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En esta condenada América nadie piensa en el prójimo…
Cada uno se preocupa de sí mismo y a los demás que los parta un rayo.

V. K.

Hablar de literatura rusa es adentrarse en un mundo fascinante. La aportación de Rusia al mundo es invaluable, no sólo por sus enormes escritores, sino en la cultura en general. En el apartado «El siglo de oro de la narrativa rusa» del libro De la realidad a la literatura (Ariel, 2002), Sergio Pitol señala: «Quizás sea Rusia el único país en el que la novela nace ya con obras maestras» (p.27).
Cuando se piensa en ello, invariablemente surgen autores clásicos como Dostoyevski, Gógol, Tolstói, Chejov, Pushkin, por citar algunos ejemplos. No obstante, hay otros menos conocidos pero cuya calidad no está a discusión: Leonid Andréyev, Izraíl Métter, Vasili Grossman, Mijaíl Bulgákov, Andréi Platónov o Vladímir Korolenko, herederos de una tradición incomparable que legó al mundo obras inmortales en los géneros de novela y cuento (también en poesía, pero ése es otro tema).
Algunos de estos autores galoparon entre los siglos XIX y XX, es decir, la transición entre el siglo de oro y el de plata de la literatura rusa, tan vasta y apasionante –quizás– como ninguna otra. En este sentido gira la recomendación de esta semana, precisamente para conocer a otro autor de los que permanecen acaso ocultos, a la sombra de los gigantes mencionados líneas arriba.
Me refiero a Vladímir Korolenko (1853-1921), considerado un discípulo de Turguénev y maestro de Gorki, y su novela Sin lengua (Barataria, 2011; traducción de Luis Abollado Vargas).
Korolenko escribió esta obra en 1895, tras haber realizado un viaje a la Exposición de Chicago de 1893. Esa experiencia lo marcó en el sentido de que el viaje le permitió conocer la miseria en la que vivían los campesinos rusos en Estados Unidos. A raíz de tales impresiones se decidió a escribir la novela.

La historia inicia en una aldea ucraniana, de donde son originarios los personajes principales, Matvéi e Iván. La hermana del primero recibe una carta de su esposo a través de la que la llama a viajar a su lado, en Estados Unidos. No obstante, Matvéi rechaza la idea de que viaje sola y por ello decide acompañarla, junto con Iván.
Los problemas comienzan en el momento de abordar el barco, puesto que los hombres no cuentan con el billete para embarcarse, por lo que la joven se va sola. Sin embargo, es en la siguiente salida cuando ambos parten hacia «el país de la libertad».
Korolenko es un autor espléndido; sabe mezclar toques de humor con escenas de tristeza. Así, en el viaje, el lector descubre poco a poco la capacidad narrativa del escritor.
Entre los mareos y el mal humor de Iván y las reflexiones de Matvéi, el viaje transcurre sin contratiempos. Pero ocurre que un hombre muere a bordo y su hija, única acompañante, debe enfrentarse al mundo sola. Anna, la chica, es abordada por Matvéi cuando éste se percata de que la joven parece tener pánico ante la multitud y lo incierto del futuro.
Después de días en el mar, a lo lejos observan la figura de una mujer con una antorcha encendida en lo alto. Hay gritos, felicidad, lágrimas entre los viajeros. Pero Anna parece ser presa del miedo a la inmensidad, sola en el mundo.
Pasada la emoción de la llegada, Matvéi convence a Anna para que lo acompañe. Junto con Iván, consiguen alojarse en la casa de un judío ruso que vive de ese negocio. El traslado del puerto a la vivienda cuenta con algunas escenas y diálogos cómicos, ante las reacciones de los aldeanos que recorren las calles de Nueva York.
No obstante, también se desvela una crítica a la sociedad estadounidense, que ya a finales del siglo XIX daba muestras de su deshumanización, particularmente la neoyorquina: seres preparados para aplastar al otro con tal de alcanzar un objetivo; hombres y mujeres a la caza de infortunados a los que puede explotar a cambio de miserables sueldos; personas sin más intereses que el espectáculo…
Con el paso de los días, Anna es instalada en la casa de una anciana rusa que la recibe como empleada doméstica a cambio de poca paga; Iván, por su parte, muy pronto se deja seducir por la sociedad de Nueva York, a tal grado que comienza a avergonzarse un poco de sus raíces y a interesarse por la «cultura» yanqui.
Matvéi, un gigante barbado de ojos azules que calza botas enormes, es el único que siente tristeza por lo que vive ahora. Hay momentos en los que lo invade la nostalgia y se ve en medio de un mar de gente que no lo entiende, ello lo convierte en un hombre «sin lengua».
Debido a que se pierde en la ciudad, Matvéi se ve involucrado en una serie de sucesos que van de lo cómico a lo trágico. Uno de los hechos que marca su futuro es un mitin de obreros que termina en una riña monumental donde el buen Matvéi muele a golpes a un policía luego de que éste lo golpea en la cabeza con la porra.
A raíz de ese suceso, los periódicos se refieren al extranjero como «el salvaje» o «una amenaza a la civilización»… Pero nadie comprende lo que el ruso siente y es juzgado únicamente por su aspecto: resulta inverosímil que un hombre de su tamaño pueda ser bondadoso, como un niño.
Debido a que es buscado, algunos obreros lo apoyan y viaja a otra ciudad, no sin antes rondar por una Nueva York ajena y hostil.
Matvéi representa la nostalgia por la patria donde se creció, en tanto que Iván es el desapegado que pronto olvida las raíces. Korolenko consigue entregar una historia enternecedora, en partes cómica y en otras el lector siente indignación por el trato que dan a Matvéi, un personaje inolvidable que hace de Sin lengua una novela digna de la gran literatura rusa.

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