En hashtag: telardehistorias

Miércoles, 10 Marzo 2021 05:36

Mi casa rodante

El cómo llegué a vivir esto es complicado de explicar. El arte atrajo mi atención de manera consciente gracias a un gran y querido amigo: Humberto Sotomayor Terán, mi mentor. Uno transita por infinidad de situaciones, vive millones de experiencias, lee, estudia, argumenta, habla, pregunta, se equivoca, intenta, se relaciona con miles de personas, ama, escucha, reacciona; somos una maquinaria sumamente compleja. Llevo ya varios años que los libros, la música y las obras de arte son mi mejor compañía, en mi mano siempre un café expreso. Mi relación con el arte trastocó la manera de involucrarme con el mundo. Lo hice mío. 

        Camino, observo, indago, viajo, escudriño, veo las cosas más allá de su apariencia evidente. Imagino quién las hizo, cuándo, cómo, porqué, para que se hicieron, me hago muchas preguntas y las respuestas enriquecen mi imaginación. Me meto en cada local de antigüedades que veo. Y a pesar de que entiendo que somos finitos y que este momento que vivo es “mi tiempo”, no puedo dejar de recrear el pasado y construir futuros inverosímiles. Por eso escribo.

        Cuando reviso, recabo datos, registro imágenes y valúo un acervo de obras de arte o de antigüedades mi piel se eriza, me embarga una emoción placentera. Tomo cada pieza como un bebé, la veo con detenimiento, busco la luz natural, la volteo, examino el material o soporte en que fue realizada, el bastidor o su base, descifro o identifico la firma, inspecciono su estado de salud, la disfruto. La labor que implica “valuar” no es una acción meramente técnica, uno usa la intuición, la curiosidad y la paciencia; son herramientas fundamentales.

        Recorrí habitación tras habitación la casa del “Indio” Fernández; conozco a un coleccionista armenio que tiene un gran acervo de obras, la mayoría son falsas, pero el dueño cree que son originales. Estuve muchos meses en la casa de un ebanista francés que estudió en el Museo del Louvre y que fabricó muebles para varios presidentes y empresarios. Expurgué cientos de fotos, ropa, baúles y objetos de un famoso cómico mexicano; me adentré durante dos años en una vieja casona del siglo XIX con miles de obras de arte popular en la colonia San Rafael; conocí y organicé una bodega llena de objetos que heredó una mujer, hija del secretario particular de López Mateos; ordené una archivo de partituras antiguas, escuché las cintas de audio de Henrietta Yurchenko, tuve en mis manos fotografías y atrezos de artistas de la “época de oro” de la danza en México; visité una casa en Polanco de una mujer española que posee una inmensa colección de cartas, dibujos y objetos de Frida Kahlo, no todo es original; hace un par de meses estudio y valúo una colección privada de cientos de obras de arte entre pintura, gráfica y esculturas. En breve inspeccionaré la colección de miniaturas más grande de nuestro país.

        Así, este trabajo arqueológico me lleva por recónditos lugares, habitaciones únicas y espacios singulares, todo lo que se cruza en mi camino me atrae. Quizá pronto tenga una “casa rodante” bien equipada para recorrer todo México, cada pueblo, ranchería y poblado; quiero descubrir lo que se esconde, todos los objetos tienen una historia, quiero oírlas y escribirlas, eso haré.

 

Publicado en Sociedad
Archivado en
Miércoles, 03 Marzo 2021 05:21

A VOLAR CON ELLOS…

Todo empezó hace miles de años, seguro quien los inventó pensó en hacer la vida más cómoda, al menos eso creo. El caso es que su uso es un acto tan cotidiano y común que pasa inadvertido. Para mí es una obligación involuntaria.

Me explico. Su forma responde al uso que les damos, los hay profundos como cascos invertidos, otros semi hondos, algunos planos como hojas de acuyo, hay grandes y extendidos cual ojos de buey y, también existen algunos pequeños e inservibles, les gusta ser la base de bacinicas de porcelana y recibir postres. Luego están aquellos metálicos, son como una extensión del cuerpo, tienen cuatro, dos y tres picos; otros sirven para contener líquidos, de medidas grandes, medianas y pequeñas; y tenemos los que cortan, son filosos y con dientes. En ese recuento están formados los que usamos para beber agua, cerveza, leche, vino, atole, tequila, tepache y champurrado, en fin, son los que contienen aquello que se desparrama. Finalmente existen todos los que utilizamos para preparar lo que comemos más rápido que el tiempo que los usamos, sus medidas, formas, materiales y volúmenes son muy variados.

Todo este conjunto de elementos se guarda en arcones verticales, cajones y vitrinas; pero el meollo es cuando te metes con ellos. Hay quienes después de usarlos los lava y guarda inmediatamente, nunca hay alguno en la tarja donde se bañan, son los obsesivos; hay quienes ni saben lavarlos, tienen quien se encargue de ellos y hasta hay máquinas que los bañan automáticamente; hay quienes ordenada y sumisamente los lava sin congoja alguna, hacen de esa rutina algo inevitable.

En mi caso son una afrenta contra el tiempo, me ocupan desde la mañana hasta la noche. Cuando trato con ellos inicia una batalla que siempre ganan: los trastes. No sé quién carambas los inventó, pero son tan inútiles como los zapatos y los calzones, podríamos andar siempre descalzos y a rais. Esta guerra pasa porque los utilizo según me place, uno a uno se multiplica, son como conejos; un tenedor se usa y aparece otro, y otro más, son mis favoritos; a los cuchillos les tengo respeto, me he cortado con ellos pero me seducen, atraen mi parte sadomasoquista; las cucharas son las menos, solo para la sopa y los caldos, alguna vez quise hacerle de Uri Geller pero nunca pude.

Cuando me meto a la cocina el orden impera, cuando laabandono parece que arrasó un tsunami, éste deja a su paso vestigios de comida, servilletas de papel y sobrantes orgánicos.

Total, tanto rollo para decirles que no me gusta lavar los trastes, deberíamos tener métodos más prácticos, usar las manos, los dedos y la boca. Comer los alimentos crudos, a ras de la tierra, beber del pozo o la manguera, tomar café en la misma taza siempre, la más bonita, seguro tendría una pátina exquisita. Por lo pronto he decidido darles un mejor uso, los platos soperos serán macetas, los utensilios enderezarán enredaderas y haré una escultura; con las ollas, sartenes y demás piezas crearé instalaciones para venderlas en subastas, quizá hasta salga de pobre.

El resto los empotraré en los muros externos de mi casa, sobre todo la talavera; y los fragmentos de aquellos que se rompan los pegaré en las paredes del baño, haré de él un suculento espacio, acogedor y colorido. Eso es todo, he dicho. 

*Escritor / Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

Publicado en Sociedad
Archivado en
Miércoles, 24 Febrero 2021 05:34

¿Y SI NOS TENEMOS PACIENCIA?

Son pocas las llamadas que recibo por el teléfono fijo, los mensajes han suplantado esa cálida manera de acercarnos. No hace mucho tiempo el timbrazo de ese aparato generaba piruetas emocionales: calmaba la espera de escuchar al ser amado; saber que un amigo estaba bien. Su sonido irrumpía el barullo del hogar y competíamos para ver quién alcanzaba a contestar; una llamada podía ser una sorpresa, a veces no reconocíamos la voz al otro lado, no por anónima, sino por ausente, y entonces nos alegrábamos oírla.

Timbrazos inesperados aparecían a toda hora, algunos eran amorosas llamadas, otras familiares; hubo días que éstas detonaban miedo pues sonaban a altas horas de la noche, presagiaba una posible mala noticia.

Ayer sonó el que tengo en casa, levanté el auricular y la voz que escuché era dulce, su acento tenía la dicción de Gardel, única pues usa la segunda persona del plural, delicioso resabio del español antiguo.

Si escuchas con atención la sonoridad del otro, descubres no solo el estado anímico del que habla, también su presencia. La mujer que llamó tiene una tesitura aromática, es miel de castaño color rojo amarronado, especial y llamativa. Habló lento, escuché en silencio e imaginé los gestos de su rostro, miré su melancolía y en un diálogo acompasado de frases recogimos gardenias y crisantemos, las llevamos a la mesa e hicimos un florero de palabras.

Ella vive sola, y a pesar de que ha tenido desmedidos inviernos y otoños tristes, también acumula muchas primaveras y veranos hermosos. Las paredes de su casa no son de ladrillo, son de libros, obras de arte, fotografías y recuerdos. La melosidad de su charla me embelesó, no sé, pero me gustó lo que sentí al escucharla, algo poco común en mí: gocé la paciencia. Pero no esa que fortalece la virtud del que espera, o del que aguanta y no se rebela; sino la paciencia que abraza la ansiedad y la calma, la que ensancha el cariño, la que se mete silenciosa en lo que dice el otro; paciente escucha que solo interrumpe para preguntar ¿y cómo te sientes?, es una paciencia que está olvidada, la hemos arrinconado con la prisa, con ruidos inservibles y la celeridad sin motivo. La paciencia crece en árboles que dan flores de atención, desprenden un olor que te enamora, genera empatía y afinidad.

Me contó que extraña a su hija, esa mujer cuya sangre de su sangre paró su torrente por voluntad propia. Escucharla empapó mi piel con sus añejas vivencias, los minutos fueron tan largos como un segundo, el tiempo se detuvo, entré amorosamente en su voz y nos hicimos compañía, así de fácil, así de hermoso. ¿Pueden creer que nunca nos hemos visto?, nuestra amistad se ha construido con frases y conversaciones telefónicas, puentes de comprensión cual pasillos que unen salas de exhibición de un museo; concatenamos el amor al arte y a la palabra. Lo maravilloso de este hallazgo es que sin proponérmelo sonríe, ha llegado a soltar más de una carcajada, y eso, en estos tiempos es un regalo sin par.

Quedamos de vernos pronto, le dije que quiero hacer una novela que hable de ella, que tendrá por título un nombre propio como la de D.H. Lawrence, o la de Navokob, esta se llamará “Lelia”.♦

*Escritor / Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

 

 

Publicado en Sociedad
Archivado en
Miércoles, 17 Febrero 2021 05:36

Los comediantes

Mas de veinte decenas de diminutos clavos formados a una distancia milimétrica; quince tapitas de hojalata, una placa de metal con dos leones del rey Haakon VI de Noruega, al centro de ellos un corazón roto atravesado por la daga de la traición. “Los Comediantes”, collage con seis personajes nos remiten a la alta edad media o a la antigüedad; los ocres que fondean la escena rescatan la poca luz gracias al negro que rodea la tabla; ellos nos miran, uno de barba y otro con sombrero, de sobrias vestimentas, su gestualidad enmascara la tragedia o la comedia, el drama de alguna historia.


        Camilo no necesitaba de un reloj para despertar, sus ojos se abrían puntuales siempre a la misma hora, los párpados hacían pliegues para subir alrededor de las siete. Su primera escala era el baño; orinaba lento, pujaba con esfuerzo para expulsar los resabios más necios, sabía que su vejiga tenía conflictos con la vecina, esa vieja gruñona como castaña gorda que los griegos habían designado por error próstata.


        En un pocillo de peltre azul con puntitos blancos hervía agua y, en los siete minutos que alcanzaba el hervor molía granos de café veracruzano en un molcajete que no limpiaba nunca. Su método para hacer café lo aprendió en las mañanas y noches con su abuelo Pancho en las montañas de Galeana, los residuos que retenía el filtro de tela los guardaba en un frasco transparente, no importaba que le nacieran hongos.


        Cubría su cuerpo con un abrigo y gorra de lana, solo se quitaba la pijama de cuerpo entero para bañarse; después de la segunda taza y tres cigarrillos sin filtro salía a caminar sin ruta precisa. Su edad le ayudaba para no levantar la cabeza, encorvado observaba el piso con atención. Nunca alzaba la mirada y eso lo puso en peligro más de una ocasión pues no veía los autos. Palitos de paleta, colillas, hojas secas, clavos, fragmentos de botellas de vino y cerveza, encendedores, etiquetas rasgadas, alfileres, aretes huérfanos, excrementos secos y otros recientes, un lápiz roto, envases de hojalata aplastados. Los hallazgos que más le atraían eran las pestañas de esas latas que, por ser escasas le resultaban muy valiosos. No recogía todo, solo los objetos que más le seducían; ya en su casa colocaba y clasificaba su preciada recolección.


        Entonces ponía sobre su mesa una tabla, lienzo viejo o cartón rígido y ya con un nuevo café que mezclaba con aguardiente iniciaba su trabajo. Pinceles batidos de pintura, telas con pigmento endurecido, muñecas atadas con lazos y tinta seca, espátulas y gubias, un martillo de tapicero y pinzas de electricista; elementos que, acompañados de sus dedos, eran las herramientas que usaba para trazar la hechura de sus obras, escribía con sus ojos narraciones y leyendas. Por doquier había piezas apiladas, superpuestas, colgadas en los muros sin orden ni armonía, Camilo no creía en ella, era feliz con su desorden sin reconocerlo; es más, ni siquiera pasaba por su mente acomodar nada. Afianzaba su equilibro en la comodidad, decía que cada quien le place vivir en un aposento que tiene como extensión el espíritu.


        Pintaba, jugaba con las cosas y les daba nombre, un clavo podía ser una estrella, una placa de aluminio una nube, un milagrito su hambre, y en el terreno de sus ensoñaciones divagaba sin cesar. De formato pequeño, las obras de arte que hacían sus manos formaban parte de su casa, tenían el mismo estatus que las sillas y tenedores, que los platos y la ropa, Camilo dialogaba con los granos de café y sus collages se convertían en páginas de un libro.
        El esfumado y las veladuras, el traslape indefinido de los rostros,  contornos sin líneas, las manchas de color con las que vestía cada obra cobraban vida, era la magia de la pintura, el ensamble de lo cotidiano, la locuaz tenacidad de dar a las cosas un aliento, las obras de Camilo.•



*Escritor. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

 

Publicado en Sociedad
Archivado en
Miércoles, 10 Febrero 2021 05:18

EL AÑO QUE NACIÓ PEDRO PÁRAMO

Fue el tercer timbrazo del teléfono el que interrumpió su lectura, cuando sonó el cuarto recordó que no había nadie más en casa. Dejó el libro sobre la mesa y el mullido sofá guardó la huella de su peso, tomó el auricular y antes de decir algo reconoció la voz al otro lado de la línea, era Margaret. La charla coincidió con la caída de la tarde, cuando colgaron Juan estaba a oscuras un sábado del mes de marzo.

El martes muy temprano preparó su café en el colador de tela que, aunque con una pátina profunda y desgastada, lo prefería pues evocaba la presencia de su abuela, esa silenciosa costumbre que aprendió de ella en San Gabriel. A las nueve Juan estaba listo en el pórtico de la casa, entre los dedos de su mano derecha un Delicado sin filtro moría con lentitud; en la otra, la Rolleiflex se balanceaba. Aguardó con la mirada hacia la bocacalle, el cigarro incineró sus últimas hebras castañas con el aliento de sus bocanadas. Entonces apareció un Hudson negro de cuatro puertas, la elegancia del vehículo detuvo su marcha a los pies de Juan. Un cálido abrazo fue su primera charla.

A pesar de conocerse años atrás, ambos habían cultivado un extraño apego bordado con letras, cuentos e historias fortuitas. En el camino a Tepoztlán Juan compartió sus temores sobre el libro por nacer, declaró que fue una larga gestación y que estaba en deuda con sus colegas, esos novicios del Centro Mexicano de Escritores en el que él se nutrió de sus opiniones. Por su parte, Margaret fue enfática al decirle que Don Alfonso Reyes había sido el pilar en el cual se apoyó para constituir esa especie de cofradía, espacio que fecundó la pluma de otros tantos escritores que dieron vida al México profundo, plumas que acertaron a ver a través de su mirilla otro pasado, un presente diverso y un futuro fantástico. Ese día ella prefirió la compañía de Juan para conocer el pueblo que brinca la comparsa de los Chinelos, sabía que pocos de aquellos narradores habían alcanzado la cumbre a la que él llegó, cima que conquistó y a la cual bautizó con el nombre de Pedro Páramo.

No entraron al pueblo en el auto, Juan le dijo que era una tierra que se camina, que hay un panteón que honra a los vivos, que la plaza tiene añejas siluetas que ofrecen frutos y flores, que el cielo tiene una enorme muralla que colinda con nubes increíbles, que el carnaval es una verbena de rezos, de viejos con barbillas en punta y niños retozando.

Arribaron  a Tepoztlán por la calzada principal y antes de llegar a la plaza subieron una estrecha calle que tiene dos breves curvaturas, sus pasos se dirigieron sobre paraíso, camino estrecho y empedrado en donde está la Posada del Tepozteco, vieja casona en la cual se hospedaron. El valle escampado dejaba ver pequeñas casas que rodeaban la portentosa arquitectura del Convento de la Natividad de María, un bastión de montañas rocosas color verde y ocre daban un hermoso plano al fondo azul del cielo; Margaret observó con embeleso esa hermosa vista panorámica. Él, con la misma pasión que escribía sus cuentos hizo diversos varios disparos con su cámara, cansado de la caminata guardó en el bolso de su saco la Rolleiflex para sentarse en el umbral de un arco de la terraza. Juan descansó la mirada en el infinito. Fue entonces que ella descubrió el momento exacto, ese que te dicta la intuición, la mirada atenta que descubre la belleza en detalles imperceptibles, contrastes de luz y sombras; sacó su propia cámara y sin advertencia alguna capturó el momento justo en el que, sin saber cuán trascendente llegaría a ser su novela, Juan miró su pasado. Ese año nació un tal Pedro Páramo.

*Escritor / Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

Publicado en Sociedad
Archivado en
Miércoles, 20 Enero 2021 05:10

ANAIS Y LOS COLORES

-Abuela, cuéntame a qué huele el rojo.

-Dame tu mano. ¿Sientes?

-Sí, está caliente; no, está tibio, cálido, se mueve, lo siento… ¿Es el color rojo?

-Así es, ¿percibes su olor?...

-¡Sí!, huele a tus caricias, es agradable, lo huelo con mis manos, y se mueve, está vivo.

-A eso huele el rojo, a cariño, a piel, a besos, abrazos, ternura

-Abuela, ¿cómo es el rojo?

-Es como lo percibes, respíralo, tócalo, siéntelo, así es.

-Me gusta, es como tú.

-Vive dentro de ti, es parte de nosotros.

-¿Te agradó?, es un color bello, no crees?

-¿Bello?, ¿qué es bello abuela?

-¿Te acuerdas del sonido de los grillos, Anais?

-Si, claro, cuando llueve llegan, me gusta el sonido de la lluvia, y los grillos.

-¿Ahora dime qué sabor disfrutas más?, mi niña linda.

-El chocolate caliente en las mañanas, abuela, y el pan con mantequilla y azúcar; pero lo que más me encanta es el helado de fresa.

-A mí también me gusta mucho el chocolate caliente.

-Pero no me has dicho qué es la belleza abuela.

-Ya lo descubriste tú misma, es la lluvia, el canto de los grillos, el helado de fresa, las caricias, un abrazo, un beso.

-Me encanta lo bello, abuela, ¿y se puede tocar la belleza?

-Claro Anais, sal de la cama, dame la mano, salgamos al jardín… ¿Qué sientes?

-Abuela, ¡está húmedo!, pero es rico, acaricia mis pies, ¿es la belleza?

-Así es, ¿ya ves que también la puedes tocar?, ¿hueles su color?

-No se abuela, es un aroma ligero, fresco, además me recuerda a los grillos y a la lluvia.

-¿Quieres saber cómo es el color verde, Anais?

-Si abuela, mucho.

-Pues el verde es lo que sienten tus pies, crece sobre el silencio de la tierra, es pasto, esperanza, huele a yerbabuena; es como el sonido de la lluvia, o el canto de los grillos. El verde es tranquilidad.

-Entonces los colores son bellos, abuela.

-Si, mi niña, todos son bellos, solo debes sentirlos; pero ven, vamos a desayunar un chocolate caliente.

Anais tiene ocho años, es huérfana y vive con su abuela. Ciega de nacimiento, sus ojos son sus manos, su piel, su olfato, su oído, su percepción de los colores crece día a día gracias a su abuela.

 

*Escritor / Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

 

Publicado en Sociedad
Archivado en
Miércoles, 06 Enero 2021 05:10

UNA MAÑANA EN CUARENTENA

Empezaste temprano, eran las seis y el sol aún no asomaba su luz. La cafetera muele los granos de café al instante y vierte tu primer expreso, es el mejor momento del día. A esa hora tu mente está despejada, el líquido hace su efecto y tus pupilas se expanden, la cafeína y el calor en su punto amarran bien con un cigarro, inhalas, exhalas, bebes y te sientas a trabajar. Después de dos horas concentrado necesitas otro expreso, te levantas del escritorio, no desayunas aún. En la cocina los trastes están sucios, son los de ayer, de antes de ayer, de hace tres días, los ordenas por tipo, tamaño y empiezas a lavarlos, abres la llave y te das cuenta que no hay detergente, vas por él a la despensa, pasas frente a tu habitación y miras que la cama es un enjambre de cobertores, sábanas, almohadas y muchos cojines, no has tendido la cama, hay que cambiar las sábanas, todo; dejas el edredón en el piso y recuerdas que no hay sábanas limpias, no has ido por la ropa a la lavandería hace semanas; a esa hora ya debe estar abierta, buscas las llaves del departamento, revoloteas la mesa del comedor para buscarlas entre libros, papeles y folders, encuentras la nota de la tintorería, aprovechas y la tomas pero no aparecen las llaves, te enfadas y se te cae la nota, no te das cuenta; regresas a la cocina y el agua corre fuera del lavadero lleno de platos y vasos sucios, cierras las llaves y limpias con un par de trapos al tiempo que miras una diminuta y presurosa fila de hormigas que invade una alacena, la abres y la botella de miel que dejaste sin tapa está abarrotada de miles de minúsculos bichitos, aprovechas unos trapos y haces una amasijo de miel, agua y hormigas que se suben en tus manos, suena el teléfono celular y sabes que son del banco, no contestas, abres un mensaje de watts y respondes, miras el Facebook y te quedas mirando las noticias sin atención, la miel se pega al celular y vas al baño a lavarte, te sientas en la taza, te bajas los pantalones y miras los dedos apelmazados de miel y animalitos, ¿cómo harás para asearte el trasero?; lo logras con habilidad, esa una gran faena y, cuando te levantas el pantalón oyes un sonido acuoso, más bien empantanado, el aparAtito, caro por cierto, cae al centro de donde acabas de levantarte, lo miras con asombro, te quedas quieto, no reaccionas, se hunde con lentitud, suena, decides jalar la palanca y con el chorro de agua que vierten las laderas metes la mano para rescatarlo. No puedes contestar pues todo está embadurnado, carajo, es un cliente importante que has buscado ya varias veces, contestas: “Hola señor G”, qué gusto que me llame”…se te caen los pantalones que no cerraste con el cinturón y así caminas rumbo a tu escritorio, tropiezas con una silla y te vas de bruces, no sueltas el teléfono, te pegas en el codo, en la cabeza, no dejas de escuchar lo que dice el señor G, te está confirmando que te contratará para el proyecto que le ofreciste, le agradeces y cuelgas.

Te duele el cuerpo, la autoestima, estás alegre por el contrato, te quedas quieto unos minutos, empiezas a ver nublado, la cabeza hierve, un dolor se acrecienta y un hilo de sangre empieza a tapar uno de tus ojos, llega a la boca, sientes su sabor, recuperas la fuerza, con algo de energía logras llegar al baño nuevamente, te limpias las manos y la cara con una vieja camisa, terminas de desnudarte y abres las llaves de la regadera, no sale el agua caliente, ni modo, te bañas por partes, el frÍo cuece tus ideas, te mareas y despiertas, el piso se pinta color rojo, sales y el espejo te muestra tu cara, eres un moretón pegado a una cabeza, se inflama tu frente muy cerca del ojo, te vuelves a mirar y ríes, ríes a carcajadas, no paras y así, desnudo llegas a la cocina, necesitas un café; y justo cuando estás tomando la infusión negra miras a las hormigas que aún pululan por doquier, las ves y reconoces que son lindas, organizadas, observas tu departamento, todo está en su lugar, no hay caos, es la manera de estar contigo, miras por la ventana y tu vecina te saluda, te sonríe, te sientes guapo a pesar del golpe; y así, sin ropa y con café en mano te apoltronas en tu sillón favorito, enciendes un cigarro y cierras los ojos. Estás vivo, y eso es un milagro en estos tiempos.♦

*Escritor / Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

Publicado en Sociedad
Archivado en
Miércoles, 30 Diciembre 2020 05:12

MURILLO Y PELLICER

Cada uno, a su manera, nunca fueron ajenos al acontecer y entorno de su pueblo, su gente, los hombres y mujeres, niños, niñas y jóvenes que se cruzaron en sus vidas; ellos, los personajes anónimos que han forjado con sus manos este país. El primero, mayor que el segundo, heredó por azares de la vida el apellido de un enorme pintor barroco del siglo XVII español: Murillo. El sino de las artes marcó sus manos, afino la mirada que tradujo sobre papel y lienzos la geografía y la belleza, encontró en el dibujo y la pintura su destino. El segundo, con apellido de noble cuna, de insignes caballeros franceses y españoles del Siglo XIII, honró su heráldica en batallas sin armas, si con aquellas que hacen sucumbir la sensibilidad y la belleza, la grandiosa fuerza de las palabras, la poesía.

        La Revolución Mexicana trastocó sus caminos, ellos, buscadores de la perfección acompañaron los ideales de un pueblo desde su trinchera, contribuyeron para que sus hermanos, la masa incógnita que sufría una histórica sumisión alcanzara la justicia e igualdad, cada cual hizo lo que tuvo a su alcance, tiempos ignotos de ideales y esperanzas. Solo la historia develará en su real dimensión la impronta de sus creaciones.

        De inquietos pies descalzos, tanto Gerardo como Carlos recorrieron su país, los impulsaba el amor de la tierra, de su pasado, sus costumbres, mitos, leyendas y, a pesar de tener una diferencia cronológica de más de dos décadas, ésta no creo jamás abismos o indiferencias, más aún, Gerardo Murillo y Carlos Pellicer supieron sembrar en su complicidad la fortaleza que une dos almas sensibles. Después de algunos años de departir ideas, dibujos, versos y camaradería, Carlos invitó a Gerardo a su casa en Morelos, hogar en un valle rodeado de enormes guerreros de piedra, de cordilleras que juegan con los rayos del sol, que aprisionan el viento para hacerlo ventarrón y torbellino, horizonte de siluetas cambiantes, de árboles y grietas, de agua y siembra. Llegaron un sábado a Tepoztlán, día de mercado abigarrado de color, de frutos y mujeres hermosas, hombres de sombrero a caballo, lugar donde la lengua náhuatl se escucha en las esquinas; calles de piedra y polvo, casas de adobe y tecorrales. Gerardo se dejó llevar por su amigo, su mirada no dejaba sitio sin allanar, todo le sorprendía.

        Ya en casa, sentados bajo una ceiba bebieron pulque y comieron itacates, charlaron cual viejos amigos, la noche avisaba su próximo arribo y, con cariño y cortesía Carlos le indicó que era hora de partir, fue entonces que Gerardo, con su voz sin freno y directa le dijo: “¿te vas amigo mío?”, y Carlos, con inocente reparo le dijo que tenía que llevarlo a la ciudad, no entendió el sarcasmo de Gerardo y fue que le dijo con seriedad, “mi querido amigo, de aquí no me voy, este lugar me ha robado los ojos, la luz y montañas quieren que ande entre ellas; me quedo en Tepoztlán, haré una habitación aquí en tu patio, ahí, debajo de ese sauce…”.

        El Dr. Atl, que así le llamaban a Gerardo Murillo, construyó una pequeña cabaña en el jardín del poeta Carlos Pellicer.  Recorrió el valle y sus alrededores, hizo cientos de bocetos, hermosos dibujos, atrapó atardeceres, observó los tenues rayos y la luz cambiante del amanecer, las sombras fugaces de las nubes gigantes, la movilidad de las formas, el maíz seco, los viejos cactus, los huizaches, zacates y agaves.

        Cuando acordaron la estancia del Dr. Atl en casa del poeta, éste le dijo, claro, entiendo, Tepoztlán tiene una “belleza impresionante en la que el día transcurre como una flor dentro de un canto”.

 

*Escritor / Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

 

Publicado en Sociedad
Archivado en
Miércoles, 16 Diciembre 2020 05:16

ENCUENTROS EN EL CASINO

Imaginabas que Malcolm Lowry aparecería entre las mesas y te saludaría, te daría la mano y beberían tequila en la misma mesa: las ilusiones que arengan las letras. Te sentaste en una mesa cercana a los vitrales, el restaurante del “Casino” poseía un barullo que resonaba en su arquitectura, el olor a comida era excelso, el aroma de las botellas se mezclaba con el de perfumes y cigarrillos. Había un mesero que por unos pesos de más te servía vasos rebosantes de hielo donde el vodka llegaba casi al tope, pura maña sin tregua, pero no importaba. Era un espacio único en Cuernavaca, emblemático, las leyendas y mitos formaban parte de su tapiz. El hotel que resguardaba este lugar convocaba a muchos curiosos y parroquianos, era inevitable saludar a conocidos que, al igual que tú, andaban a la caza de ver gente, beber una buena dosis de wiski, comer como rey y pasar el tiempo.

Ese viernes esperaste unos minutos para lograr sentarte donde te gustaba; en la mesa de junto, un hombre más bien pequeño con lindas gafas emitió un gruñido cuando amablemente lo saludaste. Vestía un hermoso saco de pana verde seco, de aspecto desgarbado, miraba un punto infinito y bebía con lentitud. Reconociste que era mayor que tú, pues cuando tienes veinte todos son mayores. En esa época tu cabeza estaba llena de literatura, narraciones que corrían a raudales; la novela “Bajo el Volcán” despertó tu afición por las parrandas, pero a lectura de Proust, Stendhal, Joyce y D.H. Lawrence forjaron una sólida base para llegar, finalmente, a quedar embelesado por García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar y Fuentes, pilares del llamado “Boom Latinoamericano.”

Bajo este influjo evanescente de novelas y alcohol le preguntaste a tu conspicuo vecino si le gustaba leer, si tenía algún autor favorito. Su cabeza dio vuelta lentamente y te miro unos segundos, observaste que el influjo etílico era mayúsculo. Dijo en un tono cordial que sí, que le gustaba leer, pero que también amaba la pintura y el cine; estas palabras dieron pie para mostrar tu vanidad arrogante, vertiste una verborrea de anécdotas, información y datos que sabías sobre él, le comentaste sobre esas míticas charlas en cafés parisinos donde Picasso, Apollinaire y Braque bebían y charlaban; el cruce de lo imaginario y lo real hacía una mejor mezcla que el mejor absenta.

La conversación subió de nivel conforme ingerías varios vodkas dobles que provocó te dijera en algún momento que bebías como marinero. Él tomaba en un vaso largo y delgado, no supiste si ron, brandy u otra bebida pues el mesero solo le decía “lo mismo”, y él asentía con un movimiento pausado, como si no tuviera prisa, muy por el contrario de tu manera de beber. Su voz no era grave, tampoco aguda, tenía una postura al hablar con cierto tono femenino, las frases las cerraba con ímpetu y contundencia, bañadas de dulzura y cadencia lúdica. Manipulaba sus gafas quitándoselas para limpiarlas, descubría su rostro pequeño, afilado, de nariz grande pero no desproporcionada, con algunas arrugas y pelo lacio entrecano, de frente amplia, sus ojos brillaban, seguro por la bebida y el arrobo que le causaron tus inocentes comentarios.

Las bebidas embriagantes hacen maravillas en un joven que tiene el deseo de comerse el mundo, pero también te puede llevar a cometer verdaderas estupideces. En un momento él hizo alusión a Cortázar y le robaste la palabra para decirle que lo acababas de ver en una conferencia en la Universidad y no dejaste que hablara, le narraste la parte cuando Oliveira le dedica a la Maga un bello párrafo sobre el beso, de las maravillas de Rayuela. También pudieron urdir largos tramos de anécdotas sobre cine, Pasolini, Tarkovski y Buñuel; del impulso que la pintura provoca en los escritores al convertir el gusto y el asombro en palabras, de la belleza como meta del artista, pero no de la belleza tradicional, sino de esa que te estremece al leer un buen cuento como los de Borges o un poema de José Emilio Pacheco.

Fue un día maravilloso, él, un hombre paciente y sonriente, de rostro taciturno pero alegre sin mostrarlo, su personalidad te atrajo pero se despidieron como extraños, sin mayores preámbulos ni tiempo para compartir sus números de teléfono. Se levantó con pesadez, era evidente su borrachera. Te sonrió cual cómplices que saben se verán más tarde, te dio una palmadita en la espalda y se rumbo a la salida.

Tardaste en salir del “Casino de la Selva”, ya fuertemente embriagado tu cuerpo daba tumbos, no caíste de milagro. Caminaste varias cuadras hasta llegar a tu casa, te dormiste con ropa, soñaste con escritores, pintores, absenta, vinos y mujeres. Días después supiste que ese hombre pequeño era grande, un escritor con mayúsculas, con asombro creció en tu pecho una sensación de orgullo y vanidad. A partir de ese momento tu gusto por sus libros incluyeron obras tales como “Farabeuf”, “El hipogeo secreto”, y “El grafógrafo.”

Este próximo sábado 19 de diciembre Salvador Elizondo cumpliría 88 años, y hace un par de meses cumplió 14 de haber fallecido. ♦

 

*Escritor / Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

Publicado en Sociedad
Archivado en
Miércoles, 09 Diciembre 2020 05:18

ELEFANTES EN LA CARRETERA

Enfrentar una estampida de elefantes africanos debe ser una locura, cada uno de estos paquidermos puede llegar a pesar seis toneladas, y en huida corren hasta 40 kilómetros por hora. Se imaginan plantarse ante una desbandada de cinco de estos mamíferos, algo así como pararse de frente a una masa bruta de 30 toneladas avanzando, una barbaridad.

En los trayectos que de manera habitual hago de Tepoztlán a la Ciudad de México y viceversa hay un tramo que inicia cuando te desvías de la carretera federal 95 rumbo a Cuautla; ahí tomo la 160 llamada “La Pera-Cuautla” qué, de solo dos carriles, tiene breves y escasos acotamientos en sus ocho kilómetros antes de llegar a la caseta. Este trecho tiene muchas curvas y pendiente de bajada, por ella transitan miles de autos y transportes pesados; estos últimos, al pasar la caseta continúan su traslado de carga con rumbo a Puebla y otras ciudades.

Hace algún tiempo regresaba de la ciudad con dirección a este bello pueblo. En la carretera federal no subo la velocidad a más de 120 k/h, y aunque es una buena autopista, segura, amplia, y el auto que conduzco es estable, siento miedo de la velocidad, prefiero sentirme seguro. Así, al tomar la 160 bajé la velocidad y veo una fila de camiones de carga y autos, un tráfico normal, pero el ansia de seguir o llegar hace que algunos autos intenten rebasar, tarea que implica mucha atención, experiencia y cautela en extremo. Pero no bastaba esta fila hasta que un viejo camión detuvo de manera insufrible el flujo del resto, fue entonces que en una pequeña recta pude pasarlo y aceleré hasta alcanzar unos 80 k/h.

Más adelante agarré una curva hacia la izquierda que está bordeada del lado opuesto a mi sentido por la cordillera, dejé ir el auto con el peso natural de bajada, y entonces, ahí, frente a mí veo una estampida de cinco elefantes africanos sobre mi carril, en el otro, a la par, venían otros cinco: dos tráileres osaron competir pues el más veloz invadió el carril contrario para superarlo, lo absurdo es que se le ocurrió hacerlo en plena curva.

La adrenalina de ver a estas moles de frente fue poderosa, pues un tráiler llega a pesar hasta 40 toneladas; la reacción fue inmediata, no piensas, actúas. Había dos opciones: arrojarse al vacío del lado derecho, o esperar el impacto ciego. Pisé el freno por instinto y afortunadamente apareció un arcén, espacio al margen de la carretera en el cual pude meter el auto. Los cinco elefantes que venían sobre mi carril pasaron a mi lado a buena velocidad, y como son animales salvajes no se detuvieron, sobreviví gracias a un angosto tramo adyacente.

Uno nunca sabe que puede pasar cuando te subes a un auto, a veces te enfrentas a personas alocadas, ofuscadas o alcoholizadas que se matan y matan inocentes, otras a rápidos y furiosos motociclistas que arriesgan sus vidas a costa de los otros, y en ocasiones, cómo esta, te salen elefantes africanos en plena estampida.

*Escritor / Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

Publicado en Sociedad
Archivado en
Miércoles, 25 Noviembre 2020 05:14

ABSTRACCIÓN ORGÁNICA

La casa está sobre una pequeña cima rodeada de árboles y cientos de plantas, abunda el aire fresco; llegué por un camino angosto de piedra, cruzando un río. Vive con calma, oye música y pinta con perseverancia, es concienzudo, posee un temperamento que desciende de antiguas raíces europeas y, su rostro, ojos, y voz departen cortesía, es afable. Llegó hace 63 años de un país que tiene nombre de mujer, pequeño y de linaje celta, tierras que protegieron a la tribu Helvetii. Hoy colinda con galos, italianos, germanos y austriacos. Es coterráneo de Klee, Giacometti y Tinguely.

Me recibió en el pórtico de su morada, las limitaciones actuales condicionaron nuestro encuentro, motivo inicial de una charla que duró lo necesario; coincidimos que la vida es otra, no sacamos conclusiones, las intuimos. Es sabio porque sabe escuchar, la tesitura de su voz es grave y dulce, aún mantiene una cadencia gutural de quién no es su lengua materna la que habla; yo hice mi mayor esfuerzo para detener el creciente fluir de mis palabras, los nombres de Antonio Souza, Juan Martín, Manuel Felguérez, Enrique Guzmán, algunos otros personajes y eventos como “Confrontación 66” y la “Exposición Osaka de 1970” salieron a flote. Después de un silencio que nació a tiempo, acometí la propuesta que me llevó a visitarlo; la respuesta fue entusiasta sin evidencias, la percibí porque relajo su cuerpo como cuando te dan una caricia en la mejilla.

Observé pigmento en sus ojos, en el overol; la vida de Roger, cual paleta de colores, ha creado miles de lienzos bañados de formas e historias interminables. Los párpados cansados han crecido como sauces llorones, pero la mirada azulina relumbra de vitalidad a pesar de que faltan pocos años para que cumpla 90. No hubo lugar para preguntas sobre cuándo, cómo y porqué, sin embargo, me permitió asomarme a una diminuta parte de él.

Es uno de los cuatro pintores que aún viven de los 14 que participaron en la exposición “Ruptura. 1952-1965”, los otros son Arnaldo Coen, Luis López Loza y Vicente Rojo. Su gama ha virado sutilmente, pero no cesa de explorar nuevas rutas; a pesar de ello sus manos aún mantienen la firmeza del trazo, la sutileza de la línea y la riqueza del color.

        En esta trama de conjeturas sobre el futuro, la realidad guarecida y los rostros cubiertos, es urgente mirar la obra de quienes trastocan la realidad para hacerla más amable, vivible, suave. Por ello, un lugar emblemático de Tepoztlán presentará una exposición intitulada Abstracción Orgánica. Muestra conformada por veinte gráficas de mediano formato, siete obras de caballete y algunos dibujos. La temática de Roger von Gunten se colorea de luz de sol, arcilla, tierra, imprimatura vegetal, bocanadas de aire, cielo y agua. Las siluetas, formas y volúmenes que construyen sus manos abarcan la insinuación del desnudo, la sensual cordillera de los cuerpos. Y en su juego iconográfico, cual niño con pincel aparecen pericos, peces, duendes, triángulos escondidos, primaveras, atardeceres y cabañas; playas ocultas, paisajes, frutos, volcanes, barcos, perfiles y águilas que surcan el horizonte.

Roger es, sin duda, un artista comprometido con la pintura. Podrán visitar esta exposición a partir del 27 de noviembre de este año, y hasta el 29 de enero del 2021 en la “Posada del Tepozteco”. Una iniciativa por hacer del arte una posibilidad para conquistar un nosotros, si, el plural en el cual quepan todos, un aliento por sembrar la tierra de esperanzas. ♦

 

*Escritor / Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

 

Publicado en Sociedad
Archivado en
Miércoles, 18 Noviembre 2020 05:01

NUESTRA VEJEZ

Ella duerme sola, y a pesar de que su voluntad de vivir es fuerte, la sé cansada, su cuerpo está agotado. Los años, historias y anécdotas que ha vivido colmarían miles de páginas, debe tener cientos de libros en los muros de su memoria, pero está sola. Y no es consuelo saber que ha sido feliz, pues esa felicidad es liviana, efímera, no es suficiente. La falta de compañía se siente más cuando no recibes un abrazo, un beso, un cariño, porque cuando no está el otro el corazón se agrieta, se seca, y en la aridez no crece la vida, no somos ángeles ni seres iluminados para saciar nuestras necesidades afectivas con elevadas convicciones ontológicas o místicas, somos de carne y hueso y nos necesitamos.

Este confinamiento golpea más a nuestros viejos, pues sabemos que, como los niños, paradójicamente, a su edad traslapan su vejez en infancia. Se que sabe estar sola, eso no le incomoda, pero estoy convencido que la compañía de sus nietos y sus hijos la llenan de vitalidad, riegan su tierra y esta florece. Ella es afortunada, pues vive rodeada de objetos, muebles, fotografías, plantas y hace de comer todos los días. Hoy no es posible departir con nadie.

Hay viejos que por razones diversas viven aislados en su propia casa, no abandonados, pero no los visitan sus seres queridos, su familia; también hay quienes viven bajo un techo comunitario con otros ancianos, con personas extrañas, enfermeras, cuidadores que se esmeran por alejar de su territorio el ingreso del letal virus. Pero son trabajadores que se ganan el sustento, no está en sus obligaciones dar afecto, menos cariño. Al final nadie es responsable del destino de los otros, ese siempre es inesperado. Esta inevitable y perturbadora situación me hace ver que la vejez puede ser dura, casi cruel. No sé si esperan la muerte, no lo creo, si acaso, saben que llegará más pronto que para nosotros, pero eso no los exime de sentir ganas de unas palabras cercanas, un beso, una caricia y un abrazo.

Llevo algunos años tratando y conversando con mujeres y hombres que podrían llamarse “viejos”, calificativo que suena despectivo, o no, pues sin ser totalmente cierto, éste se ciñe más al deterioro físico que a la realidad. Las personas que alcanzan más de 70 poseen un corazón que late pausado, y si se les ve directo a los ojos, la más de las veces se puede ver un alma tranquila, serena.

Los viejos no son viejos, son sabios y niños, son sensibles y valientes, son seres que si te sientas a su lado y logras escucharlos, aprenderás mil cosas, pero lo más valioso e importante, descubrirás que esa abuela, abuelo, madre, padre, amigo o familiar porta una maleta única de experiencias, sueños, anhelos, vivencias, historias y sapiencia que pocos avistamos; yo hoy amo, respeto y admiro a mis viejos: mi madre, ciertos grandes amigos, mis tías y tíos, mis vecinos, y los que por fortuna se cruzan o me cruzo en su camino.

Tratarlos implica paciencia, tolerancia, amor, cariño e interés, pues si bien no siempre comparten su sentir verdadero, estos dejan ver por el rabillo de sus ojos el espectáculo de una vida. Amemos y cuidemos a nuestros viejos, ya que su comportamiento muchas veces se convierte en necedad, reiteraciones, olvido, ambigüedades y palabras difusas, recordemos que ellos son una montaña que debemos explorar para descubrir hermosas pepitas de oro. Y si nuestro cuerpo lo permite, su figura nos refleja lo que algún día seremos. 

*Escritor / Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

 

Publicado en Sociedad
Archivado en

Publish the Menu module to "offcanvas" position. Here you can publish other modules as well.
Learn More.