Soy una cosa molesta, una cosa ciega,
sin amor, soy una piedra que se expulsa
hacia las puertas de la noche.
Tahar Ben Jelloun
El racismo y la discriminación son temas que aparentemente se combaten desde diversos frentes de la sociedad de nuestro siglo, con el supuesto impulso de diversos medios de comunicación. Sin embargo, más allá de erradicarlos, parecen males que van en aumento.
Un ejemplo a la vista de todos es Estados Unidos, donde la xenofobia cobró fuerza tras el ascenso de Donald Trump al poder y las posteriores manifestaciones de odio de parte de sus seguidores contra grupos latinoamericanos o musulmanes. Aunado a ello, hay que sumarle el racismo que parece enraizado en diversos sectores de dicho país y que ejercen muchos de sus policías prácticamente sin recibir castigo.
Los mismos medios que hoy en día por las mañanas dicen abogar por igualdad entre los seres humanos, durante las noches descubren su verdadero rostro y lanzan mensajes mediante los que estereotipan lo «bueno», con su dosis de discriminación y de racismo.
A propósito de todo ello, esta semana recomiendo La reclusión solitaria (Conaculta/Mondadori, 1992; traducción de Malika Embarek), una lectura que aborda los citados temas desde una mirada profundamente poética de Tahar Ben Jelloun (Tez, Marruecos, 1944).
Publicada en francés originalmente, en 1976, La reclusión solitaria es una novela breve (105 páginas) que cuenta la historia de un exiliado magrebí que vive en París, en la década de los setenta.
Con veintiséis años, una hija, un hijo y su esposa en su país natal, el joven trabaja en una fábrica y de cuando en cuando escribe cartas a su familia.
El personaje-narrador se mueve de un rincón a otro, en una ciudad que no lo acepta por su origen y lo señala y vigila constantemente: «–Queda usted detenido: se le declara culpable de locura, culpable por vivir en un baúl, culpable por haber delirado, culpable de alta subversión, culpable por hablar algarabía, se le acusa de no ser como los demás…» (p. 17).
El muchacho se imagina a una amante con la que dialoga a lo largo de toda la novela. Los que son como él erran por una París acaso inhóspita, lejos de esa supuesta cortesía que las películas muestran de la llamada «ciudad luz».
Por la obra deambulan personajes que, sin darse cuenta, están estacionados en una decadencia que conmueve, que se siente. Cada olor se instala en la nariz del lector, cada palabra retumba como un coro polifónico de seres que gritan su desdicha y de la que parece no haber una salida. Van por la vida, carne de lamento, desgastando lo que les queda propio: el deseo, la soledad, el dolor, el silencio…
El lenguaje es acaso el personaje principal; el tono de la narración va de la nostalgia al desencanto, pero nunca pierde vitalidad. El lirismo envuelve los sentidos y hace paladear cada párrafo como un dulce que jamás empalaga.
Pese a su brevedad, La reclusión solitaria es una obra que cava a fondo y deja entrever la miseria humana, la hipocresía y la falta de empatía que –como se ve en nuestros días– complica la relación entre los iguales y construye individuos que poco a poco se alejan de las comunidades con el fin de asegurarse un futuro que, oh paradoja, no tiene futuro.
Pese a que quedan ganas de leer más, la novela se disfruta de principio a fin; sus páginas están talladas en poesía: Ben Jelloun es un poeta con la capacidad de hipnotizar al lector, atraparlo en una imagen. Su novela es como una prenda bordada con hilos de seda, detallada hasta el más remoto rincón.
De La reclusión solitaria, el Nobel de Literatura (2008) J.M.G. Le Clézio ha dicho: «Pocos libros nos dejan impresión tan perdurable de vida y de dolor, de verdad y de escarnio; pocos tan cercanos a la raíz de la creación».
Queda, pues, la recomendación de esta semana para disfrutar de una lectura que –quizás– dejará una agradable huella en el lector.