Jorge Arturo Hernández
El hombre es un gran faisán en el mundo
Las guerras tienen consecuencias fatales que afectan no sólo a los bandos en conflicto sino a toda la sociedad donde se desarrollan. Genocidio y desplazamientos son dos causas que están a la vista de todos.
La Segunda Guerra Mundial movilizó a millones de personas en busca de salvar su vida; algunas lo consiguieron, otras murieron en el intento. Sin embargo, a muchos sobrevivientes les tocó vivir un segundo infierno, un drama del que no todos salieron vivos.
Hace unos años era muy común ver, leer o escuchar acerca de los sirios que huían de su país ante la arremetida del autodenominado Estado Islámico –que, dicho sea de paso, recibía y recibe ayuda de Occidente– en busca de derrocar a un gobierno electo de forma legítima e imponer a alguien más que obedeciera otros intereses.
Este hecho generó que la población se desplazara. Las imágenes que mostraban los medios de miles de familias que recorrían kilómetros y kilómetros a pie en busca de refugio sólo mostraban una parte del drama que enfrentaban. Aunado a ello, en muchos países no eran recibidos con agrado por la población local.
Esta semana la recomendación gira en torno a las dificultades que sufren familias refugiadas en busca de salir de un país que los oprime. Se trata de El hombre es un gran faisán en el mundo (1986; Punto de Lectura, 2009), de la escritora rumano-alemana Herta Müller (Rumanía, 1953), quien fue acreedora del Premio Nobel de Literatura en el año 2009).
La autora nació en una familia alemana que huyó de la guerra y se instaló en Rumanía en busca de refugio. Sin embargo, lo que en un principio sería una solución terminó por ser un escalón más en descenso al infierno.
Ante la llegada de Nicolae Ceaușescu al poder se desató una persecución contra la población germana que vivía en Rumanía. La propia Herta Müller fue víctima de la opresión a la que poco a poco fue sometido el pueblo rumano. Opresión, pobreza y desesperanza eran el día a día.
En El hombre es un gran faisán en el mundo la autora aborda la historia de una familia de origen alemán que aguarda para poder abandonar Rumanía. Sin embargo, la autorización no es sencilla. Para obtenerla más pronto, Amelie, hija de Windisch (uno de los personajes centrales), se ve en la obligación de ofrecer favores sexuales a un sacerdote y a un policía.
La pobreza, el miedo y la zozobra dominan las vidas de los personajes. A través del peculiar estilo de la autora –a veces contenido, como gritos pausados, pero siempre dotado de poesía–, la tensión impregna las páginas y encontramos una resignación que conmueve.
En otra ocasión he destacado que una de las grandes virtudes de Herta Müller es la construcción de atmósferas. En El hombre es un gran faisán en el mundo el lector se encuentra –como en otras obras de la escritora– ante un ambiente que asfixia, que sofoca. Todo parece gris: los árboles, la gente, las cosas, el futuro…
La novela muestra las condiciones en las que vivían las familias alemanas –y no sólo las alemanas– en la Rumanía de la postguerra. Bajo el constante acecho de los colaboradores del gobierno, los habitantes se mueven entre el miedo y la angustia, ante el ojo de un aparato que los vigila día y noche y el cual los aplastará ante el primer movimiento en falso que atente contra la estructura del poder.
Es una obra breve (140 páginas en edición de bolsillo), pero contundente. Los ambientes lúgubres se ven iluminados por la potencia de la prosa de Müller, cuya concesión del Nobel permitió hacerse de un mayor número de lectores que, como el que esto escribe, han encontrado en la obra de esta autora una voz que nombra a los otros con una fuerza demoledora.
En cuanto al título de la novela, la propia Herta explica: «En rumano es muy frecuente decir: “He vuelto a ser un faisán”, que significa: “He vuelto a fracasar”, “No lo he logrado”. O sea, en rumano, el faisán es un perdedor».
TOMADA DE LA WEB
Herta Müller es una de las escritoras europeas más influyentes de la actualidad.
JORGE ARTURO HERNÁNDEZ
Siruela ha editado buena parte de la obra de Herta Müller en español.
Vernon Dios Little
Estados Unidos se dice a sí mismo «ejemplo a seguir» en democracia y en defensa de derechos humanos. Incluso se atribuye las funciones de fiscal de este planeta llamado Tierra.
Sin embargo, su poder está cimentado sobre decenas de miles de cadáveres y transita por cloacas de corrupción. Es el único país que se concede la libertad de invadir, intervenir, bombardear, deponer y colocar gobiernos que se ajusten a sus intereses, eternamente manchados de sangre y con peste belicosa.
La sociedad de nuestro vecino del norte –como la nuestra– ha sido idiotizada por la televisión (y ahora por otras plataformas). Ese medio electrónico es capaz de formar –manipular– la opinión entre los ciudadanos, siempre dispuestos a linchar y enjuiciar a quien la pantalla indique.
Éste es uno de los temas que aborda la recomendación que hago esta semana: Vernon Dios Little (2003; Destino, 2004; traducción de Javier Calvo), de DBC Pierre (Dirty but Clean –sucio pero limpio–), pseudónimo de Peter Finley (1961).
Este autor nació en Old Reynella, Australia, pero se crió en la Ciudad de México hasta los veinte años. Su juventud se vio envuelta en escándalos de drogas y estafas (él mismo calculaba que sus deudas eran de aproximadamente doscientos mil euros), lo que llevó a Peter a tener desencuentros y la pérdida de algunos de sus amigos. Tras una terapia de reconstrucción, DBC Pierre escribió su primera novela, Vernon Dios Little, en Londres.
Esta obra –inspirada en una masacre ocurrida en 1999, en una escuela de Estados Unidos– le valió el prestigioso Premio Booker británico de 2003; de inmediato saltó a la fama y despertó críticas de todo tipo.
Durante una entrevista, el autor manifestó que la novela, en un principio, tenía un tono autobiográfico, pero prefirió liberar al personaje para que la historia tomara el cauce que debía seguir.
Dios Vernon Little cuenta la historia de Vernon Gregory Little, un adolescente de quince años que vive en un pueblo ficticio llamado Martirio, ubicado geográficamente en el estado de Texas.
Es un muchacho inseguro y frustrado que desconfía prácticamente de todo lo que lo rodea. Poco o nada sabe de su padre, quien desapareció un día, sin más. Pero se quedó con su madre, Doris Eleanor Little, una mujer que se encarga de fastidiarlo –acaso inconscientemente– y hacer de los días de Vernon algo inhabitable.
La vida del chico da un giro radical cuando su único amigo, Jesús Navarro, se suicida tras realizar una matanza en la escuela donde ambos cursaban. Inmediatamente después, Vernon es convertido por los medios en el chivo expiatorio de esa masacre.
El adolescente se ve obligado a inventarse historias ante los señalamientos que pesan en su contra, aun sin haber iniciado las investigaciones del caso. Vomita frases internas –es el narrador de la historia–; escupe, sin falsos prejuicios, todo lo que piensa de la gente de su pueblo.
Muy pronto, este caso cobra relevancia más allá de Texas. Agobiado por la presión mediática y los juicios de sus vecinos, Vernon decide huir de Estados Unidos y se refugia en una playa mexicana. Sin embargo, no llega a tierra azteca sin antes verse envuelto en cómicas aventuras.
Pero el gusto dura poco, ya que se ve traicionado por la chica de la que está enamorado. Por ello vuelve a Estados Unidos, donde un farsante que se hace pasar como periodista de la CNN ya ha conseguido montar un jugoso negocio con ese caso, a tal grado que el proceso del juicio se convierte en un reality show.
Una vez que Vernon es condenado a la pena capital (decorosa forma de llamar a un asesinato al estilo de los estadounidenses), el falso periodista consigue la atención y el patrocinio de diversos medios y marcas para transmitir los hechos que ocurren en el corredor de la muerte. Incluso, el público decide quién debe ser ejecutado, a través de llamadas telefónicas.
Se trata de una comedia negra dotada de mucho humor, pero detrás hay una crítica a la sociedad teledirigida estadounidense, cargada de prejuicios y gustosa de ser fiscal mediante lo que le ordena la televisión.
De forma inteligente, DBC Pierre ridiculiza al sistema judicial, a los medios, a las familias y a todo aquello que conforma el núcleo social norteamericano. Es asimismo una sátira a la cultura occidental.
La novela atrapa desde el primer párrafo y su lectura es ágil. De pronto, el lector se topa con episodios que parecen ridículos e inverosímiles, pero que no son sino un fiel retrato del país autoproclamado «salvador del mundo» y ejemplo de las «causas justas».
Es una obra altamente recomendable que sacará más de una carcajada al lector que se atreva a sumergirse en sus 307 páginas con un estilo fluido.
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Durante su estancia en México, DBC Pierre se dedicó a buscar tesoros de los aztecas.
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El lanzamiento de Vernon God Little, en 2003, despertó críticas no sólo a la obra, sino al propio autor, por parte de diversos sectores del vecino país del norte al verse retratados de cuerpo entero.
Pregúntale al polvo
Hace varios meses recomendé la lectura de La senda del perdedor, una novela del germano-estadounidense Charles Bukowski (1920-1994). En esta ocasión me voy a referir a la obra que influyó directamente a dicha novela y en la obra del propio Bukowski. Se trata de Pregúntale al polvo, del escritor ítalo-estadounidense John Fante (1909-1983).
La relación entre estos dos escritores resulta muy peculiar. Fante es considerado algo así como el «abuelo» del realismo sucio, esa corriente literaria nacida en Estados Unidos que, entre sus principales características, está compuesta por personajes que llevan una vida convencional, pero son tachados de vulgares y corrientes. En este sentido, Bukowski es el mayor exponente de ese estilo literario.
La novela Pregúntale al polvo fue publicada por primera vez en 1938, en plena década de la Gran Depresión. No hubo mayores noticias respecto de la publicación y debió esperar varias décadas para que ello sucediera.
Resulta que Bukowski prologó una edición de esa novela en 1979. Derivado de ello, la obra encabezó las listas de venta en la década de los ochenta en Estados Unidos.
Pregúntale al polvo es una historia protagonizada por Arturo Bandini (alter ego del propio Fante), un aprendiz de escritor que vive en una pensión decadente de Los Ángeles, donde sobrevive comiendo naranjas. Es una pensión habitada por otros seres como él: hundidos en la miseria, pero con cierta esperanza que les permite mantenerse atados a la vida.
Por ejemplo, el viejo Hellfrick, ateo y militar jubilado que frecuentemente bebe güisqui de dudosa calidad y suele pedirle dinero prestado, muy a pesar de las condiciones de Bandini. Destaca también la señora Hargraves, viuda y dueña de la pensión, una mujer puritana con un dejo de xenofobia.
El joven se enfrenta a una serie de dificultades y desde el primer párrafo de la novela lo hace saber: recibió una nota en la que la casera le advierte que si no paga el alquiler, debe abandonar la estancia.
A raíz de ello, Bandini inicia una serie de vagabundeos por una ciudad de Los Ángeles más bien decadente, no ajena a los tiempos de crisis que vivió el país en esa década. La noche está presente en prácticamente toda la novela, con personajes como sombras que pasan y no se ven. La pobreza es la que dicta el comportamiento de aquellos que se atreven a vivir.
Cierto día, Arturo Bandini escribe un cuento y es publicado, pero pasa sin pena ni gloria por la opinión pública. Acumula sus días en busca de un editor. El joven sueña con ser un gran escritor; constantemente se construye un futuro brillante en su interior y ello lo lleva a imaginar, incluso, su viaje a Estocolmo para recibir el Nobel…
Pero la realidad se le embadurna en la cara una y otra vez. Y se enamora, el buen Bandini. Queda enamorado de Camila López, una camarera de origen mexicano del restaurante donde suele tomar café. Pero su amor no es correspondido como él quisiera y se convierte más bien en una relación un tanto tormentosa.
Si bien, Fante está incrustado en el realismo sucio, cabe destacar el profundo humanismo de los personajes de la que está considerada como su mejor obra. No hay sino honestidad en las palabras de Fante y eso le da un plus a la lectura. Se trata de una historia con tintes autobiográficos que el autor no intentó ocultar y que la convierten en una historia para recordar, con todos sus personajes: grises, amarillentos, sombríos, pero humanos. Y también los lugares, cada sitio deshabitado, fantasmal.
La novela está narrada por el propio Bandini, lo que la hace más personal. El texto es fluido, directo. Hay escenas que poseen una belleza memorable. Por ejemplo, una noche, Bandini y Camila van al mar. Fante narra aquel encuentro con las entrañas y el lector lo percibe, lo disfruta y llegan los olores de esa noche. Y el final… También se recrea una imagen brillante.
Pregúntale al polvo tiene un antecedente directo en otra novela: Hambre (1890), del noruego Knut Hamsun, una influencia de John Fante. Es decir, hay un puente entre las obras que puede convivir como Hambre-Pregúntale al polvo-La senda del perdedor, tres historias protagonizadas por escritores en ciernes que enfrentan cualquier cantidad de dificultades en una sociedad poco amigable.
En relación con el título, hay que destacar que Fante sentía una profunda admiración por Hamsun. El nombre de la novela fue tomado de una frase de Pan, obra del noruego protagonizada por el entrañable Teniente Glahn: «Él amaba como un esclavo, como un loco y como un mendigo. ¿Por qué? Pregúntale al polvo de la carretera y a las hojas que caen, pregúntale al misterioso Dios de la vida; nadie sabe tales cosas».
John Fante no gozó de mucha popularidad como escritor y sobrevivía escribiendo guiones para televisión.
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En el año 2006 se estrenó una adaptación de la novela de Fante con el título Pregúntale al viento, protagonizada por Colin Farrell y Salma Hayek y dirigida por Robert Towne.
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Diario de un aspirante a santo
¿Puede alguien despertar un día y decir: «Quiero ser santo»? ¿Cómo se comporta un hombre que decide aspirar a alcanzar la santidad, en un mundo de constantes cambios? He aquí el argumento de la recomendación de esta semana: Diario de un aspirante a santo (1927; Ediciones Del Equilibrista, 1993), del francés Georges Duhamel (1884-1966).
Ya desde el título el libro invita a asomarse en sus páginas. Al principio, el lector se topa con un brevísimo prólogo del cubano Eliseo Diego, quien se encarga de sembrar la curiosidad en quien tiene la novela en sus manos.
Cuenta el cubano que cuando leyó esta novela «me conmovió –y me conmueve aún– su visión compasiva, delicadamente irónica, de las debilidades humanas, y lo coloqué en la misma capilla donde veneraba a don Miguel de Cervantes».
Una vez adentrado en la historia, el lector se encuentra con el personaje-narrador, Luis Salavin, quien no es más que un oficinista gris que ve transcurrir la rutina de sus días en una ciudad de París nada atractiva. Ante ello, un 7 de enero decide que será santo, justo el día de su cumpleaños número cuarenta.
Para conseguir su empresa se pone un plazo de quince años e inicia la escritura de un diario en el que guardará sus experiencias. Sin embargo, ante el temor de que la libreta sea encontrada por su esposa y con ello sea descubierta su campaña, opta por suplir la palabra santo.
Oficinista de una empresa lechera, Salavin va por la vida con su carácter algo desconfiado. Es un observador que se detiene a contemplar a los otros, el entorno en el que está inmerso y del que anota sus reflexiones en el diario.
A través de esos apuntes descubrimos a otros personajes que forman parte de su cotidianeidad, tales como el director del personal, el señor Mayer, un hombre de aproximadamente cincuenta años, de rasgos finos y cansados, y el empleado Jibé, uno de los personajes más llamativos de la obra.
Por momentos encontramos a un Salavin atormentado por no saber cómo él, ese oficinista, puede alcanzar la santidad. Y más: cómo conseguirlo en una ciudad como en la que vive.
Con el paso de los días el comportamiento del protagonista sufre cambios que poco a poco modifican su vida diaria. Uno de ellos se da cuando decide abandonar su casa y mudarse a un sitio de alquiler, lejos de alcanzar las comodidades que acaso tenía en su hogar.
Aquel espacio le permite una mejor contemplación del exterior y de sí mismo. El diario deja ver sus preocupaciones más hondas; reflexiona acerca de diversos órdenes, desde lo moral y lo ético, hasta el repaso de vidas de santos de los que busca una guía para conseguir su meta.
Luis Salavin es un hombre afligido por las circunstancias, por su tiempo. Como apunta Eliseo Diego, se trata de una lectura profundamente conmovedora, pero no en el sentido de la autocompasión, sino por la visión acaso ingenua que el hombre tiene del mundo.
Aunado a lo anterior, Jibé adereza la historia con su peculiar comportamiento. Además, es un reto del hombre para el hombre con el fin de medir hasta dónde se es capaz de sentir empatía por el otro.
Pero no se crea que sólo encontraremos compasión y dolor en la novela. También hay pasajes divertidos que la convierten en una lectura por demás amena y altamente recomendable para estos días.
El final de la historia queda ahí para ser descubierto por el lector que se anime a buscar esta obra, la cual –sin duda– le dejará un grato sabor.
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Georges Duhamel repuntó en la literatura a partir de la obtención del premio Goncourt, en 1918, por su obra Civilización, producto de sus experiencias en la Primera Guerra Mundial.
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Civilización fue la obra que le abrió el camino del reconocimiento a Duhamel. En la imagen, una edición en francés de 1926.
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Janés Editor publicó un tomo con varias obras de Georges Duhamel, en su colección «Maestros de Hoy».
Paraíso reclamado
Hace unos cuatro años, en varios medios deportivos y no deportivos se reprodujo una y otra vez el nombre de Islandia. ¿El motivo? Su calificación a la Copa Mundial de Futbol Rusia 2018. Ya en 2016 esa nación se había hecho notar por su participación en la Eurocopa de Francia, la forma de festejar de parte de sus jugadores y de su afición. Gracias a lo anterior, ese país se ganó la simpatía de miles de aficionados al futbol.
Fuera de ello, de Islandia contábamos con escasas referencias: que es una isla poblada por poco más de trescientos mil personas; que en el año 2010, su volcán Eyjafjallajökull causó severos problemas en Europa (sobre todo a las aerolíneas); que actualmente Björk es su embajadora cultural en el mundo…
Pese a ello, hoy en día se saben pocas cosas de Islandia. No es un secreto que el alma de una sociedad radica en su cultura; a través de ésta es posible penetrar en las costumbres de un grupo social que incluso nos parezca ajeno y remoto.
Para poder acercarse a una cultura desconocida, pienso que la literatura es una de las mejores formas, pues ahí se expresa el sentir y el pensar de grupos que conforman una sociedad. Por ello, esta semana me permito recomendar Paraíso reclamado (1960; Orbis/Destino, 1982; traducción de Rodolfo Arévalo), del islandés Halldór Laxness (1902-1998).
Ganador del Nobel en 1955, el nombre del autor no es tan conocido en la actualidad, pues su obra no es fácil de conseguir, aunque no imposible. Y precisamente Paraíso reclamado es una de las novelas que el lector puede encontrar en alguna librería de viejo, ya que existe una edición de Orbis en su la colección «Los Premios Nobel», cuyo tiraje fue extenso y aún es posible hallar buena cantidad de sus títulos.
Ambientada en la Islandia rural del siglo XIX, tiene como protagonista a Steinar, un granjero que vive una vida apacible al lado de su esposa y de dos hijos. La vida de las familias transcurre en calma y el trabajo es acaso la única forma de entretenimiento.
Sin embargo, la tranquilidad de Steinar y de los suyos comienza a tambalearse cuando aparece un poni blanco en sus vidas: algunos pudientes comienzan a codiciarlo y le hacen ofrecimientos al granjero para que lo venda, pero los rechaza porque el caballito es de sus hijos.
Cierto día se anuncia la visita del rey de Dinamarca a Islandia –que entonces no era independiente–, por lo que a Steinar se le ocurre hacerle un regalo. Un regalo que cambiará la vida de su familia.
Lo anterior influye en el devenir de los días del granjero, aunado a la llegada a Islandia de Didrik, un líder mormón que habla de ese credo con la firme intención de atraer a nuevos creyentes. Ambos hombres sostienen diversos encuentros aparentemente casuales.
Como resultado de ello, Steinar decide abandonar a su familia, su granja e Islandia: emprende un viaje a Estados Unidos en busca del paraíso que Didrik le prometió que encontraría en la comunidad de los mormones, en la Tierra Prometida de Utah.
A partir de ese momento, la familia del granjero comienza a experimentar desgracias, cambios radicales en sus vidas que poco a poco traza Laxness, con la paciencia de un viejo que cuenta una historia.
En la narrativa del islandés sobresale el respeto de la gente a la naturaleza, la convivencia mutua. Como en La bendición de la tierra, del noruego Knut Hamsun, esa relación hombre-tierra puede parecer noble, pero aun así está latente la posibilidad de desatar problemas que terminan por romper la tranquilidad.
En Paraíso reclamado no faltan precisamente los conflictos: hay personajes oscuros que pasan sobre otros habitantes que, en cierta forma, son regidos por lo que pareciera ser una ingenuidad que deviene en sacrificio.
Esta novela es una oportunidad para que el lector se acerque a una sociedad que aparentemente nos es remota, con el magistral estilo del casi olvidado Halldór Laxness.
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El Nobel le fue concedido a Laxness por su «poder vívido y épico que ha renovado la gran narrativa islandesa».
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Gente independiente es considerada la obra maestra de Laxness. En español la han editado Turner y Editorial Sudamericana.
El miedo del portero al penalti
Hace tiempo, en este espacio, recomendé la lectura de El momento de la sensación verdadera, una novela del austriaco Peter Handke (1942). En esa ocasión, amargamente afirmaba que el autor nunca sería reconocido con el Premio Nobel de Literatura a causa de su posición política en contra de criminalizar al pueblo serbio –criminalizar a todo pueblo, afirma él mismo– en la Guerra de los Balcanes de la última década del siglo XX que derivó en la fragmentación de Yugoslavia, aun cuando su obra era por demás digna de ser reconocida.
No obstante lo anterior, el tiempo se encargó de echar por tierra mi aseveración, pues en el año 2019, el también autor de La mujer zurda fue elegido por la Academia Sueca como el ganador de dicho galardón.
La elección no estuvo exenta de polémica. Apenas darse a conocer la noticia, los occidentalistas brincaron y se lanzaron contra la Academia y contra el propio Handke: que debían considerar la posibilidad de retirarle el premio inmediatamente, decían, manipulando la información, una vez más.
Pocas voces se manifestaron a favor del escritor, pero lo hicieron no desde una posición de juez y parte, sino desde la mirada del lector: Handke lo merece, se afirmó entonces. Si fuera el Premio Nobel de la Paz, se pondría en duda la concesión a su favor, pero resulta que se trató del de Literatura.
El merecimiento del premio se refuerza si se toma en cuenta que Handke ha incursionado en prácticamente todos los géneros literarios con éxito y la crítica se ha mostrado unánime a favor de uno de los mejores escritores vivos, creador de una obra sólida.
En su momento, cuando me referí a El momento de la sensación verdadera, comenté que podía considerarse una opción para acceder a la obra del autor.
En esta ocasión recomiendo El miedo del portero al penalti (1970; Alfaguara, 2019; traducción de Pilar Fernández-Galiano), una de las novelas que le dieron fama a su creador y que incluso fue adaptada al cine por el reconocido director Wim Wenders al año siguiente de su publicación.
Es común que en la obra de Handke no haya grandes tramas ni que se trata de historias que mantengan al lector en suspenso. En ese sentido, El miedo del portero al penalti no es la excepción, aun cuando la primera frase de la historia apunte hacia una dirección contraria respecto de esta afirmación: «Al mecánico Joseph Bloch, que había sido anteriormente un famoso portero de un equipo de fútbol, al ir al trabajo por la mañana, le fue comunicado que estaba despedido».
Estas líneas podrían anticipar una historia con tintes dramáticos o de tristeza. Sin embargo, el personaje se toma con calma la noticia y comienza así una etapa de vagancia: Joseph Bloch se traslada como un errante por distintos sitios para encarar esta nueva etapa de su vida.
En el acontecer de los hechos, el mecánico y exportero vive situaciones acaso absurdas, que incluso lo llevan a verse inmerso en un crimen; va de posada en posada, se planta en bares, camina por calles donde poco importa la gente, se enfrasca en desencuentros callejeros, visita cines: vale más el detalle, aquello en lo que no se repararía en circunstancias «normales», pero éste es precisamente uno de los sellos de la obra del autor.
Handke suele detenerse en aspectos simples: una mancha en la pared, una gota que resbala por la pared de un vaso, el vuelo de un ave, las voces lejanas y las voces de al lado…
Éstos son detalles que en un primer momento pareciera que no aportan nada a la historia, pero que conforme se avanza en la lectura se va descubriendo que se trata –quizá– de los cimientos que han de fortalecer la estructura en sí.
Como el mismo Handke lo ha afirmado, su obra no busca atrapar pensamientos, sino despertar sensaciones en el lector. Eso ocurre con El miedo del portero… en cada párrafo: la sensación está ahí. ¿De qué? No se sabe. Pero hay una sensación que antecede a las ideas. Puedes decir: esto es aburrido o esto es genial.
En torno a la novela, me he topado con comentarios encontrados: hay quienes afirman que se trata de lo más aburrido que han leído, otros dicen que abandonaron la lectura; pero también hay quienes destacan la novela y reconocen la calidad de Handke como un autor que va más allá de cualquier comentario que intenta ensombrecer la grandeza del escritor y afirman que la concesión del Nobel no fue casualidad, sino un acto de justicia a una de las obras más importantes de la actualidad.
Si me preguntaran por qué recomiendo a Handke, particularmente su novela El miedo del portero al penalti, diría que porque leer al autor representa una lección, pues se convierte en un ejercicio placentero de paciencia que, a su vez, abre caminos hacia alturas insospechadas de las formas narrativas.
Porque Peter Handke también es un maestro del lenguaje que atrapa a los lectores para contarles la historia como en susurros. Es un hipnotizador.
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Desde hace años, Peter Handke vive aislado en una zona alejada de París.
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Fotograma de la adaptación de El miedo del portero al penalti que hizo Wim Wenders y que fue protagonizada por Arthur Brauss.
La boca llena de tierra
Hay escritores que por diversos motivos son prácticamente desconocidos entre un gran número de lectores e incluso entre libreros. Ya sea porque su obra no es difundida, por el desinterés de las editoriales a asumir riesgos o por escribir en lenguas con muy pocos hablantes, se convierten en autores de culto en el denominado mundo occidental y, al llegar a estas regiones, sus libros son acogidos como auténticas joyas.
La recomendación de esta semana tiene que ver con uno de esos autores de los que se tienen nulas noticias o se desconocen por completo su obra, su vida, su línea de pensamiento (al menos por esta zona del planeta).
Me refiero al serbio de origen montenegrino Branimir Šćepanović (1937-2020) y su La boca llena de tierra (Sexto Piso, 2010; traducción de Dubravka Sužnjević), una novela muy corta (78 páginas en la citada edición) que fue publicada originalmente en 1972 y que hoy en día es considerada un clásico de la literatura serbia moderna.
Pues bien, una de sus mayores virtudes de esta breve novela es la concisión y el peso de cada una de las palabras.
La historia está contada a dos voces, intercaladas párrafo tras párrafo. El primer narrador es uno de los protagonistas de la trama y el otro es un omnisciente que nos orienta para seguir el rumbo de los hechos.
Cuenta con un prólogo a cargo del serbio Goran Petrović, otro gran autor editado por Sexto Piso. Desde el inicio se advierte que La boca llena de tierra se trata de una novela «inquietante» y tal adjetivo define bien el texto al que se enfrentará el lector. A saber.
Un hombre es diagnosticado con una enfermedad terminal y ya se encuentra en la última fase. Ante esa noticia, decide abandonar Belgrado y volver a su natal Montenegro para encontrar allí la muerte, entre los suyos o la que alguna vez fue su gente. Porque estuvo lejos de su tierra durante muchos años, pese a que no le iba muy bien en Belgrado.
El hombre viaja en tren, rumbo a Montenegro. Sin embargo, toma la decisión de abandonar el viaje en una estación que está ubicada a medio camino, después de reflexionar durante el trayecto transcurrido. Luego se interna en el bosque con el único deseo de encontrar la muerte para sí solo.
El personaje –no se sabe cuál es su nombre; solo que es alto y fuerte– camina y comienza a tener mínimos recuerdos. No obstante, de pronto se encuentra con la presencia de dos cazadores, Jakov y otro más –uno de los narradores de la novela–, justo cuando comienza a romper el alba.
Los tres hombres se miran a la distancia. El enfermo los observa y los cazadores hacen lo propio, en aparente tranquilidad. Sin embargo, a partir de entonces la historia da un vuelco y comienza lo «inquietante» advertido por Goran Petrović.
Resulta que el hombre mira a los cazadores pero, repentinamente, echa a correr y los otros dos –sin saberse motivados por qué– comienzan a perseguirlo. En un principio, uno de los hombres confiesa no saber a qué obedece la persecución: intenta descubrir razones, al correr de las páginas, pero no satisface sus cuestionamientos, aun cuando la cacería sigue.
Conforme la presa se vuelve cada vez más inalcanzable, los cazadores comienzan a mostrar enojo y manifiestan su molestia en contra de aquel hombre que –ahora sí creen saberlo– los sacó de la tranquilidad después de una noche de calma.
El enfermo corre con rapidez. De pronto se encuentra con el guardabosque, a la distancia. El narrador omnisciente da cuenta de los pensamientos de uno y de otro y el hombre se une a los cazadores para perseguir al enfermo, quien inicia una nueva carrera a través del bosque, sin saber por qué es perseguido, pero con la sensación de que nada bueno quieren hacerle. Y eso lo confirma cuando los cazadores, ya enfurecidos, comienzan a realizar disparos con sus escopetas.
La carrera se torna un tanto absurda porque ninguno tiene motivos reales para alcanzar y darle muerte al desconocido. Sin embargo, con el correr de los minutos y conforme el cansancio se apodera del protagonista, más personas se suman a la cacería. Tampoco saben por qué, pero hay en cada una de las personas que van tras el hombre un deseo de destrucción, de matar al individuo que se aleja y que se vuelve inalcanzable. Ni siquiera los rezos de dos mujeres enlutadas hacen que el enfermo se detenga. Nada. Iba en busca de la muerte, pero solitaria, para sí mismo, y ahora se ve en la necesidad de salvar su vida.
Ni ochenta páginas alcanza la novela de Branimir Šćepanović. Es breve, pero no se lee en una sentada, dada la complejidad que encierra. Inquieta el hecho de desconocer los motivos de los perseguidores. No obstante, deja en claro que el comportamiento del ser humano varía cuando se encuentra en masa y ello puede generar un grado de inconsciencia entre la colectividad que derive en actos de barbarie de los que, sólo después, se tendrá acaso un grado de razonamiento.
***
Sirva esta breve reseña como un sentido homenaje a Branimir Šćepanović, quien falleció en una casa para ancianos, a comienzos del mes pasado. Descanse en paz el gran escritor.
JORGE ARTURO HERNÁNDEZ
Cada párrafo de La boca llena de tierra tiene en sí un grado de belleza.
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Branimir Šćepanović es un referente de la literatura balcánica contemporánea.
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Una edición serbia de La boca llena de tierra, que cuenta con traducciones a diversas lenguas.
La muerte salió cabalgando de Persia
Las adicciones en literatura representan un tema común: no es un secreto que muchos escritores han padecido algún tipo de adicción.
Quizás la más frecuente es el alcohol. Figuras como Hemingway, Bukowski, Faulkner, Lowry, Duras o Juan Vicente Melo son apenas unos ejemplos de escritores representativos del siglo XX que eran aficionados a las bebidas embriagantes.
En los casos de Bukowski, Lowry y Melo, encontramos en su obra señales de esa adicción: La senda del perdedor en el estadounidense; la mítica Bajo el volcán, en el caso del británico, mientras que por parte del tercero está La obediencia nocturna, una novela de culto de la literatura mexicana.
Sin embargo, en esta ocasión me permitiré recomendar una obra muy poco conocida en México: La muerte salió cabalgando de Persia (1979; Acantilado, 2008), del escritor húngaro Péter Hajnóczy.
Este autor nació en Budapest en 1942 y murió en Balatonfüred en 1981. Antes de dedicarse de lleno a la escritura, Hajnóczy fue fogonero, peón, asistente de tipógrafo, modelo de artista, vendedor de imágenes de santos…
El catálogo de autores húngaros de la editorial catalana Acantilado es extenso; en 2008 publicó la edición en español de La muerte salió cabalgando de Persia, con traducción de Mária Szijj y de José Miguel González Trevejo.
En apenas 148 páginas en un formato de bolsillo, el autor nos lleva a través de los caminos de la autodestrucción del personaje –trasunto del propio Péter Hajnóczy–, un peón que escribe (o un escritor que también es peón).
Ya desde el inicio hay una advertencia de lo que el lector deberá enfrentar en la lectura: «He aquí un espantoso papel en blanco en el que debo escribir»… Éste es el inicio del tormentoso proceso creativo que experimenta el personaje central.
La obra relata la adicción de ese hombre al alcohol; a partir de notas escritas durante las borracheras, intenta recrear su historia misma y sacarles provecho para escribir una obra que trascienda.
Sin embargo, su adicción lo sumerge en episodios dramáticos y angustiantes de los que el lector es testigo: el autor susurra sus secretos a todo aquel que se acerca a su novela. De esta forma, asistimos al espectáculo de la autodestrucción, a la desesperación del escritor ante la imposibilidad de crear.
Pero enfrentarse a lo ya creado en otro tiempo representa un muro contra el que se topa en seco: «Ahora se dedicaba a hojear las notas tomadas durante la borrachera y a mirar las doscientas setenta páginas pasadas a máquina, y sabía que tendría que tirarlas, que como mucho podría aprovechar uno o dos párrafos, y unas cuantas frases» (p. 5).
Durante la historia, el personaje conoce a Krisztina, una joven con un fuerte arraigo religioso que le impide ser empática con borrachos y fumadores. Sin embargo, entabla una relación con nuestro personaje, quien sobrevive al divorcio de su exesposa. A través del amor, de Krisztina en sí, busca una especie de salvación del inframundo en el que habita.
Al paso del texto encontramos a un personaje que se recrimina el hecho de ser un peón y no haber estudiado más; ahonda en el proceso creativo del escritor y en las dificultades de enfrentarse a la nueva frase, al vacío de palabras. Es, asimismo, un reprocharse la imposibilidad de crear.
De Hajnóczy, el también húngaro Péter Esterházy (Budapest, 1950) dijo alguna vez que «fue un escritor, un erudito, un hombre de conciencia, un intelectual (como a veces es formulado a manera de invectiva) … un ser moral y rebelde».
Péter Hajnóczy no llegó a los cuarenta años de vida. Sufrió la adicción de la que él mismo estaba consciente: «Mi alcoholismo es también una forma peculiar de concebir el mundo, una mezcla de convicción política y religiosa que ha de sazonarse con una pizca de autoironía».
Hay muchas obras que abordan el mundo del alcoholismo, pero La muerte salió cabalgando de Persia nos ofrece la visión de un autor que descendió a su propio infierno para contarnos qué encontró en tal lugar. Podría considerarse como un autoanálisis brutalmente honesto que sacude y conmueve al lector.
No hay autocompasión en el personaje, como no la tuvo el propio autor. Se dice que Hajnóczy –un hombre asediado por las fuerzas militares de su país– solía vivir en casas en ruinas; que pasaba noches bebiendo hasta la embriaguez en cementerios; que deambulaba como un hombre sin hogar y que su adicción se convirtió en destino: murió de una insuficiencia hepática sin haber cumplido los treinta y nueve años.
Estoy seguro de que quien se adentre las páginas del texto no saldrá ileso de su lectura.
Aprovecho este espacio para desear que este año sea mejor que el que acaba de terminar.
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Péter Hajnóczy murió antes de los cuarenta años. Optó por la autodestrucción y dejó una obra conmovedora.
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Cubierta de una edición húngara de La muerte salió cabalgando de Persia.
La travesía de la noche
Quizá el mayor trauma del mundo en el siglo XX fue, sin duda, la Segunda guerra mundial. Ese conflicto, que se cobró la vida de millones de víctimas mortales, dejó ver el lado más deplorable del ser humano, por un lado, y por otro, su capacidad para aferrarse a la vida, aun cuando todo es adverso.
Se han escrito muchos libros, rodado decenas y decenas de películas, dictado conferencias, etc., acerca de esos años terribles, de los más oscuros en la historia de la humanidad. Sin embargo, ante el asombro y la incredulidad, uno no termina por asimilar lo que ocurrió en ese periodo.
La visión simplista de Hollywood y su industria sólo se refieren a la persecución de judíos por parte del nazismo. No obstante, hay que recordar que el régimen también aniquiló comunistas, romaníes, personas con discapacidades y homosexuales, por ejemplo.
En este sentido, existe una vasta literatura con testimonios, investigaciones e historias de las víctimas que sufrieron en carne propia los horrores de los campos de concentración, de caer en manos del ejército alemán. Me vienen a la mente –sólo por mencionar algunos– Si esto es un hombre, de Primo Levi, y Sin destino, de Imre Kertész.
Un día cayó en mis manos un libro brevísimo (55 páginas) del que no tenía noticia. Se trata de La travesía de la noche (Arena Libros, 2006), un relato de la francesa Geneviève de Gaulle Anthonioz (1920-2002) en el que da cuenta de su experiencia en prisión y su posterior traslado a un campo de concentración nazi.
Sobrina del general Charles de Gaulle (1890-1970; presidente de Francia de 1958 a 1969), Geneviève combatió en la Resistencia desde 1940. Hacia 1943 fue apresada e internada en la cárcel de Fresnes, en París, de donde la trasladaron al campo de concentración de Ravensbrück, en Alemania, un sitio destinado principalmente a mujeres.
Lo vivido en ese periodo sirve a De Gaulle Anthonioz para escribir La travesía de la noche. Pero hay que resaltar que no lo escribió sino más de cincuenta años después de ocurridos dichos sucesos.
A propósito de lo anterior, es de destacar que muchos sobrevivientes del horror guardaron silencio o no pudieron decir el miedo, el pánico, todo lo que vieron, sintieron y experimentaron en esos espacios de la ignominia. Así sucedió con la autora.
La sobriedad y la lucidez para decir las cosas surgen como resultado de décadas de reflexión; pese a su brevedad, estamos ante un relato que abarca temáticas que van desde la injusticia hasta Dios. Porque –confiesa– nunca perdió la fe; en la noche más oscura de su vida, allí recurría a sus creencias: «Intento rezar, el Padre nuestro, el Dios te salve María, fragmentos de salmos» (p. 12), desde la soledad aludía a su Dios y estaba convencida de que habría luz al final de esa oscuridad.
La travesía de la noche es un testimonio desgarrador que conmueve y nos recuerda que intentar destruir la humanidad es el mayor crimen que hay en el hombre.
La estancia de la autora en una celda, sola, en medio de la noche, no la reduce a sí misma: Geneviève piensa en la situación de las otras mujeres, en su futuro: «Pero ¿qué será de ellas? ¿Quedarán supervivientes de entre nosotras?» (p. 12).
Sobrevivir al horror marcó el espíritu de la autora. En 1956 asumió la presidencia de la Asociación nacional de las antiguas deportadas e internadas de la Resistencia. Su solidaridad la llevó a formar parte de diversos grupos a favor de las víctimas y de los derechos humanos, siempre como una voz autorizada.
Antes de concluir quisiera desear, desde este espacio, que el año que está por comenzar nos devuelva un poco la calma y las alegrías; que ni la tristeza ni la desesperanza se conviertan en rutina; que la zozobra no se adhiera a nuestra piel. Deseo al lector, a todos, que el peso de la angustia no nos aplaste y que hallemos la suficiente paciencia para levantarnos del suelo al que nos han arrojado.
¡Feliz 2021, felices nuevas lecturas!
¡Hasta el próximo año!
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Aspectos de Ravensbrück.
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Geneviève de Gaulle Anthonioz tuvo la matrícula 27.372 en el campo Ravensbrück.
El día antes de la felicidad
Muchas personas adquieren un libro atraídas por la portada o por el título, independientemente de si conocen o no al autor. Es verdad que hay títulos que atrapan. Y si además el título está en una portada atractiva, aunado a que el autor le es familiar al lector y, encima de ello, la editorial que lo publica goza de cierto prestigio, hay muchas probabilidades de que el resultado sea una lectura placentera.
Esta semana me permito recomendar uno de esos libros que atraen por diversos factores y, además, porque se trata de una obra que no exige más allá que disfrutarla, palparla, paladear sus frases y gozar de buenos ratos en brazos de la literatura.
Me refiero a El día antes de la felicidad (Sexto Piso/Universidad del Claustro de Sor Juana, 2010; traducción de Carlos Gumpert), del entrañable escritor italiano Erri De Luca (Nápoles, 1950).
Se trata de una novela de aprendizaje corta (112 páginas en la citada edición), ambientada en la ciudad de Nápoles, en la década de los cincuenta (es decir, aún con la memoria recargada en la guerra).
La historia es protagonizada por un joven de dieciocho años sin nombre, sin familia, que cree ser un trozo suelto en la vida, desarraigado, y nunca se ha sentido parte de una familia, de una comunidad, pero que está a punto de dar el salto de la adolescencia a la madurez.
Este muchacho vive en un edificio de departamentos cuyo portero, Don Gaetano, es lo más próximo a un familiar que tiene, su mentor, así como el librero Don Raimondo, quien le presta libros que devora y de los que luego cuenta sus dudas e impresiones al portero.
Don Gaetano lleva mucho tiempo en ese trabajo, ha visto a mucha gente pasar por el sitio, todos los días; ello le ha permitido adquirir un poder: sabe leer y escuchar los pensamientos de las personas con apenas mirar sus rostros. Eso le dice al chico, quien aprende del hombre en prácticamente todos los campos de la vida.
Aún hay resabios de la Segunda Guerra Mundial y permanece fresco el valor del pueblo napolitano para liberarse del yugo alemán.
Don Gaetano le cuenta historias del conflicto bélico –de amor y de supervivencia– que dotan de sentimientos e inteligencia al aprendiz de hombre. Porque en eso se convierte: en un aprendiz de hombre, de ser humano.
La vida del joven transcurre entre café caliente, libros, ir y venir por la ciudad golpeada, mirar a la gente, escuchar a Gaetano, quien lo instruye día a día con la intención de formarlo para que el chico enfrente la vida por sí mismo.
Ambos se sientan en el patio y miran a lo lejos, comparten silencios, el horizonte los une y distancia a la vez: cada uno viaja a sus recuerdos, unos más distantes que otros. Pero se reencuentran y sienten cariño mutuo.
Días hay en los que el muchacho juega futbol. Tiene la habilidad de trepar paredes para buscar los balones. Es portero. Guardameta. El jugador más solitario de la cancha, el que se ve acechado por sus pensamientos cuando el balón está lejos de su portería. Mira hacia todas partes y a la vez hacia ninguna, se sorprende a sí mismo con esa soledad compartida, repartida.
Sin embargo, cierto día descubre, detrás de una ventana, en un departamento del tercer piso de un edificio, la mirada de una muchachita que lo observa. He ahí cuando el guardameta se divide en jugador y en el chico que aprende el amor. Porque hay amor por la portería y nace el amor por aquellos ojos que lo siguen, que no lo dejan tranquilo.
Luego aprende que acaso el sufrimiento es también virtud. Va por ahí, dolor encarnado, precisamente en busca de la felicidad. Don Gaetano lo sabe, le da consejos, le cuenta otras y otras historias para que el joven intente comprender que el dolor es una forma de purificación.
Lo que sigue después corresponde descubrirlo al lector. No obstante, el joven espera que el día que vive sea el último de la soledad, es decir, «el día antes de la felicidad».
La novela es sencilla, con personajes entrañables; una historia contada con el estilo poético de Erri De Luca, fluido y a veces a tropezones –no hay capítulos, sino saltos de tiempo y espacio– que han convertido a este autor en uno de los escritores vivos más importantes de Italia.
El libro no decepciona. Por el contrario, se le toma cariño y dan ganas de releerlo. De eso se trata, a veces, cuando uno se sumerge en las páginas de un libro: hallar remansos entre las palabras. Erri De Luca lo sabe hacer con creces.
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Otra obra de Erri De Luca editada por Sexto Piso es El peso de la mariposa.
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De El día antes de la felicidad también hay ediciones de Siruela y del Círculo de Lectores.
Kornél Esti. Un héroe de su tiempo
La literatura europea es bien conocida en prácticamente todo el mundo; en las librerías no faltan autores clásicos anteriores al siglo XX y de muchos que han recibido el Premio Nobel. Sin embargo, los más editados y traducidos recaen –al menos en el caso de México– en apenas un puñado de países: Francia, Alemania, Italia, España o la Gran Bretaña.
En nuestro país es poca la difusión de la literatura centroeuropea y del Este. Traductores como Sergio Pitol han hecho la labor titánica de traernos escritores de esa región del mundo que bien vale la pena acercarse a ellos. El ejemplo más conocido es el de los polacos que el veracruzano ha reunido en diversas antologías.
Pero en esta ocasión no me referiré a un polaco, sino a un húngaro: Dezső Kosztolányi (Szabadka, 1885-Budapest, 1936), quien fue un narrador, poeta, traductor, ensayista y periodista, figura central en la literatura húngara y una de las principales influencias literarias de ese país durante la primera década del siglo XX.
Quizás, los nombres más comunes de escritores húngaros son los de Imre Kertész (1929-2016), galardonado con el Premio Nobel (2002), o el de Sándor Marái (1900-1989).
No obstante, la riqueza literaria de ese país se ve reflejada en obras como las del propio Kosztolányi, el clásico húngaro Mór Jokái (1825-1904), los silenciados Péter Hajnóczy (1942-1981), Ádám Bodor (1936), o los más recientes como Péter Esterházy (1950) László Krasznahorkai (1954) y Attila Bartis (1968).
La difusión de varias obras de algunos de estos autores, en primer lugar, se dio a partir de la caída del Muro de Berlín. También han llegado a México gracias a la labor de la editorial catalana Acantilado. El éxito comercial de este sello –puntualmente en autores húngaros– radica en la selección de escritores que estuvieron olvidados durante varias décadas, a raíz de la censura impuesta por el régimen comunista, que tachaba esas obras de «burguesas», en el mejor de los casos (algunos literatos terminaron presos).
Dezső Kosztolányi influyó en las letras de su patria. De él, Sándor Marái dijo alguna vez: «Todo lo que Kosztolányi escribía era invariablemente perfecto». Escribió y publicó poesía: Las quejas del niño pobre (1910), Las quejas del hombre (1924) y Cálculo (1935); novela: Nerón, el poeta sangriento (1922), Alondra (1924), La cometa dorada (1925), Ana la dulce (1926) y Kornél Esti. Un héroe de su tiempo (1933), así como ensayo y relatos.
La obra de este autor alcanzó tal prestigio, que su novela Nerón, el poeta sangriento fue prologada por el Nobel alemán de 1929, Thomas Mann (1875-1955).
Muchas décadas después, Ediciones B (España), en aras de recuperar el entrañable sello Bruguera (cerrado en 1986), se lanzó a la aventura de volver a editar bajo esa editorial en el año de 2006. Sin embargo, el gusto duró poco, pues a partir de 2011 dejó de editar, aunque ha habido intentos de mantenerse en el panorama editorial de la actualidad.
En esta nueva andanza, Bruguera y Ediciones B publicaron cuatro obras de Kosztolányi: Alondra (2002), Ana la dulce (2003), La cometa dorada (2005) y Kornél Esti. Un héroe de su tiempo (2007). Esta última es mi recomendación de esta semana.
La historia está narrada por un escritor de prestigio, adaptado a la burguesía, pero que quiere recuperar el trato con Kornél Esti, su amigo de juventud. El primero –sin nombre– se ha vuelto más bien un tanto aburrido, incapaz de vivir sus ideales de juventud, mientras que Kornél, también dotado para las letras, ha llevado una vida más irreverente y continúa sus actos rebeldes.
El caso es que el escritor afamado acuerda con Kornél que éste vivirá y le contará sus experiencias al otro para que las escriba. Se trata de una novela divida en capítulos en los que se narran las vivencias y aventuras de Kornél Esti.
El estilo de Kosztolányi destaca por su limpieza; su arte radica en contar historias sencillas pero con las palabras justas, sin adornos innecesarios. La obra Kornél Esti… aborda temas con un sentido del humor que hacen de ésta, una novela para disfrutarse en cualquier época del año.
Entre las vivencias que Kornél cuenta a su amigo destaca –por ejemplo– la de una visita que hizo a la «ciudad honrada», en la que nadie miente. Así pues, en dicha ciudad se encuentra con advertencias en los diversos negocios: «Zapatos que destrozan los pies. Callos y ampollas garantizados» (p. 88), reza en una zapatería. Luego, en la entrada de un restaurante se encuentra con este anuncio: «Platos incomibles, bebidas imbebibles. Peor que en casa» (p. 88). En un banco, un letrero luminoso señala: «Hurtamos, engañamos, robamos» (p. 92)…
Otra experiencia de Kornél narra la ocasión en la que él heredó una gran cantidad de dinero, pero no quiere saber nada de ello y se dispone a deshacerse de la herencia de una forma peculiar. Cada noche, como un ladrón, visita diversas casas para dejar billetes en las entradas. Lo hace de tal forma que nadie lo observe ni lo descubra, no sin enfrentar ciertas dificultades.
También se cuenta la historia de Gallus, un traductor que los encargos los traduce conforme a sus interpretaciones, modificando la esencia de los textos; o el caso del presidente que trabajaba mejor cuando estaba dormido; el de un hombre que, sin hablar búlgaro, sostiene una «conversación» con el revisor de un tren. También se narra la historia de un periodista que enloquece en una cafetería, de la que lo llevan directamente al manicomio…
Dezső Kosztolányi emplea un humor muy fino en esta obra, a lo largo de sus 319 páginas de la edición referida. No hay desperdicio en sus frases. Se trata, pues, de un autor de principios del siglo XX cuya vigencia de los temas que aborda aún asombra.
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Dezső Kosztolányi tradujo a autores como Maupassant, Verlaine, Baudelaire, Rilke, Goethe, Shakespeare, Wilde, entre otros.
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Otras obras de Kosztolányi traducidas al español.
Caballo en el salitral
Al hablar de literatura argentina es altamente probable que dos nombres sobresalgan de inmediato: Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Quizás son las figuras más conocidas de las letras de ese país y dos destacados que contribuyeron al boom latinoamericano y a la «curiosidad» por acercar al europeo a las letras no paridas en ese continente.
No obstante, hay otros talentosos escritores argentinos que actualmente están casi olvidados, salvo por loables esfuerzos de editoriales no mediáticas que buscan rescatar su obra y colocarlos en el sitio que se merecen. Dos claros ejemplos con Robert Arlt (1900-1942) y Antonio Di Benedetto (1922-1986).
El primero es contemporáneo de Borges, aunque fallecido más de cuarenta años antes que el autor de El Aleph. Entre sus obras destacan las novelas El juguete rabioso (1926), Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931). Por fortuna, las tres se pueden conseguir: de la primera hay una edición del otrora Conaculta de su colección Clásicos para Hoy, mientras que de las otras dos existen ediciones en Losada.
Arlt también destacó como cuentista. Quizás su libro más célebre en este género es El jorobadito (1933), del que existe una edición de la argentina Altamira en su colección Letra Mayor que se distribuye en México y que se dio a la tarea de reeditar varias obras del escritor.
En lo referente a Antonio Di Benedetto, el afortunado hallazgo de una de sus obras me permitió ver en éste a uno de los mejores escritores latinoamericanos que he leído.
Por tal motivo, esta semana me permito recomendar Caballo en el salitral (Bruguera, 1981), una antología que reúne catorce cuentos del escritor mendocino, cuya figura fuera de Argentina no es lo conocida que debiera ser, pues se trata de un cuentista que raya en la perfección.
De entrada llamó mi atención que como preámbulo en esta edición de Bruguera hay tres cartas que Borges, Cortázar y Manuel Mujica Láinez enviaron a Di Benedetto con motivo de la publicación del cuento «Aballay».
El primero le dijo: «Usted ha escrito páginas esenciales que me han emocionado y que siguen emocionándome». Luego, el autor de Rayuela señala: «[…] y la gran maravilla es que se retrocede hacia adelante, hacia cada uno de nosotros mismos con nuestras culpas y con nuestras muertes».
Láinez, por su parte, también respecto de «Aballay», escribió: «Das con él una imagen de nuestro hombre de campo […], y lo alcanzas con una perfecta sobriedad de recursos que asombra».
El cuento que da título a la antología, «Caballo en el salitral», aborda la travesía de un jamelgo entre un campo lleno de piedras y peñascos filosos. Arrastra un carro. El relato se vuelve agónico y doloroso, pero su belleza narrativa hace de la muerte una familiar forma de igualarnos.
«Aballay» es un cuento que se desarrolla en tierras no conquistadas de la pampa argentina, de hombres a caballo que ven en la venganza y el duelo la forma de justicia.
Una de las virtudes de Di Benedetto es su lenguaje: a veces parco, otras altamente poético. Es un narrador nato, sin frases con adornos que terminan por edulcorar de más el texto.
En este relato aborda la historia de Aballay, un vagabundo que, cansado de vivir en «el mal camino», un día recibe «una señal divina» que lo mueve a buscar otra forma de vida. Dicha señal es el encuentro con un predicador, quien le habla de la vida de los antiguos penitentes. Convencido por esas historias, Aballay decide seguir su vida a bordo de su caballo, sin volver a bajar nunca más.
Así, recorre sitios, siempre encima del animal. Decide que no volverá a poner los pies en la tierra. La prosa de Di Benedetto asombra y envuelve desde la primera página. El lector sabe que está ante un enorme cuentista.
«Enroscado» es un relato conmovedor. Aquí ya no están presentes la pampa ni lo rural. Se trata de un cuento urbano, con una enorme carga nostálgica. Cuenta la historia de un hombre y su hijo que abandonan su hogar tras la muerte de la madre del niño. Ante ello deciden mudarse a una pensión.
Ya instalados, el hijo comienza a tener comportamientos que en un principio el padre supone que son consecuencia de la muerte de la madre. Sin embargo, conforme avanzan los días, se vuelve preocupante: el niño casi no habla, se queda con la mirada perdida en cualquier punto, no gusta del juego…
Así, el hombre decide trasladarse a otra pensión, pero nada cambia. El pequeño parece ser víctima de miedos que sólo él conoce. No transmite ningún sentimiento a su padre, se resguarda en sí mismo.
El libro está completado por los siguientes cuentos: «No», «Amigo enemigo», «El abandono y la pasividad», «Falta de vocación», «Obstinado visor», «Felino de Indias», «Pez», «Volamos», «As», «El juicio de Dios» y «Pintor o pintado».
En cada texto quedan de manifiestos el talento y la calidad de Antonio Di Benedetto como narrador de primer orden. En todos los cuentos hay enseñanzas de cómo se deben acomodar las palabras para que una historia sea leída con claridad y verdadero placer. Estamos, pues, ante un escritor de altos vuelos.
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Antonio Di Benedetto fue perseguido por la dictadura argentina que patrocinó Estados Unidos; estuvo preso y fue víctima de torturas y golpizas.
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En años recientes, Adriana Hidalgo ha editado la obra de Di Benedetto, incluidos sus cuentos completos.
El joven audaz sobre el trapecio volante
La tradición literaria estadounidense es amplia, una de las más grandes de América. Entre sus figuras destacan autores universales como Edgar Allan Poe, Mark Twain, Jack London, Herman Melville, Walt Whitman, por citar algunos de los más clásicos. Nombres que han contribuido a la grandeza literaria de ese país.
Pero no todos los grandes escritores alcanzan la fama universal. Hay otros que, desde el olvido, lanzan alguno que otro grito y se vuelve la vista hacia ellos: entonces se descubre su grandeza y se retoma su obra.
Tal es el caso de la recomendación de esta semana: William Saroyan (Fresno, California, 1908-1981), un estadounidense de origen armenio. Puntualmente, de su volumen de cuentos El joven audaz sobre el trapecio volante (1964; Acantilado, 2004; traducción: J. Martín Lloret).
La editorial catalana ha publicado seis obras de Saroyan. Este hecho ha provocado que el escritor vuelva a la escena, aunque más bien forma tímida, pero con firmeza.
El joven audaz… fue el primer título que publicó el autor, en 1934. Su aparición le valió el reconocimiento del público y de la crítica, lo que marcó el inicio de una carrera en el mundo de las letras.
El volumen en mención está integrado por 26 relatos que lo mismo pueden leerse como historias dispersas o como una totalidad, entrelazados uno a uno.
Varias de las historias se ubican en el periodo de la Gran Depresión; sus personajes, marginales y sin muchas esperanzas en el porvenir, deambulan por buhardillas y cierto ambiente hostil.
En los textos puede encontrarse un tono autobiográfico de Saroyan: su formación como escritor, los inicios de la carrera, las dificultades que debió sobrellevar ante la soledad a la que se sometió en un país lejos de lo que se cuenta de él.
Sin embargo, no toda la obra transcurre en la desesperanza. William Saroyan también maneja un buen humor que hacen de sus textos espacios placenteros de los que no se quiere salir de buenas a primeras.
En el relato «Un día de frío» se cuenta la historia de un escritor incipiente que no soporta el temporal y busca calentarse, prenderse una fogata en su habitación con la intención de comenzar la escritura de un relato. Para ello planea quemar algunos de sus libros más voluminosos y que carezcan de calidad.
Al iniciar la selección, el personaje hojea los mamotretos elegidos para su empresa. Sin embargo, va descartando cada uno al descubrir que no le resultan tan malos como lo suponía.
En este cuento encontramos al Saroyan escritor en ciernes. Hay una preocupación por los procesos de creación a los que se somete el que pretende escribir. Resalta todas las adversidades –internas y externas– por las que debe transitar para plantarse –en su caso– frente a la máquina de escribir y comenzar «el gran relato».
Aunado a este tema que es constante en el libro, el autor también lanza una crítica a la sociedad de su tiempo. En «Id vosotros a la guerra» hay acaso la parte más política del californiano. Pero ello no significa dejar de lado su necesidad de escribir, sino más bien el crear se convierte en prácticamente lo más importante de su vida.
En dicho texto nos encontramos con un joven que pretende crear una historia. Sin embargo, temprano recibe la visita de un individuo que le resulta desagradable y que va en su busca para invitarlo a integrarse a la prime línea del frente para combatir a «los enemigos»: fascistas, bolcheviques, comunistas y anarquistas.
En este relato se encuentra el buen sentido del humor y el sentimiento antibelicista de Saroyan. El personaje principal, Enrico Sturiza, agradece la invitación, pero no está interesado en participar de ninguna guerra.
Ante la primera negativa, recibe más visitas, pero ahora de oficiales de mayor rango, a los que el joven escritor vuelve a rechazar.
El libro cierra con «Yo sobre la tierra», un cuento profundamente humanista. Es una especie de conclusión de la vida del autor hasta ese momento, lleno de nostalgia por el padre muerto; es un homenaje al padre en sí. Pero es asimismo un canto a la libertad, a la naturaleza, a la camaradería. Se trata de un texto conmovedor y lleno de calidad.
Los relatos de El joven audaz sobre el trapecio volante van de lo amargo a lo dulce, de lo trágico a lo divertido. En cada uno se puede sentir el humanismo del escritor, el llamado a sus raíces, el amor por los otros, un acto cada vez menos practicado.
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William Saroyan reflejó su vitalidad y amor por el mundo en sus obras.
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Acantilado ha editado buena parte de la obra de Saroyan.
Una breve mirada a Jerzy Kosiński
I
Leí por primera vez a Jerzy Kosiński (Łódź, Polonia, 1933-Nueva York, 1991) hace unos quince años. En aquel entonces no sabía quién era el autor ni había escuchado nada de él. Adquirí Desde el jardín (una edición de Javier Vergara con cubiertas blancas, el título en letras grandes, doradas, y el nombre del autor escrito en azul) en una librería de viejo que estaba ubicada en la calle Matamoros del primer cuadro de Cuernavaca.
Recuerdo que me animé a comprar el libro por una frase atribuida a Luis Buñuel escrita en la contracubierta: «…Quizás el libro que más me ha impresionado». (Años más tarde supe que la frase no se refería a Desde el jardín, sino a El pájaro pintado, del mismo Kosiński).
Por aquellos años no tenía libros acumulados ni lecturas pendientes. Así que me puse a leer la novela en mención el mismo día que lo adquirí. De alguna forma, desde los primeros párrafos me di cuenta de que era distinto a lo que había leído hasta ese momento.
Con el paso de las páginas mi entusiasmo aumentaba porque realmente estaba disfrutando de esa lectura, que me vi obligado a suspender por algún motivo cuando comenzaba a caer la noche.
Unas horas después pude retomar la historia. Para ello me tumbé en un sillón desvencijado que había en mi pequeña habitación. Leí página tras página hasta que terminé la novela, poco después de la medianoche. El sabor que me dejó la obra fue muy grato y aún recuerdo con cariño esa lectura.
(El lector sabrá disculparme por el hecho de no abordar la trama de Desde el jardín, si es que no ha leído la obra. En todo caso, apelo a su curiosidad para tales fines. Sólo diré que el personaje principal, Mr. Chance, es acaso el primer influencer aparecido en la literatura).
II
Unos años después, en la misma librería (hoy ya no existe: cerró hace aproximadamente un par de años, a falta de lectores y por la absorbente renta), encontré El pájaro pintado (Pomaire, 1978), entre una pila de libros que estaba arrinconada.
Me entusiasmé de inmediato al reconocer el apellido del autor, pues tenía el antecedente y además supe entonces que Buñuel se había referido a esa novela y no a Desde el jardín con la frase mencionada unas líneas arriba.
Al igual que en la otra novela, no sabía a qué me iba a enfrentar, realmente. La obra aborda la Segunda Guerra Mundial desde la mirada de un niño “gitano o judío vagabundo”, cuyas andanzas en aldeas de un país de Europa del Este dan muestra de una serie de horrores propios de una guerra.
El infante deambula por sitios en los que no precisamente es visto con buenos ojos; debe enfrentarse a situaciones extremas que confrontan a la capacidad que tiene el ser humano de dañar al otro y a la de resistir a todo embate.
La lectura me significó un constante asombro, un ir a ciegas, acaso horrorizado y fascinado al mismo tiempo para la cantidad de escenas e imágenes brutales que conforman la obra, a través de un estilo más bien parsimonioso, lo que la vuelve más atractiva aún. Es una muestra perfecta de la poética del horror.
Se trata de la primera novela de Kosiński, publicada por allá de 1965. La obra despertó cualquier cantidad de críticas (entusiastas y no tanto); incluso el autor fue acusado de plagio, ya que –según se cuenta– la novela está llena de historias polacas aparecidas con anterioridad.
Desconozco si el plagio fue real. Lo que sí puedo decir es que El pájaro pintado es uno de esos libros que marcan la vida de un lector, pues se enfrenta a una narrativa poderosa y que deviene en reto seguir la andanada de imágenes que ofrece, todo en el marco de una guerra y lo que ello conlleva.
La novela ha sido reeditada e incluso en 2019 se estrenó una adaptación cinematográfica del director checo Václav Marhoul, en blanco y negro, con una fotografía impresionante.
III
Pasaron varios años para que me volviera a hacer de alguna obra del autor. Aun cuando llegué a ver un par en librerías de viejo y a pesar de los antecedentes que tenía del escritor, por alguna razón, no las adquiría.
Sin embargo, hace dos o tres meses, me lancé a la aventura de acudir a una casa cuyos propietarios estaban en proceso de mudarse de ciudad y eso se convirtió en motivo para deshacerse de su biblioteca. (Una biblioteca impresionante, cabe decir).
Entre otros tantos libros, me encontré con un ejemplar verde sin más imágenes en la cubierta que el nombre del autor, el título de la obra, la colección y la editorial: Jerzy Kosiński, Pasos, ne (nueva escritura) y Losada. El año de edición es de 1969 (originalmente fue publicada en 1968).
La información contenida en la contracubierta no da muchas pistas acerca de lo que va la historia. De hecho, me parece que no hay forma de resumir la obra en unas líneas.
De entrada, se considera que Pasos es una obra inclasificable. Hay quienes opinan que es una novela y otros que consideran que se trata de un conjunto de relatos. Lo que sí se encuentra uno son fragmentos. Fragmentos no muy extensos que van cambiando de personajes y ambientes.
Llega un momento en el que uno se da cuenta de que está en medio de algo así como un campo minado en el que hay que dar pasos lentos, cuidadosos, para evitar la explosión, pues, tal como en El pájaro pintado, en Pasos (es la segunda obra de Kosiński) hay una serie de episodios perturbadores: violaciones tumultuarias, asesinatos motivados por el simple hecho de matar, concursos absurdos que devienen en alguna muerte, esclavitud sexual: todo aderezado con un lenguaje hipnótico.
Diríase que en algún momento el narrador pudiera ser el protagonista de varios de los relatos que se cuentan; que cabalga entre el cinismo y la ingenuidad por cada escenario que presenta al lector, mediante pequeñas dosis que lo mismo rayan en la brutalidad que en un fino erotismo que no deja indiferente al lector.
Si este fin de año buscan alguna lectura, Jerzy Kosiński es una opción recomendable. Algunas de sus obras aún se pueden conseguir en ediciones recientes. Aun cuando en su momento el autor figuró en las listas de éxitos editoriales, actualmente es poco leído y apenas si se conoce su nombre. Redescubramos, pues, a un escritor infravalorado que fue capaz de hacer que el lector se hunda en un pantano de dudas en el que no es posible diferenciar lo que es real de lo que es ficción.
TOMADA DE LA WEB
La obra del autor polaco ha sido traducida a más de treinta lenguas.
Lejos del horizonte perfumado
A raíz de la ocupación-invasión israelí, iniciada en 1947, cientos de miles de palestinos han sido asesinados, despojados de sus tierras y obligados a desplazarse bajo el amparo y la complicidad de numerosos países de Occidente, encabezados por Estados Unidos.
El lunes 14 de mayo de 2018, fuerzas israelíes asesinaron a unos sesenta palestinos e hirieron a alrededor de dos mil quinientos en una nueva sangría por parte del ente sionista, durante una manifestación por la apertura –ilegal– de la embajada de EE.UU. en Jerusalén.
Esta semana la recomendación llega de aquellas tierras. Salah Jamal (Nablús, Palestina, 1951) se vio en la necesidad de exiliarse en Barcelona ante el terror impuesto por Israel entre sus coterráneos y la impunidad de la que hoy en día goza ese régimen genocida.
Derivado del abandono de su patria, Jamal escribió una novela titulada Lejos del horizonte perfumado (RBA, 2004). Escribir desde la distancia ofrece a los lectores la posibilidad de conocer las experiencias –siempre dolorosas– de cómo enfrentar el exilio, la soledad y los mundos nuevos, no por iniciativa propia, sino orillado a hacerlo por cuestiones políticas.
En Lejos del horizonte perfumado, el también médico, historiador y profesor cuenta la historia de un joven beduino llamado Mohammed Pirjawi Unnab Jalilidin Osrama Lumary, a quien las circunstancias de la vida convierten en Mohammed Pujol, dada la complejidad de pronunciar su nombre completo de corrido.
Ante el despojo israelí, el joven palestino abandona su tierra y el destino lo coloca en Ciudad Condal, Barcelona, donde su familia cuenta con una amiga que se dedica a la prostitución.
En un mundo completamente nuevo para sus ojos, el muchacho aprenderá a manejarse en los bajos fondos, entre prostitutas, ladrones y un sinfín de personajes que le permitirán acceder a un universo completamente ajeno al suyo.
Entre sus andanzas por Barcelona, Mohammed conoce a una mujer de la alta sociedad que le abrirá las puertas de la sensualidad, del misterio de los cuerpos: accede a la educación sentimental.
Las estadías del joven en la casa de esa mujer permiten a Jamal ofrecer una muestra de la cocina árabe con recetas, rituales, aromas… De tal forma que el lector disfruta, entre párrafo y párrafo, sabores y aromas que envuelven a la lectura en un ambiente ameno, perfumado; cada platillo se enreda en la nariz y ello convierte a esas páginas de la novela en un platillo extra.
La obra en cuestión también aborda la pérdida, la soledad, la nostalgia, el amor y el deseo. Y Salah Jamal lo hace mediante formas sutiles y directas, con altas dosis de ternura y un amplio conocimiento cultural de las sociedades enfrentadas. Porque el texto ofrece la posibilidad de conocer y desvelar ambos mundos: el árabe, con sus creencias, sus rituales, y el occidental de los años setenta y principios de los ochenta, particularmente el catalán, con el avistamiento de los cambios radicales que suponían los supuestos avances de la humanidad en materias diversas.
Pero no todo es nostalgia en la historia. Desde los primeros párrafos, el autor ofrece múltiples episodios divertidísimos que dan cuenta de que no se trata de una novela cubierta con el manto de la tristeza y la nostalgia. No. En la historia nos encontramos con anécdotas de desencuentros con la justicia («hice más visitas a las dependencias policiales que a la universidad»), el descubrimiento de un mundo que le permite descubrir una ciudad de la que, también tiempo después, sentirá nostalgia.
El humor de Jamal provoca carcajadas en el lector. La aparente ingenuidad de Mohammed se comienza a desmoronar desde las primeras lecciones de aprendizaje que conllevan su nueva vida; retrata asimismo ambas sociedades con los viajes del muchacho a su tierra natal y los retornos a Barcelona.
Entre las páginas desfilan diversos personajes divertidos, como el propio padre del protagonista, o El Gallina, un tipo al que conoce en Barcelona y que es líder de Los Pollitos, delincuentes de poca monta que se meten en líos que los colocan en situaciones sumamente divertidas.
Es decir, la novela abarca temas que lo mismo transitan por la denuncia –la ocupación y el despojo de Israel contra los habitantes de Palestina–, el aprendizaje –los encuentros de Mohammed con la mujer que lo acoge en sus brazos– y el humor –hay innumerables pasajes muy divertidos.
En fin, Lejos del horizonte perfumado es una lectura recomendada para quienes buscan conocer de primera mano otra cultura, para paladear entre las palabras, divertirse con anécdotas y episodios, degustar una obra que dejará un grato sabor al llegar su última página.
JORGE ARTURO HERNÁNDEZ
El narrador de Lejos del horizonte perfumado (223 páginas) es el propio Mohammed, que cuenta la historia con un estilo muy ameno.
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Salah Jamal vive en Barcelona desde hace varias décadas, pero no olvida sus raíces y es un ferviente defensor de la dignidad del pueblo palestino.
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A través de su obra, Jamal denuncia las atrocidades que ha cometido (comete) Israel en contra del pueblo palestino.
Heq. La historia de los hombres que amaban el hielo
Pensar en sociedades cuyos habitantes coexisten sin tecnología ni medios de comunicación resulta inaudito e incluso inverosímil a estas alturas del siglo XXI, cuando los supuestos avances tecnológicos «facilitan» la vida.
Sin embargo, aún existen grupos que viven «aislados», lejos de lo que se considera «civilizado» en nuestros días. Pienso en las tribus de la tundra, en esas sociedades conformadas por seres que hacen su vida en sitios helados, rodeados de nieve, alejados del cacareado «progreso».
La literatura permite conocer la otredad. Conocer e intentar comprenderla. Una novela que podría considerarse un clásico en materia de hielo, nieve y tribus que se desarrollan en la tundra es sin duda El país de las sombras largas, del ítalo-suizo Hans Ruesch (1913-2007).
Es una historia que transcurre en el Ártico, con sus noches de cinco meses, en la que se narran las costumbres de los inuit, su forma de vida, mediante una prosa poética que la convierte en una lectura inolvidable.
Pero no es la única obra que aborda esa temática. Por ejemplo, esta semana propongo la lectura Heq. La historia de los hombres que amaban el hielo (Grijalbo, 1999), del danés Jørn Riel (1931).
La obra versa sobre diversos grupos que se desenvuelven entre Alaska y Groenlandia. Algunos nómadas, otros sedentarios, cohabitan bajo condiciones adversas como el clima, los peligros de la fauna e incluso se enfrentan a la escasez de alimentos, en medio de lugares inhóspitos.
Heq es uno de los personajes principales, heredero del nombre de su abuelo, un chamán cuyo recuerdo pesa entre los inuit a los que perteneció.
Su madre, Shanuq, un día inicia un viaje en el que resulta embarazada de un individuo que no pertenece a su grupo.
De ese encuentro nace Heq, quien podría no ser visto con buenos ojos debido a que en sus venas corre sangre ajena. Sin embargo, Shanuq se impone, cobra una fuerza tal que le merece el respeto de los otros, aun cuando saben la historia de su hijo.
Conforme crece, Heq asume el liderazgo entre los suyos, quienes ven en él la imagen de su abuelo y pronto aprenden a respetarlo.
Heq tiene un hermano, Tyakutyik, pero él es distinto: tiene «dos almas». Por un lado, posee la fortaleza y las dotes de cazador de un hombre; pero también hay en sí la delicadeza de una mujer y el deseo de ser madre. Sin duda, es uno de los personajes más fascinantes de la novela.
Ante las condiciones de la tundra, Heq decide guiar a los suyos hacia el norte «en busca de una de las cuatro inmensas columnas que unen la tierra con la bóveda celeste».
Pero no es un viaje tranquilo. Durante el camino no faltan los desencuentros entre los inuit ni batallas contra otras tribus. Riel describe las costumbres de estas sociedades, su diario vivir, la forma de organizarse, las creencias: muestra las formas de vida de grupos ajenos a nuestras sociedades occidentales, tan dadas a «enseñar buenos modales» a quienes no son como nosotros.
Así, la novela se convierte en una lectura apasionante en la que el autor aborda temas con dominio y amplio conocimiento, lo que hace de ésta, una historia que se respira conforme avanzan las páginas.
El libro es un homenaje a los primeros viajeros de la Tierra; de niños, ancianos, mujeres y hombres que sienten un profundo respeto por la Naturaleza. Respeto y amor: sobreviven gracias a sus bondades. Se mueven por regiones gélidas en busca de mejor sitio para no perecer; habitan en noches que parecen eternas y la luna es el faro que alumbra los caminos que son recorridos a través de jornadas agotadoras.
Entre ráfagas de viento, cielo gris y nieve, los inuit recorren masas de hielo en busca del objetivo. No sufren. Los inuit que Jørn Riel presenta al lector son bromistas, ríen, miran al pasado sin nostalgia. La Palabra es fundamental en su cotidianidad: cuentan historias día a día para entretener a los otros y transmitir las enseñanzas de los antepasados.
En resumidas cuentas, Heq. La historia de los hombres que amaban el hielo habla de los que fuimos y los que somos. Es una obra profundamente humana que muestra la vida desde otra región de la Tierra.
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Jørn Riel, «el mago del hielo», vivió varios años en Groenlandia. Su obra le ha valido premios como el Prix Littérature Nordique 1998.
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Los inuit cuentan historias día a día para entretener a los otros y transmitir las enseñanzas de los antepasados.
La senda del perdedor
El sueño americano es esa ilusión que motiva a miles de seres en inimaginables rincones del mundo en busca de una vida mejor, de libertades, de abundancia, tal como se refleja en cualquier cantidad de películas producidas en Hollywood.
Sin embargo, la terca realidad echa por tierra ese idilio cuando se planta en la cara y aquel que tenía la ilusión se ve alcanzado y humillado por la vida real.
Mucho de ello hay en la obra que me permito recomendar esta semana: La senda del perdedor (Anagrama, 2013), del escritor norteamericano nacido en Alemania Charles Bukowski (1920-1994).
Este nombre es de sobra conocido en la literatura, a veces más por sus excesos que por sus libros. Sin embargo, año con año se reeditan sus obras y se venden de forma considerable en muchos países (incluido México).
No son un secreto los excesos de Bukowski: su adicción al alcohol y a las mujeres lo han colocado en un pedestal entre los jóvenes que se inician en el tortuoso camino de la literatura y, más de uno, trata de imitarlo.
Aun cuando no ha leído ninguna obra de este autor, el lector cuenta con mucha información acerca de él; llega al libro con ciertos prejuicios o comentarios que lo hacen abordar al escritor con expectativas elevadísimas, sin considerar siquiera la decepción.
La carga de prejuicios e información acerca de Bukowski es elevada: las librerías (grandes y pequeñas) cuentan con cualquier cantidad de títulos suyos, uno se topa con sus libros incluso en quioscos y resulta casi inevitable no sucumbir ante tantos mensajes.
La senda del perdedor fue publicada originalmente en el año de 1982. La novela es puñetazo. Hay quien considera que se trata de su obra cumbre. La historia es protagonizada por Henry Chinaski, el alter ego de Bukowski. Desde una visión honesta (el gran valor que poseen los mejores escritores), el autor narra las andanzas de Henry desde su infancia hasta su juventud.
En Bukowski la idea del sueño americano fabricada en Hollywood se va por el caño. La senda del perdedor está ambientada en Los Ángeles de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial. El personaje cuenta cómo se ve sujeto a humillaciones, a burlas de parte de ciertos estadounidenses.
A ello debe sumarle un ambiente familiar completamente adverso: su padre suele darles palizas a él y a su madre. Su padre finge que va a trabajar todos los días para que los vecinos no se den cuentan de que está en paro. Su padre siempre está furioso y descarga su ira en los otros.
Esta situación provoca que Chinaski busque hacerse de un camino para sobrevivir. A lo largo de la historia nos encontramos con personajes marginales, con la parte no conocida del país «más desarrollado del mundo», sus patios traseros y oficinas de desempleo; los bares donde convergen los otros, los que no tienen voz en una sociedad opresora como la de Estados Unidos; paseamos bajo los peligros de la noche e iniciamos el andar en esa senda del propio Bukowski, sin opción a volver los pasos.
El título en sí es ya una advertencia a lo que se topará el lector. Hay pasajes de la novela que resultan muy conmovedores. Por ejemplo, hay una escena de uno de esos bailes escolares que gozan de mucha popularidad entre los estadounidenses. Henry se ve imposibilitado a asistir a uno de esos eventos y la descripción que hace Bukowski se convierte en uno de los tantos episodios memorables del libro.
Aunque la novela es autobiográfica y se narran situaciones difíciles, Bukowski no cae en la autocompasión; por el contrario, se percibe la serenidad del autor, desengañado ya de todo e incrustado en una sociedad falsa e hipócrita a la que desenmascara mediante un lenguaje pausado, con destellos poéticos y, sobre todo, lleno de honestidad.
No sé si se trata de la mejor obra de Bukowski, pero La senda del perdedor resulta una novela que bien merece una oportunidad para conocer al Bukowski desde lo más transparente de su vida.
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Charles Bukowski es considerado el último escritor «maldito» de la literatura norteamericana.
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Varias obras de Bukowski han sido adaptadas al cine. En la imagen, un fotograma de Factótum.
Cuando ya no importe
Cuando se habla del boom latinoamericano, invariablemente brincan algunos nombres asociados a dicho movimiento: Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, entre otros.
Sin embargo, antes de ellos había ya escritores importantes, aunque menos reconocidos, pero que cimentaron las bases para consolidar una literatura en forma, con voz propia. Nombres como Roberto Arlt, Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti –por citar tres casos– no suelen figurar mucho entre los escritores más importantes de la región, aunque en el caso de Onetti existe un mayor conocimiento y estudio de su obra.
Si bien los primeros cuatro nombres citados fueron artífices para la «exportación» de las letras latinoamericanas hacia Europa, por allá de la década los sesenta, Onetti es considerado –según Vargas Llosa– el autor de la primera novela moderna de América Latina: El pozo (1939).
A partir de entonces se dedicó a escribir lo mismo cuentos que novelas y a construir un mundo propio, con personajes que aparecen no sólo en una obra, sino que se pasean por sus obras como entes capaces de moverse por sí mismos.
Nacido en Montevideo, Uruguay, en 1909, Onetti fue un fiel admirador de la obra del gigante estadounidense William Faulkner (1897-1962), quien creó el ya mítico pueblo imaginario Yoknapatawpha.
Bajo este tenor, Juan Carlos Onetti dio vida a la ciudad ficticia Santa María, a partir de su novela La vida breve (1950), que aparece en otras historias como El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964), creando así una trilogía, aunque la ciudad volvería a ser mencionada tres décadas más tarde.
En esta ocasión mi recomendación gira en torno a la obra de Onetti, pero particularmente me referiré a la última de sus novelas: Cuando ya no importe (Alfaguara, 1993).
Originalmente se llamaría La casona, pero la editora del uruguayo en Barcelona, Carmen Balcels, le sugirió cambiar el título. Llevaría ese nombre porque buena parte de la historia ocurre en una casa cercana a un río, perdida en el campo.
La novela es narrada por el protagonista de la misma, a manera de diario. Es un hombre que ha sido abandonado por su esposa, quien aguantó muchos años el hambre y la miseria junto a él. Desapegado de todo, decide viajar hacia un lugar donde vivirá muchos años y se desempeñará como contrabandista.
Se trata de un personaje desengañado, vapuleado a veces por los recuerdos pero que está dispuesto a recibir los embates de la soledad. En la novela desfilan algunos personajes, incluido el doctor Díaz Grey, de otras historias santamarianas, para entonces acabado, viejo. Ambos personajes se sumen en conversaciones prolongadas, de recuerdos, confesiones y en las que Onetti confirma su eterna nostalgia.
Cuando ya no importe es una especie de despedida de Onetti (murió un año después de su publicación), las remembranzas de los sitios donde vivió, la gente que conoció: un último paseo por los sitios que alguna vez florecieron, pero que en su última entrega deja entrever el deterioro, la decadencia.
La trama de la historia no es muy compleja, pero es una exquisitez del lenguaje, con diálogos profundos y una carga con alto contenido nostálgico, poético y del desengaño que trae el paso del tiempo. Es, sin duda, el último golpe maestro de uno de los escritores más importantes que nuestro continente legó al mundo en el siglo XX.
Es una novela de 205 páginas que se leen de forma fluida, pero con la calma que Onetti les imprime a las palabras. Está llena de frases nostálgicas, existencialistas, vitalistas incluso, al más puro estilo del uruguayo que, a mi juicio, no goza del reconocimiento que su obra debería tener.
Ahí queda la recomendación. Estoy cierto que les significará una novela que difícilmente olvidarán al cerrar el libro y, por el contrario, querrán volver a iniciar.
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En 1980, en medio de la indiferencia del gobierno –dictatorial– uruguayo, Juan Carlos Onetti fue galardonado con el Premio Cervantes, el más importante para los escritores en lengua española.
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Fotograma de Mal día para pescar (2009), del director Álvaro Brechner, cuya historia está basada en el cuento de Onetti «Jacob y el otro».
A todos nos falta algo
Cuando mencionamos Croacia, las referencias que tenemos de ese país en México son casi nulas o se reducen al futbol, ora porque hay jugadores de esa nacionalidad en los equipos más mediáticos del mundo o porque en el pasado Mundial, la de México enfrentó a esa selección, así como en la edición de 2002.
El mundo detrás de Dukla
Los grandes escritores se destacan por la capacidad inventiva de su imaginación, la riqueza de sus historias o el arte de su tratamiento. Una historia bien contada siempre resulta atractiva para todo tipo de lector.
Sin embargo, ¿qué ocurre cuando no hay historia, cuando ésta es casi invisible o cuando la trama apenas si se percibe en un cuento o una novela? De entrada, se corre el riesgo de ingresar a un libro del que se saldrá acaso muy pronto.
En 1999, Andrzej Stasiuk (Varsovia, 1960) obtuvo el premio al mejor prosista polaco por su novela El mundo detrás de Dukla (1997). En 2003, Acantilado lanzó la primera edición de dicha obra en español, con traducción de Elzbieta Bortkiewicz y Juan Carlos Vidal.
Ésta es una novela cuya historia no se centra en la trama. Es más, en las primeras líneas, el narrador advierte que «…no debe existir trama alguna en este relato, porque ninguna cosa debe ocultar otras cosas cuando nos encaminamos hacia la nada…».
El mundo detrás de Dukla comienza con el retorno del narrador a Dukla, ese lugar que lo vio crecer y donde tuvo las primeras impresiones de la vida. En su regreso cuenta el estatismo de los domingos por la tarde, la luz que cubre las horas y todo parece inmóvil, encerrado en una especie de tristeza que acecha ese día a las personas.
El personaje narra cada espacio; no deja resquicio sin ser descrito y cada paso se convierte en un poema en movimiento. El hombre vuelve al sitio después de varios años y encuentra apenas ligeros cambios, pero los espacios permanecen, cuentan lo que años antes no pudo percibir.
Sin duda, la mayor virtud del autor en esta novela es el lenguaje: un lirismo que atrapa al lector y lo lleva a Dukla, un pueblo situado al sur de Polonia, para conocer los rincones que el autor describe con una sensibilidad destacable.
La prosa de Andrzej Stasiuk encanta, convierte al libro en un remanso donde los ruidos del exterior no se escuchan y, en cambio, la inmovilidad de Dukla se planta ante los ojos del que lee y se sabe habitante de ese pueblo.
Hay pasajes de los primeros años del narrador. Destaca a sus abuelos, la vida de entonces, las costumbres, la capacidad de existir con la mera presencia. O la aparición de Wasyl Padwa, un peculiar habitante del pueblo que guarda dinero, pero no con buenos resultados.
El protagonista es Dukla, sus espacios, su gente, el lenguaje con el que están narradas las cosas… Stasiuk hace del pueblo un mundo, pero en cada rincón, cada resquicio, describe un microcosmos con una maestría y una sutileza únicas que nos colocan frente a frases escritas con seda.
El mundo detrás de Dukla es una novela de 191 páginas para beberse a sorbos, degustarla frase a frase y deleitarse con el destacado lirismo de Stasiuk. Es asimismo como si la luz se posara sobre los cuerpos, sobre los espacios, se infiltrara entre los resquicios: todo está cubierto a través de las descripciones. Es un libro, pues, para disfrutar con todos los sentidos.
Sueño con mujeres que ni fu ni fa
Hay autores a los que amas o los odias. Ya sea por el estilo o por los temas que abordan, existen escritores que resultan fascinantes a algunos lectores y sencillamente infumables para otros.
Esta semana recomiendo a uno de estos escritores: Samuel Beckett (193-1989). Influenciado en sus primeros años por James Joyce (1882-1941), el Nobel (1969) supo sacudirse la sombra de su connacional conforme pasaron los años.
El de Beckett no es un estilo fácil. Por el contrario, se requiere de paciencia para tomarle el gusto a la obra de uno de los escritores más originales que nos entregó el siglo XX.
Cuando tenía veintiséis años, el irlandés escribió su primera novela, pero no halló editor que se animara a publicarla. Se trata de Sueño con mujeres que ni fu ni fa (1992; Tusquets, 2011), la que el propio Beckett se negó a publicar cuando ya era Beckett.
Por deseo del propio escritor, dramaturgo y ensayista, la novela no vio la luz sino de manera póstuma, hacia 1992 (Beckett falleció en 1989), es decir unos sesenta años después de haberla escrito.
La obra comienza de esta forma: «He aquí a Belacqua, un niño rollizo que pedalea cada vez más veloz, con la boca entreabierta y las aletas de la nariz cada vez más hinchadas» (p. 11).
Belacqua es un joven poeta que deambula por calles de París, Dublín y Viena; no sabe qué es lo que busca, pero traslada su cuerpo de un lugar a otro como si en verdad tuviera algún objetivo. Éste es acaso el primer guiño beckettiano: el ser se conduce hacia el fracaso, no hay objetivo para perseguir. Y si lo haces, anda: date de frente contra el fracaso.
Sin embargo, Belacqua «está enamorado de cintura para arriba de una muchacha patosa que atendía por el nombre de Smeraldina-Rima» (p. 13).
Su encuentro es fortuito: la halló una noche en la que la fatiga hizo presa del poeta en ciernes. Es decir, el «amor» le brotó del cansancio, no fue concebido a la luz de la vitalidad.
Belacqua deambula, está satisfecho con su «feliz tristeza». Mujeres como Smeraldina-Rima, Syra-Cusa o Alba esperan algo de él, cualquier cosa, que él no entrega. Porque el muchacho aspira a habitar su interior, sus pensamientos; piensa en qué escribirá: es un artista adolescente –como el de Joyce– que va por la vida ebrio, enfermo o malhumorado.
Pese a ello, hay en la novela toques de humor e ironía que también son características del Beckett que escribirá años después, con un estilo consolidado y del que se apropió para sacudirse de las comparaciones que en determinado momento lo alcanzaron.
Sueño con mujeres que ni fu ni fa es una novela intensa, llena de citas que obligan al lector a echar ojo a las anotaciones –que están hacia las últimas páginas– y acaso a desesperarse. Sin embargo, ello no es pretexto para abandonar la lectura, pues Beckett, el primer Beckett, posee ya el talento para atrapar a quienes se sumergen en ese fascinante mundo de las palabras que construyó. Porque Beckett posee esa fuerza que provocan al lector a no soltar el libro, aun cuando desea hacerlo.
En la novela sí hay elementos que lo colocan como joyceano, pero el lector también se topa con los esbozos del futuro Premio Nobel, el explorador del lenguaje hasta los límites, el pesimista acerca de la condición humana.
El libro está dividido en cinco capítulos: «Uno», «Dos», «Und», «Tres» e «Y». Además hay un posfacio de los traductores titulado «El primero de todos los Beckett», en el que se advierte que Sueño con mujeres que ni fu ni fa no es precisamente la mejor forma para entrar a la obra de un escritor que, sí, se vuelve apasionante.
Es una novela escrita por un joven cuyo futuro es incierto, de un Beckett bajo el influjo de la tensión emocional que le sirvió para dar salida a todas esas emociones. Hay además acaso pasajes de la infancia del propio autor, sin que en sí la novela sea estrictamente autobiográfica.
El lector también descubrirá que el texto está lleno de neologismos. Es la primera obra del futuro autor genial que entregó Esperando a Godot, Fin de partida, El innombrable, Molloy, entre otras tantas obras maestras.
El cero y el infinito
Los sistemas totalitarios que fueron impuestos en el siglo XX provocaron dolorosas heridas a la humanidad: costaron millones de vidas y es la fecha en la que no han sido superados los traumas que dejaron esas pérdidas.
Uno de esos sistemas que derivó en totalitarismo tiene que ver con el comunismo. Pero no fueron los ideales en sí, sino las personas que se encargaron de administrar el estado de las cosas, las que deformaron una ideología cuyo fin no era el que actualmente es difundido y reproducido a través de propaganda anticomunista.
La recomendación de esta semana es a propósito de esa ideología y los encargados de imponer mecanismos de control y de destrucción moral: El cero y el infinito (1941; DeBolsillo, 2012), una novela monumental del autor húngaro Arthur Koestler (1905-1983).
Si bien se trata de una crítica a las prácticas que realizaban los administradores del sistema comunista, hay que decir que no es una crítica simplona, sin fundamento, sino que está asentada en un razonamiento profundo y tejida con inteligencia.
El cero y el infinito cuenta la historia de Nicolás Salmanovitch Rubachof, antiguo agente del Partido que un día es apresado y trasladado a una celda, de la que –estaba convencido– no saldría con vida.
Recluido en un espacio oscuro, nada acogedor, Rubachof repasa la vida en espera de ser juzgado por el Partido. El narrador, omnisciente, lleva al lector a episodios del pasado reciente que pudieran resultar clave para la captura del hombre y las posteriores acusaciones que pesan en su contra.
A veces mira a través de la ventana que hay en su celda: el patio, la tarde o la mañana y sus cielos teñidos de rojo o lilas. Por momentos, a la sensación de vacío se suma un insoportable dolor de muelas que le impide encontrar un poco de calma.
En cierto momento entabla una conversación con su vecino de celda, a través de golpes en clave que se traducen en palabras. De esta forma, el lector obtiene algo de información que de a poco va entretejiendo la crítica del autor hacia las prácticas de quienes se adueñaron del comunismo.
Rubachof sabe que deberá enfrentarse a interrogatorios, acompañados de métodos de tortura –física y psicológica– que derivarán en la aceptación de todos los cargos de los que son acusados los detenidos y un posterior juicio.
Una vez que inician los interrogatorios, el personaje se asombra de que la persona encargada de cuestionarlo es Ivanof, antiguo camarada y compañero del Partido con quien Rubachof compartió años de juventud e ideología.
La celda de Rubachof se convierte en escenario de diálogos que se prolongan por horas, durante las madrugadas. Se trata de uno de los recursos magistrales de Koestler que somete al lector a sofocos, a un cansancio tal cual lo experimenta el personaje central.
Así, los encuentros entre Rubachof e Ivanof representan el choque entre la ideología inicial del comunismo y en lo que derivó. Sin embargo, hay en ambos hombres puntos que aún les impiden llegar a odiarse.
Ante ello, la historia da un vuelco: Ivanof desaparece de escena y su lugar es tomado por Gletkin, que representa a la nueva generación que se apropió del comunismo con todas sus prácticas de aniquilación. Es un hombre-máquina incapaz de preguntarse si la ideología sigue su curso inicial o si se desvió hacia el precipicio del que no podrá volver.
El cero y el infinito es una obra inteligente, dotada de un profundo humanismo que antepone al individuo antes que a las organizaciones o ideologías que terminan por aplastar al ser humano. Aunado a los magistrales diálogos, hay en la novela un grado de tensión que sumerge al lector en un mundo de tinieblas donde se escuchan los latidos del corazón y cuyo silencio, que zumba los oídos, a veces es interrumpido por un disparo en medio de la noche.
Hacia el final de la historia, Koestler entrega al lector párrafos y párrafos conmovedores que no dejan indiferente, reflexiones de un hombre que se pregunta en qué momento un sistema en apariencia beneficioso para la sociedad puede convertirse en un régimen aniquilador. De alguna forma, Rubachof encarna la revolución que derivó en tragedia.
En la novela hay personajes que remueven las fibras y que por momentos obligan a cerrar el libro antes de romper en llanto. Es, pues, una obra que se sufre, pero que también se disfruta y agradece por la valentía del autor a no caer en la fácil propaganda anticomunista.
JORGE ARTURO HERNÁNDEZ
La edición de El cero y el infinito que lanzó DeBolsillo consta de 303 páginas. La traducción es de Eugenia Serrano Balanyà.
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Se dice que Arthur Koestler fue colaborador de la CIA durante la Guerra Fría.
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Arthur Koestler se quitó la vida el 1 de abril de 1983, junto con su esposa, Cynthia Jefferies.
De ratones y hombres
La injusticia social es un tema presente en la obra del escritor estadounidense John Steinbeck (1902-1968; Nobel, 1962): basta recordar Las uvas de la ira (1939), su novela más famosa, para comprobarlo. Se trata de un asunto que lo ocupó incluso en su faceta de periodista, al realizar trabajos de ese género acerca de las condiciones en las que vivían los jornaleros.
Esta semana la recomendación de este espacio gira en torno a Steinbeck: se trata de su novela De ratones y hombres (1937; Editorial Sudamericana, 1942, con traducción de Román A. Jiménez), también traducida como La fuerza bruta.
La historia está situada en California, en los años de la Gran Depresión que sumió a buena cantidad de estadounidenses en la miseria y que afianzó el poder de unos cuantos.
George Milton y Lennie Small se encuentran en un matorral, junto al río Salinas, en Soledad, California. Unas horas antes los dejó un camión a varios kilómetros de allí y se vieron en la necesidad de caminar.
El primero es un hombre de apariencia común. En cambio, Lennie es un tipo grandullón, acaso intimidante, pero con una discapacidad intelectual que los hace meterse en problemas de forma constante. Es un personaje que conmueve en cada palabra.
Ambos hombres van de rancho en rancho en busca de trabajo y hacerse de recursos para el futuro. Desde las primeras páginas, el lector se encuentra con dos soñadores que anhelan tener su propia tierra, una granja con conejos y otros animales: conmueve la forma en la que lo desean, en la que uno nombra las cosas, acaso desde el pesimismo, mientras que el otro lo sueña despierto y lo acecha la felicidad. El hecho de que George lo pronuncie parece calmar los impulsos de Lennie, quien se alborota cada vez que escucha a su compañero referirse a sus deseos.
Hay que decir que los hombres huyeron de otro sitio debido a que cierta conducta de Lennie provocó un escándalo que estuvo a punto de costarles la vida, pues pretendían lincharlos.
Ahora llegan a otro rancho, con unas horas de retraso. La instrucción para Lennie es clara: no debe hablar con nadie ni meterse en líos. Si hace esto último deberá ocultarse en ese matorral junto al río y esperar la llegada de George.
Al presentarse en el nuevo rancho poco a poco van conociendo a sus compañeros: desfilan el viejo Candy y su también vetusto perro; Crooks, un peón que está aislado debido a que es negro; Curley, el hijo del patrón, engreído y que está casado con una atractiva mujer que sueña con ir a Hollywood, causante de más de un problema.
En el rancho los hombres se divierten con algunos juegos; sus distracciones consisten en inventarse competencias, en esperar el fin de mes para ir al pueblo y gastarse el dinero en el burdel. De todo ello se van enterando George y Lennie.
El plan de ambos es reunir suficiente dinero para comprarles la granja a unos ancianos. Al entablar cierta amistad con Candy, éste se ofrece como socio: cuenta con cientos de dólares que puede invertir en el proyecto. George y Candy trabajarán, mientras que Lennie cuidará a los conejos…
Así se reparten los sueños. Luego Crooks, al enterarse, también se anima. Ofrece sus brazos para trabajar. Pero no siempre resulta como se planea.
La novela en sí es breve, se lee de un tirón. Steinbeck creó una obra con diálogos memorables. Sin embargo, pese a la aparente sencillez de la historia, hay cualquier cantidad de simbolismos. Destacan el racismo: el negro Crooks está segregado, no debe hablar con nadie ni nadie debe acercarse a él. La esposa de Curley es el símbolo del «mal» representado en la mujer, el origen de las tragedias. Candy es el hombre que aún aspira a soñar, pero está imposibilitado para trabajar. Curley, el hijo del patrón, el poderoso: soberbio, prepotente y dispuesto a manipular toda ley en contra de los pobres.
George y Lennie representan el espíritu de la amistad, pero también desempeñan el papel de los hombres que aspiran a materializar sus sueños, aunque siempre hay alguna traba que los devuelve a una realidad que no alcanza para vivir.
Aunado a lo anterior, no se sabe a ciencia cierta qué tipo de relación llevan ambos personajes; se desconoce el origen de su unión, qué los llevó a estar unidos en todo momento…
Nos encontramos ante la sociedad resumida en un pequeño grupo de individuos.
El final de la novela es de antología. Si el lector busca alguna historia inolvidable para este fin de año, De ratones y hombres no lo defraudará.
JORGE ARTURO HERNÁNDEZ
Edición de 1942 de la Editorial Sudamericana, traducida como La fuerza bruta.
TOMADA DE LA WEB
La obra de Steinbeck aún despierta polémica entre los sectores más conservadores de Estados Unidos.
El ajuste de cuentas
En medio del surrealismo político del mundo y su democracia simulada, apartarse para no sucumbir en ese torbellino conviene para la salud mental y prevenir males en el hígado. La lectura es una forma de apartarse.
Esta semana recomiendo a otro autor húngaro en la lista de escritores de ese país que ya he abordado en este espacio. Ahora toca el turno a Tibor Déry (Budapest, 1894-Ibíd., 1977), un hombre comprometido con las causas sociales que fue condenado a nueve años de prisión, en 1957, pero que en 1960 pudo salir gracias a una amnistía.
Ya en otra ocasión he elogiado la labor del Sergio Pitol traductor y su encomiable esfuerzo para ofrecer a los lectores en lengua hispana obras maestras de autores cuyas lenguas nos resultan completamente incomprensibles.
Pues bien, El ajuste de cuentas, de Tibor Déry, forma parte de la colección «Sergio Pitol Traductor» de la Dirección General de Publicaciones del otrora Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en coedición con la Universidad Veracruzana. La primera edición, en 2007, corrió a cargo de esa institución educativa, en tanto que la segunda, de 2011, fue en conjunto.
Se trata de un libro que contiene tres relatos –tres piezas maestras del género– ambientados en la convulsa década de los cincuenta de Hungría, que en 1956 desembocó en una revuelta.
En este sentido, debo mencionar que Tibor Déry nació en una familia burguesa, pero se afilió al Partido Comunista desde muy joven. Esa militancia lo obligó a exiliarse por varios años y su labor literaria comenzó en una revista llamada Hoy, en 1920.
El primer relato del libro es el que precisamente da título a la obra: «El ajuste de cuentas» (1961). Cuenta que cierta noche, antes del toque de queda, el estudiante Feri Kovács llega al apartamento de un profesor de medicina. Pero lleva una ametralladora. El anciano maestro sabe que si los descubren, ambos serán hombres muertos. Sin embargo, le quita el arma y obliga al estudiante a marcharse de ahí.
El viejo coloca el arma en un rincón y se convierte en una especie de fantasma que ronda sus pensamientos. Ante esta crisis decide abandonar su apartamento y huir hacia la frontera para dejar el país. No obstante, bajo una tormenta invernal, inicia una marcha cruda y agónica de la que probablemente no tendrá regreso. En ese andar se cuentan historias de los que lo acompañan. Es una marcha dramática, desgarradora, de desplazados que buscan abandonar un país convulso, bajo la tormenta de nieve.
El segundo relato, «Amor» (1956), es un canto a la libertad. El protagonista, B., recupera su libertad después de pasar varios años en prisión. No se sabe por qué fue encarcelado ni tampoco por qué lo liberaron: así de confuso es el ambiente político de esos años en aquel país.
- abandona la cárcel con la ropa arrugadísima que le es devuelta, las mismas prendas con las que llegó. Aborda un taxi y pide al chofer que lo lleve a Budapest. En el camino descubre que todo ha cambiado: nuevos edificios, se enamora de la belleza de las mujeres y experimenta cierta felicidad.
Al llegar a su casa, la encuentra sola. Se desespera de estar ahí, solo, y decide salir a la calle. Entonces descubre a la mujer, a su hijo –al cual no reconoce– y a cuatro niños que le son desconocidos. El reencuentro es la recuperación plena de la libertad.
El último relato, «Filemón y Baucis», es conmovedor de principio a fin. Es un matrimonio de ancianos. Él ha ahorrado cierta cantidad de dinero para comprar a su esposa una corneta que le permita escuchar y un ramo de rosas. Ambos están por celebrar el cumpleaños de la mujer, que casi ha perdido el oído y por ello el viejo debe repetirle las cosas de forma constante.
Cuando se disponían a cenar, de pronto, de la calle proviene el tableteo de las armas, los combates crecen. La vieja no se entera de los disparos. Sin embargo, sospecha de su marido, quien comienza a cerrar las puertas y ventanas y se desplaza en la estancia con movimientos torpes. Ella ni se imagina.
De pronto, llaman a la puerta. Varias veces. El hombre no quiere abrir, pero ante la insistencia, decide ver de qué se trata. Resulta que es un joven que acaba de ser herido y busca ayuda. La mujer recuerda a sus tres hijos muertos en la guerra y le pide al hombre que mejor lo lleve con sus vecinos para que ellos se hagan cargo.
Cuando Filemón regresa a casa, sufre una hemorragia nasal incontenible. Baucis decide ayudar a su marido; recupera el oído por amor y sale en busca de ayuda. Piensa llegar a casa del médico y entonces escucha el sonido de las balas. Antes de llegar con el doctor, es alcanzada por un proyectil. El esposo, un tanto recuperado, aguarda el quizá imposible retorno de su esposa, mientras asiste el parto de su perra, que está escondida en una alacena.
Los tres son relatos dignos de antologías. El libro puede conseguirse fácil. Y lo mejor: no es caro, pero sí muy valioso.
TOMADA DE LA WEB
Tibor Déry cayó en prisión por oponerse al realismo socialista en su obra.
TOMADA DE LA WEB
Sergio Pitol sostiene un ejemplar de El ajuste de cuentas, que él tradujo.
La calma
Un buen libro siempre queda ahí, en el imaginario del lector. Así pasen semanas, meses e incluso años, la historia rondará por la cabeza y taladrará la memoria, hasta brotar como un recuerdo que es parido en lo más íntimo de los pensamientos. Así me ocurre con la recomendación que haré esta semana.
La calma (2001; Acantilado, 2003, con traducción de Adan Kovacsics) es una novela del autor Attila Bartis (1968). Como tantas otras personas, es un húngaro que nació en territorio rumano. Desde 1984 reside en Budapest.
El título evoca quietud, tranquilidad… Sin embargo, al sumergirse en las páginas, encontramos situaciones y vidas que alejan al lector de la calma y lo llevan por derroteros diametralmente opuestos.
El protagonista –anónimo– es también el narrador de la historia: un escritor que vive inmerso en un mundo controlado por su madre, actriz otrora famosa pero venida a menos, atrapada en la locura y en la soledad.
La vida del escritor es manipulada por la mujer. Viven entre el recuerdo de Judit, la hermana ausente del protagonista cuyas cartas mantienen de alguna forma la esperanza de la madre. Pero ésta ignora que la última carta real de su hija fue escrita años atrás: ahora, las epístolas que recibe son escritas por su hijo, quien las redacta con la mano izquierda para que la caligrafía se parezca a la de Judit.
La convivencia entre madre e hijo resulta insoportable, llena de reprimendas e insultos. Así existe uno junto al otro, en una Budapest que vive la última etapa del comunismo, donde todo parece gris, cenizo, de gritos contenidos, pero hay movimiento.
El protagonista sostiene una relación amorosa con Eszter, una chica con la que suele pelear con frecuencia. De esta forma, tal parece que en La calma ésta no existe; por lo contrario, «la violencia parece ser un camino de purificación, se nos muestra como una confesión de seres solitarios y perversos, a medio camino entre la locura más desenfrenada y la tendencia a la normalidad», reza en la contracubierta del libro.
En la historia aparecen pocos personajes, pero todos son presa de una soledad brutal que los recluye en un ensimismamiento que estalla con lapsos de violencia. No parece existir paz en el interior de nadie y si aún cohabitan, es porque parece ser que no se han dado cuenta de que están vivos. Sí. La vida es una monotonía destructiva, cargada de una presión autoimpuesta.
No obstante el profundo pesimismo que destila en las páginas de esta novela, Attila Bartis –al igual que Camus– deja abierta la posibilidad de hallar en el lodazal que es la vida, un hueco por el que brote la esperanza.
La obra está narrada con maestría, compuesta de parrafadas que dan respiro al lector con espacios en blanco. El estilo es directo y fluido, de una prosa intensa. Se trata de una muestra de la nueva literatura de esa Europa acaso desconocida, lejos de los libros que se ofertan en librerías y que no parecen tener vida más que la que les otorga la mesa de novedades, durante dos o tres meses.
El autor de La calma se muestra como una voz potente de las letras europeas contemporáneas, lejos de los reflectores, pero cerca del arte de hacer literatura.
Es una obra que algo dejará en el lector que se anime a enfrentarse a sus páginas.
TOMADA DE LA WEB
Además de escritor, Attila Bartis también es fotógrafo.
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Acantilado también publicó su primera novela, El paseo, que fue publicada originalmente en 1995.
Brindis por un fracaso
Jamás probar. Jamás fracasar. Da igual.
Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.
Samuel Beckett, Rumbo a peor
El fracaso es algo con lo que difícilmente nos queremos encontrar en nuestra vida. Sin embargo, siempre es una posibilidad. Una posibilidad que permite reencauzar nuestra vida o no dar más pasos para no volver a encontrarnos con su horrible rostro.
¿Qué hacer cuando se sabe que el fracaso llegará, pero, pese a ello, se sigue el camino anunciado? Nuestro país es experto en fracasos: el futbol, deporte nacional, nos baña de derrota –incluso si no somos aficionados a dicho deporte– de forma constante. Aun cuando ronda nuestra vida de forma cotidiana, el fracaso asusta y es preferible no intentar para no lidiar con él.
Este tema está tratado de una forma magistral en un libro muy breve que me permito recomendar esta semana: Brindis por un fracaso (Aldus/Conaculta, 2006), del mexicano David Toscana (1961), uno de los mejores escritores de nuestro país.
Hace unos meses recomendé El ejército iluminado, una novela del propio Toscana. Lo leí por vez primera gracias a la recomendación que un gran amigo me hizo. La primera impresión fue muy grata; ahora, tras leer Brindis por un fracaso, mi entusiasmo aumentó en relación con este autor.
Este segundo libro es muy breve (85 páginas), contiene seis cuentos que, como lo indica el título, están impregnados de fracaso; sus personajes se mueven en la frontera de la derrota y del fracaso. Aun con el consabido final, deciden adentrarse en las situaciones, conscientes de que el resultado siempre será el mismo.
El primer cuento, «El cacomixtle», transcurre en la cantina «Lontananza», el sitio donde confluye la derrota de los personajes que habitan el libro y la misma ciudad, acaso en la periferia de Monterrey. Dicha cantina aparece en cuatro de los seis relatos y tal parece que es justo allí donde se han de efectuar todos los brindis por un fracaso.
El barman del «Lontananza», Odilón, es el testigo de la vida de los habitantes del pueblo. En este cuento, un cliente desconocido llama su atención: lleva varios minutos viendo una fotografía, en silencio, ante una mesa.
Odilón siente curiosidad por saber quién es, qué lo llevó a la cantina. Se inventa historias mentales, pero desea saber por voz propia del hombre qué ocurre con él. De ahí que repase mentalmente su manual del barman, las lecciones de su padre, con tal de acercarse y entablar un diálogo con el extraño. Pero todo es en vano.
Luego sigue «La brocha gorda», nombre de un negocio de pinturas que no es tal. El dueño, Rubén, es un hombre endeudado que sabe que su suerte no cambiará, pero a pesar de ello espera que algo positivo suceda en su vida.
Su ayudante, Mundo, no ha cobrado su sueldo en dos meses. Pero se mantiene junto a Rubén: ambos saben que la vida acaso no puede ofrecerles nada peor y deciden compartir la derrota. Juegan a las biografías: al ver a una persona, cada uno se inventa su vida.
Rubén va por la vida consciente de su fracaso; espera, pese a que está convencido de que nada bueno vendrá. Sabe que la pintura que vende es mala, que nadie la compra. Cuando está a punto de realizar una venta en quién sabe cuánto tiempo, no tiene nada para ofrecer salvo las penumbras de la bodega. También él va a parar al «Lontananza» para depositar allí su frustración.
El tercer relato es «El nuevo». Víctor está ante la mesa, frente a un plato de huevos con papa, en tanto que su esposa ronda alrededor. Una inquietud no lo deja en paz: hay un joven nuevo en la fábrica de fibras químicas donde trabaja desde hace veinte años.
De dientes para afuera escupe contra el muchacho, ante la mirada de su pareja. Sin embargo, por dentro es devorado por la incertidumbre: el nuevo es una amenaza en contra de Víctor y su trabajo, contra la rutina en la que está sumergido desde hace tiempo.
La mujer tiende un obsequio a Víctor, quien se sorprende. Se trata de unas cartas de póquer que no entusiasman al hombre. Éste, con la inquietud encima, decide ir a la fábrica, en medio de la noche. Lleva consigo las cartas: la suerte de su vida dependerá de su buena mano con los naipes.
Trata de convencerse de que todo estará bien, de que el nuevo no lo desplazará. Se dice que así será, pero incluso su esposa lo sabe: «–El nuevo me va a brincar […] // –Ya lo sé, Víctor, y no hay nada que podamos hacer» (p. 49).
«Verónica» es el cuarto cuento. Tres amigos se embarcan en un viaje a bordo de un Camaro con placas de Texas al pueblo donde creció uno de ellos, Amílcar. Él, Felipe y el narrador de la historia van con la firme intención de conseguir mujeres en la plaza.
Sin embargo, el entusiasmo se pierde muy pronto: las calles están vacías, nada queda del pueblo que Amílcar platicaba. Mientras pasa por sitios, la memoria juega muy bien su papel: el conductor recuerda el sitio donde nació, los lugares de su infancia, mientras sus amigos están deseosos de marcharse de ese sitio.
Ante el fracaso de encontrar muchachas se dirigen al «Lontananza», el sitio donde se tomó la primera cerveza de su vida. El barman ya no es Odilón, sino otro hombre que se alegra de ver clientes. Se esmera en atenderlos, a cada momento los llama «caballeros».
Ellos, los amigos, recuerdan a Verónica, una mujer objeto del deseo de muchos durante otros años. De pronto les sirven crepas, preparadas por la esposa del barman: una mujer de piel blanca con mirada viva, pero triste. Su bello rostro atrapa la mirada del narrador, quien quiere acercarse a ella. No obstante, al final de la historia todo desemboca en el más absoluto desencanto.
El quinto texto, «El error de la memoria», cuenta la historia de un funcionario público hundido en la mediocridad, condenado a recibir órdenes de políticos durante toda su vida. Hastiado de sí y del sistema, va por allí, en busca de obtener mejores ganancias, de acercarse a políticos «grandes» que le hagan cambiar su suerte.
Está asqueado de su entorno, pero no puede separarse de él. Sigue las reglas, obedece a sus superiores y sabe que nada cambiará en la sociedad, que siempre habrá despojo: «…este es un país católico, al que tiene se le dará más y al que no tiene, aún eso se le quitará».
El hombre sabe que incluso el presidente –cualquiera– siempre será un imbécil. Sus monólogos interiores están llenos de fracaso, se sabe uno más en la inagotable lista de perdedores. Sin embargo, el saludo al presidente, un simple saludo de mano le puede cambiar la vida…
El último cuento, «Princesas y luchadores», cuenta la historia de Robledo, quien invitó a su casa a Nacho y a Toscana en Nochevieja.
Entre tequila y charla, Nacho y Toscana asisten al espectáculo de la decadencia de Robledo. Su amigo está sin empleo desde hace tiempo, pero aun así los invitó para departir con ellos un brindis, algo, acaso como despedida.
Empapado en tequila, Robledo les pide que aguarden y abandona la sala. De pronto reaparece vestido de Santa Claus, ante la incredulidad de sus invitados, quienes quisieran arrancarle ese disfraz.
Robledo les dice que irá a un hospicio cercano a entregar juguetes: princesas y luchadores sin movimiento, de una pieza, que guarda en la bolsa que carga.
Los visitantes se marchan para recibir la Navidad con sus respectivas familias, en tanto que Robledo se queda solo, en la calle, dispuesto a ir a la supuesta velada con niños huérfanos.
Pasadas unas horas, su esposa llama a Toscana y a Nacho para preguntarles si han sabido algo de Robledo. Ambos mienten: niegan haber estado con él. Pero al paso del tiempo, con la ausencia del hombre, los amigos deciden ir a buscarlo.
En el hospicio le dicen que Santa Claus no llegó, que los niños lo esperaban con ansias. Al reanudar la búsqueda, acaso ambos sospechan que Robledo no aparecerá nunca: su vida estaba regida por el fracaso.
Cada cuento de Brindis por un fracaso se lee con fluidez. El lector no queda exento de angustia, no sale ileso de sus páginas. Cada una de las historias parece ser la realidad de millones de mexicanos cuya esperanza simula estar intacta, pero en el fondo está completamente rota.
David Toscana es uno de los mejores escritores mexicanos de la actualidad.
En este espacio también ya se ha reseñado la novela El ejército iluminado.
Sin lengua
Hablar de literatura rusa es adentrarse en un mundo fascinante. La aportación de Rusia a la cultura universal es invaluable, no sólo por sus enormes escritores, sino en el arte en general.
En el apartado «El siglo de oro de la narrativa rusa» del libro De la realidad a la literatura (Ariel, 2002), Sergio Pitol señala: «Quizás sea Rusia el único país en el que la novela nace ya con obras maestras» (p. 27).
Cuando se piensa en ello, invariablemente surgen autores clásicos como Dostoyevski, Gógol, Tolstói, Chejov, Pushkin, por citar algunos ejemplos. No obstante, hay otros menos conocidos pero cuya calidad no está a discusión: Leonid Andréyev, Izraíl Métter, Vasili Grossman, Andréi Platónov o Vladímir Korolenko, herederos de una tradición incomparable que legó al mundo obras inmortales en los géneros de novela y cuento (también en poesía, pero ése es otro tema).
Algunos de estos autores galoparon entre los siglos XIX y XX, es decir, la transición entre el siglo de oro y el de plata de la literatura rusa, tan vasta y apasionante –quizás– como ninguna otra. En este sentido gira la recomendación de esta semana, precisamente para conocer a otro autor de los que permanecen acaso ocultos, a la sombra de los gigantes mencionados líneas arriba.
Me refiero a Vladímir Korolenko (1853-1921), considerado un discípulo de Turguénev y maestro de Gorki, y su novela Sin lengua (Barataria, 2011; traducción de Luis Abollado Vargas).
Korolenko escribió esta obra en 1895, tras haber realizado un viaje a la Exposición de Chicago de 1893. Esa experiencia lo marcó en el sentido de que el viaje le permitió conocer la miseria en la que vivían los campesinos rusos en Estados Unidos. A raíz de tales impresiones se decidió a escribir la novela.
La historia inicia en una aldea ucraniana, de donde son originarios los personajes principales, Matvéi e Iván. La hermana del primero recibe una carta de su esposo a través de la que la llama a viajar a su lado, en Estados Unidos. No obstante, Matvéi rechaza la idea de que viaje sola y por ello decide acompañarla, junto con Iván.
Los problemas comienzan en el momento de abordar el barco, puesto que los hombres no cuentan con el billete para embarcarse, por lo que la joven se va sola. Sin embargo, es en la siguiente salida cuando ambos parten hacia «el país de la libertad».
Korolenko es un autor espléndido; sabe mezclar toques de humor con escenas de tristeza. Así, en el viaje, el lector descubre poco a poco la capacidad del escritor para contar la historia.
Entre los mareos y el mal humor de Iván y las reflexiones de Matvéi, el viaje transcurre sin contratiempos. Pero ocurre que un hombre muere a bordo y su hija, única acompañante, debe enfrentarse al mundo sola. Anna, la chica, es abordada por Matvéi cuando éste se percata de que la joven parece tener pánico ante la multitud y lo incierto del futuro.
Después de días en el mar, a lo lejos observan la figura de una mujer con una antorcha encendida en lo alto. Hay gritos, felicidad, lágrimas entre los viajeros. Pero Anna parece ser presa del miedo a la inmensidad, sola en el mundo.
Pasada la emoción de la llegada, Matvéi convence a Anna para que lo acompañe. Junto con Iván, consiguen alojarse en la casa de un judío ruso que vive de ese negocio. El traslado del puerto a la vivienda cuenta con algunas escenas y diálogos cómicos, ante las reacciones de los aldeanos que recorren las calles de Nueva York.
No obstante, también se desvela una crítica a la sociedad estadounidense, que ya a finales del siglo XIX daba muestras de su deshumanización, particularmente la neoyorquina: seres preparados para aplastar al otro con tal de alcanzar un objetivo; hombres y mujeres a la caza de infortunados a los que puede explotar a cambio de miserables sueldos; personas sin más intereses que el espectáculo…
Con el paso de los días, Anna es instalada en la casa de una anciana rusa que la recibe como empleada doméstica a cambio de poca paga; Iván, por su parte, muy pronto se deja seducir por la sociedad de Nueva York, a tal grado que comienza a avergonzarse un poco de sus raíces y a interesarse por la «cultura» yanqui.
Matvéi, un gigante barbado de ojos azules que calza botas enormes, es el único que siente tristeza por lo que vive ahora. Hay momentos en los que lo invade la nostalgia y se ve en medio de un mar de gente que no lo entiende: ello lo convierte en un hombre «sin lengua».
Debido a que se pierde en la ciudad, Matvéi se ve involucrado en una serie de sucesos que van de lo cómico a lo trágico. Uno de los hechos que marca su futuro es un mitin de obreros que termina en una riña monumental donde el buen Matvéi muele a golpes a un policía luego de que éste lo golpea en la cabeza con la porra.
A raíz de ese suceso, los periódicos se refieren al extranjero como «el salvaje» o «una amenaza a la civilización»… Pero nadie comprende lo que el ruso siente y es juzgado únicamente por su aspecto: resulta inverosímil que un hombre de su tamaño pueda ser bondadoso, como un niño.
Debido a que es buscado, algunos obreros lo apoyan y viaja a otra ciudad, no sin antes rondar por una Nueva York ajena y hostil.
Matvéi representa la nostalgia por la patria donde se creció, en tanto que Iván es el desapegado que pronto olvida sus raíces. Korolenko consigue entregar una historia enternecedora, en partes cómica y en otras el lector siente indignación por el trato que dan a Matvéi, un personaje inolvidable que hace de Sin lengua una novela digna de la gran literatura rusa.
Palomar
La literatura italiana es una de las más sólidas en todo el mundo. Nombres como los de Dante y Virgilio se erigen como cimas en las letras universales. Pero no nada más en literatura: Italia ha legado a la humanidad creadores inmortales de música, escultura y pintura, por ejemplo.
Nombres como los de Antonio Tabucchi, Grazia Deledda, Alessandro Baricco, Antonio Moravia, Luigi Pirandello, Salvatore Quasimodo, Cesare Pavese e Italo Calvino dan cuenta de la grandeza de la literatura que se ha creado en Italia durante los recientes cien años. Y es justamente una obra del último la que me permito recomendar esta semana.
Hay que mencionar que Italo Calvino nació en Santiago de las Vegas, Cuba, en 1923. Allí trabajaba su padre, un italiano agrónomo que regresó a su país en 1925, junto con su familia.
Calvino cultivó los géneros de cuento, novela y ensayo, principalmente. Todos con mucho éxito, dado que además de ser un enorme escritor, fue un importante intelectual que puso en el centro de la atención temas como la educación, los clásicos o el aborto (leer carta de Calvino a Claudio Magris acerca de este último tema).
Mucha de la ficción del autor se centra en la cotidianidad. Por ejemplo, me referiré a Palomar (2001, Siruela; traducción de Aurora Bernárdez), una novela cuyo protagonista es un hombre entrañable.
El señor Palomar es un individuo que gusta de partir de un elemento externo para hacer de éste un microcosmos internalizado que lo lleva a reflexionar durante lapsos prolongados.
Así, durante sus vacaciones en la playa siente la necesidad de observar el nacimiento de una ola, pero no ver la forma del agua y la espuma nada más. «En una palabra, no se puede observar una ola sin tener en cuenta los aspectos complejos que concurren a formarla y los otros igualmente complejos que provoca» (p. 20).
Palomar es primordialmente un observador (en la nota preliminar, Calvino señala que el nombre lo tomó de Mount Palomar, el observatorio astronómico de California); el más mínimo detalle es para él motivo para interiorizar.
Durante un recorrido por la playa, el señor Palomar se encuentra a una mujer tendida en la arena, con los senos descubiertos. Al pasar a su lado, mira los pechos, pero pronto considera que la joven pudo haberse sentido ofendida. Ante ello, Palomar trata de integrar los senos en un todo, en el paisaje mismo para no violentar la intimidad de la bañista. Luego vuelve a pasar con el fin de conseguir la integración del paisaje.
Sin embargo, no queda satisfecho con ese segundo intento y decide volver al sitio donde está la muchacha. Entre reflexiones acerca de los senos, Palomar observa que la muchacha se levanta de golpe al notar que la rondaba. Se va molesta. «El peso muerto de una tradición de prejuicios impide apreciar en su justo mérito las intenciones más esclarecidas, concluye amargamente Palomar» (p. 25) al resignarse a la partida de la chica.
La novela está dividida en varias partes. El lector acompaña a Palomar en sus vacaciones, conoce sus impresiones de cada detalle. Luego asiste al jardín del protagonista, donde se entera de que el césped es un universo muy complejo del que se puede admirar hasta la punta de cada planta. Somos testigos del amor de dos tortugas que se entregan ante la mirada esquiva del señor Palomar. También conocemos a la señora Palomar.
Con el hombre miramos los planetas y reparamos en la materia de la que están formados; somos invitados de primera fila al espectáculo de las estrellas; toleramos la invasión de los estorninos; acudimos de compras al supermercado e incluso lo acompañamos a Tula, Hidalgo, a contemplar las esculturas prehispánicas y a admirar la cultura del México antiguo.
Palomar es un libro entrañable, sin duda. La trama pasa a segundo término: importan los universos y el lenguaje. Porque en esta obra, Calvino da muestra de su capacidad poética para contar historias y crear un personaje inolvidable como lo es el señor Palomar.
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Italo Calvino es uno de los mejores y más entrañables autores del siglo XX.
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El barón rampante y Las ciudades invisibles son dos de las grandes obras de Calvino.
El vampiro de almas
La literatura latinoamericana goza de un amplio público que ha sabido valorarla, no sólo en esta región del mundo, sino en otros continentes. Nombres como Gabriel García Márquez, Pablo Neruda, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes –entre muchos otros– son escritores en lengua española conocidos gracias a la calidad de su obra. Sin embargo, la literatura brasileña es muy rica, pero suele pasar un tanto desapercibida, acaso por su lengua, el portugués, o quizá porque los propios brasileños no se sienten parte de Latinoamérica.
Brasil ha legado al mundo escritores de altísimo nivel y cuya riqueza de lenguaje convierte las obras en puro goce. Autores como Joaquim Maria Machado de Assis (1839-1908), Jorge Amado (1912-2001), João Guimarães Rosa (1908-1967), Clarice Lispector (1920-1977), Nélida Piñón (1937), Rubem Fonseca (1925-2020) o Dalton Trevisan (1925) son escritores con una vasta obra digna de ser leída.
En el caso de este último, es creador vivo que en realidad no goza de popularidad, pero existen algunas traducciones como para acercarse y comprobar la calidad de su obra.
En esta ocasión me voy a referir precisamente a Dalton Trevisan para la recomendación de la semana que inicia. En 1999, la Dirección General de Publicaciones del ya desaparecido Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (DGP-Conaculta) publicó El vampiro de almas, una antología de cuentos de Trevisan con traducción, selección y prólogo de Regina Crespo y Rodolfo Mata.
Este autor es considerado un maestro del relato breve y el libro en mención es una muestra de ello. La edición consta de 140 páginas, en las que están distribuidos 28 relatos y una selección de textos brevísimos –no rebasan media página– que dejan entrever la alta calidad narrativa del brasileño.
La temática de los relatos varía; sin embargo, el autor muestra el «alma» brasileña, el carácter de un país a veces incomprendido y aislado de Latinoamérica por la lengua.
Uno de los primeros relatos del libro se llama «Cementerio de elefantes», en el que el lector se encontrará con un texto que cuenta cómo viven los que en México conocemos como teporochos. Trevisan menciona sus bebidas, sus andares, su desenlace de una forma admirable.
«Caso de divorcio» es protagonizado por un hombre que se entrevista con un abogado. A través de diálogos muy logrados, nos enteramos de que el viejo busca divorciarse de su esposa y cuenta al profesionista la que considera que es la causa para que se dé la separación. Es un texto cargado de humor.
En «El vampiro de Curitiba» nos encontramos con un relato narrado con lenguaje de favela, directo; un hombre describe a algunas mujeres que se topa en la calle, las ama, las toma, las posee… Es un flujo de impresiones con un tono acelerado, pero al tiempo directo y de una honestidad que hacen de éste, uno de los textos más emotivos del libro.
«Visita a la maestra» es el relato más extenso de todos –diez páginas–, en el que se cuenta la historia de un joven que acude a visitar a su maestra de la infancia. Es un encuentro emotivo y triste (Trevisan es un narrador que te lleva de la alegría a la tristeza en la misma línea). Entre remembranzas se les va la tarde. Salen a cenar. Regresan. Luego, Trevisan sorprende.
«Lamentaciones de Curitiba» es pura poesía. A través de tres páginas, el autor recorre sitios de esa ciudad mediante frases y frases cargadas de nostalgia y poesía. Una brillante muestra de la capacidad del escritor.
En «He ahí la primavera» se da cuenta de las últimas semanas de un anciano enfermo, su deseo de morir en primavera. Se cumple, sí, pero hay antes de ello una pequeña historia que nos regala Dalton.
Así, el lector se encuentra uno y otro relato. Hay prostitutas, hombres celosos, mujeres sumisas, individuos ingenuos… Pero también hay lugar para la perturbación: en «Míster Curitiba» nos enfrentamos a uno de los textos más difíciles. Difícil no por el estilo, sino por la historia que se cuenta: se trata de un encuentro sexual que provoca inquietud a la hora de leerlo.
Este libro es una muestra de la fuerza y emotividad de la literatura brasileña: sensual, directa, conmovedora… Es una antología que merece un espacio en las bibliotecas personales.
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Dalton Trevisan es considerado uno de los cuentistas brasileños más importantes. Pese a ello, no suele conceder entrevistas a medios de comunicación.
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Novelas nada ejemplares (Monte Ávila) es otro de los escasos libros de Trevisan que se han editado en español. Algunos de los textos de esta obra aparecen precisamente en El vampiro de almas.
Bartleby, el escribiente
Herman Melville (1819-1891) es una de las figuras más representativas de la literatura estadounidense de todos los tiempos, pese a que en vida no gozó de la fama con la que cuenta ahora. Sin duda, su nombre está asociado a la más célebre de sus novelas, Moby Dick, publicada en 1851 y que hoy en día es una obra conocida mundialmente.
Sin embargo, hay otro texto de Melville que ha crecido en reconocimiento y le ha valido la admiración de escritores de la talla de Albert Camus, Jorge Luis Borges o Enrique Vila-Matas, por nombrar tres ejemplos.
La obra en mención es Bartleby, el escribiente (Plaza & Janés, 1999). Publicado originalmente en 1853, de forma anónima, en la revista Putnam’s Magazine, se trata de un relato inquietante que, en la actualidad, es considerado una obra maestra del género.
La historia se desarrolla en una oficina de Wall Street, en Nueva York. El narrador es un abogado en retiro que tiene tres empleados –dos copistas y un recadero–: Turkey («Pavo»), Nippers («Pinzas») y Ginger Nuts («Bizcocho de Jengibre»), pero ya le resultan insuficientes para desarrollar las labores de la oficina, por lo que pone un anuncio para contratar a un escribiente más.
Así, aparece Bartleby, un hombre de figura «pálidamente pulcra, lamentablemente respetable, incurablemente respetable» que cumple con eficiencia las labores que le son encomendadas, desde su puesto, ubicado junto a una ventana.
No obstante, la percepción del abogado cambia cuando le solicita a Bartleby realizar una actividad diversa: analizar un documento entre los dos. Por respuesta, el trabajador dice: «Preferiría no hacerlo». Nada más.
A partir de entonces, el abogado (cuyo nombre se desconoce) es presa de la inquietud, de pensamientos que intentan analizar qué clase de persona es Bartleby. Porque éste continúa sus labores de forma eficiente, pero cada vez que el abogado le solicita algún trabajo que no sea el de escribiente, el protagonista se limita a su habitual respuesta. Les pide su opinión al respecto a los otros empleados, mientras trata de descifrar al extraño trabajador que le contesta «Preferiría no hacerlo» constantemente y del que descubre que nunca se retira de la oficina y ha hecho de ésta, su casa.
Después, el hombre termina por dejar de escribir. Agotada su paciencia, el abogado decide despedir a Bartleby, pero él rehúsa abandonar la oficina.
Decidido a no echarlo por la fuerza, el abogado opta por mudar su oficina, pero los nuevos inquilinos le reclaman la presencia del hombre extraño que no hace nada, que se limita a responder la misma frase todo el tiempo.
Después llega el desenlace para Bartleby, el final de su historia con un epílogo en el que el abogado trata de descubrir el origen del comportamiento de ese hombre; averigua sobre el anterior empleo del hombre e intenta asociarlo con su forma de ser.
Bartleby, el escribiente es considerado precursor del existencialismo y del absurdo (mediante una carta, Camus manifestó ser influido por Melville). De una forma muy original, anticipa el vacío existencial del que hoy en día es presa el individuo en una ciudad como Nueva York, entregada al amor por los dólares y desentendida de los hombres.
Además, existe una traducción de Jorge Luis Borges, de la que se ha dicho que el argentino le imprimió algo propio para romper con el estilo del siglo XIX y hacer del relato, algo más atractivo.
De la obra se han realizado diversas adaptaciones para el cine y la televisión.
A través de 115 páginas (varía el número, según la edición), el libro se lee de un tirón y crea una mezcla de desencanto, tristeza y una forma de agotamiento emocional. El lector se enfrenta a una obra conmovedora de principio a fin que puso en alerta al hombre que veía en el desarrollo una forma para acceder a la felicidad: Bartleby lanza un escupitajo en la cara.
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Desde muy joven, Herman Melville realizó viajes en barco que le significaron diversas aventuras que plasmó en su obra.
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En 1970 apareció una cinta basada en el texto de Melville y en la que Bartleby fue encarnado por el británico John McEnery.
Diez años sin Juan Hernández Luna
El género negro y policiaco es considerado «literatura menor» por académicos e incluso por propios escritores. Sin embargo, autores de la talla de Dashiell Hammett, Jim Thompson, Raymond Chandler, Horace McCoy, entre muchos otros, han contribuido a que la novela policiaca goce de un nutrido público y adaptaciones cinematográficas la han llevado más allá de las páginas.
En México se tiene la costumbre de considerar que la literatura debe ser solemne y aquellos autores que rompen con ese molde son tachados de «escritores menores» e incluso son relegados del panorama literario. Hoy me referiré a un autor que forma parte de esos autores olvidados, pese a que cultivó la novela de buena forma y aportó su granito de arena para que la literatura mexicana sea reconocida a nivel internacional, en este caso, en la novela negra.
La repentina muerte del escritor Juan Hernández Luna (Ciudad de México, 1962-Ibídem, 2010), a causa de un padecimiento renal, sorprendió a sus amigos y a sus lectores, el 8 de julio de 2010, cuando el novelista y guionista tenía 47 años de edad.
Hernández Luna creció en Ciudad Nezahualcóyotl, en condiciones adversas. Esta circunstancia le permitió identificar los problemas que se viven de forma cotidiana en las zonas marginales. Dicha situación derivó en un conocimiento de los bajos fondos, que a la postre se vio reflejado en su obra.
El estilo de este autor se caracteriza por el sentido del humor: el lector puede ir del asombro a la carcajada en una misma página. Aunado a ello, la pluma de Juan, conocido como el Cuervo, también cuenta con una carga poética que hacen de sus novelas, refugios placenteros.
Un ejemplo de este humor se encuentra en Quizás otros labios, que cuenta la historia de un antropólogo convertido en taxista y que se ve involucrado en crímenes y enredos con una alta carga de buen humor, cuya trama transcurre en la ciudad de Puebla.
Yodo relata la historia de una mujer que adivina el futuro y durante algunos años ha conseguido amasar una buena fortuna. Esta persona tiene un hijo que se convierte en asesino serial: al creer que los clientes de su madre quieren despojarla de su dinero, se dispone a acabar con la vida de estas personas. Es una obra que se lee de un tirón, por el lenguaje y la historia en sí misma.
Juan Hernández Luna obtuvo el Premio Hammett de Novela Negra en dos ocasiones: en 1997 por Tabaco para el puma y en 2007 por Cadáver de ciudad. Esta última es un ejemplo de que en el género negro se pueden encontrar novelas complejas, con calidad superior incluso a varias consideradas como «literatura mayor».
También de corte policiaco escribió Naufragios y Tijuana dream. Se salió del género con Me gustas por guarra, amor y Las mentiras de la luz. La segunda aborda los problemas y las fantasías de un hombre que se quiere convertir en escritor, en un gran escritor. Vive solo, en un departamento con goteras; su vida personal es un desastre y se ve obligado a deshacerse de los mejores libros de su colección para obtener dinero y sobrevivir. La vida va pasando y el hombre sobrelleva los días imaginando un buen inicio de la novela que quiere escribir y que lo saque del anonimato en el que vive.
Narrada con un tono nostálgico y en primera persona, Las mentiras de la luz deja ver a un autor no solamente dotado para cultivar la novela negra y la policiaca, sino que se trata de un escritor valioso para nuestras letras. Sin embargo, a la fecha está prácticamente olvidado, pese a que este miércoles 8 de julio se cumplirá la primera década de su partida.
En este sentido, la noticia de su fallecimiento apenas si hizo eco en algunos medios, a pesar de que, además de escritor, fue fundador de un ambicioso programa denominado Literatura Siempre Alerta, iniciado en 2005 en Nezahualcóyotl y dirigido a policías de esa ciudad mexiquense.
El programa consistía en hacer llegar libros a los agentes policiacos con la intención de concienciarlos en diversas problemáticas y dignificar la labor de los policías. Debido al éxito de las acciones, se consideró incluir el programa en la Iniciativa Mérida.
En estas actividades participaron escritores como Gabriel García Márquez, Juan Villoro, Paco Ignacio Taibo II, entre otros. Además, Don Quijote de la Mancha y Cien años de soledad se «tradujeron» a la clave policiaca para que los uniformados tuvieran un acceso más fácil a esas obras.
Juan Hernández Luna fue también un activista, un escritor comprometido con los sectores más desprotegidos que buscaba hacer de México, un país más habitable.
Nunca es tarde para recuperar a lo más valioso de nuestras letras. Si el lector se encuentra algún día con una obra –o más– del Cuervo, no dude en agenciársela porque entre sus páginas encontrará momentos de humor, de asombro y de calidad.
Sirva, pues, este espacio como un pequeño homenaje para recordar a Juan Hernández Luna, donde sea que esté.
Con Las mentiras de la luz, Hernández Luna se apartó del género policiaco.
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Además de los dos premios Hammett, concedidos en España, el Cuervo fue reconocido con varios galardones en México.
Juego de azar
La risa es terapéutica, se sabe. Bajo esa premisa, la risa debería ser utilizada como antídoto para combatir la zozobra de nuestros días, para pintarle la cara a la terca realidad, que se empeña en ver desmoronadas nuestras esperanzas.
Hemos sido azotados por una pandemia que ha hecho estragos en el país y en prácticamente el mundo entero. Al tema económico se suman las afectaciones emocionales que han experimentado cientos de personas a raíz del encierro obligado. Si es que hubo posibilidades de encierro sin necesidad de salir de casa en busca del sustento y, con ello, elevar la probabilidad de contagiarse de esa cosa que ha puesto de cabeza al orbe.
Porque no es lo mismo aislarse de manera voluntaria, buscar la soledad por uno mismo y no que ésta sea una imposición. Ello merma en el ánimo, definitivamente.
Hay caras largas, pues, por doquier. Siempre he creído que así como la risa, la lectura es terapéutica. Si bien un libro puede ser visto como un objeto de lujo –sobre todo en estos días aciagos–, siempre queda abierta la puerta para acceder al muy vasto mundo de la literatura.
El humorístico es un género complicado de crear. Esta semana mi recomendación gira en torno a la figura del polaco Sławomir Mrożek (Borzęcin, 1930-Niza, 2013), un autor del que ya he escrito en este espacio acerca de su novela El pequeño verano y el libro de relatos El árbol y que se trata de un maestro del humor surrealista.
En esta ocasión recomiendo leer Juego de azar (Acantilado, 2017), un volumen que contiene treinta y cuatro cuentos breves que no dejarán indiferente al lector. Por el contrario, lo hará soltar alguna carcajada de cuando en cuando.
En la obra de Mrożek es común encontrarnos con críticas al régimen comunista, situaciones grotescas y absurdas. Sus historias, llenas todas de un humor inteligente, generalmente acontecen en pequeños pueblos polacos.
Así, nos encontramos con el texto «Subir de categoría», que se desarrolla en un municipio que busca hacerse de fama internacional para atraer al turismo. Para ello, el alcalde considera importante contar con algún criminal que haga volver la vista hacia ese lugar. Hay un ladrón, pero de poca monta. Se les ocurre entonces que a ese ladrón lo entrenarán para volverse famoso y elegante. Sin embargo, el hombre cede a la presión que todo aquello le significa y termina por renunciar al pueblo.
En «La sanidad pública» el protagonista es un hombre que acude a los servicios médicos porque es necesario extraerle el apéndice. Después de llenar los formularios y demás, se somete a la cirugía. Sin embargo, al despertar, el apéndice sigue ahí, pero algo ha cambiado: ahora es una mujer. En medio de la confusión, explica para qué había acudido. Luego vuelve a someterse a cirugía. Pese a las especificaciones, despierta con otros cambios, mas no sin apéndice. Así transcurren varias cirugías de las que el protagonista convertido en mujer es atendido de casi todo, menos del mal que lo llevó al hospital.
En «El progreso y la tradición», una ciudad se enfrenta a la problemática que sucede a la llegada de la democracia, pues no saben cómo organizar el desfile con motivo del día nacional, ya que antes, durante la era comunista, se realizaba de cierta forma; pero ahora deben cambiar las cosas, sin saber cómo.
«El actor» transcurre en un cementerio, durante el entierro de un actor famoso. En la ceremonia, a otro actor, amigo del difunto, se le resbala de las manos un gorro de piel que va a dar sobre el féretro. No piensa dejarlo ahí. Para sacarlo, idea un discurso que le permite hacerse nuevamente de su objeto.
La historia que da título al libro, «Juego de azar», acontece en unas oficinas. Ocurre que el contable y el jefe del negociado comienzan a quedarse horas extras. Ambos son vistos casi como un ejemplo para el resto de los trabajadores. Sin embargo, un colega se entera de que se quedaban no para trabajar más, sino porque, cuando se quedaban solos, organizaban carreras de cucarachas. Así, se van sumando otros colegas, hasta que ocurre algo que da por terminada aquella actividad.
«El agujero en el puente» cuenta la historia de cómo dos pueblos se decían dueños de un puente que comunicaba a ambos sitios. Un día descubren que hay un hoyo en el puente, pero ninguno de los dos pueblos quiere hacerse cargo de cubrirlo. Hasta que un día llega un hombre que se dice comprador de agujeros y entonces la situación cambia.
Uno de los textos más divertidos se llama «El socio», cuyo narrador cuenta que deseaba venderle su alma al diablo. Cuando está por concretar el negocio, se decepciona al ver el diablo que se le aparece. Es un texto de apenas media página, pero muy divertido.
Cada relato de Juego de azar contiene una dosis de humor que, al cerrar el libro, permitirá al lector sentirse acaso más ligero y con un agradabilísimo sabor de boca.
Café Titanic (y otras historias)
Cuando no sea más que un escritor, dejaré de ser escritor.
Albert Camus
En este espacio ya he recomendado la novela Un puente sobre el Drina, del Nobel (1961) yugoslavo Ivo Andrić (1892-1975), que es una obra monumental en la que se dan cuenta de la situación en los Balcanes durante tres siglos.
En esa novela el lector descubre la lucidez del autor, su capacidad para analizar la sociedad a la que perteneció, sin tomar partido por ningún bando de los involucrados en los diversos conflictos étnicos, religiosos, etc., que lo colocan en esa estirpe de escritores visionarios.
Esta semana la recomendación también es una obra de Andrić: Café Titanic (y otras historias) (Acantilado, 2008), un libro que contiene siete relatos ambientados en la primera mitad del siglo XX, con personajes judíos en todos ellos.
En la contracubierta del ejemplar está reproducido un fragmento del discurso que el escritor dio durante la ceremonia de aceptación del Nobel, en Estocolmo, el 10 de diciembre de 1961. En él, Andrić destaca el papel del escritor en la historia: «¿O acaso debería el narrador, por medio de su arte, ayudar a que los hombres nos conozcamos y reconozcamos? Quizá su vocación consista en hablar en nombre de aquellos que no tuvieron la habilidad para hacerlo, o que, aplastados por la vida, no hallaron la fuerza para expresarse».
Esto sale a colación porque, precisamente, en la obra que propongo leer esta semana Ivo Andrić recrea historias de judíos que han sido víctima de un odio irracional. De judíos sin voz, acallados, fuera del círculo de los privilegiados que no padecieron el aplastamiento.
El libro contiene siete relatos; el primero es «El cementerio judío de Sarajevo», en el que el narrador cuenta su visita a ese cementerio. Recorre algunas tumbas, menciona sus nombres; imagina la historia o lo que pudo ser de la vida de esos difuntos. En las lápidas sobresalen los decesos de 1941, durante la Segunda guerra mundial.
La narración se efectúa con un tono solemne, sin caer en cursilerías ni compasión por la compasión en sí. Hay un tono de alarma y hace un llamado: «…pienso en una defensa común que la humanidad, si quiere merecer este nombre, debe organizar contra todos los crímenes internacionales para erigir así un dique seguro y desquitarse de todos los asesinos de personas y pueblos».
En «Una carta de 1920», el narrador cuenta la relación de amistad que sostuvo con un alemán que desde niño vivió en Sarajevo. Resalta cómo los conflictos dividen a la sociedad aun cuando ésta ni siquiera estaba enterada de lo que los gobiernos le meten en la cabeza.
Éste es uno de los cuentos donde afloran la lucidez y la inteligencia de Ivo Andrić. En una parte del relato, el alemán envía una carta a su amigo bosníaco, después de años sin verse. El emisor habla de su forma de pensar, recuerda su pasado en Sarajevo; sin embargo, hay párrafos que colocan al autor como un visionario, en ese género denominado literatura de anticipación.
A saber, el alemán, que desde la infancia vio las cosas desde una mirada analítica, detalla que el origen de los conflictos en esa región del mundo es el odio: un odio irracional y al parecer innato que obliga a la sociedad a vivir en ambientes belicistas, rodeada de seres casi incapaces de sentir empatía con los que no son como ellos.
Sorprende que, con décadas de anticipación, Andrić anunciara lo que comenzó el 4 de mayo de 1980, con la muerte de Josip Broz, el Mariscal Tito: el colapso de Yugoslavia que, a comienzos de los noventa, derivó en una guerra fratricida cuyas heridas aún no terminan de sanar.
Otro cuento se titula «Niños», una historia conmovedora en la que se presentan redadas antisemitas llevadas a cabo por jóvenes que ven en esa actividad momentos de diversión: los entretiene golpear o asesinar niños judíos.
Sin embargo, en determinado momento, tres jóvenes acechan a unos niños. El narrador es uno de los abusadores. Llega el instante en el que debe arremeter en contra de un infante. No lo conoce, no sabe quién es, ni su nombre; de golpe, decide no matarlo, se arrepiente ante la mirada del chico. Es uno de los textos más conmovedores de la obra.
El volumen lo cierra el relato que da título al libro: «Café Titanic». Se trata de un sitio frecuentado por judíos y otros sectores. No obstante, ante las redadas, la persecución de judíos, ese espacio comienza a quedarse solo.
Hay un personaje particular, triste, que ejemplifica la maestría de Andrić como narrador. Se trata de un «perdedor» que nunca es tomado en serio por la gente. Objeto de burlas, va por la vida con la cabeza gacha, resignado a su suerte. Sin embargo, cierto día se enrola en un grupo antisemita y asume órdenes. Pero tampoco es muy tomado en serio.
Llegado el día de una redada, exige que se le asignen tareas. Lo instruyen para visitar a un judío. Al encararlo, no sabe cómo ser ante él, cómo imponer su liderazgo e intimidar a su interlocutor. Comienza un conflicto interno entre el hombre armado y el judío. Es otra joya de relato cuyo desenlace es una prueba de la calidad del escritor.
Los otros cuatro cuentos también poseen una alta calidad. Sin duda, estamos ante una obra que merece ser leída.
La mujer que se estrellaba contra las puertas
El alcoholismo es un tema frecuente en la literatura. Aun cuando se aborde desde el humor, se trata de un asunto que conlleva un profundo drama.
En esta ocasión me permito recomendar una novela que tiene que ver con la adicción al alcohol y otros problemas, tan o más profundos que desencadena aquél.
Se trata de una obra de la que infortunadamente no se sabe mucho en este país, pero que debiera tener un lugar importante entre los estudiosos de esa adicción, del maltrato –físico y psicológico– hacia las mujeres y cómo se destruye la personalidad en silencio, a oscuras.
Me refiero a La mujer que se estrellaba contra las puertas (Verticales de Bolsillo, 2008; traducción de Juan Fernando Merino). Publicada originalmente en Irlanda en 1996 por el escritor Roddy Doyle (Dublín, 1958), no fue sino hasta el año 2008 cuando se dio a conocer en español, gracias a la editorial Norma, a través de su sello Verticales.
El autor goza de popularidad en su país natal y ha ganado prestigio gracias a sus novelas. Incluso, en 1994, escribió libretos para una serie de televisión llamada Family, en la que se aborda la violencia doméstica y el abuso conyugal en una sociedad que omitía dichas problemáticas, aun cuando llegaron a cobrarse vidas.
De esta experiencia nació La mujer que se estrellaba contra las puertas, novela que explora precisamente esos temas, a través de Paula Spencer –protagonista y narradora–, una mujer de 39 años de clase trabajadora que sufre en carne propia la violencia familiar y el abuso conyugal y que, encima de ello, es víctima del alcoholismo.
No se trata de una novela más que aborda estas problemáticas, sino de una historia que conmueve desde la primera página; el autor casi desaparece y deja a la narradora todo el trabajo: la liberación, el flujo del discurso, la construcción de las frases envuelve al lector en una atmósfera a veces incómoda, pero siempre desde la afinidad.
Paula nos cuenta su historia; una de las enormes dificultades que enfrenta es que no se sabe víctima de maltrato porque en casa adquirió esos hábitos y le resultan familiares. Sólo años después se percata de lo que es, de eso en lo que la han convertido.
No hay autocompasión, no hay cursilería ni clichés en esta novela que Doyle escribió para crear conciencia acerca del papel de las mujeres y su lugar en la vida social.
La protagonista relata sus experiencias en la escuela, el juego de la imagen en una sociedad cada vez más carente de ideales y sí más ávida de objetos y bienes materiales. Cuenta la competencia de las jóvenes para conseguir citas, el trato de los jóvenes y no tan jóvenes para con las mujeres; el hábito familiar de cosificar a éstas hasta el punto de la anulación…
Con La mujer que se estrellaba contra las puertas el autor pretendía hacer un retrato de la Irlanda de los ochenta, pero trascendió las fronteras y uno puede identificar casi cualquier país a través de sus páginas y lo que en ellas se cuenta.
La narradora sufre en un matrimonio en el que sólo una parte puede gozar de libertad. Se emborracha, bebe en exceso a veces sin darse cuenta de ello; disculpa al otro, al abusador, lo justifica.
El título del libro obedece a un pasaje de la historia, cuando la protagonista es llevada al médico luego de haber recibido una golpiza por parte de su marido. Ambos planean el discurso que se dará al médico, buscan a toda costa que la verdad se mantenga oculta. De esta forma, acuerdan la justificación: Paula sufrió golpes al estrellarse contra una puerta. Así durante dieciocho años de matrimonio.
Es una historia brutal. En esta denuncia además existe la complicidad de los médicos: saben que fue golpeada, pero hay tantos casos que prefieren ignorarlos para no meterse en problemas.
El estilo de Roddy Doyle es impecable en esta novela, hace suya la voz femenina y el resultado es una historia conmovedora, un retrato de lo que nos negamos a ver en muchas ocasiones, la construcción de un personaje verdadero y que adopta uno y tantos rostros a la vez: es una especie de portavoz para quienes se encuentran en esa situación.
En algún momento de su historia, la mujer nos dice: «Me perdí los ochenta. No tengo ni una pista. Es solo un montón informe […] ¿Qué hice en los ochenta? Estrellarme contra las puertas. Levantarme del suelo».
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Por su novela Paddy Clarke Ja Ja Ja, Roddy Doyle obtuvo el Booker Price en 1993.
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Norma también ha editado Paddy Clarke Ja Ja Ja, en su colección «la otra orilla».
Elogio del cuento polaco
Considero que hay obras que difícilmente pueden no gustar a alguien. Con el riesgo que esta afirmación conlleva, esta semana me permito recomendar un libro monumental del que no he leído –hasta ahora– ninguna crítica negativa.
Hay libros que conmueven, libros que instruyen, otros que divierten y también los que son amenos. Pero cuando un lector se topa con uno que reúne todas esas virtudes y más, se está, sin duda, frente a algo que será recordado con el paso de los años hasta convertirse en un clásico.
Polonia fue el país Invitado de Honor en la edición del 40 Festival Internacional Cervantino de 2012. Como parte de esa celebración fue presentado el libro Elogio del cuento polaco, cuya edición estuvo a cargo de la Dirección General de Publicaciones para la colección «Cien del Mundo» del entonces Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), en coedición con la Universidad Veracruzana.
La selección de los textos y el prólogo de la obra estuvieron a cargo de los mexicanos Sergio Pitol (+) y Rodolfo Mendoza. Ya desde el prólogo, el libro conmueve: las imágenes de una Polonia casi destruida por completo, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, remueve sentimientos y no hay sitio para la indiferencia. Sin embargo, el coraje para levantar el país de las ruinas es de admiración.
En el inicio de la obra se da a conocer el antecedente a esa edición que en 1967 corrió a cargo de la editorial ERA: Antología del cuento polaco contemporáneo.
La que se presentó hace ocho años incluye a varios autores de dicha edición y a otros de las generaciones más recientes. Va desde la segunda mitad del siglo XIX, hasta creadores cuya obra no está traducida aún en español, salvo escasos cuentos.
Esta antología incluye 45 textos de 35 autores; la abre el Nobel de 1905, Henryk Sinkiewicz (1846-1916), con el cuento «Memorias de un maestro de Poznan», y la cierra Daniel Odija (1974), con «El túnel».
En los primeros relatos nos encontramos con retratos costumbristas del siglo XIX en el campo, el levantamiento de las urbes, las ideas de aquella época. Sin embargo, conforme avanzan las páginas, el lector experimenta cambios en el estado de ánimo que lo mismo van de la indignación a la carcajada, que de la tristeza a la alegría.
Lo anterior tiene que ver porque varios de los narradores de la obra experimentaron las atrocidades de los campos de concentración nazis o les tocó vivir alguna de las dos guerras mundiales o incluso ambas. (Bruno Schulz –por ejemplo– fue asesinado en el gueto de Drohobycz en 1942; otros decidieron quitarse la vida a temprana edad.)
Zofia Nalkowska (1884-1954), con «Los niños en Auschwitz»; Maria Dabrowska (1889-1965), con su «Peregrinación a Varsovia», o Tadeusz Borowski (1922-1951), con «¡Al gas, señoras y señores!», por citar tres ejemplos, dan muestra de los horrores de las prácticas nazis en ese país.
Pero no todo es tristeza en este conjunto de 45 relatos. Hay espacio para la risa: Witold Gombrowicz (1904-1969), con «El bailarín del abogado Kraykowski», o Sławomir Mrożek (1930-2013) y sus cinco relatos (contenidos en el libro El árbol, que ya recomendé hace tiempo en este mismo espacio) hacen que al lector se le escape más de una carcajada.
También hay ternura: «Mijalko», de Bolesław Prus (1847-1912), o «Los girasoles», de Bohdan Czeszko; fantasía: Bolesław Leśmian (1878-1937), con «Una aventura de Simbad el marino», o «Los Músicos», de Andrzej Sapkowski (1948).
El libro está repleto de joyas de la cuentística polaca –y universal– y permite contemplar el paso de los años en ese país, el cambio de ideas, la sociedad sacudida y la renovada, la desesperación y la incertidumbre, el miedo y el valor para sobrellevar y dar vuelta atrás a una situación que no sepultó los valores de ese país.
No puedo terminar sin hacer mención de la maestría de Kazimierz Brandys (1916-2000) y su «Cómo ser amada», un texto brillante; la grandeza de Władisław Reymont (1867-1925; Nobel, 1924), Bruno Schulz (1892-1942), Jarosław Iwaszkiewicz (1894-1980), Jerzy Andrzejewski (1909-1983), apenas por mencionar a algunos de los brillantes escritores contenidos en la antología.
Soy de los que piensan que se aprende más de historia a través de novelas o cuentos, que mediante libros especializados en la materia. Elogio del cuento polaco también es una clase magistral de historia, un proyector de imágenes que van del campo a las ciudades, de los bombardeos a la felicidad de los amantes, de la ocupación nazi a la renovación de una sociedad; es, ante todo, una muestra de que el arte –la literatura– permite indagar en lo más profundo del ser humano y externarlo a la otredad.
Si en algún momento buscas hacerte o hacer a alguien más un regalo inolvidable, Elogio del cuento polaco es una gran opción.
La bendición de la tierra
La concesión del Nobel de Literatura casi nunca está exenta de polémica. Cada vez que la Academia sueca otorga el nuevo premio, los medios se vuelcan para ofrecer semblanzas o intentar familiarizar a los lectores con el flamante galardonado, que muchas veces resulta desconocido para la inmensa mayoría de lectores.
Sin embargo, cada año se despierta un interés especial en conocer al nuevo premiado. Es difícil dar gusto a todos los lectores, críticos, editoriales, etc., pues nombres ha habido que –a consideración de muchos– eran dignos de ser reconocidos con el galardón, pero por alguna u otra razón no se les otorgó.
A propósito de la polémica en los Nobel de Literatura, existe un nombre que genera aversión en algunos lectores y cualquier cantidad de halagos entre muchos escritores y que es mi recomendación de esta semana. Me refiero al noruego Knut Hamsun (1859-1952).
A él le fue otorgado el máximo reconocimiento mundial de las letras en el año de 1920, tras la publicación de La bendición de la tierra (1917), una de sus obras maestras y que en 2007 fue recuperada por la editorial Bruguera, con traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.
Lo polémico de Hamsun radica en las ideas que lo colocaron en el ojo del huracán y que incluso se llegó a pedir que le retiraran la condecoración. A saber, el escritor manifestó su apoyo a la invasión de su país por parte del régimen nazi y respaldaba sus acciones. Eso le valió el desprecio y el odio de sus connacionales y que, a la fecha, aún permanece: ninguna plaza, ninguna calle tienen su nombre.
Pese a sus ideas, la obra de Hamsun no ha sido desechada; por el contrario, ha encontrado un nuevo público que ha sabido valorar el arte de uno de los escritores más influyentes del siglo XX.
Para hacer una idea de la importancia del autor noruego, escritores de la talla de Thomas Mann y Maksim Gorki lo consideraron un maestro; Henry Miller, Paul Auster, John Fante, Rulfo y Hemingway –entre otros– manifestaron haber sido influidos por la obra de Hamsun y también se percibe su influencia en Franz Kafka o Stefan Zweig: de ese tamaño es el noruego.
La bendición de la tierra pudiera considerarse como una versión de la historia del hombre. El protagonista, Isak, es un individuo sin pasado, imponente físicamente, que llega a los páramos noruegos. Es el único habitante de esa soledad.
A partir de entonces inicia una lucha entre el hombre y la hostilidad de la tierra, hasta que consigue construir un sitio para vivir y cultivar aquello que le permitirá sobrevivir.
Cuando ha levantado una casa y cultivado la tierra, busca una esposa en el pueblo cercano. De esta forma, el lector conoce a Inger, una mujer construida con maestría por el autor y que posee una fuerza admirable.
La novela retrata el costumbrismo de la época, describe los paisajes y la narración está enriquecida con diálogos de enorme belleza. Conocemos la historia de la pareja, su soledad en los páramos; luego llegan los hijos y éstos crecen con nuevas ideas, chocantes para Isak.
Uno de los temas torales de la novela es precisamente la relación del hombre con la tierra, la necesidad de llevar una vida tranquila en concordancia con la naturaleza. Hamsun hace prácticamente una invitación al reencuentro con el campo, con la tierra, a través de páginas y páginas con su inigualable maestría.
Aparecen personajes divertidos, siniestros, variados… Después, un asunto en el que repara de forma constante también es uno de los temas que destaca el escritor: el progreso, la modernidad, traen desgracias para el hombre.
Lo ejemplifica con diversas situaciones: el sitio al que llegó, muchos años atrás, ya es habitado por más gente, llega la industrialización, uno de sus hijos aspira a vivir en la ciudad… Todo ello genera desestabilización emocional que deviene en conflictos. Lo reitera una y otra vez y parece un anuncio anticipado para el siglo XXI: el hombre está perdido ante sus aspiraciones de «cambios y progreso».
Knut Hamsun es, sin duda, una de las cumbres de la literatura no sólo del siglo XX, sino de todos los tiempos. Entre sus obras destacan Hambre (1890), Pan (1894), Trilogía del vagabundo, entre muchas otras.
Acerca de La bendición de la tierra, existe una adaptación cinematográfica que data del año 1921. La cinta se creía perdida, pero fue recuperada en 1971. Fue dirigida por Gunnar Sommerfeldt. Dura 107 minutos y algunos la consideran una obra maestra del cine mudo.
Sin flores ni coronas
Hace unos meses escribí algo acerca de La travesía de la noche (Arena Libros, 2006), un relato de la francesa Geneviéve de Gaulle Anthonioz (1920-2002) donde narra parte de las experiencias que le tocó vivir en el campo de concentración nazi de Ravensbrück, al que llegó debido a sus actividades en la Resistencia.
Hay quien opina que se ha escrito demasiado en torno a los horrores del Holocausto. Sin embargo, la mayor información que se nos ha dado al respecto a través de la literatura, el cine, etc. cuenta a los judíos casi como únicas víctimas.
En Hollywood es imposible que se aborde la persecución de comunistas, romaníes y homosexuales por parte del nazismo: pareciera que aquel horror sólo lo vivió la comunidad judía y es la única que debe ser consolada por aquellos hechos.
Ahora bien, después de décadas de silencio, varias víctimas decidieron contar su historia de forma directa, a través de la literatura. Sin la melosidad ni propaganda hollywoodense, han optado por relatar aquello que sus ojos vieron, lo que experimentaron en carne propia.
En este sentido, Odette Elina (1910-1991), militante del Partido Comunista francés, es una de las voces que si bien escribió lo que vivió en dos de los campos más recordados de manera casi inmediata al volver de Auschwitz, el lector en español tardó para ver traducida la obra en nuestra lengua (fue publicada por vez primera, en francés, en 1948). Así, en Sin flores ni coronas Auschwitz-Birkenau, 1944-1945 (Periférica, 2008) nos enfrentamos a los recuerdos que la francesa comparte con el papel.
En las notas preliminares de la obra, Elina expresa: «Cuando volví de Auschwitz, en 1945, sentía con tal intensidad lo que acababa de vivir que me resultaba imposible guardarlo sólo para mí. Lo consigné en las notas y dibujos que constituyen Sin flores ni coronas» (p. 9).
En el libro hay dibujos creados por la propia Odette Elina –quien era pintora– con los que pretende ilustrar algunas de las escenas que se describen a lo largo de las páginas. Dada su naturaleza de artista plástica, el lector se encuentra con escenas breves, como cuadros dentro de una sala donde el silencio es la única forma de mostrar solidaridad con las personas de las que se nos cuenta: nunca habrá palabras para entender lo que vivieron.
La obra está dividida en varias partes. En alguna recuerda el invierno, la crudeza de dicha estación, con las víctimas expuestas a la nieve. En esas circunstancias, una sola prenda adquiere un valor infinito: un trozo de tela representa la posibilidad de vivir o perecer ante los embates del temporal.
En esa situación, la compañía se vuelve un abrigo: «Tener una amiga ayuda tanto a soportar el sufrimiento…» (p. 72). Luego repasa nombres de algunas mujeres en el apartado «Las compañeras». Las nombra y cuenta algo breve de ellas: Yvonne tenía unos ojos grandes y azules. «Cuando nos encontramos por última vez, en diciembre, llevaba la muerte marcada en su pequeño rostro» (p. 69).
Elina nos cuenta de Hella, una polaca de veintitrés años: «No era hermosa. […] Era, simplemente, mi amiga» (p. 70). Terminaba sus estudios de medicina y ello le permitía curar las llagas de Odette. Hella perdió la vista, el tacto y el habla. «Nunca más la volví a ver.// Los alemanes se la llevaron y la quemaron» (p. 75).
Hélène «era una apasionada de Shakespeare y conocía su obra como nadie» (p. 76). Hélène murió en el campo.
En seguida recuerda a Marie, de la que se burlaban porque tenía barba. Pese a su dulzura y su pasividad, no despertaba simpatía.
Irene esperaba el regreso de Elina al finalizar la jornada. En una ocasión «[l]a hallé medio muerta de hambre, medio muerta de miedo a morir de hambre». Odette compartía el escasísimo alimento con ella.
Después de diez meses en el campo, Elina recuerda que un día llegaron los rusos para liberarlos. «Con ellos, la vida había entrado en el Campo.// Ya no estábamos solos» (p. 102).
Trazos de dolor, esbozos de alegría. El tono del libro no permite la autocompasión: es, simplemente, un testimonio en el que se da cuenta de los hechos. Es una obra breve, pero valiosa, que se lee con una especie de vergüenza.
Acerca de Sin flores ni coronas, Albert Camus dijo: «Cuando hayan cesado hasta los ecos, pues habrán muerto todos los testigos, cuando el olvido se apodere, como suele, de la verdad, será necesario volver a documentos como éste».
A finales de enero de 1945, las tropas soviéticas liberaron Auschwitz.
Odette Elina fue detenida el 20 de abril de 1944. La Gestapo la sometió a torturas y la encerró en un calabozo.
El rescatista de animales que lucha contra la pandemia y contra el cáncer
Jiutepec.- Luis Octaviano Díaz tiene 66 años, es sastre y desde hace tiempo ha dedicado su vida al rescate de animales.
Actualmente sostiene una batalla contra el cáncer y a esta lucha se suma que debe enfrentar la emergencia sanitaria que se vive en el estado y en el país en general a causa de la pandemia por covid-19.
Luis padece cáncer de riñón, pero le ha avanzado a los huesos. Ello ha mermado seriamente su condición física.
Aunado a lo anterior, no cuenta con seguridad social que le permita darle un tratamiento a su enfermedad y el deterioro de su salud le ha impedido trabajar.
Ahora también debe lidiar con la poca actividad comercial que hay en la actualidad. Ante esa situación, se le dificulta hacerse de recursos.
El hombre es vecino del municipio de Jiutepec; tiene su domicilio en la calle Paraíso –sin número– de la colonia Paraíso, en el poblado de Tejalpa.
Habita una casa que está levantada a base de tabicón cuyo techo está construido con lámina de asbesto.
Diríase que vive solo; sin embargo, en el predio se destacan un patio y algunos cobertizos donde suelen dormir sus acompañantes: 25 gatos, 18 perros, cinco patos, dos guajolotes e incluso un borrego.
Dichos animales han sido rescatados y criados por Luis Octaviano, quien, dadas sus condiciones, no ha podido laborar para seguir manteniendo a sus compañeros de vida.
Esta situación lo ha orillado a buscar ayuda; antes de la declaratoria de emergencia sanitaria acudió a albergues con la esperanza de que pudieran recibir a algunos de sus animales. Sin embargo, en ninguno tuvo éxito.
También ha recurrido a personas que estén en condiciones de adoptar a alguno de sus compañeros, pero no ha tenido buenas experiencias.
Por ese motivo, Luis apela a la solidaridad de la ciudadanía con el objetivo de recibir algún tipo de donaciones, ya sea en especie –croquetas u otro alimento– o económica –vía depósitos– para sobrellevar las batallas que libra por las complicaciones de su salud y por el impedimento de salir a trabajar.
En este sentido, el hombre se dice preocupado por el futuro de sus compañeros, pues teme que llegue el momento en el que esté imposibilitado de realizar cualquier actividad física y, con ello, tengan que dormir a sus acompañantes o dejarlos a la deriva.
¿Acaso no matan a los caballos?
La industria del entretenimiento ha sabido lucrar con las necesidades y los sueños de las personas, convirtiéndolos en concursos-espectáculos cuyo juez, en la mayoría de los casos, es el público, que paga para mantener a su candidato favorito en competencia.
A través de los reality shows, la televisión ha encontrado la fórmula para mantener a los espectadores pegados a las pantallas durante dos horas o más, en el caso de los concursos.
En este sentido, los participantes directos se ven sometidos a una selección que desde el principio denigra a quienes aspiran a obtener cierto beneficio económico o para que se cristalice su deseo o necesidad.
En el proceso de selección se designa un número a cada persona: es decir, el sueño del aspirante se reduce a una cifra. De ahí se realiza el filtro y se elige a quienes, durante algunos meses, mantendrán los niveles de audiencia en un parámetro que permita a la televisora hacerse de anunciantes y patrocinadores cuyas ganancias son exorbitantes en comparación con el premio a entregar.
Esta semana mi recomendación se trata de una novela que ejemplifica lo denigrante que suelen ser algunos concursos: ¿Acaso no matan a los caballos? (Universidad Autónoma de Puebla, 1988), del estadounidense Horace McCoy (Tenesse, 1897-Beberly Hills, 1955).
Publicada originalmente en 1935, la novela relata la historia de Gloria y Víctor, dos jóvenes que se conocen en Hollywood a comienzos de la década de los años treinta, cuando la Gran Depresión golpeaba de lleno a la sociedad norteamericana en diversos aspectos.
Ante la crisis, miles de jóvenes se vieron obligados a cambiar de ciudad en busca de una mejor vida. Tal es el caso de la pareja que protagoniza esta novela. Ambos llegaron a la meca del cine estadounidense con la intención de introducirse en dicha industria para mejorar su situación de vida.
No obstante, ni Gloria ni Víctor tienen suerte; ella pretende formar parte del mundo de la actuación, mientras que él tiene el deseo de convertirse en un director. No cualquiera, sino el mejor director.
Las dificultades para hacerse de un empleo orillan a la pareja a participar de un concurso de resistencia de baile que se celebrará en un salón ubicado junto a la playa. El premio es de mil dólares, pero lo que lo hace atractivo para los competidores es que durante su participación, los organizadores les ofrecen comida y alojamiento gratis, además de breves descansos cada día.
Conforme avanza el certamen se narran episodios de la vida de Gloria y de Víctor, aparecen diversos personajes, todo enfrascado en un entorno violento que retrata la vida de los estadounidenses en el interior del edificio.
Sin embargo, las parejas se vuelven un espectáculo, el concurso en sí está diseñado para llamar la atención del público y, poco a poco, se dan cita actores y actrices de la época, directores de cine y otras personalidades cuya presencia atrae más público y vuelve la competencia algo más rentable.
Para hacer que más famosos y más consumidores vuelvan los ojos a dicha competición, los organizadores buscan hacerla más atractiva. Ante ello deciden montar carreras en las que deben participar las parejas. De esta forma, la narración toma aires asfixiantes, líneas y descripciones que el lector sufre y siente la presión, la humillación a la que son expuestos los competidores. Hay cuerpos sudorosos que se desplazan por toda la pista, casi sin fuerza; algunos caen, otros se agotan.
Una de las reglas de estas carreras consiste en que si un integrante de las parejas requiere atención médica, su compañero debe dar dos vueltas a la pista para compensar la ausencia del otro. Terminan deshechos. En cada carrera, el último lugar queda descalificado del concurso.
Casi novecientas horas de baile. Durante todo este tiempo ha habido cualquier cantidad de carreras, incluso una boda. Sí, el enlace matrimonial se convierte en un gancho de los organizadores, que se acercan a las parejas para preguntar quién está dispuesto a casarse.
La atmósfera es irrespirable. Todo el ambiente emana violencia. Entre los participantes hay criminales buscados por la policía. Pobres entreteniendo a ricos. Someterse a pruebas grotescas, denigrantes, sólo porque no hay otras oportunidades…
Esto es ¿Acaso no matan a los caballos?, de la que se realizó una versión cinematográfica titulada Danzad, danzad, malditos (1969), dirigida por Sydney Pollack y protagonizada por Jane Fonda y Michael Sarrazin.
Esta cinta fue nominada en nueve categorías al Oscar, pero sólo obtuvo la de Mejor Actor de Reparto (Gig Young).
¿Acaso no matan a los caballos? es una novela breve (126 páginas en la citada edición), con una prosa ágil que se deja leer de forma fluida, aunque hay escenas que de pronto cortan el aliento. Se trata de una historia que nace de la esperanza y desemboca en una tragedia que no deja indiferente al lector.
Horace McCoy tuvo la intención de convertirse en actor. Las experiencias en Los Ángeles le permitieron escribir ¿Acaso no matan a los caballos?
TOMADA DE LA WEB
Fotograma de Danzad, danzad, malditos, que está basada en la novela de McCoy.
TOMADA DE LA WEB
El maestro de Petersburgo
Para nadie es un secreto que Fiodor Dostoyevski (1821-1881) es uno de los pilares de la literatura universal. Su vasta obra ha sido digna de elogios, estudios e incluso congresos en los que se reúnen analistas y estudiosos de diversos países para abordar la obra del moscovita.
El ruso es uno de los escritores de mayor presencia en el mundo y ha influido en autores de diversas épocas como Albert Camus, Henry Miller, Charles Bukowski, William Faulkner, Virginia Woolf, Thomas Mann, André Gide, Ernest Hemingway, Roberto Arlt, Hermann Hesse, Ernesto Sabato, Gabriel García Márquez, E.M. Cioran, por citar un puñado de nombres cumbre de las letras del siglo XX.
Llama la atención la gran cantidad de premios Nobel que figuran en la lista. Algo hay en la obra de Dostoyevski que lo coloca entre los más grandes escritores de todos los tiempos. Para citar otro ejemplo de su influencia, mencionaré al sudafricano John Maxwell Coetzee (1940), quien obtuvo el Nobel en 2003 y también ha sido marcado por la obra del autor de Crimen y castigo.
Esta semana la recomendación es El maestro de Petersburgo (Mondadori, 2003), una novela inspirada en Dostoyevski que fue publicada por primera vez en 1994.
La historia está ambientada en el San Petersburgo de 1869. Es octubre. El escritor Fiodor Dostoyevski vuelve de Alemania a esa ciudad rusa con la intención de conocer las circunstancias en torno a la muerte de su hijastro Pavel.
Dostoyevski se hospeda en el mismo cuarto que era ocupado por el joven fallecido. Constantemente es asediado por el recuerdo de Pavel, intenta no caer presa del remordimiento y en ello trata de saber todo en relación con ese deceso.
En el trasfondo de la novela hay un tema que, décadas después, sacudiría el alma rusa: la Revolución. Pavel se involucró con Nachaev, un líder juvenil que es buscado por actos transgresores a la ley y por encabezar actos de conspiración en contra del país eslavo.
Coetzee retrata a un Nechaev acaso ruin y miserable, ávido de sangre más que de justicia. Y justamente Pavel fue una de sus víctimas: en la novela se deja entrevisto que habría sido asesinado, aun cuando el reporte oficial indica que se trató de un suicidio: murió al caer –o ser lanzado– desde una azotea.
Se trata, a su vez, de un homenaje del escritor a su maestro Fiodor Dostoyevski, a quien humaniza con base en la información disponible acerca del también autor de Memorias del subsuelo. Tenemos al gigante de forma humana, entregado a sus pasiones.
En esos días de investigar, Fiodor sostiene varios encuentros con la casera y su hija, quienes le cuentan acerca del hijastro, su día a día. Además, Dostoyevski se involucra carnalmente con la mujer, lo que ocasiona diversos desencuentros.
Mientras pasan los días, Fiodor recurre de forma constante al recuerdo de su esposa Anna, a quien dejó en la ciudad de Dresde para viajar a San Petersburgo; lo mueve el proceso de encontrar al hijo perdido, de reencontrarse de alguna manera en el difunto: viste su ropa, se relaciona con sus amigos y revisa los papeles que Pavel dejó y que la policía los recogió como parte de las investigaciones.
Otro tema de Coetzee en la obra es la rebelión de los hijos en contra de los padres: Rusia se encuentra un tanto revuelta, las desigualdades son insostenibles y ya se anuncia lo que desembocará en la llegada de los bolcheviques.
El maestro de Petersburgo es una novela con un estilo muy digerible; tiene momentos de misterio y el toque psicológico que el propio Dostoyevski empleó en su obra. Es –como mencioné antes– una forma de rendir homenaje a una de las figuras literarias más grandes de la historia.
FOTO 2: TOMADA DE LA WEB
En la obra de Coetzee hay un cuestionamiento hacia todo tipo de racismo.
FOTO 3: TOMADA DE LA WEB
Dostoyevski es uno de los escritores más grandes de todos los tiempos.
Las vigilias de Bonaventura
Hoy en día no es extraño que al mencionar las palabras «romanticismo» y «romántico» inmediatamente sean asociadas a cursilería o cursi. Sin embargo, esa visión simplista del término reduce una corriente artística y política que fue cultivada por personajes ilustres de la historia y que hizo una aportación importante a la historia de la humanidad.
Surgido a mediados del siglo XVII en Alemania y el Reino Unido, el Romanticismo fue una especie de respuesta al movimiento de la Ilustración francesa que pretendía –entre otros asuntos– anteponer los sentimientos al racionalismo.
Entre los nombres más destacados de este movimiento cultural figuran, ni más ni menos, los de Beethoven y Goethe, dos gigantes de la música y la literatura universales.
La recomendación que me permito hacer tiene que ver con una novela extraña que para algunos es considerada de culto y para otros, un misterio: Las vigilias de Bonaventura (Conaculta, 2003).
Esta obra fue publicada originalmente en el año de 1804 por la editorial de Ferdinand Dienemann en una zona un tanto alejada de las grandes urbes alemanas. Hasta la fecha no se sabe a ciencia cierta quién es el autor, debido a que apareció de forma anónima, firmada con el seudónimo de Bonaventura. Hay quienes se la atribuyen a Friedrich Schiller, a Lichtenberg e incluso a E.T.A. Hoffmann. Sin embargo, tras una cantidad considerable de estudios, el nombre de Ernst August Klingemann (1777-1831) parece ser el más convincente en los círculos académicos.
Pero, además de ese misterio, ¿qué vuelve fascinante a esta novela? De entrada, el narrador en primera persona y el lenguaje utilizado por el escritor, quien haya sido éste.
Las vigilias tienen por protagonista a Kreuzgang, un vigilante nocturno o también conocido como el sereno quien, a través de dieciséis capítulos-noches, dará cuenta de su visión del mundo: ese mundo que ya desde entonces parecía comenzar a desmoronarse.
Cada capítulo es una noche y el personaje, en su monólogo interior, vomita y escupe la situación que atraviesa la humanidad. Por ejemplo, el también autodenominado poeta maldito Kreuzgang remite al diablo, a la locura, a la enfermedad de la Iglesia.
En la primera vigilia nos enteramos la muerte del librepensador, teósofo y zapatero Jakob Böhme. Desde el principio se entiende la crítica mordaz contra la Iglesia: el sacerdote que aparece en la escena es, más o menos, el diablo.
Luego vienen más vigilias, acompañadas unas de un tono macabro, otras veces poético, otras con un pesimismo y nihilismo adherentes al Romanticismo. Acompañamos a Kreuzgang al espectáculo lúgubre del mundo, a la soledad e inmensidad de la noche y los secretos que guarda entre sus entrañas.
Este vigilante recorre las calles, es partícipe del miedo, de la locura; aborda también la importancia del creador, del artista, desde una visión que, en el fondo, acaso deja una posibilidad para volver a ver la luz del día.
Las vigilias de Bonaventura es considerada una joya del Romanticismo alemán. Es breve, pero concentra una erudición de quien quiera que haya sido el autor. La temática es rica: lo mismo hace alusión a Mozart que al Antiguo Testamento, a Shakespeare que a Cervantes, a Dante que a Homero…
Para haber sido escrita hace doscientos dieciséis años, el lenguaje es fluido y la lectura es ágil. En español existen dos ediciones: de la catalana Acantilado (2001), con traducción de Marisa Siguan y Eduardo Aznar, así como la de la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (2003), con traducción y presentación de María Josefina Pacheco e ilustraciones de Juan Pablo Rulfo.
Para quienes sientan interés por esta lectura, la novela comienza así: «Sonó la hora nocturna. Me envolví en mi disfraz de aventurero, tomé la pica y el cuerno y salí a las tinieblas. Afuera, me protegí de los malos espíritus con la señal de la cruz y grité la hora».
Pieza única
Hay quienes opinan que los temas en literatura están agotados, que ya se ha dicho todo lo que se tenía que decir. Sin embargo, el arte de los escritores de hoy en día consiste en el tratamiento de las cosas, en cómo se cuenta una historia. Ahí es donde radica la originalidad, si es que aún hay cabida para ésta.
Uno de esos autores originales es el serbio Milorad Pavić (Belgrado, 1929-Ibídem, 2009). Tan es así, que es conocido como el «primer novelista del siglo XXI» por su Diccionario jázaro (1984), calificada por él como novela-léxico por la cual se hizo acreedor al premio NIN, el máximo galardón a las letras serbias. De esta novela existe una versión femenina y una masculina… Pero en esta ocasión me referiré a otra obra.
La editorial independiente mexicana Sexto Piso cuenta con cientos de títulos de autores consagrados (Dostoyevski, Melville y Kafka, por ejemplo), algunos que ya gozan de reconocimiento y otros, jóvenes pujantes que buscan hacerse camino en el siempre complicado mundo de las letras.
Entre las publicaciones de esta editorial destacan, precisamente, tres obras de Milorad Pavić: las novelas Pieza única (2007, con tres ediciones) y Segundo cuerpo (2011), así como el volumen de cuentos Siete pecados capitales (2007). Los tres libros han sido traducidos por Dubravka Sužnjević.
La obra que me ocupa en esta ocasión es Pieza única. Calificada por el propio Pavić como novela-delta, de entrada sorprende que sea un estuche que contiene dos libros que se complementan.
La novela versa sobre una serie de asesinatos misteriosos que deben ser resueltos por el inspector Eugen Stross. La historia se destaca por la originalidad de Pavić, un autor dotado de cualquier cantidad de recursos para hacer que con sus libros el lector se transporte de la realidad al mundo propuesto por el serbio, como una especie de hipnosis.
En el inicio de la novela se encuentra a Aleksandar Klozevits, un andrógino conocido como Aleksa y como Sandra. Aparece en un restorán, vestido de hombre. Luego entran dos individuos y Aleksa se mete al baño para salir convertida en Sandra. Persiguen a esta persona, la alcanzan. A partir de ahí comienzan la historia y el suspenso.
Unos asesinatos, mencioné líneas arriba. Aleksandar Klozevits es un «vendedor de sueños». Tiene la capacidad de hacer que las personas sueñen algunos segundos de sus ensoñaciones del futuro. Sin embargo, el precio que deben pagar para ello es muy alto.
Un mundo astrológico (sin caer en la desfachatez), onírico… Pavić es un escritor que va de los detalles más simples de lo cotidiano a temas que lo colocan como un autor erudito.
En Pieza única también aparecen Distelli, un cantante de ópera que sueña con la muerte del poeta ruso Pushkin; la señorita Marquesina Lempitksa, una «bomba sexual» que se sueña como un niño y regresa siglos (los sueños están en el espacio durante la eternidad, explica Klozevits); un amante, mujeres…
El destino de estas personas cae en la voluntad de Aleksandar Klozevits, que se dice comerciante. Sus habilidades comerciales y la astucia lo llevan a tomar en sus manos el futuro de quienes se acercan a él/ella.
En este primer libro la historia es contada por un narrador omnisciente, con un estilo ágil y ameno. Hay humor, trazos poéticos, fantasía: se trata de una novela para releer y disfrutar una a una sus páginas.
Luego está otro libro que forma parte de la novela-delta: Cuaderno azul. Inspector superior Eugen Stross. En éste se encuentran los apuntes y detalles de las investigaciones del encargado de resolver los asesinatos. En dicho cuaderno la narración es en primera persona.
Aunque ya conocemos la historia a través del primer libro, en el cuaderno del inspector hay anotaciones que nos siembran dudas; llega el momento en el que se confunde el lector y hay sospechas respecto de que lo leído anteriormente no ocurrió o no se interpretó de la forma adecuada (es un recurso propio de Milorad Pavić, sin duda).
La historia avanza, fluye: Pavić tiene magia en su pluma. Es uno de esos autores que marcan la vida de un lector por sus historias, la forma en la que las cuenta, la originalidad de su pluma.
Otras novelas del serbio son La cara interna del viento. La novela de Leandro y Hero (Espasa-Calpe, 1993), El último amor en Constantinopla (Akal Literaria, 2000), novela-tarot; Paisaje pintado con té (Anagrama, 2000).
Encontrarse un libro de este escritor es un acto fortuito y, estoy cierto, leerlo es uno de los placeres que se desea repetir. Pavić es, pues, de esos escritores que han hecho de la literatura uno de los sitios más habitables de las bellas artes.
«Cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien –me dijo– ten presente que no todo el mundo ha tenido tus ventajas» (F. Scott Fitzgerald)
La Era del Pez
La construcción de sistemas políticos no puede ser sin la participación de la sociedad. Ya sea para bien o para mal, la complicidad –o pasividad– de la gente permite que los poderosos lleguen a serlo.
La ascensión del nazismo no se logró sola. Hubo que convencer a la ciudadanía e inocularle las nuevas ideas que derivarían en lo que ya todos conocemos.
Entre la Primera y la Segunda guerras mundiales hubo un lapso en el que se gestó el horror. La generación de entreguerras creció con el primer conflicto a sus espaldas, pero con el segundo frente a sí. Acaso sin darse cuenta, o sin poner mucha atención, el monstruo creció y fue demasiado tarde cuando la realidad la alcanzó.
A este periodo –el de entreguerras– corresponde la novela que me permito recomendar esta semana: La Era del Pez (1937; Pomaire, 1979; traducción de Eduardo Goligorsky), del austrohúngaro Ödön von Horváth (Rijeka, Croacia, 1901-París, Francia, 1938).
La Era del Pez es protagonizada por un profesor de 34 años encargado de las clases de geografía e historia en un instituto para adolescentes.
La vida del personaje –del que se desconoce su nombre– parece transcurrir en calma, pero de fondo está el ascenso del nacionalsocialismo que ya permea en las sociedades más cercanas a Alemania.
El odio es transmitido a las familias a través de la radio y de altoparlantes. De esa forma, las cúpulas del poder consiguen que el grueso de la sociedad adquiera y aprenda las nuevas ideas y las acepte sin reparar mucho en ellas.
Así, el profesor se topa con jóvenes que se han adherido a los «ideales» del gobierno en turno. Lo comprueba cuando les encarga una tarea en la que respondan por qué son necesarias las colonias.
Odio, racismo, discriminación: he ahí una triada para colocarse en lo más alto del supuesto nuevo ideal. Los alumnos –casi todos– desprecian a los que no son como ellos; consideran a los negros como una subespecie al servicio de los blancos.
Pero estas ideas no sólo están presentes en los muchachos. Cuando el profesor cuestiona a uno de ellos acerca de sus ideas y opiniones, al día siguiente aparece su padre para recriminarle el «atrevimiento» de considerar que los negros son personas: «¿usted enunció o no esa aborrecible idea suya sobre el problema de los negros…?» (p. 16).
A raíz de ese desencuentro crece la tensión entre los alumnos y el maestro, a tal grado que firman una carta en la que le comunican que no desean recibir más clases de parte suya.
Días después, la historia da un vuelco. Como parte de la preparación de las nuevas generaciones en materia militar, deben hacer un campamento para realizar actividades ante la llegada de un «enemigo imaginario».
No todos los alumnos tienen buena relación. Hay pleitos entre algunos. De pronto, un suceso cubre la novela de suspenso, misterio y un tono detectivesco.
A partir de entonces, Ödön von Horváth desarrolla una serie de ideas en torno a Dios. Hay un Raskólnikov en el profesor que se plantea los dilemas morales y se sume en reflexiones que lo acechan a cada momento.
Todo ello permite al autor lanzar una crítica a la denominada clase media ante su pasividad que permitió el ascenso del mal. En este sentido, el título La Era del Pez alude a una etapa astrológica que es tocada por otro personaje, mediante la que se advierte que la llegada de una nueva era está próxima. Una era oscura.
La novela es breve con un estilo limpio y fluido. Se cuenta de Ödön von Horváth que era una de las grandes promesas de la literatura centroeuropea, pero su carrera se vio truncada a los 37 años, cuando un rayo cayó sobre un castaño y una rama aplastó al escritor mientras caminaba por los Campos Elíseos, bajo una tormenta eléctrica, después de haber acudido a un cine. (Von Horváth tenía una premonición: decía que moriría fulminado por un rayo.)
A propósito de esta obra, Stefan Zweig refirió: «La Era del Pez es quizás el cuadro más realista que se ha escrito sobre aquella generación que creció en esos desesperados años entre ambas guerras mundiales. Nunca se ha expresado tan vivamente el apasionado deseo de aquella juventud de escapar de una atmósfera envenenada por los odios políticos y las pasiones sociales».
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La Era del Pez ha sido reeditada por Nórdica bajo el título de Juventud sin Dios.
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Los nazis calificaron a Ödön von Horváth como un autor «decadente, peligroso e inmoral». Sus obras fueron prohibidas y quemadas durante esa época.
Sostiene Pereira
A Vero, que sostiene que ama a Tabucchi.
El 25 de marzo de 2012 falleció el escritor italiano Antonio Tabucchi, quien nació en 1943 en Vecchiano. La noticia pronto se propagó por diversos medios electrónicos, que a su vez la esparcieron a través de las redes sociales. No era para menos, pues con la partida de Tabucchi se fue uno de los autores más queridos en el orbe y una de las voces más coherentes y honestas de los últimos años en el panorama literario.
Este escritor cultivó lo mismo la novela y el teatro, que el relato y las crónicas de viajes de forma afortunada; fue dueño de un estilo sencillo, sin adornos, con una prosa potente y bella e historias que a más de uno han cautivado.
Antonio Tabucchi fue un apasionado de Fernando Pessoa y de Portugal. De hecho, la muerte lo sorprendió en Lisboa, esa ciudad que tanto amaba y que tan presente está en su obra. Incluso en sus páginas se siente ese aire nostálgico tan característico de los portugueses.
En esta ocasión me permito recomendar Sostiene Pereira (Anagrama, 1995), considerada la mejor novela del prolífico escritor italiano, uno de los más importantes autores de ese país de la segunda mitad del siglo XX y de principios del XXI.
Sostiene Pereira está ambientada en Lisboa, en el año de 1938, ante un país azotado por la dictadura de Salazar, los vientos de la guerra civil española y el acechamiento del fascismo italiano.
Cuenta la historia de Pereira, un periodista entrado en años que durante décadas se ha dedicado a la sección de sucesos en el periódico Lisboa.
Sin embargo, un día le es encomendada la tarea de hacerse cargo de la sección cultural de ese medio. Pereira es un hombre sin ideas políticas –o por lo menos no las expresa de forma abierta– que prefiere escribir sobre escritores desaparecidos, la literatura del pasado y cronológicas anticipadas.
En el día a día de Pereira conocemos trazos significativos de su vida, del pasado al que no renuncia por completo, las complicaciones de su estado de salud. Su esposa está muerta, pero el hombre habla con la fotografía de la mujer un día sí y el otro también: le cuenta los sucesos cotidianos, lo que come, lo que observa, con un lenguaje entrañable.
Con frecuencia aparecen las palabras “sostiene Pereira” a través de la novela, lo que convierte al texto una especie de declaración del propio Pereira ante alguna autoridad judicial.
A causa de la carga de trabajo, Pereira busca a un colaborador. Aparece Monteiro Rossi, a quien contacta para invitarlo a trabajar con él, luego de leer un artículo suyo en una revista sobre la muerte y los escritores. Sin embargo, nada de lo que escribe Monteiro convence a Pereira: textos que no tienen que ver con los encargos, críticas feroces contra autores de los que no se le ha solicitado opinión…
No obstante, en Pereira, Monteiro y su novia Marta –ambos con ideas políticas radicales de izquierda– nace una relación muy intensa que rompe la tranquilidad de Pereira y éste comienza a poner en la balanza su vida, lo que observa.
Pese a que rechaza complicarse la vida con ideas extremas, debido un tanto a su edad, Pereira reflexiona y da una lección de fidelidad, de amistad… Un suceso cambia su vida para siempre. Un hecho acontecido en su casa. Pero el desenlace da cuenta del tipo de persona que era Pereira.
El viejo Pereira que conmueve hasta las lágrimas, que uno mira con sus pasos lentos recorrer Lisboa, que entra en establecimientos para pedir su comida que no cumple por completo la dieta recomendada. Un Pereira de pasos lentos, vivísimo, que no deja de hablar con la imagen de su esposa y, a fin de cuentas, muestra el rostro de la sinceridad, del ideal humano.
Sostiene Pereira fue adaptada al cine en 1995 por el director Roberto Faenza, protagonizada por Marcello Mastroianni, cuya actuación ha sido calificada de “maravillosa” en este filme. Aunque no es conocida, la película cuenta con una crítica que la coloca en buena posición.
Otras obras destacadas de Antonio Tabucchi son las novelas Tristano muere, Se está haciendo cada vez más tarde; los libros de relatos El tiempo envejece deprisa, Los volátiles del Beato Angélico, La dama de Porto Pim, El juego del revés, Pequeños equívocos sin importancia, entre otras, todas publicadas por la editorial catalana Anagrama.
El salario del miedo
De acuerdo con un informe de la OCDE publicado en 2018, México es el país con el salario mínimo más bajo entre los países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) e incluso de toda Latinoamérica.
Una de las principales características del capitalismo es la explotación laboral. En numerosos lugares, el hombre es sometido a excesivos trabajos a cambio de una paga que apenas si alcanza para adquirir lo más básico que le impida morir de hambre; padece condiciones infrahumanas a costa de llevar un plato de comida a su familia. No es casual que, en pleno siglo XXI, la esclavitud esté disfrazada de trabajo: a mayor miseria general, mayor ganancia de particulares.
Pienso en las galeras de la zona sur de Morelos: entre tizne, bagazo, lodo, debajo del sol pleno; entre el silencio y los gritos contenidos, decenas de jornaleros se ven en la necesidad de destrozar sus vidas durante hasta dieciséis horas al día a cambio de un salario miserable. Si es que les pagan, porque casos hay en los que incluso ellos son quienes «les deben» a los explotadores.
Pienso también en las empresas que piden a sus trabajadores «ponerse la camiseta» para hacer prosperar el negocio; sin embargo, en momentos de crisis –por ejemplo, la situación que se vive en la actualidad a nivel global con el asunto del Covid-19–, esas mismas empresas muestran un desprecio total por el trabajador y lo privan no ya del bienestar, sino del simple estar en sí, sin asumir una sola responsabilidad social.
En torno a este tema gira la recomendación de esta semana. De la pluma del francés Georges Arnaud (Montpellier, 1917-Barcelona, 1987) salió una obra maestra que da cuenta precisamente de los abusos y la indolencia del capitalismo, sobre todo, en países subdesarrollados: El salario del miedo (Debate, 1995), una novela que fue publicada por primera vez en 1950 y adaptada al cine en 1953 por el director Henri-Georges Clouzot.
Ese mismo año, la cinta obtuvo la Palma de Oro en la categoría de Mejor Actor (Charles Vanel) en el Festival de Cannes y el Oso de Oro en el Festival de Berlín. En 1954 se alzó como Mejor Película en los Premios BAFTA.
La novela transcurre en un país tropical. Una compañía petrolera contrata a gente para realizar trabajos de alto riesgo. Arnaud cuenta la historia de cuatro trabajadores que deben transportar nitroglicerina en camiones.
Los lugares por donde deben transitar son pedregosos, con caminos destruidos, entre selva y ríos: la menor sacudida provocará una explosión que terminará con las vidas de ellos, sin ninguna responsabilidad por parte de la compañía que los contrató.
Con maestría, el casi olvidado Georges Arnaud sumerge al lector en un ambiente de constante tensión y suspenso dignos de mencionar; uno respira el miedo de los protagonistas, se mete en una inmovilidad a tal grado que el solo hecho de respirar se convierte en sinónimo de peligro ante el temor de la explosión: «El miedo. Está ahí, sólido, presente y estúpido, no hay manera de escapar» (p. 73).
Página tras página fluye como gotas de sudor en el rostro ansioso, angustiado. Hay en esta obra, considerada dentro del existencialismo, una narrativa impecable, de alto valor, más allá de la temática que aborda.
La novela invita a la reflexión, a voltear la mirada hacia esos sectores –invisibles cuando no ignorados– que con la esperanza de sobrevivir, de mejorar las condiciones de sus familias, se vuelven víctimas de un sistema avasallador e indolente cuyo único interés es acumular riqueza, aun a costa de muertes que pasan desapercibidas. Es una obra que aborda a los hombres, con un tratamiento excepcional.
En lo que se refiere al autor, Georges Arnaud fue acusado del asesinato de su padre y de su tía, en 1945. Estuvo preso durante diecinueve meses y después fue absuelto. Esta experiencia, su decepción del sistema judicial francés, lo orilló a viajar a Sudamérica, donde vivió miserablemente.
Arnaud se enfrentó al gobierno de Francia en 1950, año en el que apoyó al movimiento independentista argelino. Se trató, pues, de un autor comprometido, de los que escasean en el mundo hoy en día y que prácticamente está relegado.
Los perros de Riga
Hace algunos años hubo una tendencia al alza de la literatura nórdica, específicamente en lo referente a la novela negra. Varias editoriales se volcaron a publicar a autores como Henning Mankell, Jo Nesbø, Camila Läckberg, Mari Jungstedt, Jussi Alder-Olsen y Stieg Larsson, por mencionar a algunos.
El auge de estas obras las colocó en cifras de ventas muy elevadas en buena parte del mundo. Un mundo en apariencia ajeno se abrió a los lectores desde tierras gélidas y donde aparentemente el nivel de vida es elevado y no hay delitos.
Sin embargo, con la aparición de los mencionados y otros –muchos– autores, se desveló ante nosotros la realidad. Si bien se trata de ficción en la inmensa mayoría de los casos, la literatura siempre parte de la realidad. En lo tocante a la novela negra o policiaca, la corrupción de los sistemas políticos y judiciales sale a relucir y ello se convierte en una especie de denuncia.
Esta semana me permito recomendar Los perros de Riga (2002; Maxi TusQuets, 2008; traducción de Dea M. Mansten y Amanda Monjonell), del sueco Henning Mankell (Estocolmo, 1948-Gotemburgo, 2015), uno de los autores consentidos por el público gracias a su serie de novelas protagonizadas por el inspector Kurt Wallander.
La historia comienza durante una gélida mañana de febrero de 1991, cuando dos suecos se encuentran en el mar, a bordo de un barco que emplean para el contrabando. De pronto, descubren un bote en el cual hay dos cadáveres.
El hallazgo los hace entrar en dilemas. Por un lado, saben que no deben dejar los cuerpos; por otro, están convencidos de que si los llevan a la policía, habrá preguntas y ello supondría descubrirse como contrabandistas. Ante ello, deciden amarrar el bote a su barco y acercarlo a la costa.
Esa mañana, Kurt Wallander bostezaba en su oficina, cuando lo fue a buscar su compañero Martinson. Éste le dice que acaba de recibir una llamada que califica de extraña: dentro de poco, aparecerán dos cadáveres en la playa, anunció una voz desconocida.
Así, poco después aparece el bote en la playa de Mossby Strand, Ystad (Suecia). Se trata de dos hombres vestidos con traje que fueron torturados y asesinados de un balazo en el corazón. Llevaban días a la deriva.
Una vez iniciadas las investigaciones, en el departamento forense descubren que los muertos no eran ciudadanos suecos, sino de algún país de Europa del Este, por el tipo de emplaste que llevan en la dentadura.
Pronto saben que eran habitantes de Letonia y que el bote en el que estaban era de fabricación yugoslava. Sin embargo, en las primeras indagatorias, el bote fue robado del sótano de la comisaría, lo que hace suponer que había algo dentro.
Por asuntos diplomáticos, autoridades suecas y letonas entran en contacto para atender el caso. Después envían al mayor letón Liepa a Suecia, donde se relaciona con Wallander.
La estancia de Liepa no es larga, pero sirve para que el inspector sienta cierta empatía hacia él y percibir que las cosas en Letonia no van bien. (Hay que tomar en cuenta que en 1991 se restableció la independencia de los Estados bálticos –Letonia incluida– y ello generó revueltas y convulsión.)
Cuando el caso sería atraído por Letonia, un suceso da un vuelco a la historia y coloca a Wallander en un vuelo que terminará en ese país. Puntualmente, en su capital, Riga.
A partir de entonces, Mankell traslada toda la historia a esa ciudad, en el fin de la era comunista. Una de las virtudes del autor es la capacidad para crear una atmósfera como la que se respira en la novela: plomiza, asfixiante, paranoica…
Wallander vive una serie de sucesos que lo marcarán de por vida. Entre ellos, la aparición de Baiba Liepa, esposa del mayor Liepa y por la que siente una fuerte atracción conforme avanzan los días.
Buena parte del libro transcurre en Riga. Con agilidad, el autor muestra un mundo opaco, lastimado, pero en cuyas entrañas se gesta un grupo de personas dispuesto a conseguir la independencia y dejar a un lado la presencia soviética.
En la novela se plantean temas fundamentales como la libertad. Hay una crítica a los sistemas totalitarios, sin que ello lo convierta en un fanático anticomunista. Por el contrario, plantea el fracaso del comunismo no como sistema en sí, sino por quienes estuvieron al frente y torcieron los ideales en aras del poder.
Los perros de Riga es una novela que se lee con fluidez, en un constante estado de alerta, dado que el espionaje y la traición se respiran por sus páginas.
KAPUTT
El nombre de Curzio Malaparte parece que otra vez resuena, poco a poco, en el mundo de los lectores. Si bien no es un autor conocido en todos los sectores en la actualidad, hacia la segunda mitad del siglo XX gozó de fama entre los bibliófilos en lengua española.
Hay que decir que Curzio Malaparte fue el seudónimo utilizado por Kurt Erich Suckert, nacido en Prato (cerca de Florencia), Italia, el 9 de junio de 1898, fallecido en Roma el 19 de julio de 1957.
Periodista, escritor, diplomático e incluso director de cine, Curzio adoptó el apellido Malaparte en referencia a Napoleón Bonaparte: «Napoleón se llamaba Bonaparte y terminó mal; yo me llamo Malaparte y terminaré bien», decía.
A los dieciséis años se involucró en asuntos militares. En 1918 fue herido durante la Primera Guerra Mundial en Francia y ello le valió recibir las medallas de honor italiana y francesa.
Curzio Malaparte fue corresponsal de guerra del periódico Corriere della Sera (Correo de la Tarde). Su lucha en el conflicto bélico que duró de julio de 1914 a noviembre de 1918 le permitió hacerse de relaciones que a la postre le sirvieron para escribir sus obras más importantes: Kaputt (1944) y La piel (1949).
El italiano estuvo en varios países durante la Segunda Guerra Mundial. Hacia la aparición del fascismo, el escritor abrazó esa ideología, pero fue durante un periodo más bien corto, ya que, al conocer ese pensamiento, decidió abandonarlo e incluso se lanzó a la yugular del mismísimo Benito Mussolini. Al paso de los años, se convirtió al comunismo y también dedicó varias críticas a Hitler.
Su personalidad polifacética y camaleónica le permitió conocer lo mismo que a generales nazis que a víctimas del nazismo. En Kaputt hay varios de los testimonios más crudos de la Segunda Guerra Mundial de primera mano, vistos por Malaparte, quien supo introducirse hasta las entrañas del conflicto gracias a que poseía permisos especiales.
No obstante, como prólogo de Kaputt (vocablo alemán que significa roto, hundido, deshecho, destruido) hay unas notas de Curzio en las que da cuenta de las dificultades que enfrentó para poder escribir esa obra, desplazarse con ella, terminarla y publicarla. Es una novela-testimonio de la guerra, acaso de las más crudas muestras de los horrores de ese conflicto que se cobró millones de vidas.
Está dividida en cinco partes: «Los caballos», «Las ratas», «Los perros», «Los pájaros» y «Los renos». Cada una es una especie de sala en un museo del horror; en ellas, el autor se muestra como un guía que nos lleva a conocer las atrocidades y el terror de la guerra. Sin embargo, existen pasajes de la novela con un alto contenido poético, con imágenes poderosas y dotadas de una belleza que dan fe de la capacidad literaria que tuvo Curzio Malaparte.
Entre los capítulos de Kaputt uno se encuentra con las formas como la alta alcurnia nazi se expresaba de los judíos; imágenes y sonidos del invierno en una de las regiones más frías del norte de Europa; la alegría que provoca un par de botas nuevas entre soldados deshechos anímicamente; la inocencia de los niños en la antesala de la muerte; la sensibilidad de un matrimonio para impedir que sus hijos sepan que están en guerra y enfrentar los bombardeos con ánimo festivo, con tal de que los infantes no sufran; la tristeza de las esclavas sexuales…
En fin, la obra comprende un conjunto de experiencias que marcan la vida de un lector y permiten conocer otra parte de esos años terribles del siglo XX mediante un estilo que a veces puede parecer lento, pero que a la larga da una gran recompensa al lector: estar ante una obra honesta, antibelicista y repleta de sensibilidad.
Así pues, Kaputt es mi recomendación de esta semana. Es una novela un tanto extensa pero que se deja leer; gozó de una enorme fama mundial y contó lectores por miles hacia las décadas de los sesenta y setenta; pero la voz de Malaparte se apagó poco a poco.
Sin embargo, hay que destacar que una voz como la del italiano no se extingue de buenas a primeras. Por ello, y ante la real importancia de su obra, la editorial Galaxia Gutenberg se ha encargado de reeditar Kaputt y La piel; además, Tusquets (Baile en el Kremlin y otras historias, El Volga nace en Europa, Don Camaleón y Diario de un extranjero en París) y Sexto Piso (Muss, el gran imbécil) han contribuido con reediciones recientes a hacerle justicia a uno de los autores que supo narrar los horrores de la guerra con una sensibilidad encomiable.
Otras obras del autor son Técnicas del golpe de Estado (1931), Sodoma y Gomorra (1931), Malditos toscanos (1956), entre otras.
A propósito de Kaputt, a manera prólogo, él mismo refirió: «El personaje principal es KAPUTT, es decir, este monstruo alegre y cruel. Ninguna palabra mejor que la que titula este volumen […] podría dar a entender lo que es ahora Europa, y, por consiguiente, nosotros; un montón de escombros» (p. 10).
Las tiendas de color canela
Desde su autorretrato, Bruno Schulz
nos mira como pidiéndonos perdón por
tanta enigmática y desesperada belleza.
Ernesto Ayala-Dip
Bruno Schulz pertenece a la estirpe de los escritores que, una vez que han pasado una temporada en el olvido, resurgen con tal fuerza que su figura no deja de crecer entre aquellos que se adentran en su obra.
Nacido en Drohobycz en 1893, el polaco fue víctima de un destino cruel, al ser asesinado por un oficial nazi e1 19 de noviembre de 1942, en venganza porque el nacionalsocialista que «protegía» a Schulz mató al «judío» del futuro verdugo de Bruno.
Estamos en el primer tercio del año. A estas alturas aún hay quienes se plantean propósitos y uno de ellos suele ser el de leer más; incluso hay retos lectores en los que se plantea algún tipo de lectura cada mes.
Mi recomendación de esta semana es precisamente un libro de Bruno Schulz: Las tiendas de color canela (1934; Debate, 1991).
La obra de Schulz es más bien escasa: publicó un par de libros de ficción, artículos y algunos otros textos relacionados con artes plásticas. Durante mucho tiempo estuvo olvidado, pero numerosos seguidores han hecho que la figura del llamado «Kafka polaco» resurgiera con una fuerza demoledora que hoy en día no solo abarca el campo de la literatura, pues Bruno también fue un dibujante, pintor, artista gráfico y, sobre todo, uno de los tres vanguardistas que transformaron la literatura polaca –los otros son Witold Gombrowicz y Stanisław Ignacy Witkiewicz.
Schulz, como Kafka, coloca a su padre en el centro de su obra. Sin embargo, a diferencia del checo, en Bruno no hay miedo ni odio sino, en todo caso, una especie de compasión.
Si habría que definir con una sola palabra la obra de Schulz, podría ser la de fascinante. En Las tiendas de color canela nos encontramos ante una serie de textos que bien pasarían por relatos o por una novela cuyos hilos conductores de la trama son Jakub –el padre de Schulz– y el pueblo en sí, del que apenas si salió Bruno durante su vida.
Así pues, Jakub es un hombre enclenque que, con el paso del tiempo, fue rebasado por la enfermedad hasta verse reducido a casi nada.
Dueño de una tienda de paños, se regía por la idea del envilecimiento de la humanidad y su degradación. Por ello estaba en constante búsqueda de salvar al mundo entre las sombras de su tienda e incluso desde la soledad de su casa, siempre ante la mirada del niño Bruno y la preocupación de la madre de este.
En «Los pájaros» encontramos al Jakub de cuerpo entero. Cierto día comenzó a adquirir huevos de aves de todo el mundo en una tienda del pueblo; su idea era rescatar del desastre a todas las especies en una habitación ubicada en la parte alta de su casa.
Pasaba días al cuidado de los huevos y de la incubación. Tanto era el tiempo que dedicaba a dicha tarea, que llegó el día en el que el propio Jacob parecía un pájaro y la habitación se volvió un desastre.
En el «Tratado de los maniquíes», el padre, enfundado en la figura de demiurgo, reúne a un auditorio de jovencitas a quienes dirige una serie de ideas relacionadas con la Creación. Después de mencionar su discurso en torno a la fallida obra del demiurgo acerca del ser humano, Jakub anuncia la segunda creación del Hombre, ante la mirada de fascinación por parte de las muchachas.
No obstante lo anterior, la figura del padre se veía reducida ante Adela, la asistente doméstica capaz de hacer perder la razón a Jakub con el solo movimiento de un dedo índice, tal como si lo agitara en el aire. Entonces el hombre huía despavorido, humillado en sus teorías y conocimientos.
Esta sumisión del hombre ante la figura femenina se ve reflejada no solamente en los textos de Schulz, sino en sus dibujos, donde a menudo él mismo aparece a los pies de alguna mujer.
«Las tiendas de color canela» aborda la fascinación del niño por el descubrimiento de las tiendas del pueblo. Hace un recorrido por los espacios, que describe desde la visión del artista plástico: he aquí una de las mayores virtudes del autor, que por momentos llena de luz las oraciones y en seguida baja el tono hasta dejar en penumbras al lector, siempre con una belleza en cada palabra.
En «La calle de los Cocodrilos» Schulz explora el mundo desde el erotismo. Esa calle es justo donde se reunían las prostitutas. La narración traslada al lector al tiempo presexual del propio Bruno, que por momentos se agita ante lo desconocido y el temor y el insulto brotan como una forma de defensa.
Queda, pues, la recomendación para quienes estén en busca de un autor único y apasionante como Bruno Schulz.
El Ministerio del Dolor
Uno de los episodios más trágicos del siglo XX tuvo que ver con la desintegración de Yugoslavia. Las diferencias étnicas, religiosas y políticas desencadenaron un conflicto bélico que dejó miles de civiles muertos, desplazados y exiliados.
El exilio por cuestiones políticas fue una constante entre artistas del siglo pasado, ante la cantidad de guerras, invasiones y golpes de Estado que tuvieron lugar en decenas de países alrededor del mundo. El conflicto que fragmentó Yugoslavia no fue la excepción.
Uno de estos casos lo encarna la escritora y ensayista Dubravka Ugrešić (Zagreb, Croacia, 1949), quien, en 1989, se unió a un partido que rechazaba la independencia de Croacia y se declaró antibelicista. Ello provocó fuertes críticas hacia su persona durante la guerra de principios de los noventa. Así pues, la postura de Ugrešić la convirtió en «antinacionalista», «traidora» y «bruja», que derivó en su partida de esa nación balcánica, en 1993.
En el extranjero, la escritora ha sido catedrática en universidades de diversos países y ha escrito desde el exilio. En español se han publicado sus novelas El museo de la rendición incondicional (Alfaguara, 2003), El Ministerio del Dolor (Anagrama, 2006) y Zorro (Impedimenta, 2019); los ensayos Gracias por no leer (La Fábrica, 2004) y los artículos y ensayos No hay nadie en casa (Anagrama, 2009).
En El Ministerio del Dolor (traducción de Luisa Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pištelek) hay una carga nostálgica que es narrada por el personaje central: Tanja Lucić, una profesora que consigue una plaza de interina para impartir la materia de lengua y literatura serbocroatas en Ámsterdam.
Tanja deberá enfrentar a un grupo conformado por alumnos que también son exiliados, todos provenientes de la ex-Yugoslavia. Para poder permanecer en esa ciudad, los estudiantes deben obtener buenas notas, por lo que la profesora les asegura que las tendrán apenas al iniciar el curso.
Sin embargo, de pronto, las clases se convierten en prácticamente terapias de grupo: todos están despojados de su pasado, de sus hogares, de sus familias y de sus amigos… Queda la nostalgia para compartirla, los recuerdos para tratar de reintegrar la nación que no existe más.
Y resulta que de ser yugoslavos se convierten en serbios, bosníacos, croatas, etc. El cambio es radical y muy rápido, sin tiempo para asumir y asimilar la pérdida. Por eso, a través de pláticas y remembranzas, Tanja intenta contener el dolor y la ira que se han acumulado en algunos muchachos de la clase.
En esta novela, que posee una prosa con una fuerte carga poética, Dubravka Ugrešić reflexiona respecto de los orígenes, la identidad de las personas; es asimismo un grito de dolor contra la pérdida de la patria, del hogar, y la imposibilidad de hacer escuchar su voz para una posible reconciliación entre todos y cada uno de los involucrados.
En la segunda parte del texto hay un cambio generado por uno de los personajes y sus quejas contra Tanja Lucić por su sistema pedagógico. Ello permite que el lector se adentre en el mundo de algunos clásicos de la literatura de los Balcanes, a través de un recorrido histórico de las letras de una región rica en cultura y todas las formas de expresión.
El Ministerio del Dolor es una novela que se deja leer, que invita a reflexionar acerca de ciertas posiciones y grupos políticos que, más que beneficiar, terminan por dividir sociedades, separar familias y contar muertos como si de simples números se tratara.
El Ruletista
No confío mucho en las campañas que las grandes editoriales lanzan para hacer publicidad a tal o cual autor y su más reciente obra. No es un secreto que cada nuevo libro es presentado como «una obra diferente que rompe con los géneros establecidos» o que el autor en turno «es dueño de una voz que no se parece a la de nadie más».
Considero que a veces es preferible pasar de largo en la mesa de novedades de las grandes librerías. Hace algunos meses, el sello español Impedimenta emprendió una campaña a favor de uno de sus escritores estrella: el rumano Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956), a propósito de Solenoide, su más reciente obra.
La crítica coincide en que Cărtărescu es un autor de muy altos vuelos y que con la aparición de un libro nuevo el lector es el más beneficiado. Además lo mencionan como un fuerte candidato a recibir el Nobel.
El problema para acceder a estos autores muchas veces tiene que ver con lo económico, pues no se trata de libros que estén al alcance de todos. Sin embargo, hay oportunidades para hacerse de alguna obra, ya sea en ferias u otros eventos de promoción de la lectura.
Esta semana me sumo a las voces que admiran al escritor rumano. La recomendación es un relato que estuvo prohibido en la Rumanía de Ceaușescu y que no vio la luz sino años después: El Ruletista (Impedimenta, 2010; traducción de Marian Ochoa de Eribe).
El narrador es un escritor de ochenta años que, postrado en un sillón, acaso espera la muerte mientras unos versos de Eliot lo acompañan: «Concede el consuelo de Israel/ A uno que tiene ochenta años y no tiene mañana».
Durante sesenta años ha escrito. Ahora se dispone a contar la historia del Ruletista, un mendigo que amasó una fortuna y que siempre tuvo la osadía de retar a la muerte.
En viejos sótanos de la ciudad, en medio de ambientes decadentes –cucarachas, cerveza de mala calidad, jarras viejas, hombres que ven en la muerte el mayor de los espectáculos–, se realizan eventos que reúnen a unos cuantos seres en torno a la figura de algún ruletista: el hombre que se juega la vida en la ruleta rusa.
El narrador confiesa que «he asistido a cientos de ruletas y he visto en muchas ocasiones una imagen indescriptible: el cerebro humano, la única sustancia verdaderamente divina, el oro químico donde se encuentra todo, esparcido por las paredes y por el suelo, mezclado con esquirlas de hueso» (p. 32).
Conoció a «El Ruletista», el individuo que se ganó la atención de todos los aficionados a esa práctica y que de plano terminó con el negocio de otros que, como él, se jugaban la vida.
Pero un revólver con un cartucho ya no era tan atractivo. ¿Qué tal con dos? Reducir la posibilidad de sobrevivir al jalar el gatillo. Si no es suficiente, tres cartuchos al tambor, incluso cuatro…
Odiado y amado, el hombre se ganó la admiración incluso de damas finas. La presencia de éstas convirtió a la vieja práctica en una actividad con cierto prestigio: de los sótanos decadentes, «El Ruletista» brincó a salones más bien lujosos. Siempre con la risita previa a jalar el gatillo y el desplome que le seguía.
El narrador reitera que conocía al héroe desde la niñez. Escritor de prestigio, recuerda que incluso lloraba porque perdía dinero al apostar a favor de la muerte, entre la admiración, la envidia y el asombro de un hombre que retó de más al azar.
«El Ruletista» es apenas una probada de la, sí, muy poderosa voz de Mircea Cărtărescu, uno de los autores europeos con más reconocimiento de la actualidad y que, a juzgar por este relato, tiene bien merecida la fama de escritor de culto que en cada palabra coloca la cantidad necesaria de pólvora para que, llegado el momento, explote el texto en las manos del lector.
Las probabilidades de sobrevivir en la literatura son ciento por ciento efectivas. «Porque los personajes no mueren jamás, viven siempre que su mundo es “leído”.» Así pues, el narrador se asume un personaje de la propia historia que cuenta; desde su ancianidad, aspira a algo: «Quizá no viva dentro de una historia importante, quizá sea tan solo un personaje secundario pero, para un hombre que afronta el final de su vida, cualquier perspectiva es preferible a la de desaparecer para siempre».
El ejército iluminado
¿Alguien imagina a un profesor algo deschavetado arengando a sus alumnos para iniciar una lucha que permita a México recuperar Texas? Pues bien, David Toscana (Monterrey, 1961) sí lo hizo: he ahí una de las dos líneas que siguen la ruta de su novela El ejército iluminado (Tusquets, 2006), que me permito recomendar esta semana.
De entrada hay que decir que la narración comienza por el final de la historia, o sea, con la muerte de Ignacio Matus, el personaje principal: un antiguo maratonista convertido en profesor de un instituto para niños y jóvenes con algún tipo de discapacidad, principalmente intelectual.
El año es 1968, en la ciudad de Monterrey, Nuevo León. Matus está al frente de un grupo de jóvenes y niños a quienes trata de inyectar ánimo para que se sumen a su lucha antiyanqui: el profesor detesta a los gringos por la historia con México, pero hay en el fondo otro motivo. A saber.
Año 1924. París. Los juegos olímpicos se celebran en la capital francesa. El joven maratonista Ignacio Matus no pudo asistir debido a que el gobierno mexicano no le pagó el boleto de avión. Sin embargo, ello no quebranta su entusiasmo y decide que sí correrá la maratón, pero a su modo: en Monterrey, trazando una ruta y acompañado por sus amigos Román y Santiago, dos divertidos personajes con los que jugará dominó, décadas más tarde, todas las noches, y que en aquel momento lo siguen en un caballo para darle detalles del tiempo que lleva en su competencia.
Al llegar a la meta que el propio Matus trazó, sus amigos le dicen cuánto tiempo hizo: 2:47:50. «¿Es bueno?, pregunta Román. Matus resopla, no quiere ser cuestionado, desea una frazada porque tanto cansancio da frío» (pp.100-101).
No hay noticias de París, tardan en llegar. Matus, Santiago y Román se enteran bajo el balcón de las oficinas de un periódico, después de insistir. Matus superó al estadounidense que ocupó el tercer lugar en la competencia oficial; es decir, la medalla de bronce le corresponde a él. Los tres hombres celebran.
Con el tiempo, Matus se sintió robado por el gringo que obtuvo el bronce en 1924. Ése fue el origen de su aversión a los yanquis y que intentó propagar entre sus alumnos, hacia 1968, año olímpico en México.
Cierto día, el profesor fue despedido del instituto debido a sus formas de dirigirse a los alumnos. Pero principalmente por la acusación que la madre de uno de ellos hizo llegar al director del instituto, que decidió echar a Ignacio Matus.
No obstante, el despido no hace mella en el ánimo del profesor; por el contrario, inicia una campaña para reunir gente que quiera sumarse a su ejército con el firme propósito de recuperar Texas.
Una mañana se instaló en la calle, cartulina en mano, con la convocatoria abierta para todo patriota que desee pasar a la historia al llevar a cabo la gesta heroica que les espera.
Hay que decir que Matus es el tutor de Comodoro, un gordo que estudia en el instituto del que echaron al profesor y que además es un personaje sumamente divertido al tiempo que doloroso.
Comodoro se encarga de juntar voluntarios entre sus compañeros. Así, poco tiempo después, le dice a Matus que ya cuenta con muchos valientes para emprender el camino hacia el río Bravo y saltar del otro lado para «hacer más grande la patria».
Serían seis soldados a las órdenes del ahora general Ignacio Matus, pero Caralampio fue abandonado debido a que tardó mucho tiempo en el baño. Así pues, al «ejército iluminado» lo conforman cinco personajes entrañables, junto con el profesor.
En primer lugar está Comodoro, un gordo fantasioso que imagina las batallas que emprenderá en Texas: se ve héroe nacional, el «Frijol Invencible» temido por los soldados gringos.
Luego está Azucena, la futura esposa de Comodoro (logran el acuerdo nupcial en el camino). Es una chica presta a brindar caricias, a respetar a su esposo y dirigir a buen puerto las órdenes que le sean dadas.
También va Cerillo, un niño que es encomendado por su madre para la guerra, pese a que lo quiere más que a sus otros hijos. Aletargado, viste trajecitos blancos con corbatín azul y se queda dormido en cualquier sitio donde se acomode.
Ubaldo es un «artista extático» dado a dibujar cualquier cosa y convencido de disparar contra el enemigo bajo la circunstancia que sea.
El ejército es completado por el Milagro, un chico tembloroso que repasa las clases de matemáticas y nadie le dirá que ocho por once no son cuarentaidós. Sobrevivió a un accidente automovilístico en el que falleció su familia, pero él sufrió daño cerebral. «Soy un milagro porque mientras hubo necesidad de meter a tres Margáin en féretros finamente adosados, yo sólo pasé un mes desvanecido en cama y un día desperté tan intacto como todos estábamos en el kilómetro 35…» (p. 92).
A bordo de un automóvil que consiguió Román, ese ejército de iluminados parte de Monterrey, convencido de que devolverá Texas a México. Luego, cuando el auto ya no puede seguir en el camino, suben a una carreta que es tirada por una mula.
Se trata una novela de aventuras por momentos; Matus es un «Quijote» invencible, sí, un general de triste figura que encabeza una misión que depara situaciones muy cómicas, pero también un trasfondo desolador que hace de El ejército iluminado una obra para disfrutar desde la primera página y un desenlace que hará brotar en los labios del lector una amarga sonrisa.
Tres cuentos
El cuento es uno de los géneros más cultivados entre los escritores mexicanos. Hay una tradición bien arraigada que parte desde la oralidad, ya sea a través de leyendas que los viejos contaban a los niños o por historias aparentemente comunes que resultan ser joyas de la cuentística.
La lista de cuentistas mexicanos destacados es larga; sin embargo, a botepronto se pueden soltar algunos nombres de grandes exponentes del género: Juan Rulfo, José Revueltas, Juan de la Cabada, Juan Vicente Melo, Beatriz Espejo, Amparo Dávila, Inés Arredondo, por citar algunos de los más representativos del siglo XX.
La recomendación de esta semana es justamente un libro breve, pero sustancioso, escrito por uno de los escritores mexicanos más reconocidos del pasado siglo: Tres cuentos (Joaquín Mortiz, 1964), del jalisciense Agustín Yáñez (1904-1980).
Quizás las novelas Al filo del agua y Las tierras flacas son los trabajos narrativos más destacados del autor; sin embargo, Tres cuentos no es una obra menor, pues se trata de tres piezas de la mejor cuentística mexicana.
Las historias que reúne este volumen están unidas por el lenguaje coloquial, que seduce al lector desde las primeras frases.
El primer cuento, «La niña Esperanza o El monumento derrumbado», es narrado por un niño que descubre el primer acercamiento a la muerte. Esperanza es una mujer acaso enigmática del pueblo que despierta lo mismo amor que odio de parte de los vecinos.
Desde la angustia, el narrador cuenta las horas en las que el ambiente se llena de rumores acerca de la salud de Esperanza, a quien jóvenes y hombres consideran «un monumento», pero que también tiene sus detractores y son precisamente éstos los que despiertan enojo en el niño que cuenta su admiración/amor por la mujer, desde su ingenuidad.
La segunda historia, «Las avispas o La mañana de ceniza», narra cómo en un día, un hombre –director de una escuela desde hace varios años– pierde todo su reconocimiento de conducta estricta y severa.
A saber, huraño por convicción, cierto día, después del trabajo, acude al lugar de siempre para tomar su merienda. Sin embargo, es abordado por tres individuos de quienes acepta su compañía únicamente porque les debe favores y lo ensalzaron al grado de que se sintió cómodo con su presencia.
Después, ciertos actos del individuo echarán por la borda todo ese pasado ejemplar por el que tenía el respeto de los alumnos y profesores de la escuela que dirige.
Por último se encuentra «Gota serena o Las glorias del campo», otra historia narrada por un niño en la que cuenta la visita que su familia realiza a familiares del campo.
Además de la riqueza del lenguaje, destaca el flujo de creencias que había –acaso hay– entre ciertos sectores de la sociedad: «–No vean tanto la luna: les cae gota serena». Así inicia el cuento, que llevará al lector a recorrer los caminos que la familia del narrador transita desde la ciudad para llegar al pueblo donde ya es esperada, siempre rodeados de un halo de superstición.
El niño conoce el mal y la crueldad durante su viaje, pero también tiene un acercamiento a la naturaleza que lo embelesa.
A demás de ser una obra breve y accesible para todo tipo de lector, Tres cuentos es una joyita del género en nuestro país.
Los bosnios
En este espacio me he referido más de una vez a la Guerra de los Balcanes de la década de los noventa del siglo XX. Ya en otras ocasiones he intentado reseñar obras de autores de esa región que abordan, de forma directa o indirecta, aquel conflicto que marcó a millones de personas, ante la indiferencia del mundo.
Hijo de hombre
Cuando se escucha o se lee algo acerca dela literatura latinoamericana, invariablemente suelen brincar los mismos nombres de siempre: Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, etc.
Se trata de esas figuras que se engrandecieron con el llamado boom latinoamericano, que permitió exportar obras de esta parte de América hacia Europa y su posterior difusión en buena parte del mundo.
Sin embargo, hay otros nombres cuyas obras e importancia parecieran no tener el alcance de los ya citados, pero que tienen tanta –o más, si me apuran– calidad que aquéllos. Me refiero a Roberto Arlt, Antonio Di Benedetto, Macedonio Fernández, Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti, por citar algunos.
Y hay un nombre más: Augusto Roa Bastos (1917-2005), un escritor paraguayo que en 1989 fue galardonado con el Premio Cervantes.
La de Roa Bastos es una obra medianamente desconocida, pero no por ello menor. Cuentista sin par, ya en sus relatos dejaba entrever a un narrador fascinante, de altos vuelos, y que a raíz de la publicación de su primera novela ganó adeptos allende las tierras paraguayas.
Hijo de hombre (Promexa/Alfaguara, 1979) fue publicada en 1960, aunque el autor realizó modificaciones, en la década de los ochenta, y narra los inicios del siglo XX en Paraguay, hasta la Guerra del Chaco (1932-1935), un conflicto entre ese país y Bolivia, en el que el propio escritor participó.
Hay que destacar que buena parte de la sociedad paraguaya es bilingüe (el guaraní es su lengua oficial), ello implica que tenga una especie de pensamiento dual.
Con base en lo anterior, no es extraño que en Hijo de hombre el lector encuentre referencias de ese tipo. Pero no se trata de una novela histórica académica: la voz de Roa Bastos es potente, dotada de un lirismo que la convierten en una de las plumas cumbres de nuestro continente.
En Hijo de hombre hay varias historias, saltos temporales y de lugar. Es una historia compleja en la que el autor hace un recuento particular de Paraguay que desemboca en la región latinoamericana vista como la universalidad y su inducción forzosa al «orden mundial», al mundo del «progreso», con toda la dolorosa transición que ello implica.
La estructura de la novela no es lineal, ni sencilla, pero sí resulta una lectura agradable: el lector se percata, ya desde la primera frase, que se está ante un narrador espléndido: «Hueso y piel, doblado hacia la tierra, solía vagar por el pueblo en el sopor de las siestas calcinadas por el viento norte».
La riqueza de personajes es otra de las virtudes del autor, la forma de entrelazar sus historias, la belleza empleada en el lenguaje, muy a pesar de lo declarado por el propio Roa Bastos, en el sentido de que con esta obra antepuso la sinceridad a la belleza.
La del paraguayo no era –no es– una obra para figurar en los medios, para dictar las ideas del bien y del mal. No. La del escritor es, en sus propias palabras, una «literatura militante de la realidad humana». Ante todo, se trata de un autor regido por la congruencia de ideas.
Hay que destacar también que Hijo de hombre es la novela que abre una trilogía «sobre el monoteísmo del poder», que la siguen Yo el Supremo (1974) y El fiscal (1993).
La obra en cuestión –Hijo de hombre– es una síntesis del proceso al que fueron sometidos los pueblos originarios, al sufrimiento de esas sociedades que han sido –siguen siendo– aplastadas para despojarlas de sus riquezas, de sus tierras, de sus lenguas, de sus amores, de sus ideas…
Hijo de hombre es una muestra clara de la riqueza de la literatura latinoamericana, del escritor comprometido –de los que escasean, hoy en día– con las causas que de lo particular evocan a un grito universal.
Augusto Roa Bastos se erige como uno de los grandes escritores americanos del siglo XX y la referida novela no deja dudas al respecto.
Aprovecho el espacio para enviarles saludos a los lectores y desearles todo lo mejor para este 2020, que llegará dentro de dos días.
¡Hasta el próximo año!
Augusto Roa Bastos huyó de Paraguay en 1947, perseguido por el dictador Alfredo Stroessner. Volvió hasta 1996.
La primera edición de Hijo de hombre apareció en 1960, bajo el sello de Losada.
El honor perdido de Katharina Blum
Un país vale a menudo lo que vale su prensa
Albert Camus
Cada vez que se celebra el Día Mundial de la Libertad de Prensa (3 de mayo), comunicadores y políticos se reúnen en eventos en los que no faltan los discursos de estos últimos acerca de la importancia de contar con libertad para informar, aun cuando ellos mismos suelen coartar ese derecho y se inclinan hacia la censura para ocultar lo que no quieren que se sepa.
Ahora bien, del otro lado de la moneda, cabe preguntar: ¿qué tan ético es valerse de la «libertad de expresión» para destruir la vida de una persona?
En pleno siglo XXI, el periodismo inquisitivo relacionado con temas de justicia aún se practica y no son pocos los medios de comunicación que cuentan con reporteros y editores que pretenden hacer las labores de ministerio público o de jueces a la hora de «informar» a la sociedad.
Exhibir a personas detenidas o asesinadas a través de medios de comunicación es una práctica común a lo largo y ancho de nuestro país: basta detenerse en cualquier puesto de periódicos y revistas para comprobar que el sensacionalismo forma parte del día a día en las calles.
Este asunto de usar la «libertad de expresión», puntualmente, para dañar la imagen de alguien que es señalado de cometer algún delito pone en desventaja a las personas detenidas frente a los periodistas que gustan de enjuiciar y de ejercer un supuesto poder para influir en la percepción de la sociedad, que a su vez contribuye a degradar la comunicación y la propagación de un periodismo que a estas alturas tiene un tufo rancio y se contrapone a la ética que un comunicador –en el papel– debe tener.
A propósito de dicho tema, la recomendación de esta semana gira en torno a esas formas desfasadas de hacer «periodismo» y que no respetan ningún derecho de los ciudadanos.
En el año de 1974, el escritor alemán Heinrich Böll (1917-1985; Nobel de Literatura, 1972) publicó una novela corta titulada El honor perdido de Katharina Blum (Las 100 joyas del milenio/Noguer y Caralt, 1999; traducción de Helen Katendhal).
Basada en un caso real, aborda la historia de Katharina, una joven alemana que goza de respeto y seguridad moral entre quienes la conocen y cuya vida transcurre en la más absoluta tranquilidad y alejada de la vida social.
Este personaje se dedica a trabajar en casas de matrimonios mayores; debido a que no hace vida en las calles –su madre está enferma, en un hospital–, su ensimismamiento y encierro le permiten acumular algo de dinero, con miras a un futuro sin carencias.
Sin embargo, cierto día es invitada a una fiesta de carnaval por un par de amigas que logran convencerla para asistir. En esa fiesta, Katharina conoce a un hombre que está señalado de haber participado en actos terroristas; siente una atracción hacia él, lo que provoca que ambos pasen la noche juntos en la casa de la mujer.
Este hecho deviene en actos que terminarán por afectar de forma irreparable la vida de Katharina Blum. En primer lugar, la policía se entera de que el hombre buscado durmió con la chica y, a la mañana siguiente de la fiesta, agentes llegan al domicilio de la muchacha. Pero no encuentran al individuo: ella, Katharina, lo ayuda a escapar.
A raíz de este hecho, un periodista que trabaja para un medio sensacionalista se encarga de arruinar la vida de la chica: difunde mentiras acerca de ella, entrevista a personas con las que Katharina trabajó y tergiversa las opiniones para publicarlas; inventa situaciones y pone a la mujer frente a una sociedad que no se toma la molestia de dudar respecto de la información que se publica en ese medio.
La actuación del reportero provoca que la vida de Katharina se destruya. Incluso, el tipo contacta a la madre de la muchacha, la visita en un hospital y, luego de ese encuentro, la señora fallece. Este acto termina por derrumbar a Katharina, quien, sin nada más que perder, se comunica con el reportero para ofrecerle una entrevista exclusiva que culminará con una sorpresa que el lector debe descubrir.
Heinrich Böll no sólo fue uno de los máximos exponentes de la literatura alemana de postguerra, sino también se convirtió en un férreo defensor de los derechos humanos y se atrevió a cuestionar a la Iglesia católica –él era católico– por su papel durante la Segunda Guerra Mundial.
El honor perdido de Katharina Blum es una novela vigente que nos invita a reflexionar respecto del papel de la prensa sensacionalista y su colaboración –indirecta, si se quiere– con la violencia en nuestro país, así como a cuestionar las formas de las que se valen muchos medios y reporteros para el tratamiento de asuntos más allá de sus límites, pues ello los coloca como violadores de derechos humanos.
Böll es un autor para tomarse en serio. Entre sus obras también destacan ¿Dónde estabas, Adán? (1951), Billar a las nueve y media (1960), Opiniones de un payaso (1963) y Retrato de grupo con señora (1971), por citar algunas.
El libro vacío
Cuentan que en 1958, una mujer se presentó a la imprenta donde estaban a punto de imprimir su primera novela. Se dice que le solicitó al encargado que detuviera la impresión porque tenía ciertas dudas y debía hacer unas correcciones a la obra.
Otro día, una vez más, la mujer llegó a la imprenta. Como en la ocasión anterior, pidió que se detuvieran para hacer algunas correcciones. El libro le fue devuelto, hizo los cambios y lo entregó a la imprenta.
Cierto día se volvió a presentar. Sin embargo, en esta ocasión, el encargado le negó la obra, al tiempo que le dijo que si seguía corrigiendo la novela terminaría por arruinarla. Entonces, la novela se imprimió; su autora, una tal Josefina Vicens, no tenía idea de lo que acababa de entregar a la literatura mexicana: El libro vacío.
Ésta es una de las novelas más importantes que se han gestado en México. Hoy en día, Josefina Vicens es apenas conocida (aunque hay esfuerzos por colocarla en el lugar que se merece) y su obra se ubica en las cumbres de la literatura mexicana.
Como Rulfo, únicamente publicó dos libros de ficción que le valieron la eternidad en el mundo literario de este país que a veces se niega a reconocer las grandes obras y se empeña en anteponer otras, de amigos para amigos.
El libro vacío (1958; SEP/Lecturas Mexicanas, 1986) es una narración en primera persona de José García, un contador de 56 años que vive atrapado en la rutina de su trabajo y en el encierro de su casa. Un hombre «gris» que se rechaza a sí mismo: «No me gusta mi cuerpo: es débil, blando, insignificante. No, no me gusta» (p. 48).
Cierto día, este hombre decide escribir. Para ello adquiere dos cuadernos; en uno escribirá su rutina, contará su vida, los hechos que lo han marcado; lamentará su mediocridad y su poca capacidad para escribir… En el otro planea transcribir lo que le parezca más valioso para convertirlo en un libro, que sin embargo permanece en blanco.
A través de la historia conocemos pasajes de la vida de José. Por ejemplo, cómo a los catorce años sostuvo una relación con una mujer de cuarenta. O cómo cayó en infidelidad pocos años antes de decidirse a escribir.
Vicens aborda el tema de la imposibilidad de crear, de escribir. Porque José García escribe en su cuaderno, pero no en el libro. Es decir, escribe pero no escribe. Todos sus apuntes los considera eso y nada más, aun cuando su historia va tomando forma. He ahí la grandeza de la novela, su importancia en México: es la primera vez que se aborda dicha temática en las letras nacionales.
El personaje reconoce la necesidad de escribir. Luego, convencido de que no es posible crear, decide no volver a escribir. Pero recae: «He tenido una pequeña victoria. Hoy hace exactamente ocho días que no escribo. Esta recaída es sólo para consignarlo» (p. 53).
José busca desprenderse de la cotidianidad a través de la literatura. Su vida le resulta vacía como para habitarla día a día sin respuesta a esa «nada».
Con El libro vacío, Josefina Vicens entregó una novela redonda cuya importancia radica no sólo en la innovación, sino en el hecho mismo de que estaba convencida de que no se podía escribir nada.
«¡No soy escritor! No lo soy; esto que ves aquí, este cuaderno lleno de palabras y borrones no es más que el nulo resultado de una desesperante tiranía que viene no sé de dónde» (p. 44), dice José García, seudónimo que, precisamente, alguna vez utilizó Josefina, la gran escritora Josefina Vicens, aun cuando hoy su nombre no es mencionado entre las «estrellas» de nuestra literatura, pese a la importancia de su brevísima obra.
A propósito de ello, a pesar de la buena crítica que recibió El libro vacío, Vicens no se animó a publicar otra obra sino veinticuatro años después, cuando en 1982 apareció Los años falsos (Martín Casillas Editores), la segunda y definitiva novela de esa escritora que prevalecerá en las letras mexicanas, pese al olvido al que la han querido destinar algunos.
El enano
Desde Sully Prudhomme, en 1901, hasta Peter Handke, en 2019, ciento dieciséis autores han sido galardonados con el Premio Nobel, no sin casos polémicos ni controversiales. Existen voces que se niegan a reconocer la calidad de todos los escritores galardonados; por el contrario, consideran que son muy pocos los que realmente han sido dignos de obtener ese reconocimiento.
Muchos de estos escritores hoy en día han caído en el olvido, ante el auge de nuevos creadores y la necesidad de las editoriales de ofrecerlos como los próximos clásicos. Sin embargo, un buen escritor difícilmente perderá vigencia.
Esta semana mi recomendación gira en torno al Nobel de 1951: Pär Lagerkvist (Växjö, Småland, 23 de mayo de 1891-Estocolmo, 11 de julio de 1974).
Testigo de la Primera y la Segunda guerras mundiales, Lagerkvist cuestionaba los argumentos bélicos y tachaba de inútiles todas las guerras a través de su obra poética y narrativa.
Derivado de sus reflexiones respecto del bien y del mal, escribió novelas y relatos que contienen pesimismo, pero a la vez son críticas contra los totalitarismos y contra la figura de quienes, endiosados en sí mismos, deciden quién o quiénes deben morir.
El libro que recomiendo se titula El enano (1944), aunque está en un volumen que Orbis lanzó al público en 1982, en conjunto con la novelas Barrabás (1950) y el relato «El verdugo» (1933).
El enano es una historia que está ambientada en la Italia renacentista. El protagonista es el propio narrador, Piccolino, quien mide 65 centímetros y está al servicio de un príncipe.
Por voz de Piccolino, el lector asiste a las confesiones de un hombrecillo que siente fascinación por la maldad y se deja dominar por el desprecio hacia los otros. Ama la sangre y detesta las debilidades del ser humano. Lucha consigo mismo para alcanzar ese ideal suyo respecto de ser un digno representante del mal.
Con el paso de la narración se conocen la vida en palacio, los amoríos extramaritales de la esposa del príncipe, las costumbres de la época; todo, desde la mirada de quien se resiste a ser considerado únicamente el bufón del príncipe y pone todo su empeño en pelear contra la bonachonería.
Piccolino ama la guerra, considera que el amor muere y luego se pudre; desconoce el miedo, la angustia y el remordimiento. No hay nada –confiesa– que pueda impresionarlo.
Página tras página conocemos las reflexiones del personaje, sus posicionamientos respecto de ciertos temas como la religión, el amor, el bien y el mal, tratados de una forma magistral que convierten a El enano en una obra fascinante.
El volumen de Orbis abre con Barrabás, acaso la obra más famosa de Lagerkvist. En 1953 fue adaptada al cine por el director sueco Alf Sjöberg, pero la adaptación de 1962, con Anthony Quinn como protagonista, le dio fama internacional. En abril de 2014, Discovery Channel estrenó una miniserie homónima basada en el texto de Pär Lagerkvist.
La historia escrita por el Nobel comienza con la liberación de Barrabás, con base en la narración bíblica, y la posterior crucifixión de Jesús. A partir de ese momento, Lagerkvist aborda una visión personal respecto de lo que ocurrió con el ladrón luego de haber sido perdonado.
El sueco transporta al lector hacia aquellos años mediante una narración que detalla los sitios, los rostros, con maestría. En la obra se lee la lucha entre el bien y el mal; Barrabás pelea contra sus demonios y se ve obligado a justificarse a sí mismo la redención, mediante diversos actos que se desarrollan a través del texto, con un estilo admirable por parte de Lagerkvist.
Por último, «El verdugo» es el texto más corto de los tres. Se trata de un relato en el que el autor lanza una crítica hacia los regímenes totalitarios, hacia el nazismo en sí. Hay posturas sobre la guerra, el racismo, la tiranía. Una obra también para tener en cuenta.
Con Barrabás y otros relatos descubrimos a un escritor para paladares exigentes, al que se le buscará un buen lugar en las bibliotecas personales.
Zama: la novela de la espera
Hace tiempo, en este mismo espacio, recomendé la lectura de Caballo en el salitral (Bruguera, 1981), una antología que contiene catorce cuentos del argentino Antonio Di Benedetto (Mendoza, 1922-Buenos Aires, 1986). Se trata de uno de esos libros que permanecen en la memoria del lector debido a la alta calidad de los textos.
Pues bien, esta semana me permito recomendar la que es considerada la obra maestra del mendocino: Zama (1956; Casa las Américas, 1990), una de las más importantes novelas de nuestra lengua y que no hace mucho despertó interés en el público debido a la adaptación cinematográfica de la novela que realizó la directora argentina Lucrecia Martel (1966).
En algún sitio leí que Zama ha sido una obra con más prestigio que lectores. Supongo que lo difícil que resultaba encontrar algún ejemplar –por lo menos en México– abonó para convertirlo en un libro de culto muchas veces buscado, pero casi nunca encontrado (sin embargo, Adriana Hidalgo e incluso el otrora Conaculta reeditaron la novela).
La historia está ambientada en la última década del siglo XVIII. Diego de Zama, un criollo letrado, es un funcionario de la Corona española que presta sus servicios en Asunción de Paraguay, donde ve pasar los años en espera de la gran noticia: aguarda a ser trasladado a la ciudad para poder reunirse con su familia.
Mientras espera, intercambia correspondencia con Marta, la lejana esposa a la que transmite acaso lo que va restando de su esperanza.
Así, el corregidor deambula entre originarios del lugar, mestizos y otros funcionarios de la Corona. Sus días transcurren entre uno que otro sobresalto, siempre con la mira puesta en el llamamiento al cambio de residencia.
Zama mira el mar, aguarda a que llegue el bote con el mensaje que cambie el transcurso de su vida. Pero no hay tal notificación; ésta se aplaza, una y otra vez. Llegan mensajes, sí, pero acerca de sus tareas, del sueldo… Ello va desgastando la esperanza de Diego, lo agota física y moralmente: es un fantasma que recorre la playa en busca de la noticia largamente esperada.
Llamada «la novela de la espera», Zama atrapa al lector apenas comenzar la historia, que es narrada por el propio protagonista con un lenguaje y un ritmo pausados, con la maestría de Di Benedetto para contar sucesos.
Anclado en el pueblo, Zama trata de sacudirse la mediocridad que lo acecha y embiste; de la amargura que lo va cubriendo como el óxido al metal conforme se suceden los días.
Entonces es un enamorado, se lanza en busca de los favores amorosos de una española –rechaza a las indias, aunque procrea hijo con una de ellas– que radica en el pueblo. Diríase que el amor se convierte en el motor que lo saca a flote de esa espera que le carcome el deseo de vivir.
El estilo de Di Benedetto es depurado. Muy pronto, el lector se ve atrapado en una trama de aparente lentitud, como en una balsa que se desliza casi imperceptiblemente en las mansas aguas de un río de agua clara y en lapsos turbia.
Se respira el olor de la hierba, los sudores; se siente la piel pegajosa que antes estuvo expuesta al sol tropical. Zama es, como se ha dicho ya, una obra maestra de la lengua española.
Si bien se trata de un libro no visto muchas veces, hay que destacar que el sello argentino Adriana Hidalgo se ha encargado de editar las obras de Antonio Di Benedetto. Es así que en alguna que otra librería de México se puede encontrar.
Otros sellos que la han publicado son Alfaguara, Casa de las Américas, El Alpeh (en un volumen conjunto con El silenciero y Los suicidas, con las que conforma la Trilogía de la espera), Círculo de Lectores, Alianza, Planeta, entre otras editoriales sudamericanas.
Queda, pues, la recomendación de esta semana para añadir al paisaje otoñal un trazo más de nostalgia.
TOMADA DE LA WEB
La obra de Di Benedetto ha sido elogiada por escritores como Borges, Cortázar y el Nobel J. M. Coetzee. El autor vivió en carne propia los horrores de la dictadura de Videla.
TOMADA DE LA WEB
Daniel Giménez Cacho encarnó a Diego de Zama en la adaptación cinematográfica dirigida por Lucrecia Martel.
La bestia del corazón
El 25 de diciembre de 1989, el matrimonio conformado por Elena y Nicolae Ceaușescu fue ejecutado en el patio de una base militar situada en la ciudad de Timișoara, en la República Socialista de Rumanía, tres días después de su detención. En plena Navidad. Ese acto significó el fin del llamado régimen comunista de los Ceaușescu (1974-1989), y con ello, en el papel, las cosas irían mejor en ese país del Este europeo. Pero… no hubo tal.
Horas antes de la doble ejecución, Elena y Nicolae fueron sometidos a un «tribunal del pueblo» conformado por llamados golpistas: se cree que únicamente se trató de una simulación de juicio, pues la decisión de asesinarlos ya estaba tomada de acuerdo con la «nueva ley».
Este hecho estuvo antecedido por lo que ciertos articulistas occidentales llaman una «revolución» para justificar el cambio en el poder. Lo cierto es que la confusión en torno a esos hechos prevalece hoy en día. Como ejemplo, hay que decir que entre los «revolucionarios» que tomaron las calles había obreros que se manifestaron en contra de la privatización de las fábricas ante la inminente apertura del país al neoliberalismo, pero la televisión y diversos medios los hicieron pasar como parte de los opositores a los Ceaușescu, puesto que fue una «revolución» televisada.
20 años después de aquellos acontecimientos, la Academia sueca otorgó el Premio Nobel de Literatura a Herta Müller (Nitzkydorf, 1953), una mujer nacida en tierra rumana, pero que es descendiente de alemanes emigrados a ese país.
Müller creció bajo el yugo de los Ceaușescu. Ello marcó su vida profundamente y sus futuras obras, que a la postre le permitirían obtener el galardón más prestigioso del mundo de las letras.
Para tratar de entender la vida bajo los lineamientos de aquel periodo, la recomendación de esta semana es un libro de la Nobel titulado La bestia del corazón (Siruela, 2009), una novela inquietante y a su vez placentera: inquietante por la atmósfera en la que se desarrolla la historia; placentera por el lenguaje de Müller, tan llegado a la poesía.
La novela gira en torno a cinco estudiantes: Lola, Kurt, Edgar, Georg y la narradora, de quien no se sabe el nombre, pero que bien podría tomarse como un trasunto de la propia Müller.
El suicidio de la primera lleva a pensar a los otros cuatro en dejar Rumanía, pero las dificultades para ello son inmensas, pues quienes tratan de huir del país son ejecutados.
La protagonista narra su vida a través de vueltas al pasado que intercala con su presente. De esta forma el lector se entera de la demencia que padece su abuela, de los achaques de su madre y de las penas de sus amigos, así como un malestar conjunto que no parece tener fin sino que se incrementa y conduce a todos a un vacío irreversible.
Aunado a ello, el ambiente es irrespirable, pesado hasta la nulidad del ser. Sin embargo, la novela narra las peripecias de los cuatro amigos para resistir y no resignarse a ser anulados por el sistema, aun cuando ello implica el riesgo de perder la vida o ser sometidos a torturas.
En la historia hay un personaje siniestro: Pjele, un vigilante del gobierno sin escrúpulos que parece disfrutar del acecho, de los interrogatorios y de humillar a los otros.
Pjele es un ejemplo de los miles de informantes con los que –se dice– contaba la República Socialista de Rumanía mientras Elena y Nicolae estuvieron al frente del poder y que fueron parte fundamental del aparato represor.
La protagonista de La bestia del corazón se refiere a Nicolae como «el dictador» y su figura ronda las páginas como la sombra que antecede a la noche.
El comunismo ha recibido señalamientos en el sentido de que no hay libertad ni democracia bajo ese sistema. Pero hay que cuestionarse si la democracia consta en permitirle a la gente elegir a los gobernantes que entregarán las riquezas de una nación a fuerzas extranjeras, a costa de los derechos de los individuos.
La anulación del individuo para dar cauce a la masificación de pensamiento uniforme, la falta de libertad de expresión, el totalitarismo disfrazado de democracia, la imposibilidad de exigir derechos no son características del comunismo: lo vemos hoy en día en países como Estados Unidos, España, México, Chile y otros que han entregado a sus millones de ciudadanos.
En el veredicto del simulacro de juicio, Elena y Nicolae Ceaușescu fueron acusados de genocidio, por socavar el poder del Estado y destruir la economía nacional (la deuda externa del país era nula cuando ejecutaron al presidente).Además los señalaron de haber vivido en la mayor de las opulencias, rodeados que lujos mientras el pueblo padecía pobreza y sufría hambre.
No es característico de los comunistas o socialistas como los Ceaușescu darse vida de reyes, mientras la sociedad sufre. En México hay casos de sobra. Muchos.
La de Herta Müller es una novela dolorosa, sin duda; no obstante, su estilo mitiga ese dolor con ungüentos de poesía y frases cortas que hacen olvidar, por momentos, el agobio al que la ciudadanía es expuesta.
En resumidas cuentas, La bestia del corazón es un testimonio de cómo el totalitarismo –llámese como se llame– ciega a los poderosos y mutila los sentimientos y el pensamiento del ciudadano común.
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La obra de Herta Müller aborda las condiciones de vida en Rumanía durante el régimen de Ceaușescu.
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Elena y Nicolae Ceaușescu gustaban del culto a la personalidad y lujos excesivos.
El señor Presidente
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define al tirano como la persona «Que obtiene contra derecho el gobierno de un Estado, especialmente si lo rige sin justicia y a medida de su voluntad». En otra acepción refiere: «Que abusa de su poder, superioridad o fuerza en cualquier concepto o materia, y también simplemente del que impone ese poder y superioridad en grado extraordinario».
Al escuchar estas definiciones brinca más de un nombre en nuestra mente. Si bien en México no ha habido una dictadura como las que arrasaron con Latinoamérica durante el siglo pasado, los mexicanos sí hemos experimentado gobiernos cuyas acciones encajan en el concepto de una dictadura en diversas características: libertad de prensa limitada, periodistas silenciados a fuego y plomo, desapariciones forzadas, encubrimiento en las altas esferas del poder, por citar algunos ejemplos.
En días recientes han sido noticia las multitudinarias protestas que se han suscitado en Ecuador y en Chile por parte de cientos de miles de ciudadanos que exigen, nada más, mejores condiciones de vida. Ante la protesta, en ambos casos, el Estado echó a andar su maquinaria de violencia –el ejército y la policía–, con saldo de varios muertos, heridos e incluso desaparecidos. Así pues, Lenin Moreno y Sebastián Piñera han adoptado la piel del tirano en el sentido más fiel de la definición.
La experiencia latinoamericana en ese infortunado campo es amplia. Dos de los casos más conocidos –que no los únicos– son los regímenes militares de Chile (1973-1990), con Augusto Pinochet, y de Argentina (1976-1983), con Jorge Rafael Videla.
El horror que desatan estos asaltos a la democracia –auspiciados por Washington– ha provocado que aquellos que se atreven a criticar las imposiciones y denunciar los abusos se vean obligados al exilio para proteger su vida.
De estas voces han surgido las de poetas, narradores, periodistas, músicos, cineastas, etc. En literatura existe el subgénero denominado «novela del dictador», que es precisamente en el que se denuncian los hechos más atroces y se describe la personalidad de esos que encabezan las dictaduras: tiranos, asesinos, sociópatas...
En este tenor, la recomendación de esta semana gira en torno a una de estas novelas, El señor Presidente (1946), del guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974), el único autor centroamericano que hasta ahora ha recibido el Nobel (1967).
Aunque no menciona el nombre en la novela, la historia está basada en la dictadura de Manuel Estrada Cabrera y fue escrita en París, donde el autor estuvo exiliado.
Al inicio de la obra ocurre la muerte del coronel Parrales Sonriente. Este deceso permite al «señor presidente» poner en marcha un plan macabro: involucrar a dos hombres para deshacerse de ellos.
El «líder supremo» tiene la última –única– palabra. Pero el poder de un dictador no se ejerce sin la complicidad de subalternos, también engolosinados con el poder. En la novela, el personaje Cara de ángel funge como consejero del tirano y a él le es encargada la tarea de eliminar a los dos hombres «incómodos» por mandato del dictador.
Sin embargo, uno de los hombres a los que debe implicar es el general Canales, padre de Camila, la joven de la que está enamorado Cara de ángel. Aunque la pugna entre el amor por la muchacha y el perdón para Canales abruma al consejero, las delicias del poder son más fuertes para hombres como él.
La novela da cuenta de la barbarie que es capaz de cometer un individuo enfermo de poder, que hace de sus caprichos una orden que debe ser cumplida sin cuestionamientos. Las imposiciones son una constante y quien se atreva a cuestionarlas, deberá resignarse a recibir todo el peso del aparato represor del tirano.
Aunque Asturias aborda en la novela la historia particular de Guatemala e implícitamente la dictadura de Estrada Cabrera, bien podría funcionar en cualquier sitio donde la sombra del poder se asoma y cubre las cabezas de los ciudadanos comunes, esos que terminan aplastados por las imposiciones, decretos y órdenes de quienes carecen de autocrítica y se rigen bajo esa frase de «si no estás conmigo, estás contra mí».
Zumbidos en la cabeza
A lo largo de los siglos se han escrito obras acerca de las prisiones. Ya sea que el autor recuerda sus experiencias como recluso o relata acontecimientos de presidarios, hay una especie de fascinación por sacar a la luz el mundo oscuro que se esconde detrás de las rejas.
El preso es un ser castigado. Ahora bien, la función de la cárcel en la sociedad es –según el Estado– la de hacer cumplir penas a aquellos que han infringido la ley. Hay totalitarismo en ello, una selección de hombres y mujeres señalados de haber cometido algún delito. Sin embargo, tal parece que todo preso es un preso político.
La cárcel suele producir aversión, terror, miedo o repulsión. Decir que alguien que estuvo preso conlleva un señalamiento y una carga difíciles de desprender. Porque ha estado preso «el delincuente», aun cuando no lo sea.
A propósito de este tema, la recomendación de esta semana gira en torno al mundo de los presidiarios. Particularmente, al de un grupo de presos. Me refiero a Zumbidos en la cabeza (1998; Sexto Piso, 2015), del esloveno Drago Jančar (Maribor, 1948).
El personaje central es Keber, un antiguo marino que era temido por todos los presidiarios. Se dice de él que había dormido junto a cientos de cadáveres en Vietnam; que generales latinoamericanos temblaban ante su presencia; incluso que hubo mujeres en Rusia que intentaron quitarse la vida por él…
Cayó en la prisión de Livada después de que un batallón sitió su barrio. La violencia y la fuerza brutal eran parte de sus rasgos más temidos. Ello surgía a raíz del contacto entre dos metales: el sonido que producía generaba zumbidos en la cabeza de Keber; luego había que ver lo que ello acarreaba.
Más allá de las condiciones en las que viven los convictos, la novela cuenta los sucesos que devinieron al motín que cierto día se inició en la prisión. Mientras miraban un juego de basquetbol entre Yugoslavia y Estados Unidos, un guardia fastidiaba a los presos.
Dicha actitud enfadó a Keber, quien, la paciencia colmada, destrozó el televisor e inició la revuelta en la cárcel.
Con vigilantes como rehenes, inicia lo que tendría que ser negociado. Sin embargo, preocupados por las consecuencias que habrá, los convictos se reúnen para abordar los pasos a seguir. El principal (que además marcará el curso de la historia) es el de acudir al consejo del bibliotecario.
El hombre, que aparentemente era el más tranquilo, pronto habrá de demostrar cuán peligroso es depositar el poder en manos de una sola persona.
Así, de la noche a la mañana, queda conformado un consejo de gobierno que negociará con las autoridades oficiales, un aparato policiaco integrado por internos cuya violencia contenida es capaz de estallar en cualquier momento…
La prisión se convierte en un microcosmos, un experimento de minisociedad en la que las más oscuras ambiciones de unos cuantos pueden desembocar en el terror de la mayoría. Por ello se convierte en una historia contra el poder que alude a la rebelión como única forma de retirarse las cadenas.
Toda la violencia contada en la historia es alternada con pasajes de Keber junto a Leonca, acaso la única mujer capaz de anidarse en su memoria para entregarle un poco de paz. El tono de esos recuerdos contrasta con la violencia y el ruido de la prisión.
Leonca es el consuelo del hombre que sucumbe ante la violencia, el motivo para asirse a la vida, el refugio donde la bestia halla rastros de paz…
Zumbidos en la cabeza se suma a las novelas del presidio y lo hace de forma convincente, con un estilo que atrapa desde los primeros pasajes, entre la violencia de los convictos y la anestesia de la memoria, dotada de un lirismo que cumple con la premisa de que la lectura debe ser placentera.
El maestro y Margarita
El XIX fue el Siglo de Oro de la literatura rusa. Basta nombrar a Dostoyevski y a Tolstói para que diversos mundos se nos abran ante los ojos. Ellos dos son los más conocidos, los de mayor influencia y de resonancia universal. No obstante, el abanico de escritores y poetas de Rusia es extenso, tanto en obras como en creadores.
Acceder a la obra de Dostoyevski permite despertar el interés por un país tan incomprendido y satanizado en Occidente como lo es Rusia. Se trata de una nación fascinante, llena de arte y sitios épicos; su cultura es de las más apasionantes en el mundo entero, pero desconocida por las campañas mediáticas en contra de esa sociedad.
Por increíble que parezca, me he topado con gente que aún asocia a Rusia con el comunismo y nada más. Desconoce los aportes científicos, artísticos y culturales a buena parte del mundo.
El siglo XX ruso fue convulso y también de avances. Sin embargo, el arte se vio relativamente afectado en la URSS debido a que no había cabida para el llamado «arte burgués». Ante ello, en la literatura nació el llamado «realismo socialista», que no legó precisamente las mejores obras.
En la Edad de Plata de la literatura rusa (una parte del siglo XX) nacieron obras al puro estilo de ese país: extensas, profundas y dotadas de belleza.
Esta semana me permito recomendar una de éstas: El maestro y Margarita (Alianza Editorial, 2008; traducción de Amaya Lacasa Sancha), de Mijaíl Bulgákov (1891-1940).
De entrada hay que mencionar que el autor no pudo ver publicada su fascinante novela debido a la prohibición por el tema central: una sátira de la sociedad soviética. Los riesgos que asumió al embarcarse en la creación de una novela de ese talante terminaron por cobrarle la vida. No obstante, optó por la congruencia antes que por comprometer su arte ante una ideología que precisamente mutilaba sus ideas.
De esta forma, Bulgákov se vio en la necesidad de postergar la culminación de la escritura de su obra principal. El maestro y Margarita es una novela que está envuelta en un halo de misterio del que algo se desvela conforme avanza la lectura.
La historia comienza un día de primavera, en Moscú, exactamente en los «Estanques del Patriarca». Allí, Mijaíl Alexándrovich Berlioz, presidente de una asociación de literatos, e Iván Nikoláyevich Ponirev, poeta que firmaba con el seudónimo Desamparado, discuten un poema que el segundo escribió acerca de Cristo.
Berlioz le había encargado a Desamparado que escribiera un poema en el que mencionara la inexistencia de Cristo, pero el joven creó uno en el que si bien critica a Jesús y lo retrata con tintes muy negros, no cumple con la idea de afirmar su inexistencia.
Repentinamente, Berloiz observa una figura masculina que flota y agita los brazos; ello lo saca de concentración por un momento. Al desvanecerse la imagen, retoma la charla. Sin embargo, cuando continúa instruyendo al poeta, ven a un hombre muy elegante que se acerca por un corredor del jardín. Ambos coinciden en que se trata de un extranjero, pero no logran un acuerdo acerca de la nacionalidad. De pronto vuelven a hablar de Cristo y el jefe redactor insiste en que no existió.
Justo en ese momento, el hombre escucha la afirmación y se detiene de golpe para acercarse a debatir: así comienza la estadía del diablo en Moscú durante cierta primavera soviética.
En su forma de hombre, se hace acompañar de un individuo espigado, con lentes, y un gato que asume posturas humanas e incluso habla. Por donde pasan los tres nace la desgracia.
Mientras conversan, el extranjero cuestiona a Berloiz acerca de cómo cree que morirá. No hay una respuesta, pero el elegante caballero le dice que será de tal forma y detalla el hecho. Ello causa cierta burla de parte del redactor y del poeta, quienes no obstante escuchan atentos la historia que les cuenta acerca del juicio a Jesús, con la figura de Poncio Pilatos en el centro del relato. Lo sorprendente es cuando les dice que él presenció todo: ambos lo toman por loco.
Durante la charla, Mijaíl refiere que hará una llamada telefónica. Sin embargo, momentos después, un tranvía acaba con su vida, tal como le acababa de decir el extraño hombre. Ese hecho sumerge al poeta en un estado de alteración. Pero al recobrar cierta calma, decide emprender la búsqueda del extranjero y supone que se encuentra en el río.
Una vez en el río, Iván deja sus prendas junto a un mendigo. Se lanza al agua en busca de Satanás. Al salir, ya no encuentra su ropa, sino las del vagabundo. Ante el asunto que lo atañe, se viste con las prendas del otro hombre.
Así, continúa la búsqueda. Irrumpe en algunos sitios en calzoncillos, harapiento, con una vela y una imagen cristiana. No tardan en tomarlo por loco y lo encauzan con especialistas para que determinen sus padecimientos. De esta forma, Desamparado termina en una celda para dementes, junto a la del maestro al que hace alusión el título de la novela.
Cuando el maestro conoce a Iván, el lector comienza a desvelar ciertos misterios. El maestro terminó allí casi de una forma voluntaria: Margarita, su amada, se fue con otro hombre.
Sin embargo, en su relato, el maestro le cuenta a Iván que escribió una novela cuyo personaje central es Poncio Pilatos. Al relatar la obra, Desamparado descubre que es prácticamente lo descrito por Satanás en el «Estanque del Patriarca» y ello confirma sus sospechas de quién es ese individuo que, por su parte, causa cualquier cantidad de desencuentros, confusiones y daños en diversos sitios por donde se presenta, acompañado de su corte.
Avanzada la historia, el maestro y su Margarita tendrán un papel importante en la historia.
El maestro y Margarita es una novela extensa, riquísima en anécdotas. De forma inteligente, Bulgákov denunció la corrupción de ciertos artistas soviéticos a través de un talento y un humor asombrosos. Sin duda, es una de las grandes novelas del siglo XX que, pese a su extensión (514 páginas en la edición de Alianza), se lee a un ritmo vertiginoso.
Kappa
La literatura oriental es considerada, en su conjunto, una de las mejores del mundo. Lo mismo por su capacidad creativa que por su calidad imaginativa, los autores de esas tierras sorprenden al lector occidental, que se ha volcado en torno a los creadores de aquellas tierras en años recientes.
Lo anterior, gracias a editoriales especializadas en la difusión de autores de esa región del planeta, tal como Satori, que se ha encargado de ofrecer al lector de lengua española un amplio catálogo de literatura japonesa.
Así pues, una de las principales virtudes de los narradores es el estilo. En sus trabajos hay formas sutilespropias del corte de las katanas: la delicadeza de las frases, de las imágenes, raya en la perfección; son precisas al grado que uno no puede dejar de sorprenderse.
Aunado a lo anterior, una constante que define a los autores orientales, particularmente a los japoneses, es la tristeza profunda que muchas veces termina por mermar tanto su condición de vivir, que optan por el suicidio.
Esta semana me permito recomendar una obra llegada de tierras niponas: Kappa (Nemont Ediciones, 1977), una novela breve escrita por Ryūnosuke Akutagawa (1892-1927).
Publicada en 1927, esta obra fascinante aborda un viaje fantástico a un mundo habitado por los «kappas» («niño de río»), unas criaturas de la mitología oriental que tienen la altura de un niño, cabeza de tortuga, aspecto de reptil bípedo y piel escamosa, verde.
Hay que mencionar que Akutagawa fue una de las mayores promesas de la literatura japonesa. Tan sólo con 35 años, el autor decidió quitarse la vida. Su carácter, profundamente intimista y de desolación, lo llevaba a aislarse.
Acaso por este motivo se decidió a escribir una obra como Kappa, un relato narrado por el «paciente número 23» de un centro psiquiátrico a través del que cuenta su historia entre esos seres mitológicos.
Tal como Alicia, el personaje llega a ese mundo fantástico al caer por un agujero cuando perseguía a un «kappa».
La vida entre esas criaturas se acerca al ideal del hombre en el sentido de la coexistencia y la libertad. Incluso los «kappa» pueden decidir nacer o no: en el momento del parto, el padre pregunta si desea salir a la vida. De ser negativa la respuesta, se realiza el aborto en el momento mismo.
El tono con el que está escrita la obra tiene un dejo de desesperanza. Akutagawa es un claro exponente de la fascinante literatura japonesa, pese a la brevedad de su obra.
En Kappa el lector encontrará a un autor original que, pese a su juventud, legó al mundo una obra lo suficientemente vasta como para adentrarse en un hombre que encontró en el mito una forma de subsistencia para estirar al máximo su estancia en este mundo.
Además de ello, esa obra le permitió lanzar una profunda crítica a la condición humana.
A través de Kappa, el autor muestra cuán desamparado puede sentirse el hombre en este mundo: he ahí un rasgo del propio Akutagawa, cuyo desasosiego terminó por llevarlo a tomar la decisión de quitarse la vida, como tantos otros autores nipones.
Ahí queda la recomendación de esta semana para acercarse a uno de los grandes escritores japoneses.
La lluvia amarilla
La soledad es uno de los temas más recurrentes en la literatura. Ya sea por autoimposición, a fuerza de no lidiar con los otros, o porque los otros no alcanzan a ser compañía o porque uno no es compañía, llega un momento en el que el ser humano debe sostener su primer careo con la soledad.
Así pues, la ficción es un amplio campo para echar a sembrar las semillas en busca de que broten como personajes a los que les está destinado ese encuentro con la soledad. Un encuentro acaso permanente que lo perseguirá como una sombra. Pero en el tratamiento del tema estará la clave para que sobresalga por entre los otros.
Ejemplos de obras que abordan la temática hay muchos. Esta semana me permito recomendar una: La lluvia amarilla (1988, Seix Barral; 1993, RBA), una novela del español Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955).
El personaje-narrador de la novela es Andrés, un pastor que se convierte en el último habitante de Ainielle, pueblo que se ubica en las montañas del Pirineo de Huesca.
Si bien el lugar existe, el autor advierte en una nota inicial: «En el año 1970, quedó completamente abandonado, pero sus casas aún resisten, pudriéndose en silencio, en medio del olvido y de la nieve, en las montañas del Pirineo de Huesca que llaman Sobrepuerto».
El último habitante evoca a los personajes que alguna vez formaron parte del pueblo. Recuerda a sus vecinos, a su esposa misma y a su perra. Pero no lo hace desde la nostalgia, sino que mira al pasado a través de un resquicio poético que se abre en la memoria.
Extraviado en la soledad, desde su monólogo da cuenta de aquellos habitantes que murieron o que decidieron marcharse cuando comenzaron a ver el abandono en el que quedaba Ainielle.
En medio del éxodo, el narrador optó por quedarse. Sin embargo, la muerte de su esposa marcó definitivamente su vida: «Desde entonces, he vivido de espaldas a mí mismo» (p. 44). Se dedica a divagar, a caminar por el pueblo como un perro solitario que no tiene certeza del sitio al que debe ir; visita casas abandonadas en busca de víveres, pues todo se agota y debe hacerle frente a la vida que se le presenta en situaciones extremas.
El hombre recuerda, aunque desconfía: «¿Y qué es, acaso, la memoria sino una gran mentira?» (p. 41). Pese a ello, los recuerdos se convierten en el alimento que lo mantiene vivo entre las montañas y sus condiciones climáticas cambiantes: nevadas que cubren hasta las ganas de vivir, viento helado que paraliza incluso los recuerdos.
Pero luego se encuentra con el otoño, esa posibilidad de sentir algo de calor, aunque con la advertencia de vientos fríos que constantemente están anunciando la llegada próxima del invierno.
Justo ahora que ha comenzado el otoño, esta novela removerá las fibras del lector en cada párrafo: la lluvia amarilla a la que alude el título no es sino el caer de las hojas de los árboles que se desnudan en esta época del año para formar caminos y campos en los que el ser humano deposita su mirada para perderse, por un momento, de la realidad y echar a andar la maquinaria de pensamientos, reflexiones y deseos o nostalgias.
Es ese caer de las hojas con lentitud, como una lluvia de remembranzas que son balanceadas por el viento hasta formar un montón de recuerdos en el suelo y que habrá que esperar a que los levante la brisa y los aleje o definitivamente prenderles fuego.
Estoy cierto que La lluvia amarilla se convertirá en una de esas lecturas entrañables a la que se desea volver de vez en vez, sobre todo cuando la soledad muerde con sus afilados dientes y el grito se pierde en algún bosque que nos habita.
Julio Llamazares nació en un pueblo que actualmente ya no existe.
TOMADA DE LA WEB
Aspectos de Ainielle.
TOMADA DE www.despobladosenhuesca.com
Opiniones de un payaso
Soy un payaso y colecciono momentos…
Heinrich Böll
Heinrich Böll (1917-1985) es considerado –junto con Günter Grass (1927-2015) y Siegfried Lenz (1926-2014)– el escritor alemán más importante de posguerra. Su obra está conformada por numerosas novelas y relatos, entre las que manifiesta una fuerte crítica a la sociedad de su época, a la hipocresía de la misma, así como un conflicto hacia la región católica –él era un ferviente católico– y sus formas de adquirir poder político.
Una de las novelas más famosas de Böll es Opiniones de un payaso (1963), que es protagonizada y narrada por Hans Schnier, un comediante de 27 años que se ha hecho de un nombre en el mundo artístico alemán.
La historia transcurre en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Por entonces, Hans vuelve a su natal Bonn, al departamento en el que, tiempo atrás, vivió junto a Marie, la mujer a la que amaba y que lo abandonó, dadas las presiones religiosas que implicaba vivir junto a un hombre con el que no estaba unida en matrimonio y del que sus amistades tenían una crítica no muy halagadora.
Hans Schnier volvió a Bonn luego de años de giras por Alemania que le valieron el reconocimiento general y su nombre ya era conocido. Sin embargo, a raíz de la separación de Marie, Hans inicia un declive del que no podrá superarse.
El hombre ya no siente la motivación suficiente como para salir a los escenarios si no es borracho. Así, en una función comete el que considera el peor error que puede cometer un payaso: reírse de sus propias ocurrencias. Ya no está Marie tras bambalinas, esperándolo, y esa vuelta a la soledad sólo le resulta tolerable en estado de embriaguez.
Su carrera se vino abajo cuando, en una presentación, ebrio como solía estar, se cayó en el escenario y sufrió una fractura que lo imposibilitó para seguir presentándose en otras funciones. Por ello decide retirarse de la vida artística y volver a su pasado, en busca de respuestas que desvelen el porqué de su presente.
En la soledad del apartamento, Hans comienza a vivir su decadencia, a lidiar con sus miedos y odios, a través de un discurso demoledor y reflexiones que van de la ironía a la más férrea crítica hacia su familia, la Iglesia católica, la sociedad alemana y su doble moral e incluso hacia el arte.
Hans considera que los católicos le arrebataron a Marie al afirmar que «los católicos me ponen nervioso». Luego, asegura: «Y hay un ser católico al que necesito con urgencia: Marie y precisamente ustedes me la han quitado». Además, la mujer se casa con un antiguo conocido de ambos y para el tiempo en el que Hans se ensimisma en el apartamento, la pareja se encuentra de luna de miel en Roma. Eso le provoca brotes de dolor y de sarcasmos.
Por eso, el personaje constantemente critica a los creyentes con los que habla: cuestiona sus dogmas, sus formas de hacerse del poder… A través de llamadas telefónicas desde el apartamento, el hombre busca una mano solidaria y espera obtener respuestas a las interrogantes que tiene para con sus conocidos. Elabora una lista de éstos y sus números telefónicos, realiza llamadas que están acompañadas de diálogos memorables muy elaborados por Böll.
Entre llamadas y episodios de inmovilidad en el apartamento, el hombre-payaso recuerda su infancia en busca de saber su presente. Rememora a su familia, acaudalada y con recursos, pero sus padres eran codiciosos: su madre comía a escondidas y él la descubrió y nunca entendió esa actitud. O el padre del que nunca quiso depender. No perdona que hayan apoyado a los nazis ni su posterior hipocresía. Recuerda a su hermana, que murió en la guerra.
La novela es conmovedora, tiene toques de humor al estilo de Heinrich Böll. El futuro de Hans parece no tener salida y lo describe de una forma magistral. Es una novela imprescindible para conocer la obra de este autor y el comportamiento humano después de una guerra.
Esta obra sitúa a Heinrich Böll como uno de los grandes escritores no sólo de la Alemania del siglo XX, sino del mundo entero. Opiniones de un payaso es considerado uno de los mayores éxitos del autor y un clásico en Alemania. Es una novela que merece ser leída y releída.
Memorias de la casa muerta
Somos gente deshecha –decían–. Estamos muertos por dentro, y por eso gritamos por las noches. En Memorias de la casa muerta
Se cuenta que Fiódor Mijáilovich Dostoyevski (1821-1881) estuvo a punto de ser fusilado por realizar actividades en contra del gobierno. Tenía 28 años cuando, junto con 25 condenados más, iba a recibir la descarga de pólvora que acabaría con su vida, el 22 de diciembre de 1849.
Sin embargo, una amnistía decretada por parte del zar Alejandro II permitió que aquellos hombres no murieran, instantes antes de que los encargados de las armas jalaran los gatillos.
Lo anterior parece increíble, una historia nacida de la monumental imaginación rusa. De cualquier forma, este hecho ha engrandecido aún más la de por sí gigante figura de uno de los escritores más importantes de la literatura universal.
Se dice también que luego de la amnistía, el entonces joven Fiódor fue condenado a trabajos forzados en una zona de la indomable e inhóspita Siberia, donde pasó los siguientes cinco años. Después de ese tiempo se le concedió la libertad y volvió a San Petersburgo.
En el momento en el que iba a ser fusilado, Dostoyevski apenas si había escrito unas cuatro novelas y algunos cuentos; es decir, aún se estaba gestando en aquellas tierras la figura de quien se convertiría en uno de los escritores más importantes de todos los tiempos.
Esa experiencia en Siberia le permitió a Fiódor conocer a criminales de alta peligrosidad, entre los que gozó de respeto y cierta consideración, dado el carácter del escritor y su actitud para con ellos.
Alrededor de doce años después de abandonar la prisión, Dostoyevski publicó Memorias de la casa muerta (Aguilar, 1991, Tomo I de las Obras Completas). La primera entrega apareció en abril de 1861, en la revista Vremia.
La historia es protagonizada por Aleksandr Petróvich, un hombre al que encarcelan por haber asesinado a su esposa y que va a parar a ese sitio de trabajos forzados. Si bien el personaje que presenta Dostoyevski es ficticio, no es difícil adivinar que hay en la obra buena parte de autobiografía.
En Memorias de la casa muerta encontramos a ese autor que, más de un siglo después, continúa en el sitio más alto de la literatura universal.
La obra en mención aborda las experiencias de Aleksandr Petróvich en la cárcel, ciertas tradiciones rusas. Una de las dotes del genio de Dostoyevski radica en cómo hace de un inframundo, un sitio habitable; cómo de los peores criminales obtiene su esencia y los convierte en seres profundamente humanos: en cada capítulo hay reflexiones de los presos acerca de la Navidad, se cuentan los intentos de fuga, entre otros temas que hacen de Memorias de la casa muerta una obra que permite acercarnos al pensamiento de Dostoyevski.
En la obra también encontramos momentos de buen humor, hay lugar para la ternura, para conocer un fragmento de la historia de uno de los periodos más importantes en la historia de la literatura.
Hay un hombre afable en Dostoyevski, que supo encontrar en aquel infierno, momentos de paz y de tranquilidad; que aprovechó cada experiencia para explorar el comportamiento humano –Nietzsche lo consideraba «el único psicólogo del que se podía aprender algo»– con el fin de entenderse y entender al otro.
Es verdad que se ha escrito mucho acerca de este autor y que difícilmente podría aportarse algo nuevo. Sin embargo, la experiencia de cada lector al abrir un libro del viejo Fiódor es única y, como en el caso del que esto escribe, sólo queda espacio para las impresiones que provoca un escritor de esa talla.
Existen quienes consideran que Dostoyevski es extremista en cuanto al planteamiento de las tragedias y de los dramas. No obstante, en ese sentido, el ruso hace ruborizar a quien «sufre mucho» en la actualidad.
Hay que recordar las palabras del austríaco Stefan Zweig (1881-1942), quien consideraba que Dostoyevski «es el mejor conocedor del alma humana de todos los tiempos». Es el padre de la novela psicológica –Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov– y uno de los precursores del existencialismo –Memorias del subsuelo–, además de que influyó en pilares del siglo XX como Thomas Mann, William Faulkner, Jean-Paul Sartre, Franz Kafka, Albert Camus, Yukio Mishima, André Gide, Ernest Hemingway, Virginia Wolf, Emil Michel Cioran, por citar algunos.
En 2011 apareció una miniserie de televisión en Rusia llamada Dostoyevski, en la que se aborda –en ocho capítulos– la vida del autor. Es un trabajo monumental para conocer la apasionante historia del gran escritor ruso.
El día antes de la felicidad
Muchacho, el tiempo no es un montón, si acaso es un bosque.
Si has conocido la hoja, reconoces después el árbol.
Si la has mirado a los ojos, volverás a encontrarla.
En El día antes de la felicidad
Muchas personas adquieren un libro atraídas por la portada o por el título, independientemente de si conocen o no al autor. Sí, hay títulos que atrapan. Y si además el título está en una portada atractiva, aunado a que el autor le es familiar al lector y, encima de ello, la editorial que lo publica goza de cierto prestigio, hay muchas probabilidades de que el resultado sea una lectura placentera.
Esta semana me permito recomendar uno de esos libros que atraen por diversos factores y, además, porque se trata de una obra que no exige más allá que disfrutarla, palparla, paladear sus frases y gozar de buenos ratos en brazos de la literatura.
Me refiero a El día antes de la felicidad (Sexto Piso/Universidad del Claustro de Sor Juana, 2010; traducción de Carlos Gumpert), del entrañable italiano Erri De Luca (Nápoles, 1950).
Se trata de una novela de aprendizaje corta (112 páginas en la citada edición), ambientada en la ciudad de Nápoles, en la década de los cincuenta, es decir, aún con la memoria puesta en la guerra.
La historia es protagonizada por un joven de dieciocho años sin nombre, sin familia, que cree ser un trozo suelto en la vida, desarraigado, y nunca se ha sentido parte de una familia, de una comunidad, pero que está a punto de dar el salto de la adolescencia a la madurez.
Este muchacho vive en un edificio de departamentos cuyo portero, Don Gaetano, es lo más próximo a un familiar que tiene, su mentor, así como el librero Don Raimondo, quien le presta libros que devora y luego cuenta sus dudas e impresiones al portero.
Don Gaetano lleva mucho tiempo en ese trabajo, ha visto a mucha gente pasar por el sitio, todos los días; ello le ha permitido adquirir un poder: sabe leer y escuchar los pensamientos de las personas con apenas mirar sus rostros. Eso le dice al chico, quien aprende del hombre en prácticamente todos los campos de la vida.
Aún hay resabios de la Segunda Guerra Mundial y permanece fresco el valor del pueblo napolitano para liberarse del yugo alemán.
Don Gaetano le cuenta historias del conflicto bélico –de amor y supervivencia– que dotan de sentimientos e inteligencia al aprendiz de hombre. Porque en eso se convierte: en un aprendiz de hombre, de ser humano.
La vida del joven transcurre entre café caliente, libros, ir y venir por la ciudad golpeada, mirar a la gente, escuchar a Gaetano, quien lo instruye día a día con la intención de formarlo para que el chico enfrente la vida por sí mismo.
Ambos se sientan en el patio y miran a lo lejos, comparten silencios, el horizonte los une y distancia a la vez: cada uno viaja a sus recuerdos, unos más distantes que otros. Pero se reencuentran y sienten un cariño mutuo.
Días hay en los que el muchacho juega futbol. Tiene la habilidad de trepar paredes para buscar los balones. Es portero. Guardameta: el jugador más solitario de la cancha, el que se ve acechado por sus pensamientos cuando el balón está lejos de su portería. Mira hacia todas partes y a la vez hacia ninguna, se sorprende a sí mismo con esa soledad compartida, repartida.
Sin embargo, cierto día descubre, detrás de una ventana, en un departamento del tercer piso de un edificio, la mirada de una muchachita que lo observa. He ahí cuando el guardameta se divide en jugador y en el chico que aprende el amor. Porque hay amor por la portería y nace el amor por aquellos ojos que lo siguen, que no lo dejan tranquilo.
Luego aprende que acaso el sufrimiento es también virtud. Va por ahí, dolor encarnado, precisamente en busca de la felicidad. Don Gaetano lo sabe, le da consejos, le cuenta otras y otras historias para que el joven comprenda.
Lo que sigue después corresponde descubrirlo al lector. No obstante, el joven espera que el día que vive sea el último de la soledad, es decir, «el día antes de la felicidad».
La novela es sencilla, con personajes entrañables; una historia contada con el estilo poético de Erri De Luca, fluido y a veces a tropezones –no hay capítulos, sino saltos de tiempo y espacio– que han convertido a este autor en uno de los escritores vivos más importantes de Italia.
El libro no decepciona. Por el contrario, se le toma cariño y dan ganas de releerlo. De eso se trata, a veces, cuando uno se sumerge en las páginas de un libro: hallar remansos entre las palabras. Erri De Luca lo sabe hacer con creces.
El barón rampante
Ándjela
¿No pasé años caminando las calles de Belgrado y preguntándome en qué medida formaba parte de la muchedumbre que imperaba en ellas?
Vladimir Arsenijević, en Ándjela
Estoy convencido de que la literatura es la expresión más humana para transmitir el dolor que produce un conflicto bélico, para describir los efectos y las secuelas que padece la sociedad que lo vive. Porque es a través de la palabra como se dice el sufrimiento, como se nombra la soledad.
Hace tiempo escribí acerca de A todos nos falta algo (Cal y Arena, 2014), una antología que reúne doce cuentos de escritores croatas. Mencioné que varios de los textos hacen alusión a la guerra de los Balcanes que despidió cruelmente el siglo XX y de la que los autores que forman parte del libro fueron testigos.
Pues bien, esta semana propongo una lectura relacionada con ese conflicto y la huella que dejó en una sociedad que terminó rota o fragmentada. Me refiero a Ándjela (Alfaguara, 2001), del escritor serbio de origen croata Vladimir Arsenijević (Pula, 1965).
Ésta es la segunda novela del autor y forma parte de una tetralogía. Hay que decir que Vladimir vivió un tiempo en nuestro país, en la Casa Refugio Citlaltépetl, A.C. de la Ciudad de México, gracias a un convenio.
Abandonó Belgrado con dificultad, cuando la capital serbia comenzaba a ser bombardeada por la OTAN, en 1999. Tras una serie de complicaciones, cruces fronterizos peligrosos, unos días en Sarajevo, una visita a su familia en Eslovenia, abordó un avión que lo llevó a Frankfurt y de allí voló a la capital mexicana, adonde llegó en el último mayo del siglo XX.
En Ándjela no hay pretensiones de autocompasión ni lecciones moralistas. Por el contrario, Arsenijević retrata esa parte de la sociedad que casi nunca es tomada en cuenta por los medios –ni los políticos– en una guerra: el ciudadano común, el de a pie.
Así pues, la historia es narrada por el esposo de Ándjela, un hombre lleno de dudas, sin expectativas, cargado de conflictos existenciales: «A pesar de todos mis esfuerzos, jamás he logrado encontrar en la Existencia algo que, por lo menos parcialmente, la justificara».
La pareja es sobreviviente de la guerra y vive en una Belgrado herida y devastada cuyos habitantes son fantasmas que recorren los escombros del conflicto, en medio de la decadencia. Porque aquellos que no piden la guerra están condenados a abandonar su tierra o a vivir entre muertos.
Ándjela es una mujer complicada, acaso enigmática, con un hermano fallecido en el frente de batalla. Ella y su esposo son desempleados y adictos a la heroína. No hay en ellos un dejo de esperanza en el porvenir, protagonizan peleas constantes: no parece haber motivo alguno para mantenerse juntos. Sin embargo, es acaso esa guerra personal la que justifica su unión y deciden rebelarse contra el absurdo que rodea sus vidas: tienen un hijo.
La narración de Arsenijević es espléndida. La voz desgarradora del personaje –sus traumas, sus miedos– dimensiona la magnitud de un conflicto bélico en una sociedad que hoy en día no ha terminado de recoger sus fragmentos ni han cicatrizado las heridas de ese oscuro episodio para la humanidad.
La guerra de los Balcanes es el telón de fondo de Ándjela. No se trata de una crónica ni de una lección de historia ni de moral. Es el relato de un hombre inmerso en la desesperación, en un constante combatir a sus demonios. Pese a ello, busca a toda costa justificar su existencia.
Ándjela es una novela conmovedora que exige al lector reflexionar acerca de cómo sobrellevar la vida en medio de circunstancias extremas. Aun cuando todo es desesperanza y sufrimiento, los corazones todavía palpitan en medio de la desolación.
Salir a robar caballos
Algo hay en la literatura de los países escandinavos que enamora: acaso la sutileza y la belleza de sus imágenes, el poder de sus historias. O quizá la lejanía que nos representa esa región del mundo, hallar páginas tan cálidas entre regiones llenas de nieve.
Esta semana mi sugerencia es una obra noruega: Salir a robar caballos (Bruguera, 2007; traducción de Cristina Gómez Baggethun), del noruego Per Petterson (Oslo, 1952).
De entrada, aun cuando se dice que un libro no se debe juzgar por su portada ni por su título, esta novela atrae por ambas partes.
La historia es narrada por Trond Sender, un hombre de 67 años que enviudó poco tiempo antes debido a un accidente. En busca de hacer frente a esa situación, decide instalarse en una cabaña situada en la frontera entre Noruega y Suecia, en medio del bosque, ante la inminente llegada del año 2000 (la historia transcurre en 1999).
Trond decide adecuar ese lugar –lejano, en noviembre, con un manto de nieve de fondo y árboles que saludan al viento– para poder vivir allí. En esa soledad casi absoluta –se hace compañía de su perra, con la que pasea–, el personaje regresa el tiempo hasta su adolescencia, a sus 15 años.
El año es 1948, tres años después de que los alemanes abandonaron Noruega durante la ocupación de la Segunda Guerra Mundial. El padre de Trond fue miembro de la resistencia contra los nazis.
En aquellos días, el entonces adolescente había entablado amistad con Jon, pero éste desaparece de su vida repentinamente; sin saber por qué, el amigo odiaba al padre de Trond.
Éste luego descubre el origen del odio, la razón de esa animadversión de Jon hacia su padre. En ese descubrimiento, en las nuevas experiencias, Trond se convierte en un hombre durante aquel verano de 1948.
La novela se deja leer rápido; hay imágenes memorables, un ambiente en apariencia hostil –nieve, soledad–, pero que el autor aprovecha para hacer de dicha condición una zona cálida, con los recuerdos de Trond y su imposibilidad de recibir el nuevo milenio acompañado de su esposa.
El libro no exige mucho en sí y en cambio permite una lectura agradable; no hay pretensiones más allá de contar una buena historia por parte del autor. Es una novela bastante recomendable para quien gusta de historias nostálgicas con imágenes poéticas.
Como colofón hay que añadir que la edición en español de Salir a robar caballos corrió a cargo del grupo Ediciones B en 2007 (Bruguera y Zeta), con una traducción de Cristina Gómez Baggethun.
Además, esta obra fue galardonada con los dos principales premios de Noruega: el Premio de Literatura de la Crítica Noruega y el Premio de los Libreros al Mejor Libro del Año. Su traducción al inglés, en 2006, le valió el Independent Foreign Fiction Price y en 2007, el IMPAC de Dublín.
Ahí queda la recomendación para este medianamente joven verano.
Sin flores ni coronas
Aunque los hornos crematorios están materialmente destruidos, su humo aún oscurece el cielo del mundo
León Moussinac
Hay quien opina que se ha escrito demasiado en torno a los horrores del Holocausto. Sin embargo, la mayor información que se nos ha dado al respecto a través de la literatura, el cine, etc., retrata a los judíos como únicas víctimas.
En Hollywood es imposible que se aborde la persecución de comunistas, romaníes y homosexuales por parte del nazismo: pareciera que aquel horror sólo lo vivió la comunidad judía y es la única que debe ser consolada por aquellos hechos.
Ahora bien, después de décadas de silencio, varias víctimas decidieron contar su historia de forma directa, a través de la literatura. Sin la melosidad ni propaganda hollywoodenses, han optado por relatar aquello que sus ojos vieron, lo que experimentaron en carne propia.
En este sentido, Odette Elina (1910-1991), militante del Partido comunista francés, es una de las voces que si bien escribió lo que vivió en dos de los campos más recordados de manera casi inmediata al volver de Auschwitz, el lector en español tardó para ver traducida la obra en nuestra lengua (fue publicada por vez primera, en francés, en 1948). Así, en Sin flores ni coronas Auschwitz-Birkenau, 1944-1945 (Periférica, 2008) nos enfrentamos a los recuerdos que la francesa comparte con el papel.
En las notas preliminares de la obra, Elina expresa: «Cuando volví de Auschwitz, en 1945, sentía con tal intensidad lo que acababa de vivir que me resultaba imposible guardarlo sólo para mí. Lo consigné en las notas y dibujos que constituyen Sin flores ni coronas» (p. 9).
En el libro hay dibujos hechos por la propia Odette Elina –quien era pintora– con los que pretende ilustrar algunas de las escenas que se describen a lo largo de las páginas. Dada su naturaleza de artista plástica, el lector se encuentra con escenas breves, como cuadros dentro de una sala donde el silencio es la única forma de mostrar solidaridad con las personas de las que se nos cuenta: nunca habrá palabras para entender lo que vivieron.
La obra está dividida en varias partes. En alguna recuerda el invierno, la crudeza de dicha estación, con las víctimas expuestas a la nieve. En esas circunstancias, una sola prenda adquiere un valor infinito: un trozo de tela representa la posibilidad de vivir o perecer ante los embates del temporal.
En esa situación, la compañía se vuelve un abrigo: «Tener una amiga ayuda tanto a soportar el sufrimiento…» (p. 72). Luego repasa nombres de algunas mujeres en el apartado «Las compañeras». Las nombra y cuenta algo breve de ellas: Yvonne tenía unos ojos grandes azules. «Cuando nos encontramos por última vez, en diciembre, llevaba la muerte marcada en su pequeño rostro» (p. 69).
Elina nos cuenta de Hella, una polaca de veintitrés años: «No era hermosa. […] Era, simplemente, mi amiga» (p. 70). Terminaba sus estudios de medicina y ello le permitía curar las llagas de Odette. Hella perdió la vista, el tacto y el habla. «Nunca más la volví a ver.// Los alemanes se la llevaron y la quemaron» (p. 75).
Hélène «era una apasionada de Shakespeare y conocía su obra como nadie» (p. 76). Hélène murió en el campo.
En seguida recuerda a Marie, de la que se burlaban porque tenía barba. Pese a su dulzura y a su pasividad, no despertaba simpatía.
Irene esperaba el regreso de Elina al finalizar la jornada. En una ocasión «[l]a hallé medio muerta de hambre, medio muerta de miedo a morir de hambre». Odette compartía el escasísimo alimento con ella.
Después de diez meses en el campo, Elina recuerda que un día llegaron los rusos para liberarlos. «Con ellos, la vida había entrado en el Campo.// Ya no estábamos solos» (p. 102).
Trazos de dolor, esbozos de alegría. El tono del libro no permite la autocompasión: es, simplemente, un testimonio en el que se da cuenta de los hechos. Es una obra breve, pero valiosa, que se lee con una especie de vergüenza.
Acerca de Sin flores ni coronas, Albert Camus dijo: «Cuando hayan cesado hasta los ecos, pues habrán muerto todos los testigos, cuando el olvido se apodere, como suele, de la verdad, será necesario volver a documentos como éste».
Guerra y guerra
Si solamente quedara una frase, ésta sería, en mi caso, estimada señorita, que nada tiene sentido. László Krasznahorkai
Durante el siglo XX, el bloque comunista en Europa del Este impidió la proyección de un gran puñado de autores cuyas obras cobraron relevancia sólo después de la caída del Muro de Berlín.
Entre los países que se vieron sometidos a ese bloque figura Hungría. En la actualidad, acaso dos nombres de escritores sobresalen por encima de otros: Imre Kertész (1929) y Sándor Márai (1900-1989).
El primero es un autor que adquirió mayor renombre a raíz de que en 2002 le otorgaron el Premio Nobel. Mientras tanto, el segundo, tras vivir algunos años en Estados Unidos, fue tomado en cuenta por la editorial española Salamandra y su obra no ha dejado de editarse.
Sin embargo, hay otros nombres menos conocidos. Ya me he referido a otros húngaros como Péter Hajnóczy (1942-1981), Dezső Kosztolányi (1885-1936), Tibor Déry (1894-1977), Ádám Bodor (1936), Attila Bartis (1968), por mencionar algunos. A estos nombres se pueden sumar los de Agota Kristof (1935-2011), Attila József (1905-1937), Stephen Vizinczey (1933) y Péter Esterházy (1950), por citar cinco ejemplos.
Esta semana mi recomendación es precisamente de un autor húngaro: Guerra y guerra (Acantilado, 2009), novela de László Krasznahorkai (1954).
En Guerra y guerra hay una dosis de locura que convierte a la novela en un delirio portátil. La historia comienza cuando el personaje central, György Korin, un archivero que trabaja a varios kilómetros de Budapest y que está«más loco que una cabra», es rodeado por siete adolescentes que pretenden asaltarlo en un puente del ferrocarril.
Sin embargo, a Korin ya no le importa morir –lo confiesa en la primera frase de la novela– y comienza a relatar el hallazgo que hizo en una sección del archivo donde trabajaba, ante la incredulidad y el aburrimiento de los muchachos. Éstos lo escuchan, se aburren, se desesperan; pero no le hacen nada a Korin y después se lamentan ante el temor de que pueda denunciarlos. No obstante, nada más lejos de esa idea.
El archivista es un hombre separado de su esposa, cuyo sentido de su vida se reduce a dar a conocer lo que encontró en el archivo: un manuscrito que da cuenta de la historia épica de cuatro sobrevivientes de una lejana guerra que se inicia con un naufragio.
Así, Korin descubre la belleza en su hallazgo y está dispuesto a compartirla con el mundo, al precio que sea. Para ello debe hacerlo desde el que él considera que es el centro del mundo: Nueva York. Está decidido a matarse, pero antes debe emprender su misión: ha vendido su casa y todas sus propiedades con la única intención de compartir la historia con la humanidad.
En el aeropuerto de Budapest, el hombre se siente fascinado por la belleza de una azafata a quien le cuenta parte de lo que hay en el manuscrito, su deseo de transmitirlo, aunque la chica en realidad no lo escucha y tampoco está interesada en sus palabras, pero no puede alejarse de él.
Korin es un personaje divertido, lo mismo que desesperante y conmovedor. Habla sin parar, aunque nadie entienda su lengua. Eso le ocurre en Nueva York, en el aeropuerto. El personal se ve en la necesidad de emplear a su intérprete para poder entablar diálogo con György. Y a final de cuentas termina por perjudicar al intérprete, a quien desespera y éste le entrega la tarjeta para tener su estancia legal.
A partir de entonces György deambula, con un abrigo forrado de dólares y el manuscrito escondido. No sabe por dónde moverse y decide hospedarse en un hotel, pero pronto se muda pues no le es posible pagar el hospedaje por mucho tiempo. Al paso de los días, termina en la casa del intérprete, a quien le paga para su alojamiento.
En el departamento viven el intérprete y su novia, una chica que no habla húngaro. Conmueve la relación que se gesta entre Korin y la chica: él le cuenta su historia, todas las mañanas, mientras ella, ante el fuego de la estufa,escucha. Es una escena que se repite una y otra vez.
Korin compra una computadora portátil, aunque no sabe cómo utilizarla. El intérprete le enseña y poco a poco comienza a subir el manuscrito a la web para que todo el mundo lo conozca.
La de Krasznahorkai es una novela cuya estructura pudiera intimidar, con párrafos largos, sin punto y seguido. Pero también tiene capítulos de una o dos frases o de tres o cuatro páginas, sin descanso.
Pero no cansa, no aburre: es una obra de la que su mayor virtud radica en el lenguaje, en la construcción en sí misma, el asombroso talento del escritor húngaro. A ello se suma la traducción de Adan Kovacsics.
El lector se encontrará con una lectura inolvidable, conmovedora. Hacia el final, cumplida su misión, Korin vuela a Suiza, después de sus aventuras por Nueva York. Tiene otra misión, tan conmovedora como su vida en sí.
En la obra no hay desperdicio y uno se topa con imágenes cargadas de poesía y belleza. Es una novela en la que descubriremos lo bello de la locura y de lo absurdo.
Amor y obstáculos
Aleksandar Hemon (Sarajevo, 1964) es un escritor bosniaco que escribe en inglés y actualmente es una de las voces más importantes de su país. Su historia es peculiar.
En 1992, cuando inició el asedio a la capital de la hoy independiente Bosnia-Herzegovina, Hemon se encontraba en Chicago. Lejos de su familia, allí lo sorprendió la guerra de los Balcanes y no tuvo otra opción que seguir los detalles a la distancia.
Imposibilitado para escribir en su lengua, el autor decidió hacerlo en inglés. Pronto, sus primeros relatos fueron publicados en The New Yorker, Esquire y The Paris Review con buena crítica.
Esta semana la propuesta de lectura que me permito hacer es Amor y obstáculos (Duomo, 2011), una novela contada a través de ocho relatos por un personaje que vive entre los recuerdos previos a la guerra y las posteriores experiencias. Es considerada una obra con fuerte carga autobiográfica.
En el primer texto, «Escalera al cielo», el narrador es un adolescente que vive en Zaire; entre lecturas de Rimbaud, canciones de Led Zeppelin e invocaciones de Conrad, busca escribir en el diario que le prometió a su mejor amiga, la cual se quedó en Sarajevo. Ya desde ese primer encuentro el lector descubre un tono a veces pesimista, a veces nostálgico, pero siempre con el deseo intacto de compartir sus vivencias.
En «Todo» se cuenta la historia de un chico que viaja solo por primera vez. Debe ir en busca de un frigorífico a Eslovenia. Aborda un tren en el que conoce a un serbio y a un bosniaco. De pronto, el encuentro raya en lo absurdo y el ambiente parece opaco, cenizo.
En otro relato el narrador es un escritor confundido con un director de orquesta por Muhamed D., el mayor poeta bosniaco de esa época. El autor describe el momento cuando conoció al poeta, tiempo atrás; sus años de escritor en ciernes entre calles y sitios sarajevitas, no sin un dejo de nostalgia: ahora vive en Estados Unidos.
Cuando el poeta es invitado a ese país norteamericano, el autor echa mano de su experiencia y describe una estancia de Muhamed D. para el olvido en esa nación (a menudo hay una fuerte crítica a la sociedad estadounidense). Él y el poeta terminan con una borrachera monumental.
«Las abejas, primera parte» deja ver el carácter del padre del narrador. Confiesa que nunca le gustaron los libros de ficción, los escritores en general. Sin embargo, el hombre termina por retractarse y él mismo comienza a escribir una novela en la que habla de su infancia en los días de Yugoslavia, de su familia, de los colmenares que fueron el sustento de los suyos, pero todo terminó con la llegada de la Segunda Guerra Mundial.
En «Comando americano» encontramos uno de los textos más conmovedores del libro (en realidad, todos lo son). El narrador es un bosniaco refugiado en Estados Unidos. Cierto día lo contacta una estudiante que trabaja en una especie de documental relacionado con la guerra de los Balcanes como proyecto para titularse.
La chica graba el relato del joven, quien, frente a la cámara, habla de sus recuerdos en la Sarajevo de su infancia. Tenía algunos amigos con los que solía jugar en un viejo edificio, pero que un día les es «arrebatado» por los «Obreros», nombre que le dan al grupo de los «enemigos» que los ha despojado de su sitio.
Los trabajadores ignoran la existencia de esos chicos; éstos, sin embargo, deciden comenzar una «guerra» en contra de ellos. En un principio dejan escritos con insultos dirigidos a los obreros en los que les mencionan a sus madres y a sus hijas; luego tratan de hacerlos abandonar las labores con «ataques» de los que ni se enteran los otros. Así comienza un conflicto que se inventan los niños con tal de derrotar a sus enemigos.
El narrador cuenta cómo buscaba intimidar a los demás con frases pronunciadas con un inglés «chicloso» que considera intimidatorias para todo aquel que se le pusiera enfrente.
En entre texto y texto, el lector se encuentra con el estilo fluido y limpio de Aleksandar Hemon. Se trata de un escritor que goza al contar historias, aun cuando éstas tienen un trasfondo oscuro.
El rey blanco
Las experiencias de la infancia acompañan al hombre a lo largo de su vida. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando un niño da el brinco de la niñez a la adolescencia en una sociedad regida por un sistema que vigila todo el tiempo?
En 2005, el escritor húngaro György Dragomán (Târgu Mure, Transilvania, 1973) publicó El rey blanco (RBA, 2010; traducción de José Miguel González Trevejo), una novela que aborda la temática y que fue bien acogida por la crítica internacional.
El protagonista-narrador, Djata, es un niño de 11 años que cuenta episodios de su vida: experiencias con amigos, con su madre, con su abuelo, entre otros. Todo lo anterior, en la Hungría que aún era gobernada por el comunismo, aunque está por derrumbarse y la paranoia oficial mira en cada ciudadano a un potencial agente sospechoso y desleal al Estado.
Al principio de la historia el lector se entera de que el padre del infante fue arrestado por la policía secreta, un domingo. Por ello, el niño procura estar en casa cada domingo, pues tiene la esperanza de que el hombre regrese un día como ése de lo que él llamaba «una misión importante». Mientras eso ocurre, Djata intenta vivir su vida como la de otros niños de su tierra.
La novela está dividida en dieciocho partes. En cada una hay experiencias que de alguna manera marcaron la vida del pequeño y asimismo describe algunas formas de operar el sistema político en un país perteneciente al Telón de Acero.
De las experiencias recuerda bromas que le jugaban respecto del estado de su padre: algunos decían que estaba muerto; otros le mencionaban que no había ido a ninguna misión, sino que estaba preso y condenado a trabajos forzados en el canal del Danubio.
Todo ello se lo guardaba para sí mismo, ante la desesperación de su madre, de quien contemplaba sus silencios y la tristeza, esa angustia de no saber en dónde está su marido. Encima de ello, debía lidiar con los señalamientos de los abuelos paternos del niño, quienes acusaban a la mujer de la suerte de su hijo.
El abuelo de protagonista es un viejo secretario que sirvió al Estado. El anciano veía a su nieto dos veces al año: el día de su santo –se llamaban igual– y en su cumpleaños. Sin embargo, tenía prohibido recibir obsequios de los abuelos, dada la complejidad de la relación con su madre.
También cuenta experiencias escolares, el ambiente ensombrecido que regía en las instituciones que, de alguna forma, pretendían uniformar el pensamiento. Narra humillaciones de las que fue objeto por parte de personal docente.
En otros episodios recuerda cuando él y otros amigos buscaban oro en una mina abandonada. O la guerra que sostuvo su bando con un grupo de enemigos del barrio que derivó en un fuerte incendio en un campo de trigo.
En medio de aquel ambiente que por momentos se torna asfixiante, Djata se va formando. En una ocasión, junto con un amigo, llega a la trastienda de un cine, donde descubren una película pornográfica. En ese episodio hay un alto grado de tensión que concentra la atmósfera enrarecida del país.
Poco a poco, el lector se familiariza con los amigos de Djata, con su familia. Hacia el final hay dos capítulos muy conmovedores que centran la reflexión en cómo un niño puede sobrevivir en una sociedad que fragmenta la vida.
El rey blanco muestra una parte de la soledad a la que son sometidos los individuos bajo un régimen autoritario –llámese como se llame–, desde la mirada acaso ingenua de un niño que sólo aguarda el regreso de su padre.
El título hace alusión a un episodio, cuando Djata y su madre visitan a un embajador en busca de información que los lleve a localizar al hombre. En la casa del funcionario, el niño recorre salones; en uno encuentra una mesa y un tablero de ajedrez, ante la mirada de un autómata, con quien disputa una partida.
En resumidas cuentas: El rey blanco es una novela para disfrutarse a sorbos o beberse de un solo trago, en espera del golpe de embriaguez.
LA TINTA INSONME
Bajo el techo que se desmorona.
Cuando se piensa en los Balcanes, es muy probable que lo primero que llegue a la mente sean las guerras que a lo largo de los siglos han tenido lugar en esa región de Europa del Este, puntualmente la de principios de la década de los noventa del siglo XX que derivó en la desintegración de Yugoslavia.
A la fecha, los serbios cargan con el peso de ser tachados –por el fanatismo occidental– como los «malos» de esa guerra fratricida que dejó miles de muertos y vidas destrozadas, como si en una guerra hubiera buenos y malos.
De los Balcanes también podría pensarse en la música, en sus sonidos que hacen vibrar aun a aquellos ajenos a esa cultura; o el cine, con el humor no tan ajeno a nuestras costumbres.
Por citar dos ejemplos muy a la mano están los casos de Goran Bregović y su Orquesta para Bodas y Funerales, en lo referente a la música, y en cine brinca la figura de Emir Kusturica.
En literatura hay un autor actual, Goran Petrović (Kraljevo, Serbia, 1961), cuya obra goza de buena crítica en México y posee un grupo nutrido de seguidores, gracias a Sexto Piso, que ha editado las novelas La Mano de la Buena Fortuna (2006), Atlas descrito por el cielo (2008), El cerco de la iglesia de la Santa Salvación (2012) y Bajo el techo que se desmorona (2014), así como el libro de relatos Diferencias (2008), todas, traducidas al español por Dubravka Sužnjević.
En esta ocasión me voy a referir a la más reciente obra, Bajo el techo que se desmorona, que cuenta una historia que tiene lugar en una pequeña aldea serbia, en la que hay un cine llamado Uranija, cuyo techo está cubierto por un papel tapiz en el que se aprecia un cielo estrellado.
El cine antes fue el Gran Hotel Yugoslavija. Una tarde de mayo de 1980, unos treinta personajes y habitantes de la aldea se reúnen en ese espacio para ver una película. Pero ésta se ve interrumpida por un anuncio que, literalmente, en aquella fecha paralizó a Yugoslavia.
En Bajo el techo… Goran Petrović recurre a la historia, al humor, a la crítica del comunismo, de la educación y de la sociedad en general representada por esos personajes reunidos en la sala.
Es también una especie de reconocimiento al cine como espacio: hay un dejo de nostalgia por aquellos sitios en los que alguna vez nos reunimos de forma grata y que a la postre, simplemente desaparecieron.
Entre los asistentes al cine Uranija se cuentan, por ejemplo, dos gitanos. Uno es analfabeto y el otro se encarga de leer los subtítulos de las películas, no siempre fiel al diálogo real, sino a lo que el propio personaje cree que debería decir. Esta actitud irrita a un profesor, quien todo el tiempo suele reclamarle por la forma en la que el otro engaña a su compañero.
Hay también un hombre que desea ser un artista reconocido y acude en compañía de su esposa, fiel a la costumbre de llenarlo de halagos; o esa mujer que suele dormirse gran parte de la proyección y despierta para ver la cinta en turno.
¿Qué decir del comunista, acostumbrado a levantar el brazo para aprobar todo lo que le dicen? Incluso asiste un delincuente juvenil, que ocupa una fila de butacas para él solo y gusta de hacerle la vida imposible a un espectador más: cada vez que éste intenta ocupar un asiento, el joven se lo impide argumentando que está ocupado.
Personajes como éstos desfilan a través de la historia. La novela echa mano de recursos cinematográficos, incluso posee un subtítulo al respecto: Cine-relato. Hay humor y nostalgia, crítica e ironía. Se trata de un texto que además de contar con un marco histórico del siglo XX europeo, posee un aliento poético que lo convierte en un título indispensable para entender ciertos rasgos del enfrentamiento entre la sociedad que creció con el comunismo y la posterior apertura al Occidente, con todos los radicales cambios que ello conlleva.
Podría decirse que Goran Petrović es heredero directo de Milorad Pavić (1929-2009), otro serbio entrañable que hizo de la literatura un sitio habitable y del que no se quiere salir nunca.
Con Petrović acudimos a un encuentro impredecible, mágico: el autor se ha declarado admirador del realismo mágico y en su obra queda de manifiesta esa influencia.
Es, pues, un escritor prudente, altamente recomendable para aquellos lectores que, además de una lectura placentera, buscan salir de las páginas de un libro con una sonrisa y el convencimiento de que acaba de leer no una novela más, sino una a la que se volverá con cierta frecuencia.
1280 almas
Con esas manos se acarician
El cuento es un género bien cultivado y de mucha tradición en nuestro país. Juan Rulfo, Jesús Gardea, José de la Colina, Juan Vicente Melo, Juan José Arreola, Beatriz Espejo y José Revueltas son unos cuantos ejemplos de la cantidad de notables cuentistas del México del siglo XX; es un género que aún goza de popularidad.
Vista al Tycho Brahe
La boca llena de tierra
Los peces no cierran los ojos
Dos muertos, dos heridos y un detenido, el saldo final de la agresión
Kornél Esti. Un héroe de su tiempo
La literatura europea es bien conocida en prácticamente todo el mundo; en las librerías no faltan autores clásicos anteriores al siglo XX y de muchos que han recibido el Premio Nobel. Sin embargo, los más editados y traducidos recaen –al menos en el caso de México– en apenas un puñado de países: Francia, Alemania, Italia, España o la Gran Bretaña.
La senda del perdedor
Heq. La historia de los hombres que amaban el hielo
La reclusión solitaria
Soy una cosa molesta, una cosa ciega,
sin amor, soy una piedra que se expulsa
hacia las puertas de la noche.
Tahar Ben Jelloun
El racismo y la discriminación son temas que aparentemente se combaten desde diversos frentes de la sociedad de nuestro siglo, con el supuesto impulso de diversos medios de comunicación. Sin embargo, más allá de erradicarlos, parecen males que van en aumento.
Un ejemplo a la vista de todos es Estados Unidos, donde la xenofobia cobró fuerza tras el ascenso de Donald Trump al poder y las posteriores manifestaciones de odio de parte de sus seguidores contra grupos latinoamericanos o musulmanes. Aunado a ello, hay que sumarle el racismo que parece enraizado en diversos sectores de dicho país y que ejercen muchos de sus policías prácticamente sin recibir castigo.
Los mismos medios que hoy en día por las mañanas dicen abogar por igualdad entre los seres humanos, durante las noches descubren su verdadero rostro y lanzan mensajes mediante los que estereotipan lo «bueno», con su dosis de discriminación y de racismo.
A propósito de todo ello, esta semana recomiendo La reclusión solitaria (Conaculta/Mondadori, 1992; traducción de Malika Embarek), una lectura que aborda los citados temas desde una mirada profundamente poética de Tahar Ben Jelloun (Tez, Marruecos, 1944).
Publicada en francés originalmente, en 1976, La reclusión solitaria es una novela breve (105 páginas) que cuenta la historia de un exiliado magrebí que vive en París, en la década de los setenta.
Con veintiséis años, una hija, un hijo y su esposa en su país natal, el joven trabaja en una fábrica y de cuando en cuando escribe cartas a su familia.
El personaje-narrador se mueve de un rincón a otro, en una ciudad que no lo acepta por su origen y lo señala y vigila constantemente: «–Queda usted detenido: se le declara culpable de locura, culpable por vivir en un baúl, culpable por haber delirado, culpable de alta subversión, culpable por hablar algarabía, se le acusa de no ser como los demás…» (p. 17).
El muchacho se imagina a una amante con la que dialoga a lo largo de toda la novela. Los que son como él erran por una París acaso inhóspita, lejos de esa supuesta cortesía que las películas muestran de la llamada «ciudad luz».
Por la obra deambulan personajes que, sin darse cuenta, están estacionados en una decadencia que conmueve, que se siente. Cada olor se instala en la nariz del lector, cada palabra retumba como un coro polifónico de seres que gritan su desdicha y de la que parece no haber una salida. Van por la vida, carne de lamento, desgastando lo que les queda propio: el deseo, la soledad, el dolor, el silencio…
El lenguaje es acaso el personaje principal; el tono de la narración va de la nostalgia al desencanto, pero nunca pierde vitalidad. El lirismo envuelve los sentidos y hace paladear cada párrafo como un dulce que jamás empalaga.
Pese a su brevedad, La reclusión solitaria es una obra que cava a fondo y deja entrever la miseria humana, la hipocresía y la falta de empatía que –como se ve en nuestros días– complica la relación entre los iguales y construye individuos que poco a poco se alejan de las comunidades con el fin de asegurarse un futuro que, oh paradoja, no tiene futuro.
Pese a que quedan ganas de leer más, la novela se disfruta de principio a fin; sus páginas están talladas en poesía: Ben Jelloun es un poeta con la capacidad de hipnotizar al lector, atraparlo en una imagen. Su novela es como una prenda bordada con hilos de seda, detallada hasta el más remoto rincón.
De La reclusión solitaria, el Nobel de Literatura (2008) J.M.G. Le Clézio ha dicho: «Pocos libros nos dejan impresión tan perdurable de vida y de dolor, de verdad y de escarnio; pocos tan cercanos a la raíz de la creación».
Queda, pues, la recomendación de esta semana para disfrutar de una lectura que –quizás– dejará una agradable huella en el lector.
El maestro de Petersburgo
El sabor de un hombre
El ejército iluminado
Un puente sobre el Drina
A partir del momento en que un gobierno experimenta
la necesidad de prometer a sus súbditos, por medio
de anuncios, la paz y la prosperidad, hay que mantenerse
alerta y esperar que suceda todo lo contrario.
Ivo Andrić
Cuando Ivo Andrić (1892-1975) fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura, en 1961, el autor yugoslavo de origen bosniaco solicitó al comité organizador, en plena ceremonia de premiación, que le permitiera hacer sonar una pieza musical que hoy en día es una especie de segundo himno para los serbios: Mars na Drinu (Marcha en el Drina), compuesta por el músico Stanislav Binicki, a principios de la Primera Guerra Mundial.
La obra musical fue creada en honor a la primera victoria del Ejército serbio liderado por Milivoj Stojanović, en 1913, durante la guerra balcánica que abrió el siglo XX. Desde entonces, las notas de la marcha suenan allí donde los serbios pretenden enaltecer su orgullo e infundir valor y valentía a los suyos.
Que Andrić realizara tan peculiar solicitud se entiende si se toma en cuenta que su obra más reconocida tiene que ver precisamente con el tema: Un puente sobre el Drina (1945), una novela fascinante que lleva al lector a recorrer cuatro siglos de historia de una zona donde los conflictos bélicos parecen ser el «destino» y la cotidianidad de los hombres y las mujeres que habitan esa región del planeta, tan castigada desde hace tiempo.
La novela transcurre en la ciudad de Višegrad, cuando la región era dominada por el Imperio otomano. En la segunda década del siglo XVI, por órdenes del Gran Visir Mehmed Paša Sokolović, inicia la construcción de un puente sobre el río Drina, el mismo caudal donde Mehmed niño le fue arrebatado a su madre; luego, de cuna cristiana, fue convertido al islam.
La construcción –de piedra, majestuosa– tardó alrededor de cinco años, tras lo que se convirtió en una fortaleza, en zona frecuente de contingentes de soldados, en punto de encuentros y desencuentros sociales…
El autor relata anécdotas de una multitud de personajes que han pasado por ese sitio durante décadas y décadas, que han dejado parte de su vida sobre el puente.
Es una obra coral que plasma las formas del pensamiento de una u otra religión mediante costumbres y otros elementos que dejan entrever sesgos de la intolerancia que impide la convivencia entre musulmanes, cristianos ortodoxos, judíos y católicos…
El puente fue el paisaje que el niño Ivo contemplaba; a través de los once arcos de la obra legendaria, observó el ir y venir de los hombres, de las mujeres; aprendió que la vida no se termina con la llegada de la muerte, sino cuando la convivencia se torna en guerra y no hay sitio para la paz.
Todo ello, años más tarde, en plena Segunda Guerra Mundial, lo inspiró para escribir una de las grandes novelas del siglo XX, rica en personajes y descripciones de distintas épocas. Personajes que conmueven y divierten, transportan a los sitios de esa forma en la que solo la literatura es capaz.
Lo que más impresiona de Un puente sobre el Drina, además de la erudición del autor, es su capacidad para relatar encuentros y desencuentros, diferencias étnicas y religiosas; guerras que parecen absurdas –siempre lo son– sin tomar partido en uno u otro bandos: Andrić, magistralmente, relata los hechos como un testigo al que le duelen todos y cada uno de los conflictos que ocurren en la tierra que ama. (Hay que recordar que el Nobel era partidario de la unidad de la República Federal Socialista de Yugoslavia.)
Ivo Andrić supo leer la sociedad de su tiempo. En Un puente sobre el Drina hay una advertencia respecto de que la intolerancia religiosa no solo puede desencadenar guerras en los Balcanes, sino en todo el mundo.
No es una novela para leerse en una tarde. Se trata de una obra que supone reflexión, visitas a los mapas, revisión de citas, etc. Es uno de esos libros que ilustran más que cualquier cantidad de clases de historia en algún aula. Andrić se convierte en un guía y se mantiene fiel a los testimonios de la historia de su tierra, sin caer en el propagandismo ni en la manipulación de los hechos.
El momento de la sensación verdadera
Su desesperación consistía en pensar insistentemente
en el futuro sin, por otro lado, poder imaginar un futuro.
Peter Handke
Siempre existirá la polémica respecto del Premio Nobel de Literatura: si tal o cual autor no lo merecían; si éste o aquél debieron obtenerlo; si el reconocimiento no es un indicativo de que se trata de un buen escritor o escritora realmente… En fin, el asunto es que, guste o no, es acaso el momento anual más importante en las letras.
Hay nombres de varios autores que no recibieron el galardón y que –consideran los especialistas– debieron obtenerlo. Por ejemplo: Lev Tolstoi, Jorge Luis Borges, James Joyce, Ítalo Calvino, Umberto Eco, Virginia Woolf, Marguerite Yourcenar… Nadie de ellos fue galardonado con el prestigioso premio.
Esta semana me referiré a Peter Handke (Griffen, Austria, 1942), uno de estos autores que se han convertido en eternos candidatos, pero que de antemano se sabe que probablemente no lo recibirá, en este caso, por su postura a favor de Serbia en la Guerra de los Balcanes y su rechazo a los bombardeos de la OTAN a Yugoslavia en 1999. Este hecho provocó que en él recayera la crítica, que lo colocó como partidario de Serbia, aun cuando el autor recalcaba que su rechazo era dirigido a señalar que no se debía criminalizar a un pueblo de forma generalizada, como lo hizo Occidente.
Más allá de la polémica que desató, Handke es uno de los escritores vivos más importantes del mundo entero. Su obra abarca teatro, poesía, narrativa y ensayo. Ha escrito más de setenta obras en los géneros antes mencionados e incluso ha incursionado en el cine como guionista y director.
La obra que recomiendo es El momento de la sensación verdadera (Concaculta/Alfaguara, 1992), una novela que explora lo absurdo de la existencia a través de la experiencia de Gregor Keusching, un diplomático austríaco que cumple sus funciones en París.
Cierta noche, el personaje sueña que se ha convertido en un asesino. Este hecho marcha sobremanera el comportamiento y la vida del hombre. A partir de la mañana siguiente, despierta con una sensación de vacío que lo hace sentirse un objeto más en la cotidianeidad de la capital francesa.
Keusching internaliza sus ideas al grado de que evita hablar, tener contacto con los otros en ciertos momentos. Deambula por una París lejana al cacareado encanto de la que es objeto de halago por miles de personas. En la mirada del protagonista se trata de una ciudad incapaz de asumir a sus habitantes como personas: son otros objetos que la decoran. Nada más.
Las observaciones del diplomático, sus pensamientos, transmiten al lector una sensación de vacío a la manera de Camus y Sartre: Meursault y Roquentin habitan en Keusching, le recuerdan lo absurdo y la angustia del mundo contemporáneo. El hombre-objeto va por la vida con la soledad clavada en el pecho, al borde de la locura.
En El momento de la sensación verdadera hay también algunas reflexiones acerca de la familia; una mención mínima a la política exterior y cómo el representante de un país debe mostrar a su nación en el extranjero. Todo ello, acumulado, genera una explosión en el ser que deviene en la más absoluta soledad, el vacío. Hay una oscuridad tal, que ni siquiera la llamada «ciudad de la luz» es capaz de iluminar.
Se trata de una obra que da cuenta de la maestría de Peter Handke, su capacidad de observación, la agilidad para atrapar al lector desde la primera frase: «¿Quién ha soñado alguna vez que se ha convertido en un asesino y que vive su vida acostumbrada sólo formalmente?» (p.13).
Estamos ante un novelista mayor que quizás no recibirá el Nobel por plantear su posición sin hipocresía. Peter Handke es un escritor de verdad.
El salario del miedo
El destino elige a sus hombres en la cuna.
A menudo, a cada uno de estos hombres
les está reservado un careo con su propia muerte.
Georges Arnaud
De acuerdo con un informe de la OCDE publicado el año pasado, México es el país con el salario mínimo más bajo entre los países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) e incluso de toda Latinoamérica.
Una de las principales características del capitalismo es la explotación laboral. En numerosos lugares, el hombre es sometido a excesivos trabajos a cambio de una paga que apenas si alcanza para adquirir lo más básico que le impida morir de hambre; padece condiciones infrahumanas a costa de llevar un plato de comida a su familia. No es casual que, en pleno siglo XXI, la esclavitud esté disfrazada de trabajo: a mayor miseria general, mayor ganancia de particulares.
Por ejemplo, pienso en las galeras de la zona sur de Morelos: entre tizne, bagazo, lodo, debajo del sol pleno; entre el silencio y los gritos contenidos, decenas de jornaleros se ven en la necesidad de destrozar sus vidas durante hasta dieciséis horas al día a cambio de un salario miserable. Si es que les pagan, porque casos hay en los que incluso ellos son quienes «les deben» a los explotadores.
En torno a este tema gira la recomendación de esta semana. De la pluma del francés Georges Arnaud (1917-1987) salió una obra maestra que da cuenta precisamente de los abusos y de la indolencia del capitalismo, sobre todo en países subdesarrollados: El salario del miedo (Debate, 1995), una novela que fue publicada por primera vez en 1950 y adaptada al cine en 1953 por el director Henri-Georges Clouzot.
Ese mismo año, la cinta obtuvo la Palma de Oro en la categoría de Mejor Actor (Charles Vanel) en el Festival de Cannes y el Oso de Oro en el Festival de Berlín. En 1954 se alzó como Mejor Película en los Premios BAFTA.
La novela transcurre en un país tropical (Guatemala). Una compañía petrolera contrata a gente para realizar trabajos de alto riesgo. Arnaud cuenta la historia de cuatro trabajadores que tienen que transportar nitroglicerina en camiones.
Los lugares por donde deben transitar son pedregosos, con caminos destruidos, entre selva y ríos: la menor sacudida provocará una explosión que terminará con la vida de ellos, sin ninguna responsabilidad por parte de la compañía contratista.
Con maestría, el casi olvidado Georges Arnaud (Montpellier, 1917-Barcelona, 1987) sumerge al lector en un ambiente de constante tensión y suspenso dignos de mencionar; uno respira el miedo de los protagonistas, se mete en una inmovilidad a tal grado que el solo hecho de respirar se convierte en sinónimo de peligro ante el temor de la explosión: «El miedo. Está ahí, sólido, presente y estúpido, no hay manera de escapar» (p.73).
Página tras página fluye como gotas de sudor en el rostro ansioso, angustiado. Hay en esta obra, considerada de corte existencialista, una narrativa impecable, de alto valor, más allá de la temática que aborda.
La novela invita a la reflexión, a voltear la mirada hacia esos sectores –invisibles cuando no ignorados– que con la esperanza de sobrevivir, de mejorar las condiciones de sus familias, se vuelven víctimas de un sistema avasallador cuyo único interés es acumular riqueza, aun a costa de muertes que pasan desapercibidas. Es una obra que aborda a los hombres, con un tratamiento excepcional.
En lo que se refiere al autor, Georges Arnaud fue acusado del asesinato de su padre y de su tía, en 1945. Estuvo preso durante diecinueve meses y después fue absuelto. Esta experiencia, su decepción del sistema judicial francés, lo orilló a viajar a Sudamérica, donde vivió miserablemente.
Arnaud se enfrentó al gobierno de Francia en 1950, año en el que apoyó al movimiento independentista argelino. Se trató, pues, de un autor comprometido, de los que escasean en el mundo hoy en día y que prácticamente está relegado, salvo por algunos intentos editoriales por reeditar su obra.
Las tiendas de color canela
Desde su autorretrato, Bruno Schulz
nos mira como pidiéndonos perdón
por tanta enigmática y desesperada belleza.
J. Ernesto Ayala-Dip
Bruno Schulz pertenece a la estirpe de los escritores que, una vez que han pasado una temporada en el olvido, resurgen con tal fuerza que su figura no deja de crecer entre aquellos que se adentran en su obra.
Nacido en Drohobycz (entonces Ucrania) en 1893, el polaco fue víctima de un destino cruel, al ser asesinado por un oficial nazi e1 19 de noviembre de 1942, en venganza porque el nacionalsocialista que «protegía» a Schulz mató al «protegido» del futuro verdugo de Bruno.
Hoy concluirá la primera semana del año. A estas alturas aún se plantean propósitos y uno de ellos suele ser el de leer más; incluso hay retos lectores en los que se propone algún tipo de lectura cada mes.
Mi primera recomendación del año es precisamente un libro de Bruno Schulz: Las tiendas de color canela (1934; Debate, 1991).
La obra de Schulz es más bien escasa: publicó un par de libros de ficción, artículos y algunos otros textos relacionados con artes plásticas. Durante mucho tiempo estuvo olvidado, pero numerosos seguidores han hecho que la figura del llamado «Kafka polaco» resurgiera con una fuerza demoledora que hoy en día no solo abarca el campo de la literatura, pues Bruno también fue un dibujante, pintor y artista gráfico. Además, se destacó como uno de los tres vanguardistas que transformaron la literatura polaca –los otros son Witold Gombrowicz y Stanisław Ignacy Witkiewicz.
Schulz, como Kafka, coloca a su padre en el centro de su obra. Sin embargo, a diferencia del checo, en Bruno no hay miedo ni odio sino, en todo caso, una especie de compasión.
Si habría que definir con una sola palabra la obra de Schulz, podría ser la de fascinante. En Las tiendas de color canela nos encontramos ante una serie de textos que bien pasarían por relatos o por una novela cuyos hilos conductores de la trama son Jakub –el padre de Schulz– y el pueblo en sí, del que apenas si salió Bruno durante su vida.
Así pues, Jakub es un hombre enclenque que, al paso del tiempo, fue rebasado por la enfermedad hasta verse reducido a casi nada.
Dueño de una tienda de paños, estaba convencido del envilecimiento del mundo y su degradación. De ahí que dedicara tiempo a la constante búsqueda de salvar el mundo entre las sombras de su tienda e incluso desde la soledad de su casa, siempre ante la mirada del niño Bruno y la preocupación de la madre de este.
En «Los pájaros» encontramos al Jakub de cuerpo entero. Cierto día comenzó a adquirir huevos de aves de todo el mundo en una tienda del pueblo; su idea era rescatar del desastre a todas las especies en una habitación ubicada en la parte alta de su casa.
Pasaba días al cuidado de los huevos y de la incubación. Tanto era el tiempo que dedicaba a dicha tarea, que llegó el momento en el que el propio Jakub parecía un pájaro y la habitación se volvió un desastre, llena de aves y excremento.
En el «Tratado de los maniquíes», el padre, enfundado en la figura de demiurgo, reúne a un auditorio de jovencitas a quienes dirige una serie de ideas relacionadas con la Creación. Después de mencionar su discurso en torno a la fallida obra del Demiurgo acerca del ser humano, Jakub anuncia la segunda creación del Hombre, ante la mirada de fascinación por parte de las muchachas.
No obstante lo anterior, la figura del padre se ve reducida ante Adela, la asistente doméstica capaz de hacer perder la razón a Jakub con el solo movimiento de un dedo índice, tal como si lo agitara en el aire. Entonces el hombre huía despavorido, humillado en sus teorías y conocimientos.
Esta sumisión del hombre ante la figura femenina se ve reflejada no solamente en los textos de Schulz, sino en sus dibujos, donde a menudo él mismo y otras figuras masculinas aparecen a los pies de alguna mujer.
«Las tiendas de color canela» aborda la fascinación del niño por el descubrimiento de las tiendas del pueblo. Hace un recorrido por los espacios, que describe desde la visión del artista plástico: he aquí una de las mayores virtudes del autor, que por momentos llena de luz las oraciones y en seguida baja el tono hasta dejar en penumbras al lector, siempre con belleza en cada palabra.
En «La calle de los Cocodrilos» Schulz explora el mundo desde el erotismo. Esa calle es justo donde se reunían las prostitutas. La narración traslada al lector a un tiempo anterior al sexual del narrador, que por momentos se agita ante lo desconocido y el temor y el insulto brotan como una forma de defensa.
El libro está compuesto de un puñado de textos en los que destaca el mundo de aquel niño polaco que descubría el mundo, acompañado de las conductas de su padre que, tiempo después, se convirtió en material para describir historias irrepetibles. Todo ello, aderezado con el lenguaje de un narrador de primer orden.
Queda, pues, la recomendación para quienes estén en busca de un autor único y apasionante como Bruno Schulz.
La mujer que se estrellaba contra las puertas
Era el alcohol. Te inventabas cosas
cuando estabas bebiendo y las creías
si estabas lo suficientemente borracha.
Pasaban a ser absolutamente verdaderas y reales.
Doyle, a través de Paula Spencer
El alcoholismo es un tema frecuente en la literatura. Aun cuando se aborde desde el humor, se trata de un asunto que conlleva un profundo drama. En esta ocasión me permito recomendar una novela que tiene que ver con la adicción del alcohol, pero también con otros problemas, tan o más profundos que aquél.
Se trata de una obra de la que infortunadamente no se sabe mucho en este país, pero que debiera tener un lugar importante entre los estudiosos de esa adicción, del maltrato –físico y psicológico– hacia las mujeres y cómo se destruye la personalidad en silencio, a oscuras.
Me refiero a La mujer que se estrellaba contra las puertas (Verticales de Bolsillo, 2008; traducción de Juan Fernando Merino). Publicada originalmente en Irlanda en 1996 por el escritor Roddy Doyle (Dublín, 1958), no fue sino hasta el año 2008 cuando se dio a conocer en español, gracias a la editorial Norma, a través de su sello Verticales.
El autor goza de popularidad en su país natal y ha ganado prestigio gracias a sus novelas. Incluso, en 1994, escribió libretos para una serie de televisión llamada Family, en la que se aborda la violencia doméstica y el abuso conyugal en una sociedad que omitía dichas problemáticas, aun cuando llegaron a cobrarse vidas.
De esta experiencia nació La mujer que se estrellaba contra las puertas, novela que explora precisamente esos temas, a través de Paula Spencer –protagonista y narradora–, una mujer de 39 años de clase trabajadora que sufre en carne propia la violencia familiar y el abuso conyugal y que, encima de ello, es víctima del alcoholismo.
No se trata de una novela más que aborda estas problemáticas, sino de una historia que conmueve desde la primera página; el autor casi desaparece y deja a la narradora todo el trabajo: la liberación, el flujo del discurso, la construcción de las frases envuelven al lector en una atmósfera a veces incómoda, pero siempre desde la afinidad.
Paula nos cuenta su historia; una de las enormes dificultades que enfrenta es que no se sabe víctima de maltrato porque en casa adquirió esos hábitos y le resultan familiares. Sólo años después se percata de lo que es, de eso en lo que la han convertido.
No hay autocompasión, no hay cursilería ni clichés en esta novela que Doyle escribió para crear conciencia acerca del papel de las mujeres y su lugar en la vida social.
La protagonista relata sus experiencias en la escuela, el juego de la imagen en una sociedad cada vez más carente de ideales y más ávida de objetos y bienes materiales. Cuenta la competencia de las jóvenes para conseguir citas, el trato de los jóvenes y no tan jóvenes para con las mujeres; el hábito familiar de cosificar a éstas hasta el punto de la anulación…
Con La mujer que se estrellaba contra las puertas el autor pretendía hacer un retrato de la Irlanda de los ochenta, pero trascendió las fronteras y uno puede identificar casi cualquier país a través de sus páginas y lo que en ellas se cuenta.
La narradora sufre en un matrimonio en el que sólo una parte puede gozar de libertad. Se emborracha, bebe en exceso a veces sin darse cuenta de ello; disculpa al otro, al abusador: lo justifica.
El título del libro obedece a un pasaje de la historia, cuando la protagonista es llevada al médico luego de haber recibido una golpiza de parte de su marido. Ambos planean el discurso que se dará al médico, buscan a toda costa que la verdad se mantenga oculta. De esta forma, acuerdan la justificación: Paula se estrelló contra una puerta y se causó daño. Así durante dieciocho años de matrimonio.
Es una historia brutal. En esta denuncia además existe la complicidad de los médicos: saben que fue golpeada, pero hay tantos casos que prefieren ignorarlos para no meterse en problemas.
El estilo de Roddy Doyle es impecable en esta novela, hace suya la voz femenina y el resultado es una historia conmovedora, un retrato de lo que nos negamos a ver en muchas ocasiones, la construcción de un personaje verdadero y que adopta uno y tantos rostros a la vez: es una especie de portavoz para quienes se encuentran en esa situación.
En algún momento de su historia, la mujer nos dice: «Me perdí los ochenta. No tengo ni una pista. Es solo un montón informe […] ¿Qué hice en los ochenta? Estrellarme contra las puertas. Levantarme del suelo».
Nochebuena polaca
La curiosa división en pueblos es la causa de nuestros
innombrables sufrimientos, dolores y desgracias.
T. K.
Es difícil explicar la sensación que queda después de leer una gran obra. O mejor: después de leer lo que uno considera que se trata de una gran obra. Y más difícil es saber todo lo que debió ocurrir para que ese libro terminara en las manos de uno.
Hacia finales del año pasado me encontré con una novela de cuyo autor no tenía ninguna noticia. Me animé a adquirirla básicamentepor dos motivos: la lengua materna del escritor –de la familia eslava– y la época del año –en los últimos días de noviembre.
Dicha obra se trata de Nochebuena polaca (1977; Seix Barral, 1984), del polaco Tadeusz Konwicki (Wilno, Lituania, 1926-Varsovia, Polinia, 2015), con traducción de Elena Panteleeva.
El libro estaba en excelentes condiciones: quizás nadie lo había leído y tal vez nunca se vendió en España y por ello llegó a México en algún lote de saldos.
Sopesé la idea de leerlo de inmediato, pero esperé a que la fecha alusiva al título estuviera más cercana para adentrarme en la lectura. Así pues, faltando diez días para finalizar 2017,tomé la novela y me dispuse a adentrarme en su historia.
Varsovia. Durante la mañana del 24 de diciembre de algún año cuando Polonia estaba bajo el dominio de la URSS, decenas de ciudadanos polacos se encuentran afuera de una joyería estatal, en fila, en espera de anillos de oro provenientes de la Unión Soviética.
El narrador es acaso el propio Konwicki, quien anuncia que aguardan a que se den las once de la mañana para que abran la tienda y entren en busca de algún regalo.
Desde el inicio el lector descubre los tintes sociopolíticos de la obra, pero no es precisamente una carga pesada; sirve únicamente para anunciar la época, dar a conocer el entorno en el que el narrador y las personas que están en fila viven.
El invierno comienza a morder con fuerza, nieva en Varsovia y la gente que aguarda el lote de anillos es la estampa de la sociedad polaca de la época: sin mucha esperanza, pero con temple.
De esta forma, el autor describe a algunos de los personajes que se encuentran en el lugar. Así conocemos a cierto soplón de la policía, obreros, una campesina, un estudiante y su amigo francés –anarquista–, que desea establecerse en Polonia…
Es decir, Tadeusz enfila a representantes de ciertos sectores que conforman la sociedad; los hace interactuar y el resultado es una brillante narración que cuestiona el destino de la colectividad.
La voz narrativa no denuncia en sí, no reprocha a la URSS: es una voz pausada y paciente que lleva al lector de la mano a recorrer el paisaje polaco invernal de la época soviética, no obstante que la espera es en sí una forma de opresión estatal.
De pie en esa fila, el narrador evoca otros tiempos, su historia misma; comparte pasajes de una vida que en el punto desde donde habla acaso parece perdida. Todo ello en los momentos previos a un infarto. Hay una honestidad que poco a poco hace que uno se acerque más a la obra, sin sentir los embates del invierno.
Aunado al presente en el que transcurre la obra, Konwicki traslada al lector hacia 1863, a los preparativos de una batalla que tendrá lugar en ambientes rurales. Se intercala el relato de las aventuras de un joven lituano durante las revueltas que tuvieron sitio ese año contra los moscovitas. De esta forma, el autor hace traer el pasado al presente «para buscar en la vida cotidiana su trasfondo sociopolítico y su envés metafísico…», según se lee en la contracubierta.
El estilo –a veces parco, otras veces lírico– cobra fuerza en cada página y está acompañado de imágenes que si bien en algunos momentos evoca a una atmósfera casi asfixiante, denotan la alta calidad narrativa del autor.
Hacia los primeros párrafos de la obra, el narrador nos dice: «Delante de mí hay veintidós personas, y detrás otras veinte dan pataditas con los pies entumecidos de frío. Yo también siento un ligero temblor, aunque me cubre una espesa piel de oveja. Pero tiemblo de emoción. Tiemblo porque estoy esperando el día, unas breves horas excepcionales, que traerá quizá, a mí y a todos nosotros, el desenlace definitivo» (p. 9).
Sueño con mujeres que ni fu ni fa
Desgraciado Belacqua, no das con la clave,
no entiendes de qué va la cosa: la belleza,
en último término, no está sujeta a categorías,
está más allá de las categorías.
Cuando se nombra a Samuel Beckett es muy probable que brinque el nombre de James Joyce, dada la influencia que éste ejerció en la vida y obra de aquél. No obstante, el Nobel (1969) supo sacudirse la sombra de su connacional conforme pasaron los años.
El de Beckett no es un estilo fácil. Por el contrario, se requiere de paciencia para tomarle el gusto a la obra de uno de los escritores más originales que nos entregó el siglo XX.
Cuando tenía veintiséis años, el irlandés escribió su primera novela, pero no halló editor que se animara a publicarla. Se trata de Sueño con mujeres que ni fu ni fa (1992; Tusquets, 2011), la que el propio Beckett se negó a publicar cuando ya era Beckett.
Por deseo del propio escritor, dramaturgo y ensayista, la novela no vio la luz sino de manera póstuma, hacia 1992 (Beckett falleció en 1989), es decir, unos sesenta años después de haberla escrito.
La obra comienza de esta forma: «He aquí a Belacqua, un niño rollizo que pedalea cada vez más veloz, con la boca entreabierta y las aletas de la nariz cada vez más hinchadas» (p. 11).
Belacqua es un joven poeta que deambula por calles de París, Dublín y Viena; no sabe qué es lo que busca, pero traslada su cuerpo de un lugar a otro como si en verdad tuviera algún objetivo. Éste es acaso el primer guiño beckettiano: el ser se conduce hacia el fracaso, no hay objetivo para perseguir. Y si lo haces, anda: date de frente contra el fracaso.
Sin embargo, Belacqua «está enamorado de cintura para arriba de una muchacha patosa que atendía por el nombre de Smeraldina-Rima» (p. 13). Su encuentro es fortuito: la halló una noche en la que la fatiga hizo presa del poeta en ciernes. Es decir, el «amor» le brotó del cansancio, no fue concebido a la luz de la vitalidad.
En la novela hay elementos que lo colocan como joyceano, pero el lector también se topa con los esbozos del futuro Premio Nobel, el explorador del lenguaje hasta los límites, el pesimista acerca de la condición humana.
El libro está dividido en cinco capítulos: «Uno», «Dos», «Und», «Tres» e «Y». Además hay un posfacio de los traductores titulado «El primero de todos los Beckett», en el que se advierte que Sueño con mujeres que ni fu ni fa no es precisamente la mejor forma para entrar a la obra de un escritor que se vuelve apasionante.
Es una novela escrita por un joven cuyo futuro es incierto, de un Beckett bajo el influjo de la tensión que le sirvió para dar salida a todas esas emociones. Hay además acaso pasajes de la infancia del propio autor, sin que en sí la novela sea estrictamente autobiográfica.
El lector también descubrirá que el texto está lleno de neologismos. Es la primera obra del futuro autor genial de Esperando a Godot, Fin de partida, El innombrable, Molloy, entre otras obras.
Belacqua deambula, está satisfecho con su «feliz tristeza». Mujeres como Smeraldina-Rima, Syra-Cusa o Alba esperan algo de él, cualquier cosa, que él no entrega. Porque el muchacho aspira a habitar su interior, sus pensamientos; piensa en qué escribirá: es un artista adolescente que va por la vida ebrio, enfermo o malhumorado.
Pese a ello, hay en la novela toques de humor e ironía que también son características del Beckett que escribirá años después, con un estilo consolidado y del que se apropió para sacudirse de las comparaciones que en determinado momento lo alcanzaron.
Sueño con mujeres que ni fu ni fa es una obra intensa, llena de citas que obligan al lector a echar ojo a las anotaciones –que están hacia las últimas páginas– y acaso a desesperarse. Sin embargo, ello no es pretexto para abandonar la lectura, pues Beckett, el primer Beckett, posee ya el talento para atrapar a quienes se sumergen en ese fascinante mundo de las palabras que construyó. Porque Beckett posee esa fuerza que provocan al lector a no soltar el libro, aun cuando desea hacerlo.
Elogio del cuento polaco
Por estas fechas es común encontrarse en las redes sociales cualquier cantidad de listas de «lo mejor del año» en cine, deportes, etc. La literatura no está exenta de dicha tentación. Páginas culturales o dedicadas al mundo del libro se vuelcan para recomendar «las mejores lecturas» del año que ya se nos escurre entre las manos.
Cada quien tiene sus gustos, fobias y filias. Sin embargo, considero que hay obras que difícilmente pueden no gustar a alguien. Con el riesgo que esta afirmación conlleva, esta semana me permito recomendar un libro monumental del que no he leído –hasta ahora– ninguna crítica negativa.
Hay libros que conmueven, libros que instruyen, otros que divierten y también los que son amenos. Pero cuando un lector se topa con uno que reúne todas esas virtudes y más, se está, sin duda, frente a algo que será recordado con el paso de los años hasta convertirse en un clásico.
Polonia fue el país Invitado de Honor en la edición del 40 Festival Internacional Cervantino, en 2012. Como parte de esa celebración fue presentado el libro Elogio del cuento polaco, cuya edición estuvo a cargo de la Dirección General de Publicaciones para la colección «Cien del Mundo» del entonces Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), en coedición con la Universidad Veracruzana.
La selección de los textos y el prólogo de la obra estuvieron a cargo de los mexicanos Sergio Pitol (+) y Rodolfo Mendoza. Ya desde el prólogo, el libro conmueve: las imágenes de una Polonia casi destruida por completo, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, remueve sentimientos y no hay sitio para la indiferencia. Sin embargo, el coraje para levantar el país de las ruinas es de admiración.
En el inicio de la obra se da a conocer el antecedente de esa edición que en 1967 corrió a cargo de la editorial ERA: Antología del cuento polaco contemporáneo.
La que se presentó hace seis años incluye a varios autores de dicha edición y a otros de generaciones más recientes. Va desde la segunda mitad del siglo XIX, hasta creadores cuya obra no está traducida aún en español, salvo escasos cuentos.
Esta antología incluye 45 textos de 35 autores; la abre el Nobel de 1905, Henryk Sinkiewicz (1846-1916), con el cuento «Memorias de un maestro de Poznan», y la cierra Daniel Odija (1974), con «El túnel».
En los primeros relatos nos encontramos con retratos costumbristas del siglo XIX en el campo, el levantamiento de las urbes, las ideas de aquella época. Luego, conforme avanzan las páginas, el lector experimenta cambios en el estado de ánimo que lo mismo van de la indignación a la carcajada, que de la tristeza a la alegría.
Lo anterior tiene que ver porque varios de los narradores antologados experimentaron las atrocidades de los campos de concentración nazis o les tocó vivir alguna de las dos guerras mundiales o incluso ambas. (Bruno Schulz –por ejemplo– fue asesinado en el gueto de Drohobycz en 1942; otros decidieron quitarse la vida a temprana edad.)
Zofia Nalkowska (1884-1954), con «Los niños en Auschwitz»; Maria Dabrowska (1889-1965), con su «Peregrinación a Varsovia», o Tadeusz Borowski (1922-1951), con «¡Al gas, señoras y señores!», por citar tres ejemplos, dan muestra de los horrores de las prácticas nazistas en ese país.
Pero no todo es tristeza en este conjunto de 45 relatos. Hay espacio para la risa: Witold Gombrowicz (1904-1969), con «El bailarín del abogado Kraykowski», o Sławomir Mrożek (1930-2013) y sus cinco relatos (contenidos en el libro El árbol, que ya recomendé hace unos meses) hacen que al lector se le escape más de una carcajada.
También hay ternura: «Mijalko», de Bolesław Prus (1847-1912), o «Los girasoles», de Bohdan Czeszko; fantasía: Bolesław Leśmian (1878-1937), con «Una aventura de Simbad el marino», o «Los Músicos», de Andrzej Sapkowski (1948).
El libro está repleto de joyas de la cuentística polaca –y universal– y permite contemplar el paso de los años en ese país, el cambio de ideas, la sociedad sacudida y la renovada, la desesperación y la incertidumbre, el miedo y el valor para sobrellevar y dar vuelta atrás a una situación que no sepultó los valores de ese país.
No puedo terminar sin hacer mención de la maestría de Kazimierz Brandys (1916-2000) y su «Cómo ser amada», un texto brillante; la grandeza de Władisław Reymont (1867-1925; Nobel, 1924), de Bruno Schulz (1892-1942), de Jarosław Iwaszkiewicz (1894-1980), de Jerzy Andrzejewski (1909-1983), por mencionar a algunos de los brillantes escritores contenidos en la antología.
Soy de los que piensan que se aprende más de historia a través de novelas y de cuentos, que mediante libros especializados en la materia. Elogio del cuento polaco también es una clase magistral de historia, un proyector de imágenes que van del campo a las ciudades, de los bombardeos a la felicidad de los amantes, de la ocupación nazi a la renovación de una sociedad; es, ante todo, una muestra de que el arte –la literatura– permite indagar en lo más profundo del ser humano y externarlo a la otredad.
Si en este fin de año buscas hacerte o hacer a alguien más un regalo inolvidable, Elogio del cuento polaco es una gran opción.
El vampiro de almas
Vampiro, sí, de almas. Espía de corazones solitarios.
Escorpión preparado para atacar, he ahí al cuentista.
Dalton Trevisan
La literatura latinoamericana goza de un amplio público que ha sabido valorarla no sólo en esta región del mundo, sino en otros continentes. Nombres como Gabriel García Márquez, Pablo Neruda, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes –entre muchos otros– son escritores en lengua española conocidos gracias a la calidad de su obra. Sin embargo, la literatura brasileña es muy rica, pero suele pasar un tanto desapercibida, acaso por su lengua, el portugués.
Brasil ha legado al mundo escritores de altísimo nivel y cuya riqueza de lenguaje convierte las obras en puro goce. Autores como Jorge Amado (1912-2001), João Guimarães Rosa (1908-1967), Clarice Lispector (1920-1977), Nélida Piñón (1937), Rubem Fonseca (1925) o Dalton Trevisan (1925) son escritores con una vasta obra digna de ser leída.
En el caso de los dos últimos, se trata de creadores vivos que si bien no cuentan con la popularidad –no en México– que deberían tener escritores de su calibre, existen traducciones suficientes como para acercarse y comprobar la calidad de su obra.
En esta ocasión me voy a referir a Dalton Trevisan para la recomendación de la semana que inicia. En 1999, la Dirección General de Publicaciones del otrora Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (DGP-Conaculta) publicó El vampiro de almas, una antología de cuentos de Trevisan con traducción, selección y prólogo de Regina Crespo y Rodolfo Mata.
Este autor es considerado un maestro del relato breve y el libro en mención es una muestra de ello. La edición consta de 140 páginas, en las que están distribuidos 28 relatos y una selección de textos brevísimos –no rebasan media página– que dejan entrever la alta calidad narrativa del brasileño.
La temática de los relatos varía, sin embargo, el autor muestra el «alma» brasileña, el carácter de un país a veces incomprendido y aislado de Latinoamérica por la lengua.
Uno de los primeros relatos se llama «Cementerio de elefantes», en el que el lector se encontrará con un texto que cuenta cómo viven los que en México conocemos como teporochos. Trevisan menciona sus bebidas, sus andares, su desenlace de una forma admirable.
«Caso de divorcio» es protagonizado por un hombre que se entrevista con un abogado. A través de diálogos muy logrados, nos enteramos de que el viejo busca divorciarse de su esposa y cuenta al profesionista la que considera que es la causa para que se dé la separación. Es un texto cargado de humor.
En «El vampiro de Curitiba» nos encontramos con un relato narrado con lenguaje de favela, directo; un hombre describe a algunas mujeres que se topa en la calle, las ama, las toma, las posee… Es un flujo de impresiones con un tono acelerado, pero al tiempo directo y de una honestidad que hacen de éste, uno de los textos más emotivos del libro.
«Visita a la maestra» es el relato más extenso de todos –diez páginas–, en el que se cuenta la historia de un joven que acude a visitar a su maestra de la infancia. Es un encuentro emotivo y triste (Trevisan es un narrador que te lleva de la alegría a la tristeza en la misma línea). Entre remembranzas se les va la tarde. Salen a cenar. Regresan. Luego… Trevisan sorprende.
«Lamentaciones de Curitiba» es pura poesía. A través de tres páginas, el autor recorre sitios de esa ciudad mediante frases y más frases cargadas de nostalgia y poesía. Una brillante muestra de la capacidad del escritor.
En «He ahí la primavera» se da cuenta de las últimas semanas de un anciano enfermo, su deseo de morir en esa estación del año. Se cumple, sí, pero hay antes de ello una pequeña historia que nos regala Dalton.
Así, el lector se encuentra uno y otro relato. Hay prostitutas, hombres celosos, mujeres sumisas, individuos ingenuos… Pero también hay lugar para la perturbación: en «Míster Curitiba» nos enfrentamos a uno de los textos más difíciles. Difícil no por el estilo, sino por la historia que se cuenta. Se trata de un encuentro sexual que provoca inquietud a la hora de leerlo.
Este libro es una muestra de la fuerza y emotividad de la literatura brasileña: sensual, directa, conmovedora… Es una antología que merece un espacio en las bibliotecas personales.
De ratones y hombres
Los hombres como nosotros –empezó George–
no tienen familia. Ganan un poco de dinero
y lo gastan. No tienen en el mundo nadie
a quien le importe un bledo de ellos…
En De ratones y hombres
La injusticia social es un tema presente en la obra del estadounidense John Steinbeck (1902-1968): basta recordar Las uvas de la ira (1939), su novela más famosa, para comprobarlo. Se trata de un asunto que lo ocupó incluso en su faceta de periodista, al realizar trabajos de ese género acerca de las condiciones en las que vivían los jornaleros.
Esta semana la recomendación de este espacio gira en torno a Steinbeck: se trata de su novela De ratones y hombres (1937; Editorial Sudamericana, 1942, con traducción de Román A. Jiménez), también traducida como La fuerza bruta.
La historia está ambientada en los años de la Gran Depresión que sumió a buena cantidad de estadounidenses en la miseria y que afianzó el poder de unos cuantos.
George Milton y Lennie Small se encuentran en un matorral, junto al río Salinas, en Soledad, California. Unas horas antes los dejó un camión a varios kilómetros de allí y se vieron en la necesidad de caminar. El primero es un hombre de apariencia común. En cambio, Lennie es un tipo grandullón, acaso intimidante, pero con una discapacidad mental que los hace meterse en problemas de forma constante. Es un personaje que conmueve en cada palabra.
Los personajes van de rancho en rancho en busca de trabajo y hacerse de recursos para el futuro. Desde las primeras páginas, el lector se encuentra con dos soñadores que anhelan tener su propia tierra, una granja con conejos y otros animales: conmueve la forma en la que lo desean, en la que uno nombra las cosas, acaso desde el pesimismo, mientras que el otro lo sueña despierto y lo acecha la felicidad. El hecho de que George lo pronuncie parece calmar los impulsos de Lennie, quien se alborota cada vez que escucha a su compañero nombrar sus deseos.
Hay que decir que los hombres huyeron de otro sitio debido a que cierta conducta de Lennie provocó un escándalo que estuvo a punto de costarles la vida, pues pretendían lincharlos.
Ahora llegan a otro rancho, con unas horas de retraso. La instrucción para Lennie es clara: no debe hablar con nadie ni meterse en líos. Si hace esto último deberá ocultarse en ese matorral junto al río y esperar la llegada de George.
Al presentarse en el nuevo rancho poco a poco van conociendo a sus compañeros: desfilan el viejo Candy y su también vetusto perro; Crooks, un peón que está aislado debido a que es negro; Curley, el hijo del patrón, engreído y que está casado con una atractiva mujer que sueña con ir a Hollywood, causante de más de un problema.
En el rancho los hombres se divierten con algunos juegos; sus distracciones consisten en inventarse competencias, en esperar el fin de mes para ir al pueblo y gastarse el dinero en el burdel. De todo ello se van enterando George y Lennie.
El plan de ambos es reunir suficiente dinero para comprarles la granja a unos ancianos. Al entablar cierta amistad con Candy, éste se ofrece como socio: cuenta con cientos de dólares que puede invertir en el proyecto. George y Candy trabajarán, mientras que Lennie cuidará a los conejos…
Así se reparten los sueños. Luego Crooks, al enterarse, también se anima. Ofrece sus brazos para trabajar. Pero no siempre resulta como se planea…
La novela en sí es breve, se lee de un tirón. Steinbeck creó una obra con diálogos memorables. Sin embargo, pese a la aparente sencillez de la historia, hay cualquier cantidad de simbolismos. Destacan el racismo: el negro Crooks está segregado, no debe hablar con nadie ni nadie debe acercarse a él. La esposa de Curley es el símbolo del «mal» representado en la mujer, el origen de las tragedias. Candy es el hombre que aún aspira a soñar, pero está imposibilitado para trabajar. Curley, el hijo del patrón, es el poderoso: soberbio, prepotente y dispuesto a manipular toda ley en contra de los pobres.
George y Lennie representan el espíritu de la amistad, pero también desempeñan el papel de los hombres que aspiran a materializar sus sueños, aunque siempre hay alguna traba que los devuelve a una realidad que no alcanza para vivir.
Aunado a lo anterior, no se sabe a ciencia cierta qué tipo de relación llevan ambos personajes; se desconoce el origen de su unión, qué los llevó a estar unidos en todo momento…
Nos encontramos ante la sociedad resumida en un pequeño grupo de individuos.
El final de la novela es de antología. Si el lector busca alguna historia inolvidable para este fin de año, De ratones y hombres no lo defraudará.
La rebelión
Hace tiempo hojeaba un libro de Ricardo Garibay: Feria de letras (Nueva Imagen, 1998), un conjunto de diez textos en los que comparte sus reflexiones acerca de temas diversos como lo cotidiano y el amor, así como sus pasiones literarias.
En el texto «Tres» trata sobre Daniel Toscan du Plantier, Herman Melville, Fátima Mernissi, Josefina Estrada, Joseph Roth y Shusaku Endo. El mexicano da pistas para seguir la huella de estos autores con su peculiar estilo: unas veces soberbio, otras arrogante, pero siempre directo.
Cuando leí los párrafos dedicados a Joseph Roth (1894-1939) me brincó una afirmación del hidalguense: «Ya ni quien se acuerde de Joseph Roth […] Se le señala, junto a Broch y Musil, entre los mayores escritores centroeuropeos de este siglo [el XX]; sorprendentemente, sus obras se reeditan todavía y ya no le interesan a nadie».
Es curioso, pero el mismo año que murió Garibay (1999) nació Acantilado, una editorial catalana que, hoy en día, podría desmentir al «samurái de la literatura» –como lo llamaban algunos– respecto de esa afirmación: ha publicado al menos veinte obras del escritor austríaco, más la correspondencia que sostuvo con otro par suyo, Stefan Zweig (1881-1942), con éxito.
Hay que resaltar que Acantilado no sólo se ha dedicado a reeditar la obra de Roth, sino que despertó el interés de los lectores para con el autor de La leyenda del santo bebedor.
Pues bien, esta semana mi recomendación está relacionada con este escritor. La lectura que propongo es La rebelión (Acantilado, 2008), una novela de 148 páginas que fue publicada originalmente en 1924.
La obra cuenta la historia de Andreas Pum, un excombatiente de guerra que se mantiene fiel al gobierno y a sus políticas. Por ser lo que es, se cree merecedor de un reconocimiento oficial. El gobierno lo condecora y le otorga una licencia para tocar el organillo, al salir del hospital militar.
Hay que decir que Andreas Pum sufrió la pérdida de una pierna durante la guerra. Así va por el mundo, orgulloso de su licencia y feliz de poder llevar música por las calles de Viena. Se trata de un hombre más bien honrado, acaso ingenuo, que acata sus creencias religiosas y el «orden» que rige al mundo.
Sin embargo, cierto día se enfrenta a un incidente en el tranvía, al tener un desencuentro con un hombre industrial y con mayor rango social que él. Ese incidente lo lleva a la cárcel, donde surge, precisamente, la rebelión a la que alude el título.
Resulta que, en prisión, Andreas se ve sumergido en pensamientos e ideas que antes nunca tuvo. Es acechado por alucinaciones y pesadillas que lo hunden en una especie de locura; reniega de lo que antes estaba convencido y obedecía con sumisión. En pocas palabras: cambia radicalmente su visión del mundo.
Joseph Roth retrata la crueldad de la burocracia y cómo los gobiernos suelen dar trato de delincuente a las personas que carecen de recursos. Porque Andreas es un hombre pobre, perdió una pierna en la guerra, se enamoró de una mujer, recorrió las calles de Viena con su organillo para «ganarse la vida» y terminó en prisión solo porque en su vida se cruzó un individuo con cierto poder que lo envió a la cárcel. Es una crítica a la crueldad, la corrupción y el horror de la sociedad con un estilo realista.
Se trata de una novela que revela la necesidad del cambio en la sociedad, pero que al mismo tiempo deja entrever la cantidad de obstáculos a los que habrá de enfrentarse para consumarse la rebelión. Es, sin duda, una obra que merece un lugar en las bibliotecas personales.
De Joseph Roth hay mucha información en la red que crece día con día debido al interés que aún despiertan su obra y su vida misma. En el texto de Garibay aludido en un principio, el mexicano recuerda: «Judío, entre pobrezas y alcohol vivió en París desde 1933, y allí murió borracho. La caída del imperio austrohúngaro y el ascenso del nazismo lo llenaron de desesperanza».
Volvamos, pues, a Joseph Roth.