No confío mucho en las campañas que las grandes editoriales lanzan para hacer publicidad a tal o cual autor y su más reciente obra. No es un secreto que cada nuevo libro es presentado como «una obra diferente que rompe con los géneros establecidos» o que el autor en turno «es dueño de una voz que no se parece a la de nadie más».
Considero que a veces es preferible pasar de largo en la mesa de novedades de las grandes librerías. Hace algunos meses, el sello español Impedimenta emprendió una campaña a favor de uno de sus escritores estrella: el rumano Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956), a propósito de Solenoide, su más reciente obra.
La crítica coincide en que Cărtărescu es un autor de muy altos vuelos y que con la aparición de un libro nuevo el lector es el más beneficiado. Además lo mencionan como un fuerte candidato a recibir el Nobel.
El problema para acceder a estos autores muchas veces tiene que ver con lo económico, pues no se trata de libros que estén al alcance de todos. Sin embargo, hay oportunidades para hacerse de alguna obra, ya sea en ferias u otros eventos de promoción de la lectura.
Esta semana me sumo a las voces que admiran al escritor rumano. La recomendación es un relato que estuvo prohibido en la Rumanía de Ceaușescu y que no vio la luz sino años después: El Ruletista (Impedimenta, 2010; traducción de Marian Ochoa de Eribe).
El narrador es un escritor de ochenta años que, postrado en un sillón, acaso espera la muerte mientras unos versos de Eliot lo acompañan: «Concede el consuelo de Israel/ A uno que tiene ochenta años y no tiene mañana».
Durante sesenta años ha escrito. Ahora se dispone a contar la historia del Ruletista, un mendigo que amasó una fortuna y que siempre tuvo la osadía de retar a la muerte.
En viejos sótanos de la ciudad, en medio de ambientes decadentes –cucarachas, cerveza de mala calidad, jarras viejas, hombres que ven en la muerte el mayor de los espectáculos–, se realizan eventos que reúnen a unos cuantos seres en torno a la figura de algún ruletista: el hombre que se juega la vida en la ruleta rusa.
El narrador confiesa que «he asistido a cientos de ruletas y he visto en muchas ocasiones una imagen indescriptible: el cerebro humano, la única sustancia verdaderamente divina, el oro químico donde se encuentra todo, esparcido por las paredes y por el suelo, mezclado con esquirlas de hueso» (p. 32).
Conoció a «El Ruletista», el individuo que se ganó la atención de todos los aficionados a esa práctica y que de plano terminó con el negocio de otros que, como él, se jugaban la vida.
Pero un revólver con un cartucho ya no era tan atractivo. ¿Qué tal con dos? Reducir la posibilidad de sobrevivir al jalar el gatillo. Si no es suficiente, tres cartuchos al tambor, incluso cuatro…
Odiado y amado, el hombre se ganó la admiración incluso de damas finas. La presencia de éstas convirtió a la vieja práctica en una actividad con cierto prestigio: de los sótanos decadentes, «El Ruletista» brincó a salones más bien lujosos. Siempre con la risita previa a jalar el gatillo y el desplome que le seguía.
El narrador reitera que conocía al héroe desde la niñez. Escritor de prestigio, recuerda que incluso lloraba porque perdía dinero al apostar a favor de la muerte, entre la admiración, la envidia y el asombro de un hombre que retó de más al azar.
«El Ruletista» es apenas una probada de la, sí, muy poderosa voz de Mircea Cărtărescu, uno de los autores europeos con más reconocimiento de la actualidad y que, a juzgar por este relato, tiene bien merecida la fama de escritor de culto que en cada palabra coloca la cantidad necesaria de pólvora para que, llegado el momento, explote el texto en las manos del lector.
Las probabilidades de sobrevivir en la literatura son ciento por ciento efectivas. «Porque los personajes no mueren jamás, viven siempre que su mundo es “leído”.» Así pues, el narrador se asume un personaje de la propia historia que cuenta; desde su ancianidad, aspira a algo: «Quizá no viva dentro de una historia importante, quizá sea tan solo un personaje secundario pero, para un hombre que afronta el final de su vida, cualquier perspectiva es preferible a la de desaparecer para siempre».