La Tinta Insomne

Estaciones nocturnas

Tú que habitas la fe, última llaga de los viejos,

permite que el cansancio se desnude en mis ojos

y que la voz del sueño me llame hasta su puerta.

 

Ibán de León, en «Plegaria»

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«Si hay gente que puede tolerar vivir sin poesía, la humanidad está en un momento peligroso», afirma el poeta ruso Yevgueni Yevtuchenko. Pero, ¿para qué leer poesía? Para no distanciarnos los unos de los otros, creo yo.

En sus ya casi dos años de existencia, en este espacio nunca he recomendado poesía, todas mis recomendaciones han sido de narrativa. Sin embargo, siempre hay una primera vez y en esta ocasión abordaré ese género.

En este siglo, cuando la prisa y la indiferencia dominan a la sociedad, se agradece que aún haya quien se atreva a detenerse a contemplar la vida –a sufrirla, si es preciso–, a escuchar los rumores de los días y las noches para después traducirlos en versos.

A esta estirpe pertenece Ibán de León (1980), un poeta oaxaqueño que radica en Cuernavaca desde hace muchos años y quien este viernes presentó su segundo poemario, Estaciones nocturnas –ganador del Premio Nacional de Poesía Amado Nervo 2014–, en el Barecito-Café del Centro de Cuernavaca.

Si bien sus Estaciones nocturnas (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2016) son un manifiesto de la soledad y del miedo, de la angustia y de la memoria, también son el reto que lanza a la muerte, esa señora tan desprestigiada en nuestros días.

Los poemas que conforman el libro son resultado del insomnio: el poeta no duerme, es una criatura que deambula en las entrañas de la noche. Lo asedian los recuerdos, una hora sigue a la siguiente hora sin forma de detener la embestida de las remembranzas.

Sin embargo, estos recuerdos son precisamente los que nutren al poema; la memoria es la materia prima de la creación. Porque, en estas estaciones, los recuerdos trazan los caminos que confirman el presente.

El inicio de la noche apunta al «Sur»: verano, mar. Ibán coloca ante los ojos del lector una serie de postales venidas desde la infancia en las que el amor carnal es uno de los principales motores de la vida: «Oscuro el sueño de la noche en Oscurana, derrumba el mar en los maderos donde hombres y mujeres se desnudan para encontrar el pan de la fatiga» (p.20).

En este sur también llueve: la llovizna persiste y traslada al poeta a los años niños: le duele su no-infancia y le duele asimismo la infancia del otro niño, el hijo ausente que permanece como el motivo que lo obliga a mantenerse de este lado de la vida: «Te escribo, Ulises,/ desde esta isla que espera tu regreso igual que el primer día» (p.23).

Luego, en la primera hora de la madrugada, la travesía continúa hacia el «Poniente»: otoño, esa estación que nos va marchitando el alma. En este otoño, la velada recibe la presencia de los muertos, esos otros que «Cierran los ojos en pulcros hospitales/ en cuartos de azotea en banquetas/ en el rincón más frío de una casa» (41).

Pero acecha el miedo, una incertidumbre ante las próximas horas en las que la luz es la gran ausente y que, aun con su llegada, no hay forma de abandonar la oscuridad: «…descubro/ que la noche ya era/ aun después del alba» (p.36).

En el corazón de la madrugada hay que llegar al «Norte»: el invierno está ahí, afuera, en espera de un descuido para triturarnos los huesos. El poeta se reconoce misántropo, pero añora la tristeza que no tiene. De ahí le nace el ruego: «perdóname, te pido,/ y dame la tristeza para saber que existo» (p.53).

El fin de la travesía nos instala en el «Oriente», en la última oscuridad previa al alba. En esta hora la memoria vuelve a tomar protagonismo y el mar es el tapiz que forra los recuerdos. No obstante, la luz que se vislumbra sirve para aclarar la visión y percatarse de la tierra y la infancia perdidas. Pese a ello, la muerte –que siempre está pendiente de los vivos– es combatida con la vida, aun cuando ésta parece ser un puerto del que se perdió la ruta.

En Estaciones nocturnas, Ibán de León canta sus miedos, su soledad y su angustia con un pesimismo que sin embargo esconde una esperanza. Traza la ruta de su insomnio y lo acompañamos en ese recorrido. Es un poemario en el que nos confirma que la infancia es única patria y la adultez es el exilio. Ante ello, la poesía se convierte en la única forma en la que el hombre consuela al niño que fue.

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