Debí abrir esa puerta.
Cuando mi madre preguntó por ti, mi hermana Oralia le dijo que te habías ido a la cantina a echar la copa. “Apenitas calienta el sol y salen los hombres a buscar su perdición”, respondió ella. Faltaban quince para las doce, una hora en que la garganta se vuelve pozo sin fondo y el calor apalea los buenos ánimos. Recuerdo que me decías que unos tragos ayudan a un hombre a serenarse. En ese entonces no tenía los años suficientes para investigar si era cierto, me conformaba con verte regresar con los cachetes colorados y la mirada más firme y brillosa, como si el alcohol te hiciera más feliz. Lo parlanchín lo tenías de nacimiento, pero había gente que no te quería y junto a ellos te volvías callado como una sombra, sobre todo con algunos de esos hombres habladores y bravucones.
El reloj del pueblo iba a dar la una de la tarde y no llegabas, lo que era raro. Cuando estabas en la casa en tiempo de secas, desde las doce y media azuzabas a mi madre para que preparara el comal y la comida. No eras muy religioso, pero en esto del comer sí que eras bien devoto; no perdonabas que a la una en punto no estuvieran puestas las tortillas calientes sobre la mesa. Por eso mi madre se preocupó esa vez, pues lo que le pasó a la Oralia no era un asunto pequeño y por menos de eso dos hombres se daban de golpes o tiros. Y tú andabas con el coraje atravesado contra el Rojo, el culpable de que la panza le creciera a mi hermanita de quince años y, para acabarla de joder, nieto del hombre que hace mucho le carranceó a mi abuelo materno un buen pedazo de tierra fértil, ahí por la orilla del río.
No sé si el destino exista, pero esa mañana de mayo, seca como el lomerío que espera la lluvia, te encontraste en la cantina con ese hombre. Así me lo contaron y así pasó. Dicen que esa vez fuiste hasta un rincón a beber tu cerveza, callado, tratando de apaciguar el remolino que tenías en el pecho. Y dicen que la bebiste rápido y ya te ibas cuando te llamaron los que bebían con el Rojo.
― ¿Por qué tan rápido, Julián? Un hombre de veras no bebe solo y nomás una. Mucho menos se va sin despedirse ―te dijo uno de ellos, apodado el Grillo.
―No quiero líos, Grillo ―volteaste a ver al que estaba a su lado, que sonreía taimado sin verte de frente―. Cuando estés solo nos echamos una palabreada, Rojo; así en bola no.
―No te preocupes Juliancito, que estos ya se están yendo a ver parir una puerca ―dijo el Rojo, irónico―. Tómate otra conmigo que yo la pago.
El Grillo y los otros dos acabaron su cerveza y se fueron. No te quedó otra que quedarte, padre, y ahí estuvo la tarugada. Cuentan los que por ahí estaban en otras mesas y medio oyeron la plática, que te salía lumbre por los ojos y casi no hablabas, nomás le pediste que te cumpliera con la Oralia, y que aquel, cínico y cabrón como era, se echó una risotada cuando te oyó. Que él no era hombre para una sola vieja; que mi hermana fue de coscolina a buscarlo muchas veces; que lo de la tierra aquella ya era historia antigua y que con gusto le daba su apellido al crío y unos pesos para mantenerlo, pero nada de casorios ni lagrimitas. Dicen que no se dieron cuenta cómo sacaste una punta por debajo de la mesa y se la enterraste en la mejilla al Rojo, mientras bebía el último trago de su botella; que se le encajó en una encía y luego, mientras bramaba de dolor, la enterraste otras dos veces en la espalda y le jodiste un pulmón. Y dicen que te vieron salir de la cantina al mismo tiempo que otro hombre también salió gritando que habías chingado al Rojo. Te vieron dar carrera rumbo a nuestra casa y que al poco tiempo el Grillo y los otros dos, que por ahí cerca esperaban, fueron detrás de ti.
Tuve que abrir la puerta a tiempo. ¡Carajo!
Tus piernas de más de cuarenta años no pudieron competir con la fuerza que tenían las del Grillo y los demás, apenas de veintitantos. Los gritos de tus perseguidores fueron sacando de sus casas a los vecinos, pero nadie intentó nada, o no pudieron. Mi madre y mi hermana todavía estaban en el tlecuil del patio cuando escucharon tus golpes en la puerta de madera. Yo preparaba un pedazo de tierra hasta el fondo del patio para sembrar ahí algo de maíz cuando llegaran las lluvias; me ayudaba Gonzalo, mi hermanito pequeño. La aldaba era fuerte; no se dejó vencer por tus empujones. Ellos ya estaban a unos metros, me cuentan, por eso le diste rumbo al río, desesperado. Oralia me llamó, chillando. Salí corriendo a buscarte con mi machete en mano. Para cuando llegué a la calle tú estarías cruzando el arroyo y ellos a punto de alcanzarte, seguro, porque después me dijeron que nomás al llegar al otro lado, esos cabrones te tenían bien agarrado y te jalaron para dentro de un maizal.
Cuando te encontramos yo y otros compas que te buscábamos, tú ya eras de otro mundo. Te molieron a golpes, pero fue una piedra que te dejaron caer en la cabeza la que te mató. Fue el Grillo quien la levantó bien alto y la dejó caer sobre ti para vengar al Rojo, a quien creía muerto. No tardé mucho para saber que fue él, porque en el pueblo todo se sabe más temprano que tarde. Las bocas hablan y hablan hasta que una descubre y dice la verdad, ya sea platicando con los pájaros que por ahí andaban o preguntándole a las milpas que saben ser buenas con los buenos. O porque un paisano caminaba por ahí, a pie o a caballo, y se quedó quieto cuando los escuchó maldecir mientras te golpeaban, y escuchó también que uno decía: “No lo mates, con la chinga que le dimos quedará paralítico el cabrón”. Y oyó decir a otro: “Vámonos, nos tenemos que pelar un tiempo. Ya déjalo, Grillo”. Pero el Grillo tenía el diablo adentro y levantó la piedra. Como sea que lo haya sabido, así fue.
Voy a derretir el pasador de la puerta. ¡Te lo juro!
Después de sepultarte, mi madre se fue secando como el viejo tabachín del patio. No quería hablar ni comer. Petra, la más grande de mis dos hermanas, se vino a vivir un tiempo en la casa para atenderla y ayudar a Oralia en su parto. Gonzalo dejó de ir a la escuela y dijo que mataría al Grillo. Pobrecito, apenas andaba en los doce años cuando te fuiste, padre. Yo sentí que me arrancaron el piso con tu muerte. Por ese entonces cumplí dieciocho y me imaginé listo para echarme unos tragos, pero no para serenarme como decías, sino para agarrar valor y saber qué hacer con mi rabia. Entre un rezo y otro, una de esas noches escuché decir nuevamente a mi madre, como en delirio: “Apenitas calienta el sol y salen los hombres a buscar su perdición”. Por ella fue que me quedé quieto y dejé que el tiempo se encimara sobre mi tristeza hasta medio enterrarla; que curtiera mi piel, mis manos y mi voluntad.
Al nacer el hijo de Oralia, mi madre como que revivió. Regresó poco a poco el color a su cara y se coló un chisguete de alegría en la casa. El Rojo no murió, pero quedó todo jodido por lo que le hiciste, y el Grillo se peló del pueblo con los otros dos. Una noche me avisaron que lo vieron en una cantina por allá cerca de Chiconcuac. Otra noche me desaparecí, lo venadee y sin más ni más le metí un balazo en la cara y otro en el pecho. Ahí me quedé, mirando como sufría su agonía el desgraciado. Cuando llegaron los guardias les entregué la pistola y mis manos para que me llevaran. Hasta entonces comencé a llorarte de a de veras, como si se abriera una compuerta dentro de mí.
No se han sembrado las tierras, padre, pero cuando salga de la cárcel voy a encargarme de ellas junto con Gonzalo, que ya es un hombrecito. Y quitaré el maldito cerrojo para que puedas entrar, por si tu ánima viniera cualquier noche de estas a empujar la puerta.