Puertas adentro, el tiempo se detiene en La Estrella. Los rumores de la ciudad se apagan y habla la calma de los hombres. Es una de las últimas cantinas tradicionales que aún existen en Cuernavaca. Desde el número 31-C de la calle Matamoros, ha sobrevivido al tiempo y al ajetreo, testigo del paso de los años, de la nueva ciudad que se construye sobre otra urbe, deteriorada ya en la memoria.
Dos puertas de madera abatibles son el acceso a un mundo que ya no existe sino en sí mismo, entre las cuatro paredes del salón de acaso setenta metros cuadrados. Al entrar, la figura de un hombre aguarda con paciencia, detrás de la barra, a que la sed de los transeúntes obligue a detener sus pasos en la acera y acomode sus cuerpos ante alguna mesa.
El primer cliente de la tarde ha elegido sitio en el rincón más próximo a la salida, bajo paredes escarapeladas que se muestran como cicatrices a las que se les tiene afecto. Ordena una cerveza. Recibe la botella con agrado y empuja el primer trago para bien de su garganta y ahuyentar el calor.
Roberto Ruiz ha estado a cargo del negocio desde 1986. Algunas veces lo suple su hijo.
El hombre que llevó el envase vuelve y se instala en un banco: tantos años de repetir el acto. Pero no hay cotidianeidad porque el amor al oficio no reprocha ni cuestiona los días que se siguen uno tras otro. Retoma la frase que fue interrumpida por la llegada del solitario.
Se llama Roberto Ruiz. Nació en Cuernavaca en 1944 y es el actual dueño del negocio. La memoria forma parte de sus labores, de su transitar por la cantina que ha visto el derrumbe de otros edificios, mas no el que habita de once de la mañana a nueve de la noche.
Roberto disfruta contar la historia de La Estrella. Lo visitan lo mismo cronistas e historiadores que poetas y escritores. También recibe a periodistas y políticos… La voz de Julio Iglesias no lo cohíbe. «¿Es verdad que La Estrella está próxima a cumplir cien años?», es la pregunta. «Sí está por cumplir cien, pero yo creo que le falta todavía… Del 60 a la fecha, son 56 años, y a mi padre le dijeron que ya tenía más o menos alrededor de 40 años funcionando esto…»
El padre de Roberto, don Ignacio Ruiz, se hizo del negocio en el año de 1960. Entonces era tienda de abarrotes y cantina: a la primera se accedía por la puerta derecha y a la cantina por la que se ubica a la izquierda. «No recuerdo qué presidente municipal fue… por el año 65, más o menos, que dijo: “No puede haber dos giros diferentes en un mismo local”.» Habría que decidirse por uno. Ignacio eligió la cantina.
En esos años aún trabajaban mujeres en La Estrella. Fue hasta los setenta cuando Ignacio Ruiz decidió que no habría más. El motivo: pleitos entre las señoras, dice Roberto. A partir de entonces no han vuelto a trabajar mujeres; las que entran van a consumir.
Las sillas aguardan a ser ocupadas.
El hombre del fondo pide la segunda cerveza de la tarde. Roberto la destapa, la acerca y ofrece algo de comer. El cliente acepta. Con calma, el dueño sube las escaleras que hay al fondo del salón y se dirige a la cocina. Un par de minutos después vuelve con una charola de la que sobresale un plato humeante: caldo de espinazo con chile verde y verduras.
Recuerda que en el setenta y tantos trabajó La Estrella en sociedad con su hermano Cosme. Una semana uno trabajaba en la barra y el otro atendía las mesas; la siguiente semana invertían las labores. Trabajaron juntos un tiempo. Cosme dejó la cantina a raíz de la muerte de su madre, alrededor de 1986 o 1987. Roberto se ha hecho cargo desde entonces. Hasta la fecha ha resistido los embates del nuevo siglo y su modernidad de papel.
Desvía el flujo de los recuerdos. A su mente llegan imágenes de una ciudad que fue devorada por los años. Un silencio habita al hombre, que, detrás de sus gafas, parece observar al joven que fue. «Antes el centro era punto de reunión para todos», suelta la frase como si conversara con sus remembranzas. Repara en ello y se guarda las palabras.
Lowry observa a cada cliente de La Estrella.
De la calle llegan notas de una canción, sobre la que se anteponen frases de una mujer acaso joven que también ríe. De las gargantas de los vehículos se escapan ronquidos que afean la belleza de la tarde. Sin embargo, pronto vuelve el silencio. Julio Iglesias ya reposa en su camerino.
De tanto silencio podría brotar una orquesta de grillos, porque recuerda a la noche. Da la impresión que en cualquier momento se escucharán los cascos de las mulas que hace un siglo tiraban de los vagones rumbo a la estación del tren, provenientes del otrora hotel Bella Vista, frente al jardín Juárez. Allí subían a los huéspedes y las mulas iniciaban su marcha ora por la calle Guerrero, ora por Matamoros…
Repentinamente, la luz lastima. Una mano empuja una hoja de la puerta derecha, mientras que con la otra sostiene una guitarra. Un hombre entrado en años, ataviado en traje azul marino y camisa blanca, se asoma y luce una corbata roja. Mira hacia la barra y al cliente que no parece haber reparado en la presencia del músico: tiene las manos juntas a la altura del mentón, como en señal de rezo, y la mirada puesta en algún sitio. ¿A quién piensa cantarle el trajeado? Con un dejo de fracaso, abandona La Estrella. Casi en seguida, el hombre del rincón –que ya ha bebido la tercera cerveza– pide la cuenta. Cubierto el pago, toma un morral cuyo contenido sólo él conoce y parte hacia el destino de su tarde.
Las palabras de Roberto son interrumpidas por un altavoz, a través del cual un hombre invita a la resistencia, a luchar contra las reformas federales. «¿Ahora quiénes son éstos?», pregunta el cantinero, que abandona su puesto y se dirige a la calle. Un puñado de jóvenes –y no tan jóvenes– que se asumen comunistas se extiende sobre la calle. Al frente va un auto, perezoso; en el toldo se ve el altavoz del que se desprenden las consignas del conductor. Detrás desfilan decenas de personas; algunas ondean la bandera roja con la hoz y el martillo amarillos, convencidas de que sus exigencias son justas…
Roberto vuelve tras de sí, se reinstala en el banco y retoma el flujo de sus frases. Ha visto protestar a miles y miles de personas frente a su cantina. Protestas de todo tipo. Pero ahora la crisis económica ocupa un lugar de privilegio en las charlas. Confiesa que ha bajado la clientela, aunque no faltan los fieles que buscan en La Estrella la tranquilidad que el siglo XXI ha arrebatado, con sus prisas y exigencias para sobrevivir.
Las paredes hablan: cuentan sus años desde un rincón de la humedad.
También hay jóvenes –mujeres y hombres– que de cuando en cuando visitan la cantina, atraídos por la fachada que invita a la curiosidad y que, una vez en el interior, descubren el encanto de un sitio que alberga más de 90 años de historia.
La puerta izquierda se abre. Tanto sol impide descubrir de quién se trata: un individuo en mangas de camisa, pantalón casual y zapatos bien lustrados. Quizás es un burócrata. Pide permiso para entrar al baño; al salir, ordena una cerveza y se recarga sobre la barra, al tiempo que se queja del calor y en seguida resbala el líquido amargo con prisa por su garganta.
Desde una pared lateral, victorioso, Lowry observa con la claridad de sus ojos que en cada hombre habita un Geoffrey Firmin. Es un retrato enmarcado que le obsequió a Roberto Ruiz la Fundación Malcolm Lowry, el 2 de noviembre de 2012, a propósito de un homenaje que realizaron al británico en La Estrella.
Porque Lowry bebió en esa cantina, cuentan los rumores. En La Estrella sofocó una parte del fuego que nunca dejó de incendiarlo. De no haber sido cierto, en nuestros días es el parroquiano que no abandona jamás La Estrella, ese último refugio de los hombres solos.