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El género de novela negra suele ser minimizado entre los «exquisitos» de la literatura (siempre y cuando algún autor de la que consideran la cumbre no se anime a escribir alguna) debido a que lo califican de menor, poco atractivo y dirigido a las masas, no al público cultivado.

Pero hay obras del género que han saltado barreras y se han ganado el reconocimiento unánime de la crítica, aun en esferas más cerradas.

Ese género nació en Estados Unidos durante las primeras décadas del siglo XX, como una forma de denunciar la corrupción, en ambientes sombríos y decadentes. Se trata de obras dirigidas a masas, como forma de entretenimiento.

Tres de los considerados grandes maestros de la novela negra estadounidense son Dashiell Hammett (1894-1961), Raymond Chandler (1888-1959) y Jim Thompson (1906-1977), quienes cuentan entre sus creaciones obras consideradas «de culto». Incluso, existe un premio internacional con el nombre de Dashiell Hammett y es entregado anualmente en la Semana Negra de Gijón a la mejor novela del género escrita en español.

Jim Thompson es –quizás– el menos conocido de los tres aludidos. En 1964 publicó la que acaso es su obra maestra y más popular: 1280 almas, una novela que describe un universo amplio y complejo. Ésta es mi recomendación de esta semana.

La historia es narrada y protagonizada por Nick Carey, el comisario de Potts County, un pueblo situado al sur de Estados Unidos, en un estado del que no se menciona su nombre.

De entrada, hay que destacar que Thompson no describe a ese país como un lugar paradisíaco, en el que todos quieren vivir, sino pinta un sitio apegado a la realidad: Potts County es cenizo, obscuro, violento, con una fuerte carga racial…

Nick es un personaje siniestro y es el encargado de velar por la seguridad de los mil 280 habitantes que viven en el pueblo (de ahí el título de la novela), pero todos ignoran quién es realmente el sheriff; los que llegan a saberlo, ya no tienen oportunidad de desenmascararlo porque no respiran más.

Resulta que el hombre va por la vida con bandera de tonto y casi se lo toma por un ingenuo, pero Nick es capaz de todo lo inimaginable. Gana las votaciones del cargo una y otra vez; la gente cree que lo hace porque nunca se mete con nadie, porque goza del cariño del pueblo y sus contrincantes no están a la altura.

Pero detrás del –en apariencia– hombre bonachón, hay un ser más bien dotado de astucia –que no inteligencia– para cometer crímenes sin despertar la mínima sospecha de los otros.

Nick es un tipo audaz, pero carente de los más mínimos remordimientos. Es un psicópata que despierta en el lector una aversión que se mantiene durante buena parte de la novela, cuando asistimos a los días del comisario y su visión del mundo, al menos el de Pottsville.

El tipo está cargado de cinismo: sostiene una relación con tres mujeres del pueblo; duerme jornadas prolongadas con el argumento de que trabaja demasiado; consigue lo que se propone, aunque no siempre de la manera más ética y sí de formas tan perversas que el lector no queda indiferente: he ahí uno de los méritos de Jim Thompson, al conseguir crear a un personaje de esa calaña.

Aunado a todo ello, el autor lanza una crítica a la sociedad de su país: denuncia el racismo con el que se maneja –aun hoy en día– una buena parte de los ciudadanos estadounidenses; señala la doble moral, un sello tan propio de Estados Unidos en la actualidad; manifiesta todas las contradicciones e incongruencias que conforman nuestro vecino del norte.

De alguna forma, Nick Carey encarna los «valores» estadounidenses: al mundo lo hace creer que es demócrata, pero nadie sabe los secretos que guarda detrás de esa supuesta democracia y desconoce la perversión que alberga en sus entrañas…

1280 almas cuenta con una muy buena crítica, pero, por extrañas razones, no goza de la popularidad que sí tienen otras obras consideradas «importantes» y de «alta literatura», aun cuando en calidad sean menores a la aludida.

El personaje creado por Jim Thompson es memorable en sus diversos matices y la historia está contada de una forma brillante. El estilo es ágil, una narración fluida que mantiene al lector pegado al libro. Se trata, pues, de una novela admirable, con ya poco más de medio siglo de vida, pero con una vigencia que asombra.

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