primera Guerra Mundial.
La obra musical fue creada en honor a la primera victoria del Ejército serbio liderado por Milivoj Stojanović, en 1913, durante la guerra balcánica que abrió el siglo XX. Desde entonces, las notas de la marcha suenan allí donde los serbios pretenden enaltecer su orgullo e infundir valor y valentía a los suyos.
Que Andrić realizara tan peculiar solicitud se entiende si se toma en cuenta que su obra más reconocida en el mundo tiene que ver precisamente con el tema: Un puente sobre el Drina (1945), una novela fascinante que lleva al lector a recorrer cuatro siglos de historia de una zona donde los conflictos bélicos parecen ser el «destino» y la cotidianidad de los hombres y las mujeres que habitan esa región del planeta, tan castigada desde hace tiempo.
La novela transcurre en la ciudad de Višegrad, cuando la región era dominada por el Imperio otomano. En la segunda década del siglo XVI, por órdenes del Gran Visir Mehmed Paša Sokolović, inicia la construcción de un puente sobre el río Drina, el mismo caudal donde Mehmed niño le fue arrebatado a su madre; luego, de cuna cristiana, fue convertido al islam.
La construcción –de piedra, majestuosa– tardó alrededor de cinco años, tras lo que se convirtió en una fortaleza, en zona frecuente de contingentes de soldados, en punto de encuentros y desencuentros sociales…
El autor relata anécdotas de una multitud de personajes que han pasado por ese sitio durante décadas y décadas, que han dejado parte de su vida sobre el puente.
Es una obra coral que plasma las formas del pensamiento de una u otra religión, mediante costumbres y otros elementos que dejan entrever sesgos de la intolerancia que impide la convivencia entre musulmanes, cristianos ortodoxos, judíos y católicos…
El puente fue el paisaje que el niño Ivo contemplaba; a través de los once arcos de la obra legendaria, observó el ir y venir de los hombres, de las mujeres; aprendió que la vida no se termina con la llegada de la muerte, sino cuando la convivencia se torna en guerra y no hay sitio para la paz.
Todo ello, años más tarde, en plena Segunda Guerra Mundial, lo inspiró para escribir una de las grandes novelas del siglo XX, rica en personajes y descripciones de distintas épocas. Personajes que conmueven y divierten, transportan a los sitios de esa forma en la que sólo la literatura es capaz.
Lo que más impresiona de Un puente sobre el Drina, además de la erudición del autor, es su capacidad para relatar encuentros y desencuentros, diferencias étnicas y religiosas; guerras que parecen absurdas –siempre lo son– sin tomar partido en uno u otro bandos: Andrić, magistralmente, relata los hechos como un testigo al que le duelen todos y cada uno de los conflictos que ocurren en la tierra que ama. (Hay que recordar que el Nobel de 1961 era partidario de la unidad en la antigua República Federal Socialista de Yugoslavia.)
Ivo Andrić supo leer la sociedad de su tiempo, de la que formaba parte. En Un puente sobre el Drina hay una advertencia respecto de que la intolerancia religiosa no solo puede desencadenar guerras en los Balcanes, sino en todo el mundo.
No es una novela para leerse en una tarde. Se trata de una obra que supone reflexión, visitas a los mapas, revisión de citas, etc. Es uno de esos libros que ilustran más que cualquier cantidad de clases de historia en algún aula. Andrić se convierte en un guía y se mantiene fiel a los testimonios de la historia de su tierra, sin caer en el propagandismo ni en la manipulación de los hechos.
El árbol
Hoy en día, los cuentos y relatos breves gozan de una amplia aceptación entre los lectores de ese género. Si bien no se trata de una forma actual, sí es en nuestros días cuando más escritores se han dado a la tarea de cultivar ese estilo.
Antón Chéjov (1860-1904) es considerado el más grande escritor de relatos breves en toda la historia, la principal referencia y un maestro del género. Mi recomendación de esta semana tiene que ver con otro maestro del relato breve, el polaco Sławomir Mrożek (Borzęcin, 29 de junio de 1930-Niza, 15 de agosto de 2013).
Marcado por la Segunda Guerra Mundial y el régimen estalinista en Polonia, Sławomir Mrożek tuvo una vida agitada y sus posturas ideológicas lo obligaron a cambiar de residencia y ocupación en diversas ocasiones.
Estas experiencias le permitieron explorar, a través de la creación literaria, la conducta de las personas que viven bajo sistemas totalitarios. Así, en su obra el lector encuentra lo mismo situaciones cómicas, que grotescas y dramáticas.
El árbol (Acantilado, 2003) es un conjunto de relatos breves en el que desfilan personajes que parten del realismo, pero toman caminos surrealistas y se ven inmersos en situaciones inimaginables, con estancias en lo absurdo.
El libro contiene 42 relatos breves, casi todos, piezas maestras del género. La traducción corrió a cargo de B. Zaboklicka y F. Miravitlles.
En «El árbol», texto que da nombre al libro, el lector se topará con un narrador-personaje que, en apenas página y media, da cuenta de un árbol que crece junto a una curva de carretera. Es un árbol que ha estado allí desde hace muchos años y el hombre recibe un mensaje de la autoridad local en el que le indica que debe ser derribado para evitar accidentes.
Sin embargo, el personaje decide emprender una empresa muy peculiar para evitar que los automovilistas choquen y el árbol sufra daños.
Hay que decir que en los textos de Sławomir Mrożek hay un humor que hará que el lector suelte una carcajada de cuando en cuando. Por ejemplo, en «Eso no se hace» nos enteramos de la historia de un hombre que, cierto día, leyó en un periódico acerca de la existencia de satélites. Se entera de que éstos fotografían todo lo que hay en la Tierra y ello desencadena en él una preocupación: el aspecto que tendrá cuando sea captado por un satélite.
Ante la inquietud, el personaje comienza a afeitarse, a cuidar su imagen; incluso se ve obligado a comprarse una corbata nueva. Cierto día, al solicitar su jubilación, le piden que adjunte una fotografía. Por ello escribe a las Naciones Unidas para que le envíen una foto de las que –está convencido– le han tomado los satélites. No recibe respuesta, por lo que se ve en la necesidad de acudir con un fotógrafo y pagar por dicho servicio. No obstante, al final decide rebelarse contra el cielo y los satélites mediante un acto que resulta bastante divertido.
En «Immanuel» se da el encuentro entre un guionista y un productor de cine. El primero decide adaptar la Crítica de la razón pura de Kant a una versión cinematográfica, pero encuentra resistencia ante el productor, quien le sugiere una serie de cambios que terminan por modificar el guion original y se somete a Kant a situaciones de risa.
Otro ejemplo del humor de Mrożek se encuentra en «Las cuitas del joven Werther»: un individuo se presenta ante el director de una filarmónica y le solicita una suma considerable de dinero por sus servicios. Pero estos dos ni siquiera se conocen. Resulta que el supuesto músico no sabe tocar un solo instrumento; al final, el director le sugiere que aprenda a tocar para poder exigirle lo que en un principio le pedía.
En El árbol hay una pasarela de personajes divertidos, absurdos, grotescos, cuyos ambientes sumergirán al lector en una experiencia única, gracias a la pluma de un narrador espléndido como lo fue Sławomir Mrożek.
La ampliamente recomendada editorial catalana Acantilado ha publicado varias obras de este autor: Juego de azar (2001), La vida difícil (2002), Dos cartas (2003), El árbol (2003), El pequeño verano (2004), La mosca (2005), Huida hacia el sur (2008), El elefante (2010) y La vida para principiantes (2013).
El niño que jugaba al futbol mientras caían las bombas
Un niño rubio tiembla en el fondo de una habitación oscura. De tan frágil que parece, da pena mirarlo, no sea que en un desliz lo desbarate la vista. Es mejor que esté oculto entre las sombras.
Tiene miedo. O frío. Se mantiene alerta porque no tardará en llegar el rugido que parece nacer del cielo. Es un rugido que asusta, que provoca el sobresalto de su madre, de su padre y de los desconocidos que también viven allí.
Quisiera preguntarle a mamá cuándo volverán a casa, si al caer la mañana podrán regresar a su aldea. Pero calla; sabe que el silencio es la única manera de que la mujer no llore. Piensa que pronto ella y papá estarán de vuelta en la fábrica de textiles donde laboraban hasta antes de haber abandonado su casa.
Luego amanece. Sin embargo, el nuevo día no pinta para que se logre la vuelta al hogar. El niño no comprende, no disfruta su estancia en el hotel Kolovare. Preferiría estar al lado del abuelo, en su vivienda.
Provenientes de Obrovacki, llegaron a Zadar después de que el abuelo fuera asesinado por hombres llamados «rebeldes». Aquel día, el viejo salió de casa y llevó su ganado a la colina. Cuentan que varios hombres se lo llevaron y lo fusilaron, junto con otros civiles. Cuentan que el pastor se hacía cargo del niño rubio mientras los padres de este trabajaban en la fábrica.
Huyeron de las minas y de las amenazas precipitadamente. Después hallaron refugio en un hotel, en una ciudad de la costa, donde los días se alargaban sin que el horizonte no se tiñera de sangre cada atardecer; donde otros, como ellos, buscaban salvar la vida.
En el fondo de la habitación, el niño sueña que el abuelo llegará en cualquier momento. Abre sus ojos claros en espera de que se llenen de la figura del viejo y le diga que lo ha estado esperando. Pero no hay tal, no se escucha la voz por ningún lado.
Entonces vuelve a soñar. «Si yo pudiera hacer magia», piensa, «aparecería un balón de futbol que me durara toda la vida.» El niño quiere jugar aun cuando la guerra cabalga por las colinas.
Qué estancia más rara la de su familia en el hotel. Si es costa, ¿por qué no hay mar frente a sus ojos? ¿Por qué no se sumergen en las aguas de ese mar? En todo caso, son las vacaciones más aburridas de la historia.
Un balón rueda en el hotel. Los ojos del niño se encienden. «Si yo jugara al futbol, podría ser bueno», se convence, aun cuando es pequeño y delgado y cualquier contacto en la cancha terminaría por derribarlo.
Un hombre llamado Tomislav mira al niño. «¿Cómo es posible que ese pequeñín lo haga tan bien?», lanza la pregunta dentro de su cabeza. «Él podría ser muy bueno.»
Llegado el momento, el hombre que lo miró jugar lo llama. No sabe que en el interior del infante miles de aficionados ya lo ovacionan desde hace tiempo, que es el campeón y que sus jugadas vuelven locos a los seguidores de su equipo. No sabe que dentro de él se acabó la guerra y los únicos disparos que existen son los de su pie derecho. Ignora las ventanas rotas tras balonazos en tardes interminables.
Pero lo que sí sabe es que el niño ama jugar al futbol. Por eso se lo lleva a entrenar a las ligas menores. Sin embargo, no ha terminado la guerra: en los campos de entrenamiento caen granadas que son lanzadas desde las montañas.
Los niños corren en busca de evadir las explosiones y, con ello, salvar la vida. En el corazón del miedo y de los estallidos, la memoria lo muerde. Los recuerdos disponen de él y no hay explosión que lo aparte de aquellos días.
Un niño rubio tiembla en el fondo de una habitación oscura. Sueña con jugar al futbol, pero hay una guerra que ha roto a los hombres y a las mujeres, a los niños. «La guerra es afuera; en mi mente soy el mejor futbolista.» Si acabara el conflicto, sería bueno ser seleccionado de su país, murmura. Alguien lo escucha. «¿Cuál país? No hay país. Hay fragmentos del país…»
Yugoslavia se ha desmoronado. Vuelan los aviones, las granadas, las balas… Vuelan los sueños en los Balcanes, mientras el niño rubio llamado Luka piensa en el pastor que no volverá a ver nunca más, mientras acaso jura: «Abuelo, algún día seré el mejor. Si terminara la guerra, podría prometerte que jugaré la final de una Copa del Mundo». Vuela el miedo, en tanto que el niño espera la paz para conquistar Europa.
Lord
¡Ah!, el espejo, siempre queda el espejo
que no me deja mentir: tengo la cara de una fiera,
lo que me queda de cabello, desgreñado,
el ceño cargado, un Beethoven iracundo sin sordera ni música.
J.G.N.
Hay en Sudamérica una riqueza literaria de la que se puede sacar un buen puñado de grandes autores que aparecen en una y otra antologías. Pero hay nombres que se repiten una y otra vez y de pronto dan la sensación de preguntarse si es que no hay más escritores.
En este sentido cae uno en la cuenta de que la brasileña es una literatura acaso poco explorada y de la que nos llega información a cuentagotas.
A propósito de este asunto, esta semana me permito recomendar una novela salida del gigante sudamericano: Lord (2004; Adriana Hidalgo editora, 2006), de João Gilberto Noll (1946-2017).
La historia inicia cuando un hombre brasileño es llamado a Inglaterra por un militar británico. Se sabe que es autor de algunos libros, pero no quién es en sí. No hay un hilo que lleve al lector al pasado de esa persona. ¿Para qué ha sido llamado a Inglaterra? Ni el narrador –que es el propio protagonista– lo tiene claro.
De buenas a primeras, el hombre llega a Londres. Para ello, el británico le envía los pasajes y le otorga una casa a la que debe llegar, pues será su hogar en la capital inglesa.
Sin embargo, el motivo del llamado lo desconoce; el protagonista únicamente menciona que es para una especie de misión, pero ignora más detalles.
Una vez instalado en Londres inicia el viaje del cuerpo que es el narrador. La ciudad, fría y no del todo de su agrado, sirve de pretexto para comenzar a «ser varios», luego de comprobar –espejo de por medio– que no ha sido suplantado por otro.
Las horas se extienden. El recién llegado comienza a recorrer lugares, a desplazarse de un punto a otro en busca de un motivo. Así, la novela va cobrando tintes existenciales mediante las reflexiones del personaje.
El hombre se desenvuelve en la urbe. Se desinhibe. De pronto es consciente de que allí es un desconocido, de que se encuentra en un mundo nuevo. Esta autoafirmación lo conduce a adoptar comportamientos que acaso en Brasil no hubieran tenido lugar, tales como cometer robos o meterse en la cama con desconocidos.
En ese zambullirse en las horas llega incluso la pérdida de la consciencia. Alguna noche se pregunta qué fue de él en todo el día, en dónde estuvo. Diríase que al comienzo del nuevo día se suplanta a sí mismo para convertirse en uno más que puede ser.
De alguna forma, en la novela hay una especie de derrota del individuo: resulta acaso imposible situarse en un lugar nuevo sin ningún motivo que lo mueva a justificarse en sí, a llenar las horas. Porque la libertad se torna en una bestia con la que difícilmente puede lidiar el hombre.
El personaje va de una ciudad a otra. Se mueve en tren, observa a los otros, se toma el tiempo de imaginar situaciones con algunos de los desconocidos que se topa.
Lord es un grito de libertad, pero también una manifestación del miedo a la misma. El narrador cae inconsciente, ve mermada su salud; el contacto con los otros es una posibilidad de ser alguien más: se diluye en sí mismo hasta convertirse en un ente en busca de explorar límites que antes ni figuraban en su imaginario.
El alma de los rusos
El día que todos fuimos coreanos
Amor y obstáculos
Aleksandar Hemon (Sarajevo, 1964) es un escritor bosníaco que escribe en inglés y actualmente es una de las voces más importantes de su país. Su historia es peculiar.
En 1992, cuando inició el asedio en la capital de la hoy independiente Bosnia-Herzegovina, Hemon se encontraba en Chicago. Lejos de su familia, allí lo sorprendió la guerra de los Balcanes y no tuvo otra opción que seguir los detalles a la distancia.
Imposibilitado para escribir en su lengua, el autor decidió hacerlo en inglés. Pronto, sus primeros relatos fueron publicados en The New Yorker, Esquire y The Paris Review con buena crítica.
Esta semana la propuesta de lectura que me permito hacer es Amor y obstáculos (Duomo, 2011), una novela contada a través de ocho relatos por un personaje que vive entre los recuerdos previos a la guerra y las posteriores experiencias. Es considerada una obra con fuerte carga autobiográfica.
En el primer texto, «Escalera al cielo», el narrador es un adolescente que vive en Zaire; entre lecturas de Rimbaud, canciones de Led Zeppelin e invocaciones de Conrad, busca escribir en el diario que le prometió a su mejor amiga, la cual se quedó en Sarajevo. Ya desde ese primer encuentro el lector descubre un tono a veces pesimista, a veces nostálgico, pero siempre con el deseo intacto de compartir sus vivencias.
En «Todo» se cuenta la historia de un chico que viaja solo por primera vez. Debe ir en busca de un frigorífico a Eslovenia. Aborda un tren en el que conoce a un serbio y a un bosníaco. De pronto, el encuentro raya en lo absurdo y el ambiente parece opaco, cenizo, pero dotado de una prosa fluida.
En otro relato el narrador es un escritor confundido con un director de orquesta por Muhamed D., el mayor poeta bosníaco de esa época. El autor describe el momento cuando conoció al poeta, tiempo atrás; sus años de escritor en ciernes entre calles y sitios sarajevitas, no sin un dejo de nostalgia: ahora vive en Estados Unidos.
Cuando el poeta es invitado a ese país norteamericano, el autor echa mano de su experiencia y describe una estancia de Muhamed D. para el olvido en esa nación (a menudo hay una fuerte crítica a la sociedad estadounidense). Él y el poeta terminan con una borrachera monumental.
«Las abejas, primera parte» deja ver el carácter del padre del narrador. Confiesa que nunca le gustaron los libros de ficción, los escritores en general. Sin embargo, el hombre termina por retractarse y él mismo comienza a escribir una novela en la que habla de su infancia en los días de Yugoslavia, de su familia, de los colmenares que fueron el sustento de los suyos, pero todo terminó con la llegada de la Segunda Guerra Mundial.
En «Comando americano» encontramos uno de los textos más conmovedores del libro (en realidad, todos lo son). El narrador es un bosníaco refugiado en Estados Unidos. Cierto día lo contacta una estudiante que trabaja en una especie de documental relacionado con la guerra de los Balcanes como proyecto para titularse.
La chica graba el relato del joven, quien, frente a la cámara, habla de sus recuerdos en la Sarajevo de su infancia. Tenía algunos amigos con los que solía jugar en un viejo edificio, pero que un día les es «arrebatado» por los Obreros, nombre que le dan al grupo de los «enemigos» que los han despojado de su sitio.
Los trabajadores ignoran la existencia de esos chicos; éstos, sin embargo, deciden comenzar una «guerra» en contra de ellos. En un principio dejan escritos con insultos dirigidos a los obreros en los que les mencionan a sus madres y a sus hijas. Luego tratan de hacerlos abandonar las labores con «ataques» de los que ni se enteran los otros. Así comienza un conflicto que se inventan los niños con tal de derrotar a sus enemigos.
El narrador cuenta cómo buscaba intimidar a los demás con frases pronunciadas con un inglés chicloso que considera intimidatorias para todo aquel que se le pusiera enfrente.
El estilo de Aleksandar Hemon es fluido y limpio. Se trata de un escritor que goza al contar historias, aun cuando éstas tienen un trasfondo oscuro.
Orquesta balcánica silencia un mal tango
La travesía de la noche
Desde el fondo del abismo, yo también
llamo a Dios como tantos otros lo hicieron.
En La travesía de la noche
Quizá el mayor trauma del mundo en el siglo XX fue la Segunda Guerra Mundial. Ese conflicto, que se cobró la vida de millones de personas, dejó ver el lado más deplorable del ser humano, por un lado, y por otro, su capacidad para aferrarse a la vida, aun cuando todo es adverso.
Se han escrito muchos libros, rodado decenas y decenas de películas, dictado conferencias, etc., acerca de esos años terribles, de los más oscuros en la historia de la humanidad. Sin embargo, ante el asombro y la incredulidad, uno no termina por asimilar lo que ocurrió en ese periodo.
La visión simplista de Hollywood y su industria sólo se refieren a la persecución de judíos por parte del nazismo. No obstante, hay que recordar que el régimen también aniquiló comunistas, romaníes, personas con discapacidad y homosexuales, por ejemplo.
En este sentido, existe una vasta literatura con testimonios, investigaciones e historias de las víctimas que sufrieron en carne propia los horrores de los campos de concentración, de caer en manos del ejército alemán. Me vienen a la mente –sólo por mencionar algunos– Si esto es un hombre, de Primo Levi, y Sin destino, de Imre Kertész.
Hace tiempo cayó en mis manos un libro brevísimo (55 páginas) del que no tenía noticia. Se trata de La travesía de la noche (Arena Libros, 2006), un relato de la francesa Geneviève de Gaulle Anthonioz (1920-2002) en el que da cuenta de su experiencia en prisión y su posterior traslado a un campo de concentración nazi.
Sobrina del general Charles de Gaulle (1890-1970; presidente de Francia de 1958 a 1969), Geneviève combatió en la Resistencia desde 1940. Hacia 1943 fue apresada e internada en la cárcel de Fresnes, en París, de donde la trasladaron al campo de concentración de Ravensbrück, en Alemania, un sitio destinado principalmente a mujeres.
Lo vivido en ese periodo sirve a De Gaulle Anthonioz para escribir La travesía de la noche. Pero hay que destacar que no lo escribió sino más de cincuenta años después de dichos sucesos. En este sentido, es de destacar que muchos sobrevivientes del horror guardaron silencio o no pudieron decir el miedo, el pánico, todo lo que vieron, sintieron y experimentaron en esos espacios de la ignominia. Así sucedió con la autora.
Destacan la sobriedad y la lucidez para decir las cosas. Es el resultado de décadas de reflexión; pese a su brevedad, estamos ante un relato que abarca temáticas que van desde la injusticia hasta Dios. Porque –confiesa– nunca perdió la fe; en la noche más oscura de su vida, allí recurría a sus creencias: «Intento rezar, el Padre nuestro, el Dios te salve María, fragmentos de salmos» (p.12), desde la soledad aludía a su Dios y estaba convencida de que habría luz al final de esa oscuridad.
La travesía de la noche es un testimonio desgarrador que conmueve y nos recuerda que intentar destruir la humanidad es el mayor crimen que hay en el hombre.
La estancia de la autora en una celda, sola, en medio de la noche, no la reduce a sí misma: Geneviève piensa en la situación de las otras mujeres, en su futuro: «Pero ¿qué será de ellas? ¿Quedarán supervivientes de entre nosotras?» (p.12).
Sobrevivir al horror marcó el espíritu de la autora. En 1956 asumió la presidencia de la Asociación nacional de las antiguas deportadas e internadas de la Resistencia. Su solidaridad la llevó a formar parte de diversos grupos a favor de las víctimas y de los derechos humanos, siempre como una voz autorizada.
¡Vibrante batalla ibérica!
Del espectáculo musical al festín de goles
Portugal vs España, el plato fuerte de este viernes
Hoy habrá tres partidos de la Copa Mundial Rusia 2018, con el duelo de los europeos como lo más atractivo de la primera fase; Egipto vs Uruguay y Marruecos vs Irán abrirán la jornada.
Este viernes se disputarán tres encuentros en el segundo día de Rusia 2018. Uno de los duelos más atractivos de la primera fase es en el que se verán las caras Portugal y España, correspondiente el Grupo B.
A primera hora, Egipto se medirá a Uruguay, como parte del Grupo A, que ya es encabezado por Rusia. Este encuentro está pactado para las 07:00 horas, tiempo del centro de México, en Ekaterimburgo.
A las 10:00 horas, Marruecos e Irán se enfrentarán en San Petersburgo para abrir la actividad del Grupo B.
A la una de la tarde, Portugal y España protagonizarán uno de los juegos más esperados de la primera fase, en el estadio olímpico de Sochi.
Los lusitanos llegan a Rusia con su máxima figura, Cristiano Ronaldo, lista para brillar. Asimismo, buscan ser protagonistas, luego de que en 2016 fueron campeones de la Eurocopa de Francia.
Por su parte, aunque España se presentó como uno de los favoritos para este Mundial, tuvo una semana agitada que le deja un panorama de incertidumbre, ante el despido de su entrenador Julen Lupetegui, 48 horas antes del debut de la “Furia Roja”.
Por tercera ocasión, México será sede de un Mundial de Futbol
¡Se levanta el telón!
Leer el Mundial
Julen Lopetegui, destituido de la selección española; Fernando Hierro será el sucesor
El ahora exentrenador fue separado del cargo por la RFEF dos días después del anuncio de que sería director técnico del Real Madrid a partir de la próxima temporada; España debutará este viernes ante Portugal.
Julen Lopetegui fue separado del cargo de entrenador de la selección española de futbol, a unas horas del debut mundialista. El nuevo director técnico será el exfutbolista Fernando Hierro.
Este miércoles, en Krasnodar, el presidente de la Real Federación Española de Futbol (RFEF), Luis Rubiales, informó la decisión de cesar a Lopetegui y asimismo dio a conocer a su sustituto.
Esta decisión llegó dos días después de que Real Madrid hiciera oficial que a partir de la próxima temporada Julen Lopetegui asumiría la dirección técnica del club, luego de que Zinedine Zidane renunciara al cargo.
Luis Rubiales aclaró que la RFEF conoció la decisión de Lopetegui tan sólo cinco minutos antes de que se hiciera oficial su salida. La noticia no cayó muy bien entre el organismo y ello derivó en el cese.
“Puede parecer que lo que ha ocurrido es una tremenda debilidad (…) Es un duro golpe y con el nuevo equipo haremos todo lo posible para remar adelante. Los jugadores me han transmitido su compromiso máximo”, expresó Rubiales.
El directivo aclaró que el organismo que preside no estuvo al tanto de las negociaciones entre Lopetegui y el club merengue. Ante ello calificó de “desleales” los planes del entrenador destituido, pero confió en que la actitud de los jugadores seleccionados hará salir adelante al equipo.
La destitución de Julen Lopetegui se dio a 48 horas del debut de España en el Mundial, que será este viernes ante su similar de Portugal, al mando de Fernando Hierro, el nuevo seleccionador que ya tuvo su primer entrenamiento con la “Furia Roja” y que se ha desempaño en la RFEF como directivo.
Diario de un aspirante a santo
Quien comienza hoy este diario es, en opinión de todos,
un hombre ya gastado. ¿Es posible, sin embargo, que un hombre
gastado sea capaz de una resolución como la que acabo de tomar?
En Diario de un aspirante a santo
¿Puede alguien despertar un día y decir: «Quiero ser santo»? ¿Cómo se comporta un hombre que decide aspirar a alcanzar la santidad, en un mundo de constantes cambios? He aquí el argumento de la recomendación de este semana: Diario de un aspirante a santo (1927; Ediciones Del Equilibrista, 1993), del francés Georges Duhamel (1884-1966).
Ya desde el título el libro invita a adentrarse en sus páginas. Al principio, el lector se topa con un brevísimo prólogo del cubano Eliseo Diego, quien se encarga de sembrar la curiosidad en quien tiene la novela en sus manos.
Cuenta el cubano que cuando leyó esta obra «me conmovió –y me conmueve aún– su visión compasiva, delicadamente irónica, de las debilidades humanas, y lo coloqué en la misma capilla donde veneraba a don Miguel de Cervantes».
Una vez adentrado en la historia, el lector se encuentra con el personaje-narrador, Luis Salavin, quien no es más que un oficinista gris que ve transcurrir la rutina de sus días en una ciudad de París nada atractiva y, ante ello, un 7 de enero decide que será santo, justo el día de su cumpleaños número cuarenta.
Para conseguir su empresa se pone un plazo de quince años e inicia la escritura de un diario en el que guardará sus experiencias. Sin embargo, ante el temor de que la libreta sea encontrada por su esposa y con ello se descubra su campaña, opta por suplir la palabra santo.
Oficinista de una empresa lechera, Salavin va por la vida con su carácter algo desconfiado. Es un observador que se detiene a contemplar a los otros, el entorno en el que está inmerso y del que anota sus reflexiones en el diario.
A través de esos apuntes descubrimos a otros personajes que forman parte de su cotidianeidad, tales como el director del personal, el señor Mayer, un hombre de aproximadamente cincuenta años, de rasgos finos y cansados, y el empleado Jibé, uno de los personajes más llamativos de la obra.
Por momentos encontramos a un Salavin atormentado por no saber cómo él, ese oficinista, puede alcanzar la santidad. Y más: cómo conseguirlo en una ciudad como en la que vive.
Con el paso de los días el comportamiento del protagonista sufre cambios que poco a poco modifican su vida diaria. Uno de ellos se da cuando decide abandonar su casa y mudarse a un sitio de alquiler, lejos de alcanzar las comodidades que acaso tenía en su hogar.
Aquel espacio le permite una mejor contemplación del exterior y de sí mismo. El diario deja ver sus preocupaciones más hondas; reflexiona acerca de diversos órdenes, desde lo moral y lo ético, hasta el repaso de vidas de santos de los que busca una guía para conseguir su meta.
Luis Salavin es un hombre afligido por las circunstancias, por su tiempo. Como apunta Eliseo Diego, se trata de una lectura profundamente conmovedora, pero no en el sentido de la autocompasión, sino por la visión acaso ingenua que el hombre tiene del mundo.
Aunado a lo anterior, Jibé adereza la historia con su peculiar comportamiento. Además, es un reto del hombre para el hombre con el fin de medir hasta dónde se es capaz de sentir empatía por el otro.
Pero no se crea que sólo encontraremos compasión y dolor en la novela. También hay pasajes divertidos que la convierten en una lectura por demás amena y altamente recomendable para estos días.
El final de la historia queda ahí para ser descubierto por el lector que se anime a buscar esta obra, la cual –sin duda– le dejará un grato sabor.
Memoria de elefante
…me despido y te llamo sabiendo que no vendrás
y deseando que vengas del mismo modo
que, como dice Molero, un ciego espera
los ojos que encargó por correo.
A.L.A.
António Lobo Antunes (Lisboa, 1942) es un autor del que ya no se puede escapar una vez que se ha sumergido en alguna de sus novelas. El eterno candidato al Nobel cuenta con una vasta obra que es aclamada no sólo en Europa, sino en diversas partes del mundo.
Acreedor de varios premios, el portugués ha ganado prestigio y respeto no nada más por los galardones, sino por la calidad de su escritura: es un autor complejo cuya prosa –cargada de poesía– envuelve al lector en una forma de hipnosis de la que se sale como se vuelve del sueño.
En esta ocasión vuelvo a recurrir a Lobo Antunes para la recomendación de esta semana. Antes ya comenté acerca de su novela El orden natural de las cosas, pero ahora me referiré a Memoria de elefante (1979; Mondadori, 2005, con traducción de Mario Merlino).
De entrada hay que mencionar que ésta es la primera novela del lusitano y puede ser la puerta de acceso para acercarse a su obra. El narrador/protagonista es un psiquiatra (al igual que Lobo Antunes) que manifiesta su inquietud por dedicarse a su verdadera pasión: la literatura.
Durante un día y una noche, el narrador cuenta la crisis existencial por la que atraviesa a raíz de la separación de su esposa, a la que aún ama, y todas las circunstancias que conlleva la vida de un hombre como él. Ella también aún lo ama a él: las razones de la ruptura son desconocidas.
No es una novela de amor en sí. En ella, el escritor suelta un monólogo en el que repasa pasajes de su vida: la formación profesional, el trato familiar, la guerra de Angola, etc. Lobo Antunes se cobija con autores clásicos –Queirós, Quevedo, Brontë, Carroll– para echar mano al texto y apelar a su sombra para presentarse ante la Señora Literatura.
En Memoria de elefante hay arranques del futuro Lobo Antunes. Con total honestidad –virtud de los más grandes escritores–, comparte con el lector aspectos íntimos y comprometidos de su vida que lo marcaron para inclinarse a la escritura.
El narrador se habla y escucha a sí mismo con la intención de reconocerse y ver en qué momento se perdió con el fin de reencontrarse. A veces parece ser un monólogo frente al espejo: un poeta/narrador le cuenta a la imagen quién es en ese momento el de carne y hueso.
Hay muchas alusiones literarias, como si con ellas encontrara la forma de estacionarse definitivamente en la literatura, la verdadera vocación del psiquiatra que ensaya y encamina al futuro literato que hallará en las letras el verdadero amor.
El título es «loboantuniano» por excelencia: poseedor de una memoria impecable, el autor ha manifestado que la memoria es uno de los principales recursos de los que echa mano un escritor. Así, en Memoria de elefante abre la puerta al flujo de recuerdos que recorren las páginas de su obra, que –repito– no es de fácil acceso, pero sí es distinta y representa una calidad que colocan al portugués a la altura de los mejores escritores del mundo que hay en la actualidad.
Acerca de esta novela, el propio Lobo Antunes ha dicho que está llena de defectos, pero que si él fuera editor, la publicaría por todo lo que promete en sí.
Si se toman en cuenta las posteriores obras, podría decirse que estamos ante el esbozo de lo que será el futuro creador de novelas como El orden natural de las cosas (1992), Esplendor de Portugal (1997) y Buenas tardes a las cosas de aquí abajo (2003), entre tantas otras que conforman un universo literario rico en imágenes, en recursos y en la calidad de un autor que extrañamente no es tan conocido en el continente americano como se supondría.
Si entre uno de los propósitos del lector está el de leer más o descubrir nuevos autores, Antonio Lobo Antunes es una apuesta segura. Memoria de elefante puede ser el acceso para ingresar al fascinante mundo del portugués que no decepciona a los lectores.
Sara y Serafina
Sarajevo, con su jodido túnel,
está unido al mundo
como un recién nacido
a su madre por el cordón umbilical.
Dževad Karahasan
Entre abril de 1992 y febrero de 1996, la ciudad bosnia de Sarajevo vivió un asedio que provocó un éxodo: más del 30 por ciento de la población abandonó sus hogares en busca de sobrevivir. En otros casos, la muerte les impidió marcharse. Principalmente a los musulmanes.
Poco a poco, la ciudad sitiada se quedó sin suministro de víveres, de agua y de energía eléctrica; entre penumbras, los habitantes se movían ora para salvar sus vidas, ora para que incluso los alcanzara una bala o en busca de agua y alimentos.
Se dice que en el cruce de las calles Tršćanska y Kranjčevićeva hubo muchas muertes provocadas por francotiradores que hacían blanco en los habitantes locales para generar miedo y terror. Pero ese lugar también se convirtió en una forma de cortar con el sufrimiento y el dolor de una sola vez: personas hubo que se paseaban por allí de forma intencional para que los francotiradores les dispararan.
Lo anterior forma parte de un tema recurrente en este espacio: la Guerra de los Balcanes. Los testimonios de ese conflicto son innumerables y en cada uno hay historias desgarradoras que conmueven hasta el llanto. Hay películas que abordan el tema y sobresalen muchos libros.
Esta semana me permito recomendar Sara y Serafina (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2006), una novela del bosnio Dževad Karahasan (Duvno, 1953).
La historia es narrada por el dueño de una cocina económica instalada en Sarajevo al que le toca vivir la guerra en carne propia, desde las calles sarajevitas. Escucha el tableteo de las armas largas, los estallidos de bombas y granadas. Pero también el silencio que sobreviene a las desgracias.
El hombre –del que no sabemos cómo se llama– relata la historia de Sara (nacida Serafina pero que decidió llamarse Sara, a secas), una mujer entrada en años que vive con su hija Antonija.
Sara y su hija tienen la posibilidad de abandonar Sarajevo en busca de salvar sus vidas, a través de un contacto que les facilitará dejar la ciudad, siempre y cuando comprueben que tienen el bautismo. La madre lo tiene, pero su hija no, aunque será fácil comprobar que es cristiana.
Sin embargo, Antonija acepta siempre y cuando vaya consigo Kenan, su novio, un musulmán al que también están dispuestos a sacar del sitio.
Sara se resiste a dejar la ciudad. Se trata de una mujer inteligente, pero que lucha todo el tiempo contra su otro yo, Serafina, desde hace décadas. La necedad la impide dejar su casa para que la pongan a salvo. La necedad y las razones que ella manifiesta mediante monólogos que llegan a conmover al lector.
La trama de la novela ocurre en veinte minutos. Entre el inicio y el final hay apenas veinte minutos de diferencia. Comienza cuando Dervo, un jefe de comisaría, visita al narrador para decirle que su amiga Sara se pasea por el cruce de Tršćanska y Kranjčevićeva.
A partir de ese momento, el narrador rememora cómo conoció a Sara, las historias que de ella sabe, cómo creció el cariño hacia la mujer… Todo ello con un tono pausado, cadencioso, en retrospectiva.
Una de las virtudes de Karahasan es la paciencia. Porque ante una historia de este talante no es difícil desbocarse y reventar el texto a principios de la novela. Más cuando se trata de una historia de veinte minutos.
En el libro, el autor destaca el valor de la amistad; pero, sobre todo, la importancia de la solidaridad y tender una mano hacia aquellos que la necesitan, aun cuando se trate de desconocidos. También alude a los dilemas morales, a la culpa y al permanente miedo que sufren los habitantes de una ciudad sitiada.
Ignoro si la obra está basada en una historia real. No obstante, el realismo que retrata es crudo, demoledor, aunque también regala imágenes como remansos donde el lector reposa, casi con una sonrisa tibia en el rostro.
Lejos del horizonte perfumado
En 1967 se produjeron los acontecimientos
que cambiaron el rumbo de mi vida.
Aquel año, en junio, el Estado de Israel
ocupó militarmente mi espacio vital…
Salah Jamal
A raíz de la ocupación-invasión israelí, iniciada en 1947, cientos de miles de palestinos han sido asesinados, despojados de sus tierras y obligados a desplazarse bajo el amparo y la complicidad de numerosos países de Occidente, encabezados por Estados Unidos. El pasado lunes 14 de mayo, fuerzas israelíes asesinaron a unos sesenta palestinos e hirieron a alrededor de dos mil quinientos en una nueva sangría por parte del ente sionista, durante una manifestación por la apertura –ilegal– de la embajada de EE.UU. en Jerusalén.
Esta semana la recomendación llega de aquellas tierras. Salah Jamal (Nablús, Palestina, 1951) se vio en la necesidad de exiliarse en Barcelona ante el terror impuesto por Israel entre sus coterráneos y la impunidad de la que hoy en día goza ese régimen genocida.
Derivado del abandono de su patria, Jamal escribió una novela titulada Lejos del horizonte perfumado (RBA, 2004). Escribir desde la distancia ofrece a los lectores la posibilidad de conocer las experiencias –siempre dolorosas– de cómo enfrentar el exilio, la soledad y los mundos nuevos, no por iniciativa propia sino orillado a hacerlo por cuestiones políticas.
En Lejos del horizonte perfumado, el también médico, historiador y profesor cuenta la historia de un joven beduino llamado Mohammed Pirjawi Unnab Jalilidin Osrama Lumary, a quien las circunstancias de la vida convierten en Mohammed Pujol, dada la complejidad de pronunciar su nombre completo de corrido.
Ante el despojo israelí, el joven palestino abandona su tierra y el destino lo coloca en Ciudad Condal, Barcelona, donde su familia cuenta con una amiga dedicada a la prostitución.
En un mundo completamente nuevo para sus ojos, el muchacho aprenderá a manejarse en los bajos fondos, entre prostitutas, ladrones y un sinfín de personajes que le permitirán acceder a un universo completamente ajeno al suyo.
En sus andanzas por Barcelona, Mohammed conoce a una mujer de la alta sociedad que le abrirá las puertas de la sensualidad, del misterio de los cuerpos: accede a la educación sentimental.
Las estadías del joven en la casa de esa mujer permiten a Jamal ofrecer una muestra de la cocina árabe con recetas, rituales, aromas… De tal forma que el lector disfruta, entre párrafo y párrafo, sabores y aromas que envuelven a la lectura en un ambiente ameno, perfumado; cada platillo se enreda en la nariz y ello convierte a esas páginas de la novela en un platillo extra.
La obra en cuestión también aborda la pérdida, la soledad, la nostalgia, el amor y el deseo. Y Salah Jamal lo hace mediante formas sutiles y directas, con altas dosis de ternura y un amplio conocimiento cultural de las sociedades enfrentadas. Porque el texto ofrece la posibilidad de conocer y desvelar ambos mundos: el árabe, con sus creencias, sus rituales, y el occidental de los años setenta y principios de los ochenta, particularmente el catalán, con el avistamiento de los cambios radicales que suponían los supuestos avances de la humanidad en materias diversas.
Pero no todo es nostalgia en la historia. Desde los primeros párrafos, el autor ofrece múltiples episodios divertidísimos que dan cuenta de que no se trata de una novela cubierta con el manto de la tristeza y la nostalgia. No. En la historia nos enfrentamos a anécdotas de desencuentros con la justicia («hice más visitas a las dependencias policiales que a la universidad»), el descubrimiento de un mundo que le permite descubrir una ciudad de la que, también tiempo después, sentirá nostalgia.
El humor de Jamal provoca carcajadas en el lector. La aparente ingenuidad de Mohammed se comienza a desmoronar desde las primeras lecciones de aprendizaje que conllevan su nueva vida; retrata asimismo ambas sociedades con los viajes del muchacho a su tierra natal y los retornos a Barcelona.
Entre las páginas desfilan diversos personajes divertidos, como el propio padre del protagonista, o El Gallina, un tipo al que conoce en Barcelona y que es líder de Los Pollitos, delincuentes de poca monta que se meten en líos que los colocan en situaciones sumamente divertidas.
Es decir, la novela abarca temas que lo mismo transitan por la denuncia –la ocupación y el despojo de Israel contra los habitantes de Palestina–, el aprendizaje –los encuentros de Mohammed con la mujer que lo acoge en sus brazos–, el humor –hay innumerables pasajes muy divertidos.
En fin, Lejos del horizonte perfumado es una lectura recomendada para quienes buscan conocer de primera mano otra cultura, para paladear entre las palabras, divertirse con anécdotas y episodios, degustar una obra que dejará más un grato sabor al llegar su última página.
Vernon Dios Little
Dios sabe que he hecho lo que he podido
para aprender las costumbres mundanas,
incluso tuve el presentimiento de que
podíamos alcanzar la gloria, pero después de
todo lo que ha pasado, no es fácil presentir nada.
En Vernon Dios Little
Estados Unidos suele presentarse ante el mundo como «ejemplo a seguir» en democracia y defensa de derechos humanos. Incluso se atribuye las funciones de fiscal de este planeta Tierra. Sin embargo, su poder está cimentado sobre decenas de miles de cadáveres y transita por cloacas de corrupción. Es el único país que se concede la libertad de invadir, intervenir, deponer y colocar gobiernos que se ajusten a sus intereses, eternamente manchados de sangre y con peste belicosa.
La sociedad de nuestro vecino del norte –como la nuestra– está idiotizada por la televisión. Ese medio electrónico es capaz de formar –manipular– la opinión entre los ciudadanos, siempre dispuestos a linchar y enjuiciar a quien la pantalla indique.
Éste es uno de los temas que aborda la recomendación de esta semana: Vernon Dios Little (Destino, 2004; traducción de Javier Calvo), de DBC Pierre (Dirty but Clean –sucio pero limpio–), pseudónimo de Peter Finley (1961).
Este autor nació en Old Reynella, Australia, pero se crió en la Ciudad de México, en donde estuvo hasta los veinte años. Su juventud se vio envuelta en escándalos de drogas y estafas (él mismo calculaba que sus deudas eran de aproximadamente doscientos mil euros), lo que llevó a Peter a tener desencuentros y la pérdida de algunos de sus amigos. Tras una terapia de reconstrucción, DBC Pierre escribió su primera novela, Vernon Dios Little, en Londres.
Esta obra –inspirada en una masacre ocurrida en 1999, en una escuela de Estados Unidos– le valió el prestigioso Premio Booker británico de 2003; de inmediato saltó a la fama y despertó críticas de todo tipo respecto de la novela.
Durante una entrevista, el autor manifestó que su obra, en un principio, tenía un tono autobiográfico, pero prefirió liberar al personaje para que la historia tomara el cauce que debía seguir.
Dios Vernon Little cuenta la historia de Vernon Gregory Little, un adolescente de quince años que vive en un pueblo ficticio llamado Martirio, ubicado en el estado de Texas.
Es un muchacho inseguro y frustrado que desconfía prácticamente de todo lo que lo rodea. Poco o nada sabe de su padre, quien desapareció un día, sin más. Pero se quedó con su madre, Doris Eleanor Little, una mujer que se encarga de fastidiarlo –acaso inconscientemente– y hacer de los días de Vernon algo inhabitable.
La vida del chico da un giro radical cuando su único amigo, Jesús Navarro, se suicida tras realizar una matanza en la escuela donde ambos cursaban. Inmediatamente después, Vernon es convertido por los medios en el chivo expiatorio de esa masacre.
El adolescente se ve obligado a inventarse historias ante los señalamientos que pesan en su contra, aun sin haber iniciado las investigaciones del caso. Vomita frases internas –es el narrador de la historia–; escupe, sin falsos prejuicios, todo lo que piensa de la gente de su pueblo.
Muy pronto, este caso cobra relevancia más allá de Texas. Agobiado por la presión mediática y los juicios de sus vecinos, Vernon decide huir de Estados Unidos para refugiarse en una playa mexicana. Sin embargo, no llega a tierra azteca sin antes verse envuelto en cómicas aventuras.
Pero el gusto dura poco, ya que se ve traicionado por la chica de la que está enamorado. Por ello vuelve a Estados Unidos, donde un farsante que se hace pasar como periodista de la CNN ya ha conseguido montar un jugoso negocio con ese caso, a tal grado que el proceso del juicio se convierte en un reality show.
Una vez que Vernon es condenado a la pena capital (decorosa forma de llamar a un asesinato al estilo gringo), el falso periodista consigue la atención y el patrocinio de diversos medios y marcas para transmitir los hechos que ocurren en el corredor de la muerte. Incluso, el público decide quién debe ser ejecutado, a través de llamadas telefónicas.
Se trata de una comedia negra dotada de humor, pero detrás hay una crítica a la sociedad teledirigida estadounidense, cargada de prejuicios y gustosa de ser fiscal mediante lo que le ordena la televisión.
De forma inteligente, DBC Pierre ridiculiza al sistema judicial, a los medios, a las familias y a todo aquello que conforma el núcleo social norteamericano. Es asimismo una sátira a la cultura occidental.
La novela atrapa desde el primer párrafo y su lectura es ágil. De pronto, el lector se topa con episodios que parecen ridículos e inverosímiles, pero que no son sino un fiel retrato del país autoproclamado «salvador del mundo» y ejemplo de las «causas justas».
Es una obra altamente recomendable que sacará más de una carcajada al lector que se atreva a sumergirse en sus 307 páginas con un estilo fluido.
Pieza única
El aire, desde siempre, ha estado lleno de sueños.
En realidad, los sueños están por todas partes a nuestro alrededor.
Milorad Pavić
Hay quienes opinan que los temas en literatura están agotados, que ya se ha dicho todo lo que se tenía que decir. Sin embargo, el arte de los escritores de hoy en día consiste en el tratamiento de las cosas, en cómo se cuenta una historia. Ahí es donde radica la originalidad, si es que aún hay cabida para ésta.
Uno de esos autores originales es el serbio Milorad Pavić (Belgrado, 1929-Ibídem, 2009). Tan es así, que es conocido como el «primer novelista del siglo XXI» por su Diccionario jázaro (1984), calificada por él como novela-léxico por la cual se hizo acreedor al premio NIN, el máximo galardón a las letras serbias. De esta novela existe una versión femenina y una masculina… Pero en esta ocasión me referiré a otra obra.
Una destacada editorial independiente que existe en México es Sexto Piso. Esta agrupación cuenta con cientos de títulos de autores consagrados (Dostoyevski, Melville y Kafka, por ejemplo), algunos que ya gozan de reconocimiento y otros, jóvenes pujantes que buscan hacerse camino en el siempre complicado mundo de las letras.
Entre las publicaciones de esta editorial destacan, precisamente, tres obras de Milorad Pavić: las novelas Pieza única (2007, con tres ediciones) y Segundo cuerpo (2011), así como el volumen de cuentos Siete pecados capitales (2007). Los tres libros han sido traducidos por Dubravka Sužnjević.
La obra que me ocupa en esta ocasión es Pieza única. Calificada por el propio Pavić como novela-delta, de entrada sorprende que sea un estuche que contiene dos libros que se complementan.
La novela versa sobre una serie de asesinatos misteriosos que deben ser resueltos por el inspector Eugen Stross. La historia se destaca por la originalidad de Pavić, un autor dotado de cualquier cantidad de recursos para hacer que con sus libros el lector se transporte de la realidad al mundo propuesto por el serbio, como una especie de hipnosis.
En el inicio de la novela se encuentra a Aleksandar Klozevits, un andrógino conocido como Aleksa y como Sandra. Aparece en un restorán, vestido de hombre. Luego entran dos individuos y Aleksa se mete al baño para salir convertida en Sandra. Persiguen a esta persona, la alcanzan. A partir de ahí comienzan la historia y el suspenso.
Unos asesinatos, mencioné líneas arriba. Aleksandar Klozevits es un «vendedor de sueños»: tiene la capacidad de hacer que las personas sueñen algunos segundos de sus ensoñaciones del futuro. Sin embargo, el precio que deben pagar para ello es muy alto.
Un mundo astrológico (sin caer en la desfachatez), onírico… Pavić es un escritor que va de los detalles más simples de lo cotidiano a temas que lo colocan como un autor erudito.
En Pieza única también aparecen Distelli, un cantante de ópera que sueña con la muerte de Pushkin; la señorita Marquesina Lempitksa, una «bomba sexual» que se sueña como un niño y regresa siglos (los sueños están en el espacio durante la eternidad, explica Klozevits); un amante, mujeres…
El destino de estas personas cae en la voluntad de Aleksandar Klozevits, que se dice comerciante. Sus habilidades comerciales y la astucia lo llevan a tomar en sus manos el futuro de quienes se acercan a él/ella.
En este primer libro la historia es contada por un narrador omnisciente, con un estilo ágil y ameno. Hay humor, trazos poéticos, fantasía: se trata de una novela para releer y disfrutar una a una sus páginas.
Luego está otro libro que forma parte de la novela-delta: Cuaderno azul. Inspector superior Eugen Stross. En éste se encuentran los apuntes y detalles de las investigaciones del encargado de resolver los asesinatos. Aquí el narrador es en primera persona.
Aunque ya conocemos la historia a través del primer libro, en el cuaderno del inspector hay anotaciones que nos siembran dudas; llega el momento en el que el lector se confunde y hay sospechas respecto de que lo leído anteriormente no ocurrió o no se interpretó de la forma adecuada (es un recurso propio de Milorad Pavić, sin duda).
La historia avanza, fluye: Pavić tiene magia en su pluma. Es uno de esos autores que marcan la vida de un lector por sus historias, la forma en la que las cuenta, la originalidad de su pluma.
Otras novelas del serbio son La cara interna del viento. La novela de Leandro y Hero (Espasa-Calpe, 1993), El último amor en Constantinopla (Akal Literaria, 2000), novela-tarot; Paisaje pintado con té (Anagrama, 2000).
Encontrarse un libro de este escritor es un acto fortuito y, estoy cierto, leerlo es uno de los placeres que se desea repetir. Pavić es, pues, de esos escritores que han hecho de la literatura uno de los sitios más habitables de las bellas artes.
El último lector
…porque escribir no es vivir,
porque leer tampoco lo es.
En El último lector
Siempre resulta grato encontrar voces frescas en la literatura. Hasta hace poco más de un año, el que esto escribe desconocía la obra de David Toscana (Monterrey, 1961), un autor asociado al grupo de narradores del desierto y que se ha convertido en uno de los novelistas más importantes de la actualidad en nuestro país.
Ya en otras ocasiones, en este espacio he recomendado obras suyas (la novela El ejército iluminado y el volumen de cuentos Brindis por un fracaso).En esta ocasión propongo su novela El último lector (Mondadori, 2004), un ejercicio de metaliteratura que atrapa apenas iniciar la historia.
La trama ocurre en Icamole, un pueblo miserable en medio del desierto. Hace tiempo que no llueve y el aparente destino de ese lugar es el olvido y la muerte.
Un anciano, Melquisedec, es el encargado de llevar agua en tambos, en una carreta que es tirada por dos mulas. Los pozos del pueblo están secos, salvo el de Remigio. Cierto día, éste acude con la intención de extraer agua, pero algo anda mal. En seguida descubre el cadáver de una niña en el fondo del pozo. Una niña de la que no se sabe nada ni cómo murió.
Ante el hallazgo, el hombre decide contarle a su padre, Lucio, un bibliotecario viudo que vive en y para el mundo de los libros que acoge la biblioteca que está instalada en su casa y que se ha quedado sin lectores.
A raíz de la lectura de una novela, Lucio le dice que entierre el cuerpo en la raíz de un árbol de aguacates que hay en el predio del hijo.
A partir de su aparición en la historia, Lucio se apodera de la narración. La biblioteca ya no recibe subvención gubernamental, pero él continúa al frente de ese espacio: se encarga de elegir qué obras deben formar parte del acervo y qué otras serán censuradas.
De esta forma, Toscana propone una relación escritor-editor-lector: Lucio es todo a la vez. Atrapado entre cientos de ejemplares, interpreta el mundo a través de las novelas que lee. Así, desvela a los policías que investigan el caso de la niña una solución e incluso al culpable mediante una historia que ha leído.
El humor está muy presente en la obra del regiomontano. En El último lector no es la excepción, con una voz poderosa que entreteje historias sobre historias desde la mirada y la visión del quijotesco Lucio, empeñado en no cerrar las puertas de la biblioteca que ya nadie visita.
La trama es aparentemente sencilla. Lo más destacado es la forma de contar los hechos, de llegar a ese mundo en el que Toscana ofrece una y otra posibilidades de descubrir la utilidad de la literatura en la vida diaria.
Lucio conmueve. En él se puede ver al hombre acabado que vivió para aquello que lo apasionaba y que era único motivo para ver la caída de los días. Resulta absurdo –a veces– mantenerse entre ese montón de libros que nadie sino él habrá de leer.
Hay muchas novelas dentro de la novela, surgidas todas de la mano del autor para disfrute del que recorra las páginas de El último lector.
La calma
Quédate ciego, dije para mis adentros
cuando apenas tenía diez años,
y me puse a andar a tientas por la casa,
con los ojos abiertos como quien no ve.
A. B., en La calma
Un buen libro siempre queda ahí, en el imaginario del lector. Así pasen semanas, meses e incluso años, la historia rondará por la cabeza y taladrará la memoria, hasta brotar como un recuerdo que es parido en lomás íntimo de los pensamientos. Así me ocurre con la recomendación que haré esta semana.
La calma (2001; Acantilado, 2003, con traducción de Adan Kovacsics) es una novela del autor Attila Bartis (1968), un húngaro que nació en territorio rumano. Desde 1984 reside en Budapest.
El título evoca quietud, tranquilidad… Sin embargo, al sumergirse en las páginas, encontramos situaciones y vidas que alejan al lector de la calma y lo llevan por derroteros diametralmente opuestos.
El protagonista –anónimo– es también el narrador de la historia: un escritor que vive inmerso en un mundo controlado por su madre, otrora una actriz famosa pero venida a menos, atrapada en la locura y en la soledad.
La vida del escritor es manipulada por la mujer. Viven entre el recuerdo de Judit, la hermana ausente del protagonista cuyas cartas mantienen de alguna forma la esperanza de la madre. Pero ésta ignora que la última carta real de su hija fue escrita años atrás: ahora, las epístolas que recibe son escritas por su hijo, quien las redacta con la mano izquierda para que la caligrafía se parezca a la de Judit.
La convivencia entre madre e hijo resulta insoportable, llena de reprimendas e insultos. Así existe uno junto al otro, en una Budapest que vive la última etapa del comunismo, donde todo parece gris, cenizo, de gritos contenidos, pero hay movimiento.
El protagonista sostiene una relación amorosa con Eszter, una chica con la que suele pelear con frecuencia. De esta forma, tal parece que en La calma ésta no existe; por el contrario, «la violencia parece ser un camino de purificación, se nos muestra como una confesión de seres solitarios y perversos, a medio camino entre la locura más desenfrenada y la tendencia a la normalidad», reza en la contracubierta del libro.
En la historia aparecen pocos personajes, pero todos son presa de una soledad brutal que los recluye en un ensimismamiento que estalla con lapsos de violencia. No parece existir paz en el interior de nadie y si aún cohabitan es porque parece ser que no se han dado cuenta de que están vivos. Sí. La vida es una monotonía destructiva, cargada de una presión autoimpuesta.
No obstante el profundo pesimismo que destila en las páginas de esta novela, Attila Bartis –al igual que Camus– deja abierta la posibilidad de hallar en el lodazal que es la vida, un hueco por el que brote la esperanza.
La obra está narrada con maestría, compuesta de parrafadas que dan respiro al lector con espacios en blanco. El estilo es directo y fluido, de una prosa intensa. Se trata de una muestra de la nueva literatura de esa Europa acaso desconocida, lejos de los libros que se ofertan en librerías y que no parecen tener más vida que la que les otorga la mesa de novedades, durante dos o tres meses.
El autor de La calma se muestra como una voz potente de las letras europeas contemporáneas, lejos de los reflectores, pero cerca del arte de hacer literatura.
Es una obra que algo dejará en el lector que se anime a enfrentarse a sus páginas.
La Era del Pez
El pensar les inspira odio.
Desprecian a los seres humanos.
Quieren ser máquinas […]
o mejor aún municiones:
bombas, granadas, esquirlas.
Ödö von Horváth
La construcción de sistemas políticos no puede ser sin la participación de la sociedad. Ya sea para bien o para mal, la complicidad –o pasividad– de la gente permite que los poderosos lleguen a serlo.
La ascensión del nazismo no se logró sola: hubo que convencer a la ciudadanía e inocularle las nuevas ideas que derivarían en lo que ya todos conocemos.
Entre la Primera y la Segunda guerras mundiales hubo un lapso en el que se gestó el horror. La generación de entreguerras creció con el primer conflicto a sus espaldas, pero con el segundo frente a sí. Acaso sin darse cuenta, o sin poner mucha atención, el monstruo creció y fue demasiado tarde cuando la realidad la alcanzó.
A este periodo –el de entreguerras– corresponde la novela que me permito recomendar esta semana: La Era del Pez (1937; Pomaire, 1979; traducción de Eduardo Goligorsky), del austrohúngaro Ödö von Horváth (Rijeka, Croacia, 1901-París, Francia, 1938).
La Era del Pez es protagonizada por un profesor de 34 años encargado de las clases de geografía e historia en un instituto para adolescentes.
La vida del personaje –del que se desconoce su nombre– parece transcurrir en calma, pero de fondo está el ascenso del nacionalsocialismo que ya permea en las sociedades más cercanas a Alemania.
El odio es transmitido a las familias a través de la radio y de altoparlantes. De esa forma, las cúpulas del poder consiguen que el grueso de la sociedad adquiera y aprenda las nuevas ideas y las acepte sin reparar mucho en ellas.
Así, el profesor se topa con jóvenes que se han adherido a los «ideales» del gobierno en turno. Lo comprueba cuando les encarga una tarea en la que respondan por qué son necesarias las colonias.
Odio, racismo, discriminación: he ahí una triada para colocarse en lo más alto del supuesto nuevo ideal. Los alumnos –casi todos– desprecian a los que no son como ellos; consideran a los negros como una subespecie al servicio de los blancos.
Pero estas ideas no sólo están presentes en los muchachos. Cuando el docente cuestiona a uno de ellos acerca de sus ideas y opiniones, al día siguiente aparece su padre para recriminarle el «atrevimiento» de considerar que los negros son personas: «¿usted enunció o no esa aborrecible idea suya sobre el problema de los negros…?» (p.16).
A raíz de ese desencuentro crece la tensión entre los alumnos y el maestro, a tal grado que firman una carta en la que le comunican que no desean recibir más clases de parte suya.
Días después, la historia da un vuelco. Como parte de la preparación de las nuevas generaciones en materia militar, deben hacer un campamento para realizar actividades ante la llegada de un «enemigo imaginario».
No todos los alumnos tienen buena relación. Hay pleitos entre algunos. De pronto, un suceso cubre la novela de suspenso, misterio y un tono detectivesco.
A partir de entonces, Ödö von Horváth desarrolla una serie de ideas en torno a Dios. Hay un Raskólnikov en el profesor que se plantea los dilemas morales y se sume en reflexiones que lo acechan a cada momento.
Todo ello permite al autor lanzar una crítica a la denominada clase media ante su pasividad que permitió el ascenso del mal. En este sentido, el título La Era del Pez alude a una etapa astrológica que es tocada por otro personaje, mediante la que se advierte que la llegada de una nueva era está próxima. Una era oscura.
La novela es breve con un estilo limpio y fluido. Se cuenta de Ödö von Horváth que era una de las grandes promesas de la literatura centroeuropea, pero su carrera se vio truncada a los 37 años, cuando un rayo cayó sobre un castaño del que una rama aplastó al escritor mientras caminaba por los Campos Elíseos, bajo una tormenta eléctrica, después de haber acudido a un cine. (Von Horváth tenía una premonición: decía que moriría fulminado por un rayo.)
A propósito de esta obra, Stefan Zweig refirió: «La Era del Pez es quizás el cuadro más realista que se ha escrito sobre aquella generación que creció en esos desesperados años entre ambas guerras mundiales. Nunca se ha expresado tan vivamente el apasionado deseo de aquella juventud de escapar de una atmósfera envenenada por los odios políticos y las pasiones sociales».
El Ruletista
Pero hay un lugar en el mundo donde lo imposible
es posible, se trata de la ficción, es decir, la literatura.
En El Ruletista
No confío mucho en las campañas que las grandes editoriales lanzan para hacer publicidad a tal o cual autor y su más reciente obra. No es un secreto que cada nuevo libro sea presentado como «una obra diferente que rompe con los géneros establecidos» o que el autor en turno sea «dueño de una voz que no se parece a la de nadie más». Por eso considero que a veces es preferible pasar de largo en la mesa de novedades de las grandes librerías.
En estas últimas semanas he visto que el sello español Impedimenta ha emprendido una campaña a favor de uno de sus escritores estrella: el rumano Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956), a propósito de Solenoide, su más reciente obra.
La crítica coincide que Cărtărescu es un autor de muy altos vuelos y que con la aparición de un libro nuevo el lector es el más beneficiado. Además es mencionado como un fuerte candidato a recibir el Nobel.
El problema para acceder a estos autores muchas veces tiene que ver con lo económico, pues no se trata de libros al alcance de todos. Sin embargo, hay oportunidades para hacerse de alguna obra, ya sea en ferias u otros eventos de promoción de la lectura.
Esta semana me sumo a las voces que admiran al escritor rumano. La recomendación es un relato que estuvo prohibido en la Rumanía de Ceaușescu y que no vio la luz sino años después: El Ruletista (Impedimenta, 2010; traducción de Marian Ochoa de Eribe).
El narrador es un escritor de ochenta años que, postrado en un sillón, acaso espera la muerte mientras unos versos de Eliot lo acompañan: «Concede el consuelo de Israel/ A uno que tiene ochenta años y no tiene mañana».
Durante sesenta años ha escrito. Ahora se dispone a contar la historia del Ruletista, ese mendigo que, a fuerza de retar a la muerte, amasó una fortuna.
En viejos sótanos de una ciudad, en medio de ambientes decadentes –cucarachas, cerveza de mala calidad, jarras viejas, hombres que ven en la muerte el mayor de los espectáculos–, se realizan eventos que reúnen a unos cuantos seres en torno a la figura de algún ruletista: el hombre que se juega la vida en la ruleta rusa.
El narrador confiesa que «he asistido a cientos de ruletas y he visto en muchas ocasiones una imagen indescriptible: el cerebro humano, la única sustancia verdaderamente divina, el oro químico donde se encuentra todo, esparcido por las paredes y por el suelo, mezclado con esquirlas de hueso» (p. 32).
Conoció a «El Ruletista», el hombre que se ganó la atención de todos los aficionados a esa práctica y que de plano terminó con el negocio de otros que, como él, se jugaban la vida.
Pero un revólver con un cartucho ya no era tan atractivo. ¿Qué tal con dos? Reducir la posibilidad de sobrevivir al jalar el gatillo. Si no es suficiente, tres cartuchos al tambor, incluso cuatro… Odiado y amado, el hombre se ganó la admiración incluso de damas finas. La presencia de éstas convirtió a la vieja práctica en una actividad con cierto prestigio: de los sótanos decadentes, «El Ruletista» brincó a salones más bien lujosos. Siempre con la risita previa a jalar el gatillo y el desplome que le seguía.
El narrador reitera que conocía al héroe desde la niñez. Escritor de prestigio, recuerda que incluso lloraba porque perdía dinero al apostar a favor de la muerte, entre la admiración, la envidia y el asombro de un hombre que retó de más al azar.
Las probabilidades de sobrevivir en la literatura son ciento por ciento efectivas, plantea el autor-narrador. «Porque los personajes no mueren jamás, viven siempre que su mundo es “leído”.» Así pues, el narrador se asume un personaje de la propia historia que cuenta; desde su ancianidad, aspira a algo: «Quizá no viva dentro de una historia importante, quizá sea tan solo un personaje secundario pero, para un hombre que afronta el final de su vida, cualquier perspectiva es preferible a la de desaparecer para siempre».
«El Ruletista» es apenas una probada de la, sí, muy poderosa voz de Mircea Cărtărescu, que está convertido en uno de los autores europeos con más reconocimiento de la actualidad y que, a juzgar por este relato, tiene bien merecida la fama de escritor de culto que en cada palabra coloca la cantidad necesaria de pólvora para que, llegado el momento, explote el texto en las manos del lector.
El ajuste de cuentas
Usted, jovenzuelo, ha caminado por senderos seguros.
Tibor Déry, «El ajuste de cuentas»
En medio del surrealismo político de este país y su democracia simulada, apartarse para no sucumbir en ese torbellino conviene para la salud mental y prevenir males en el hígado.
La lectura y sus múltiples beneficios no gozan de amplia popularidad en México, ora porque los libros son costosos, ora porque simple y llanamente no hay interés. Pero hay que tener en cuenta no todos los buenos libros son caros, ni todos los libros caros son buenos.
Hoy recomiendo a otro autor húngaro en la lista de escritores de ese país que ya he abordado en este espacio. Me refiero a Tibor Déry (Budapest, 1894-Ibíd., 1977), un hombre comprometido con las causas sociales que fue condenado a nueve años de prisión, en 1957, pero que en 1960 pudo salir gracias a una amnistía.
Ya en otra ocasión he elogiado la labor del Sergio Pitol traductor y su encomiable esfuerzo para ofrecer a los lectores en lengua hispana obras maestras de autores cuyas lenguas nos resultan completamente incomprensibles.
Pues bien, El ajuste de cuentas, de Tibor Déry, forma parte de la colección «Sergio Pitol Traductor» de la Dirección General de Publicaciones del otrora Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en coedición con la Universidad Veracruzana. La primera edición, en 2007, corrió a cargo de esa institución educativa, en tanto que la segunda, de 2011, fue en conjunto. Sin embargo, Era lanzó la primera edición en español, en 1968, con traducción del propio Pitol.
Se trata de un libro que contiene tres relatos –piezas maestras del género– ambientados en la convulsa década de los cincuenta de Hungría, que en 1956 desembocó en una revuelta.
En este sentido, debo mencionar que Tibor Déry nació en una familia burguesa, pero se afilió al Partido Comunista desde muy joven. Esa militancia lo obligó a exiliarse por varios años y su labor literaria comenzó en una revista llamada Hoy, en 1920.
El primer relato del libro es el que precisamente da título a la obra: «El ajuste de cuentas» (1961). Cuenta que cierta noche, antes del toque de queda, el estudiante Feri Kovács llega al apartamento de un profesor de medicina. Pero lleva una ametralladora. El anciano maestro sabe que si los descubren, ambos serán hombres muertos. Sin embargo, le quita el arma y obliga al estudiante a marcharse de ahí.
El viejo coloca el arma en un rincón y se convierte en una especie de fantasma que ronda sus pensamientos. Ante esta crisis decide abandonar su apartamento y huir hacia la frontera para dejar el país. No obstante, bajo una tormenta invernal, inicia una marcha cruda y agónica de la que probablemente no tendrá regreso. En ese andar se cuentan historias de los que lo acompañan. Es una marcha dramática, desgarradora, de desplazados que buscan abandonar un país convulso, bajo la tormenta de nieve.
El segundo relato, «Amor» (1956), es un canto a la libertad. El protagonista, B., recupera su libertad después de pasar varios años en prisión. No se sabe por qué fue encarcelado ni tampoco por qué lo liberaron. Así de confuso es el ambiente político de esos años en aquel país.
- abandona la cárcel con la ropa arrugadísima que le es devuelta, las mismas prendas con las que llegó. Aborda un taxi y pide al chofer que lo lleve a Budapest. En el camino descubre que todo ha cambiado: hay nuevos edificios, se enamora de la belleza de las mujeres y experimenta cierta felicidad.
Al llegar a su casa, la encuentra sola. Se desespera de estar ahí, solo, y decide salir a la calle. Entonces descubre a la mujer, a su hijo –al cual no reconoce– y a cuatro niños que le son desconocidos. El reencuentro es la recuperación plena de la libertad.
El último relato, «Filemón y Baucis», es conmovedor de principio a fin. Es un matrimonio de ancianos. Él ha ahorrado cierta cantidad de dinero para comprar a su esposa una corneta que le permita escuchar y un ramo de rosas. Ambos están por celebrar el cumpleaños de la mujer, que casi ha perdido el oído y por ello el viejo debe repetirle las cosas de forma constante.
Una noche que se disponían a cenar, de pronto, de la calle proviene el tableteo de las armas, los combates crecen. La vieja no se entera de los disparos. Sin embargo, sospecha de su marido, quien comienza a cerrar las puertas y ventanas y se desplaza en la estancia con movimientos torpes. Ella ni se imagina.
En eso llaman a la puerta. Varias veces. El hombre no quiere abrir, pero ante la insistencia, decide ver de qué se trata. Resulta que es un joven que acaba de ser herido y busca ayuda. La mujer recuerda a sus tres hijos muertos en la guerra y le pide al hombre que mejor lo lleve con sus vecinos para que ellos se hagan cargo.
Cuando Filemón regresa a casa, sufre una hemorragia nasal incontenible. Baucis decide ayudar a su marido; recupera el oído por amor y sale en busca de ayuda. Piensa llegar a casa del médico y entonces escucha el sonido de las balas. Antes de llegar con el doctor, es alcanzada por un proyectil. El esposo, un tanto recuperado, aguarda el quizá imposible retorno de su esposa, mientras asiste el parto de su perra, que está escondida en una alacena.
Los tres son relatos dignos de antologías. El libro puede conseguirse fácil. Y lo mejor: no es caro, pero sí muy valioso.
Amor Mundi
No es fácil vivir bajo un bombardeo y actuar
como si no ocurriera nada, como si no fuera contigo.
Creer que las bombas no te van a caer a ti
ni a ninguno de tus conocidos.
Dušan Veličković
El terrorismo es una palabra que hoy en día reproducen los medios de comunicación hasta la saciedad. Pero es curioso que dicha práctica deleznable –el terrorismo– está asociada a grupos radicales de Oriente Medio; es decir, en esta segunda década del siglo XXI, la imagen del terrorista está ligada a una persona con turbante.
En los últimos años, el autodenominado «Estado Islámico» ha perpetrado ataques brutales en diversas partes del mundo. Sin embargo, poco se habla de cómo ese grupo alcanzó el poder. En resumidas cuentas, se trata de una organización terrorista cuyo origen está ligado a Estados Unidos, que la ha abastecido de armamento, primero, y después a través de financiamiento.
Para Estados Unidos la paz no es redituable, pues es un país que vive y se enriquece a través de la guerra. Cada año, la fabricación y venta de armas deja ganancias multimillonarias a esa nación, tan dada a la violencia. Se trata del país terrorista y genocida por antonomasia después la Segunda Guerra Mundial: entre 1945 y 2001 estuvo involucrado en 201 de 248 conflictos bélicos en 153 zonas del mundo (el 80 por ciento del total), según reveló el portal Washington’s Blog, que a su vez tomó parte de un estudio de la revista American Journal of Public Health.
El informe también reveló que Estados Unidos es responsable del 41 por ciento del gasto militar de todo el mundo, que mantiene entre 700 y mil bases militares en diversos puntos del planeta. Además, el 90 por ciento de las cientos de miles de víctimas son civiles, sin que a la fecha haya castigo.
Ya sea por petróleo u otros recursos naturales o por mera posición geopolítica, nuestro vecino del norte invade, mata y lleva el terror allí donde sus intereses lo indiquen, con la consabida seguridad de que buena parte del mundo hará oídos sordos y volverá la vista hacia otra parte.
Un ejemplo de todo lo anterior tiene que ver con la recomendación de esta semana: Amor Mundi (Ediciones del Bronce, 2003), una obra del escritor y periodista serbio Dušan Veličković (1947).
En la advertencia el autor refiriere que amor mundi alude a una idea de la filósofa alemana Hannah Arendt (1906-1975) expresada en su obra La condición humana, en la que se refiere al amor del mundo y el amor por el mundo como una de las condiciones de la existencia humana. En concordancia con esta idea, Estados Unidos no siente amor por el mundo.
Este viernes se cumplirán 19 años de un hecho que marcó el fin del siglo XX. El 24 de marzo de 1999 –por órdenes de Bill Clinton– la OTAN inició una brutal y criminal serie de bombardeos en Belgrado, la capital de Serbia, que entonces era la República Federal de Yugoslavia (junto con Montenegro), que se prolongó hasta el 11 de junio del mismo año.
Dichos bombardeos –llamados «humanitarios» por Occidente– se cobraron la vida de dos mil civiles (entre ellos, 88 niños) e hirieron a seis mil personas; dañaron o destruyeron 40 mil casas, 300 escuelas y 20 hospitales (incluido uno de maternidad). Todo sigue impune.
A través de Amor Mundi, Veličković intenta dar a conocer el día a día de la población que se vio bajo el fuego indiscriminado de la OTAN: alrededor de las ocho de la noche sonaba la alerta que anunciaba el inicio de la jornada de ataques.
Ante ello se recomendaba abrir las ventanas para que las ondas expansivas no rompieran los cristales. Nadie sabía en dónde caerían las bombas o los misiles –“inteligentes”, lanzados por gente estúpida, dice el autor– ni cuántos muertos provocarían.
El ambiente de desolación se mezclaba con la tensión del rechazo que ciertos sectores de la sociedad tenían para con el entonces presidente de Yugoslavia, Slobodan Milošević (1941-2006), tildado por Occidente de «dictador», pero defendido por buena parte de los serbios y cuya renuncia y entrega del país era el principal objetivo de la OTAN, detrás del discurso en el que se indicaba que la defensa de Kosovo (la parte de Serbia habitada por miles de albaneses que buscaban la «independencia» y la expulsión de los serbios de dicho territorio) era la finalidad.
Aquellos bombardeos destruyeron cualquier cantidad de edificios de Belgrado, incluido el de la televisión estatal, en el que fallecieron 16 comunicadores acusados de ser fieles a Milošević. También fue atacado un tren civil en un puente en las inmediaciones de la ciudad de Niš, donde murieron varios civiles.
El terror se expandió por todas las regiones de Belgrado y otras ciudades yugoslavas. El propio Dušan Veličković relata que era un asedio del que no se sabía quién sería la próxima víctima. El ambiente era de desesperanza, pero también de rabia ante el mutismo del mundo.
Uno de los acontecimientos que más llamó la atención ocurrió el 7 de mayo de ese 1999, cuando la OTAN bombardeó la embajada de China en Belgrado, que provocó el deceso de tres personas. En ese entonces, ni China ni Rusia (incondicional aliado de Serbia) poseían la fuerza que hoy en día tienen, por ello el ataque no tuvo las repercusiones que tendrían en la actualidad.
Los puentes también eran blanco preferido de los genocidas que pilotaban los aviones de la OTAN, esa máquina de matar que opera en decenas de países con plena impunidad. Por ello, cientos de belgradenses se organizaron para colocarse en los puentes, con playeras que tenían un blanco en el frente.
Durante esos meses se vivió un drama del que poco se cuenta. En Amor Mundi, Veličković se enfoca en las experiencias personales, en cómo debió lidiar con el asedio de la OTAN y del propio Milošević. Es una obra que exige reflexión, de la que el genial Milorad Pavić dijo: «Me doy cuenta de que se trata de un libro magnífico y veraz sobre el bombardeo apenas pasadas las primeras páginas, y también de que no podré leerlo hasta el final precisamente por eso, pues ¿qué insensato pasaría por todo aquel horror de nuevo si ya se vio obligado a vivirlo una vez?»
Una de las historias más peculiares tiene que ver con una inspección que la policía debía llevar a cabo en la casa de un joven del que se sospechaba era «traidor». Ese día, los agentes se presentaron en la vivienda; el muchacho no estaba, pero los atendió su madre. Cuando los policías le comunicaron el porqué de su visita, la mujer no mostró rechazo, aunque sí puso una condición: entrarían, sí, pero sin calzado porque había limpiado la casa el día anterior y no estaba dispuesta a volver a hacerlo. Así, los agentes entraron, descalzos y con la misión de registrar cada rincón.
El libro está conformado por textos breves que buscan exponer la situación a partir de la experiencia personal del autor y de sus conocidos, sin restarle importancia al resto de la población. Por el contrario, defiende a ultranza los derechos humanos de las víctimas –de la OTAN y de Milošević– con voz y mirada sobrias que desvelan la calidad del escritor.
Las uvas de la ira
Robar un banco es un delito,
pero más delito es fundarlo
Bertolt Brecht
Hace un tiempo era muy común escuchar o leer acerca de los desahucios. En los últimos años, en España, miles de familias (no existe una cifra exacta) han sido despojadas de su vivienda o echados del sitio en el que vivían por la imposibilidad de pagar el alquiler o las hipotecas. Los métodos de los desalojos han causado indignación entre diversos sectores de ese país y a nivel internacional, pues casos ha habido en los que la gente que se queda sin techo es anciana, sin posibilidades de trabajar ya sea por enfermedad o por la edad misma.
A estas alturas, aún hay quienes se empeñan en vender la imagen de España como ejemplo, particularmente para México. Los desahucios son la punta del iceberg de un país cuyos índices de desempleo y desigualdades son de los más elevados de las naciones que conforman la Unión Europea. No obstante, los desalojos no son nuevos ni exclusivos de dicha nación.
La semana pasada, en este espacio recomendé la lectura de Manhattan Transfer (1925), una novela de John Dos Passos (Chicago, 1896-Baltimore, 1970) en la que aborda la deshumanización de la sociedad empujada hacia el llamado «progreso».
Mi recomendación de esta semana es una novela que tiene que ver justamente con desahucios, despojos, desigualdades e injusticias: Las uvas de la ira (Promexa/Diana, 1979), de John Steinbeck (California, 1902-Nueva York, 1968), quien en 1962 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura y que, como Dos Passos, perteneció a ese grupo de autores que conformaban la «Generación perdida».
Publicada en 1939, Las uvas de la ira despertó polémica entre el sector tradicionalista –e hipócrita– de la sociedad estadounidense. Hacia 1929, la Gran Depresión sumió a los Estados Unidos en una crisis que, como toda crisis, afectó, primero y en mayor medida, a la clase trabajadora. Esta crisis provocó que cientos de familias de estados del sur se desplazaran en busca de paliar la marginación a la que los campesinos fueron sometidos.
La novela de Steinbeck está ambientada en la década de los treinta y narra la historia de los Joad, una familia que se ve obligada a abandonar sus tierras por la eternamente insaciable voracidad de los bancos. Sin tierra y sin trabajo, embestidos por la miseria, los integrantes deciden viajar hacia California, pues se ha rumorado que allí las cosas pintan bien y hay trabajo y comida para todos.
Tom Joad, el protagonista, vuelve a su tierra luego de haber estado preso. Pero se encuentra con la nada, con la ausencia de su familia. Luego se entera del viaje y se une a la aventura, acompañado por el predicador de la comunidad.
Las carreteras están llenas de camiones cargados de familias y lo poco que pudieron rescatar; todos van en busca de un sueño californiano. Sin embargo, también los hay quienes vuelven de la búsqueda y advierten del exceso de trabajadores y la pírrica paga. Sin embargo, eso no desanima a los Joad y deciden seguir, comprobar por ellos mismos el desencanto. La novela relata todas las desavenencias que esa familia debe librar en busca de sobrevivir.
La obra en sí es una denuncia y cuestiona las prácticas del capitalismo. El autor la escribió basado en artículos periodísticos que él mismo escribió en los que daba cuenta de la situación de los trabajadores del sur de los Estados Unidos, principalmente en los campos de cultivo.
Steinbeck retrata la realidad de un país donde la miseria y los abusos son una realidad; las situaciones que se narran podrían rayar en lo extremo, pero no son sino un reflejo de la vida en el llamado «país más desarrollado del mundo».
Hoy en día, en pleno siglo XXI, esta obra es censurada entre las familias más conservadoras del país vecino del norte, enquistadas en una sociedad consumista e individualista, imposibilitada para echar una mirada al otro. Se trata de una novela extensa (511 páginas en la citada edición), pero con un tono fluido que permite una lectura rápida.
Las uvas de la ira es un texto que se publicó por primera vez en 1939, pero cuyos problemas abordados por Steinbeck continúan vigentes y parecen ensancharse conforme aumentan las ambiciones de las elites.
En 1940, John Ford dirigió una película basada en esa novela, con Henry Fonda como protagonista. La cinta obtuvo seis nominaciones al Oscar y se hizo acreedora a dos: Mejor Director y Mejor Actriz de Reparto (Jan Darwell).
Otras obras destacadas de John Steinbeck son De ratones y hombres (1937), La perla (1947), Al este del Edén (1952), Dulce jueves (1954), entre otras.
Manhattan Transfer
La Generación perdida es un grupo de escritores nacidos en Estados Unidos hacia finales del siglo XIX y principios del XX, con cierta influencia europea. Se la denomina así porque les tocó vivir fases creativas «perdidos» en el periodo de entreguerras y participaron de conflictos bélicos.
Los nombres más destacados de este grupo son los narradores William Faulkner (1897-1962), Ernest Hemingway (1899-1961), John Steinbeck (1902-1968), Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) y John Dos Passos (1896-1970), así como el poeta Ezra Pound (1885-1972).
Si hay que agregar algo respecto de su importancia es que los tres primeros fueron Premios Nobel en los años 1949, 1954 y 1962, respectivamente, además de que figuran entre los escritores más importantes del siglo XX.
Algunas características de la Generación perdida son, principalmente, el pesimismo, una fuerte crítica a la guerra y su inutilidad, a la voracidad del capitalismo, así como a lo que los políticos de la actualidad llaman «desarrollo» y «progreso».
La recomendación de esta semana es una novela que gira en torno a estos conceptos: Manhattan Transfer (Bruguera, 1980), de John Dos Passos.
Esta novela fue publicada en 1925, es decir, cuatro años antes del inicio de la Gran Depresión estadounidense. Con maestría, el autor ya anticipaba las catástrofes económica y social que devinieron tras el crack financiero del 29.
La estación Manhattan Transfer sirve a Dos Passos como metáfora para desarrollar la que es considerada –quizás– su mejor novela, pues en aquélla, como en todo paradero del transporte público, confluyen personajes que se cruzan de forma constante o que nunca más se vuelven a ver.
El escenario es la ciudad de Nueva York de los años veinte. No ocupa nada más el telón de fondo, sino que el escritor hace de ella un personaje, acaso brutal: devora seres y sus sueños un día sí y el otro también; luego los regresa al mundo como almas grises, despojadas de toda esperanza: hombres y mujeres completamente desolados.
La historia de la novela no está centrada en un personaje en sí, sino más bien a la masa en su conjunto: Dos Passos entrega un collage en el que nos da cuenta de los sueños y las aspiraciones de un montón de hombres y mujeres que creen que en Nueva York hallarán –y lo llevarán a sus vidas– el ideal de bienestar.
Con base en estas motivaciones es que cada ser fluye a través de párrafos y párrafos; sin embargo, Dos Passos no permite profundizar en la vida de las personas, pues en cuanto el lector comienza a saber algo más, llega el cambio repentino, los espacios en blanco en las hojas como símbolo del vacío.
En la obra hay jóvenes que anhelan hacer dinero, mujeres que buscan alcanzar la felicidad, suicidas, obreros, políticos, sindicalistas; seres atormentados que beben alcohol, pese a la prohibición… Éste es un elemento de la crítica de Dos Passos hacia la sociedad norteamericana de su tiempo; sabe que, pese a la falsa transparencia en la política de ese país, la corrupción es uno de los tantos defectos sobre los que está cimentada la democracia estadounidense.
La novela no es corta (472 páginas en la citada edición), pero se lee a buen ritmo; está escrita con una técnica de alguna forma innovadora del autor en cuanto al collage que ofrece al lector a través de cientos de páginas.
El ritmo se mantiene, pese a que no existen momentos de tensión ni hay una trama que exija la atención del lector, aun cuando sólo algunos de los personajes vuelven a aparecer, años después, ya en desgracia. Muchos son presentados y pronto desaparecen, sin saber nada más de ellos. De otros, nos enteramos de sus fracasos. Porque, en el fondo, es una novela de fracasos, de la soledad como único recurso para encarar la derrota frente a una sociedad que exige materializar los sueños para comprobar el éxito.
En esta obra encontramos a un John Dos Passos pesimista, pero a la vez desengañado de las falsas ventajas del progreso y demás mentiras. Sin embargo, como todo gran pesimista, deja un resquicio para que se cuele la esperanza.
Otras obras destacadas de este autor son: Tres soldados (1921), novela de corte antimilitar; la trilogía U.S.A., conformada por las novelas El paralelo 42 (1930), 1919 (1932) y El gran dinero (1936), entre otras.
Sueño con mujeres que ni fu ni fa
Desgraciado Belacqua, no das con la clave,
no entiendes de qué va la cosa: la belleza,
en último término, no está sujeta a categorías,
está más allá de las categorías.
Cuando se nombra a Samuel Beckett es muy probable que brinque el nombre de James Joyce, dada la influencia que éste ejerció en la vida y obra de aquél. No obstante, el Nobel (1969) supo sacudirse la sombra de su connacional conforme pasaron los años.
El de Beckett no es un estilo fácil. Por el contrario, se requiere de paciencia para tomarle el gusto a la obra de uno de los escritores más originales que nos entregó el siglo XX.
Cuando tenía veintiséis años, el irlandés escribió su primera novela, pero no halló editor que se animara a publicarla. Se trata de Sueño con mujeres que ni fu ni fa (1992; TusQuets, 2011), la que el propio Beckett se negó a publicar cuando ya era Beckett.
Por deseo del escritor, dramaturgo y ensayista, la novela no vio la luz sino de manera póstuma, hacia 1992 (Beckett falleció en 1989), es decir, unos sesenta años después de haberla escrito.
La obra comienza de esta forma: «He aquí a Belacqua, un niño rollizo que pedalea cada vez más veloz, con la boca entreabierta y las aletas de la nariz cada vez más hinchadas» (p.11).
Belacqua es un joven poeta que deambula por calles de París, Dublín y Viena; no sabe qué es lo que busca, pero traslada su cuerpo de un lugar a otro como si en verdad tuviera algún objetivo. Éste es acaso el primer guiño beckettiano: el ser se conduce hacia el fracaso, no hay objetivo para perseguir. Y si lo haces, anda: date de frente contra el fracaso.
Sin embargo, Belacqua «está enamorado de cintura para arriba de una muchacha patosa que atendía por el nombre de Smeraldina-Rima» (p.13). Su encuentro es fortuito: la halló una noche en la que la fatiga hizo presa del poeta en ciernes. Es decir, el «amor» le brotó del cansancio, no fue concebido a la luz de la vitalidad.
Belacqua deambula, está satisfecho con su «feliz tristeza». Mujeres como Smeraldina-Rima, Syra-Cusa o Alba esperan algo de él, cualquier cosa, que él no entrega. Porque el muchacho aspira a habitar su interior, sus pensamientos; piensa en qué escribirá: es un artista adolescente –como el de Joyce– que va por la vida ebrio, enfermo o malhumorado.
Pese a ello, hay en la novela toques de humor e ironía que también son características del Beckett que escribirá años después, con un estilo consolidado y del que se apropió para sacudirse de las comparaciones con el autor de Ulises que en determinado momento lo alcanzaron.
Sueño con mujeres que ni fu ni fa es una novela intensa, llena de citas que obligan al lector a echar ojo a las anotaciones –que están hacia las últimas páginas– y acaso a desesperarse. Sin embargo, ello no es pretexto para abandonar la lectura; pues Beckett, el primer Beckett, posee ya el talento para atrapar a quienes se sumergen en ese fascinante mundo de las palabras que construyó. Porque Beckett posee esa fuerza que provocan al lector a no soltar el libro, aun cuando desea hacerlo.
En la novela sí hay elementos que lo colocan como joyceano, pero el lector también se topa con los esbozos del futuro Premio Nobel, el explorador del lenguaje hasta los límites, el pesimista acerca de la condición humana.
El libro está dividido en cinco capítulos: «Uno», «Dos», «Und», «Tres» e «Y». Además hay un posfacio de los traductores titulado «El primero de todos los Beckett», en el que se advierte que Sueño con mujeres que ni fu ni fa no es precisamente la mejor forma de entrar a la obra de un escritor que, sí, se vuelve apasionante.
Es una novela escrita por un joven cuyo futuro es incierto, de un Beckett bajo el influjo de la tensión emocional que le sirvió para dar salida a todas esas emociones. Hay además acaso pasajes de la infancia del propio autor, sin que en sí la novela sea estrictamente autobiográfica.
El lector también descubrirá que el texto está lleno de neologismos. Es la primera obra del futuro autor genial que entregó Esperando a Godot, Fin de partida, El innombrable, Molloy, entre otras tantas obras maestras.
La reclusión solitaria
El distrito de Sinistra
El rey blanco
El libro es mi hermano mayor, mi mejor amigo: Luis Amaro
La mujer que se estrellaba contra las puertas
A todos nos falta algo
Cuando mencionamos Croacia, las referencias que tenemos de ese país en México son casi nulas o se reducen al futbol, ora porque hay jugadores de esa nacionalidad en los equipos más mediáticos del mundo o porque en el pasado Mundial, la de México enfrentó a esa selección, así como en la edición de 2002.
Círculos perturbados
Diario de un aspirante a santo
1280 almas
Caballo en el salitral
Paraíso reclamado
Brindis por un fracaso
Salir a robar caballos
Palomar
Guerra y guerra
Los bosnios
Por un bistec
Sin lengua
La muerte salió cabalgando de Persia
El honor perdido de Katharina Blum
Un puente sobre el Drina
De ratones y hombres
Cuando ya no importe
No puedo saber por qué este recuerdo,
esta imagen, que nada parecía anunciarme,
se mantiene imborrable después de tantos años.
J.C.O., Cuando ya no importe
Cuando se habla del boom latinoamericano, invariablemente brincan algunos nombres asociados a dicho movimiento literario: Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, entre otros.
Sin embargo, antes de ellos había ya escritores importantes, aunque menos reconocidos, pero que cimentaron las bases para consolidar una literatura en forma, con voz propia. Nombres como Roberto Arlt, Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, por citar tres casos, no suelen figurar mucho entre los escritores más importantes de la región, aunque en el caso de Onetti existe un mayor conocimiento y estudio de su obra.
Si bien los primeros cuatro nombres citados fueron artífices para la «exportación» de las letras latinoamericanas hacia Europa, por allá de la década los sesenta, Onetti es considerado –según Vargas Llosa– el autor de la primera novela moderna de América Latina: El pozo (1939).
A partir de entonces se dedicó a escribir lo mismo cuentos que novelas y a construir un mundo propio, con personajes que aparecen no sólo en una obra.
Nacido en Montevideo, Uruguay, en 1909, Onetti fue un fiel admirador de la obra del gigante estadounidense William Faulkner (1897-1962), quien creó el ya mítico pueblo imaginario Yoknapatawpha.
Bajo este tenor, Juan Carlos Onetti dio vida a la ciudad ficticia Santa María, a partir de su novela La vida breve (1950), que aparece en otras historias como El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964), creando así una trilogía, aunque la ciudad volvería a ser mencionada tres décadas más tarde.
En esta ocasión mi recomendación gira en torno a la obra de Onetti, pero particularmente me referiré a la última de sus novelas: Cuando ya no importe (Alfaguara, 1993).
Originalmente se llamaría La casona, pero la editora del uruguayo en Barcelona, Carmen Balcels, le sugirió cambiar el título. La casona porque buena parte de la historia ocurre en una casa cercana a un río, perdida en el campo.
La novela es narrada por el protagonista de la misma, a manera de diario. Es un hombre que ha sido abandonado por su esposa, quien aguantó muchos años el hambre y la miseria junto a él. Desapegado de todo, decide viajar hacia un lugar donde vivirá muchos años y se desempeñará como contrabandista.
Se trata de un personaje desengañado de todo, vapuleado a veces por los recuerdos pero que está dispuesto a recibir los embates de la soledad. En la novela desfilan algunos personajes, incluido el doctor Díaz Grey, de otras historias santamarianas, para entonces acabado, viejo. Ambos personajes se sumen en conversaciones prolongadas, de recuerdos, confesiones y en las que Onetti confirma su eterna nostalgia.
Cuando ya no importe es una especie de despedida de Onetti (murió un año después de su publicación), las remembranzas de los sitios donde vivió, la gente que conoció: un último paseo por los sitios que alguna vez florecieron, pero que en su última entrega deja entrever el deterioro, la decadencia.
La trama de la historia no es muy compleja, pero es una exquisitez del lenguaje, con diálogos profundos y una carga con alto contenido nostálgico, poético y del desengaño que trae el paso de los años. Se trata del último golpe maestro de uno de los escritores más importantes que nuestro continente legó al mundo en el siglo XX.
Es una novela de 205 páginas que se leen de forma fluida, pero con la calma que Onetti les imprime a las palabras. Está llena de frases nostálgicas, existencialistas, vitalistas incluso, al más puro estilo del uruguayo que, a mi juicio, no goza del reconocimiento que su obra debería tener.
Ahí queda la recomendación. Estoy cierto que les significará una novela que difícilmente olvidarán al cerrar el libro y, por el contrario, querrán volver a iniciar.
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