Mas de veinte decenas de diminutos clavos formados a una distancia milimétrica; quince tapitas de hojalata, una placa de metal con dos leones del rey Haakon VI de Noruega, al centro de ellos un corazón roto atravesado por la daga de la traición. “Los Comediantes”, collage con seis personajes nos remiten a la alta edad media o a la antigüedad; los ocres que fondean la escena rescatan la poca luz gracias al negro que rodea la tabla; ellos nos miran, uno de barba y otro con sombrero, de sobrias vestimentas, su gestualidad enmascara la tragedia o la comedia, el drama de alguna historia.
Camilo no necesitaba de un reloj para despertar, sus ojos se abrían puntuales siempre a la misma hora, los párpados hacían pliegues para subir alrededor de las siete. Su primera escala era el baño; orinaba lento, pujaba con esfuerzo para expulsar los resabios más necios, sabía que su vejiga tenía conflictos con la vecina, esa vieja gruñona como castaña gorda que los griegos habían designado por error próstata.
En un pocillo de peltre azul con puntitos blancos hervía agua y, en los siete minutos que alcanzaba el hervor molía granos de café veracruzano en un molcajete que no limpiaba nunca. Su método para hacer café lo aprendió en las mañanas y noches con su abuelo Pancho en las montañas de Galeana, los residuos que retenía el filtro de tela los guardaba en un frasco transparente, no importaba que le nacieran hongos.
Cubría su cuerpo con un abrigo y gorra de lana, solo se quitaba la pijama de cuerpo entero para bañarse; después de la segunda taza y tres cigarrillos sin filtro salía a caminar sin ruta precisa. Su edad le ayudaba para no levantar la cabeza, encorvado observaba el piso con atención. Nunca alzaba la mirada y eso lo puso en peligro más de una ocasión pues no veía los autos. Palitos de paleta, colillas, hojas secas, clavos, fragmentos de botellas de vino y cerveza, encendedores, etiquetas rasgadas, alfileres, aretes huérfanos, excrementos secos y otros recientes, un lápiz roto, envases de hojalata aplastados. Los hallazgos que más le atraían eran las pestañas de esas latas que, por ser escasas le resultaban muy valiosos. No recogía todo, solo los objetos que más le seducían; ya en su casa colocaba y clasificaba su preciada recolección.
Entonces ponía sobre su mesa una tabla, lienzo viejo o cartón rígido y ya con un nuevo café que mezclaba con aguardiente iniciaba su trabajo. Pinceles batidos de pintura, telas con pigmento endurecido, muñecas atadas con lazos y tinta seca, espátulas y gubias, un martillo de tapicero y pinzas de electricista; elementos que, acompañados de sus dedos, eran las herramientas que usaba para trazar la hechura de sus obras, escribía con sus ojos narraciones y leyendas. Por doquier había piezas apiladas, superpuestas, colgadas en los muros sin orden ni armonía, Camilo no creía en ella, era feliz con su desorden sin reconocerlo; es más, ni siquiera pasaba por su mente acomodar nada. Afianzaba su equilibro en la comodidad, decía que cada quien le place vivir en un aposento que tiene como extensión el espíritu.
Pintaba, jugaba con las cosas y les daba nombre, un clavo podía ser una estrella, una placa de aluminio una nube, un milagrito su hambre, y en el terreno de sus ensoñaciones divagaba sin cesar. De formato pequeño, las obras de arte que hacían sus manos formaban parte de su casa, tenían el mismo estatus que las sillas y tenedores, que los platos y la ropa, Camilo dialogaba con los granos de café y sus collages se convertían en páginas de un libro.
El esfumado y las veladuras, el traslape indefinido de los rostros, contornos sin líneas, las manchas de color con las que vestía cada obra cobraban vida, era la magia de la pintura, el ensamble de lo cotidiano, la locuaz tenacidad de dar a las cosas un aliento, las obras de Camilo.•
*Escritor. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.