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Durante millones de siglos los rayos del sol se posaronen

el agua antes de que existieran ojos capaces de recogerlos.

 


Calvino, en Palomar

 


La literatura italiana es una de las más sólidas en todo el mundo. Nombres como los de Dante y Virgilio se erigen como cimas en las letras universales. Pero no nada más en literatura: Italia ha legado a la humanidad creadores inmortales de música, escultura y pintura, por ejemplo.

Antonio Tabucchi, Grazia Deledda, Alessandro Baricco, Antonio Moravia, Luigi Pirandello, Salvatore Quasimodo, Cesare Pavese e Italo Calvino son algunos ejemplos de la grandeza de la literatura italiana del siglo más reciente. Y es justamente una obra del último la que me permito recomendar esta semana.

Hay que mencionar que Italo Calvino nació en Santiago de las Vegas, Cuba, en 1923. Allí trabajaba su padre, un italiano agrónomo que regresó a su país en 1925, junto con su familia.

Calvino cultivó los géneros de cuento, novela y ensayo, principalmente. Todos con mucho éxito, dado que además de ser un enorme escritor, fue un importante intelectual que puso en el centro de la atención temas como la educación, los clásicos o el aborto (leer carta de Calvino a Claudio Magris acerca de este último tema).

Mucha de la ficción del autor se centra en la cotidianidad. Por ejemplo, me referiré a Palomar (2001, Siruela; traducción de Aurora Bernárdez), una novela cuyo protagonista es un hombre entrañable.

El señor Palomar es un individuo que gusta de partir de un elemento externo para hacer de éste un microcosmos internalizado que lo lleva a reflexionar durante lapsos prolongados. Así, durante sus vacaciones en la playa siente la necesidad de observar el nacimiento de una ola, pero no ver la forma del agua y la espuma nada más. «En una palabra, no se puede observar una ola sin tener en cuenta los aspectos complejos que concurren a formarla y los otros igualmente complejos que provoca» (p.20).

Palomar es primordialmente un observador (en la nota preliminar, Calvino señala que el nombre lo tomó de Mount Palomar, el observatorio astronómico de California); el más mínimo detalle es para él motivo para interiorizar.

Durante un recorrido por la playa, el señor Palomar se encuentra a una mujer tendida en la arena, con los senos descubiertos. Al pasar a su lado, mira los pechos, pero pronto considera que la joven pudo haberse sentido ofendida. Ante ello, trata de integrar los senos en un todo, en el paisaje mismo para no violentar la intimidad de la bañista. Luego vuelve a pasar con el fin de conseguir la integración del paisaje.

Sin embargo, no queda satisfecho con ese segundo intento y decide volver al sitio donde está la muchacha. Entre reflexiones acerca de los senos, Palomar observa que la muchacha se levanta de golpe al notar que la rondaba. Se va molesta. «El peso muerto de una tradición de prejuicios impide apreciar en su justo mérito las intenciones más esclarecidas, concluye amargamente Palomar» (p.25) al resignarse a la partida de la chica.

La novela está dividida en varias partes. El lector se entera de las vacaciones de Palomar, sus impresiones de cada detalle. Luego asiste al jardín del protagonista, donde se entera de que el césped es un universo muy complejo del que se puede admirar hasta la punta de cada planta. Somos testigos del amor de dos tortugas que se entregan ante la mirada esquiva del señor Palomar.

Con el hombre miramos los planetas y reparamos en la materia de la que están formados; somos invitados de primera fila al espectáculo de las estrellas; toleramos la invasión de los estorninos; acudimos de compras al supermercado e incluso lo acompañamos a Tula, Hidalgo, a contemplar las esculturas prehispánicas y a admirar la cultura del México antiguo.

Palomar es un libro entrañable. La trama pasa a segundo término: importan los universos y el lenguaje. Porque en esta obra, Calvino da muestra de su capacidad poética para contar historias y crear un personaje inolvidable como lo es el señor Palomar.

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