I
A Eloísa le contaron bien el cuento de la princesa. Por eso camina por la calle reventado pompas de jabón que solo ella ve. La sonrisa en su cara es un imán de esos que enamoran a quienes tienen la feliz coincidencia de cruzarse en su camino. Mientras recorre las cuadras que hay entre la estación del metro y el café donde gustan de verse, recuerda como si fuera ayer el día que lo conoció. Ella hacía fila para comprar el ticket en la tienda donde estos se expenden electrónicamente, emocionada porque conocería por fin a su banda favorita en el Palacio de los Deportes, Iron Maiden. Era una chica retro, decía su padre. Habría que esperar más de nueve meses para el concierto, hacer fila en las muchas semanas que faltaban. Mario iba detrás de ella en la hilera, también admirador de la banda de leyenda y dispuesto a disfrutarla por tercera vez en su vida. Le encantaron su barba entrecana y su pelo largo que le daba aire de cuarentón rebelde, por lo que no puso inconveniente al galán maduro cuando inició la plática. Tampoco mostró reparo alguno en las semanas excitantes que vinieron después, entre visitas a moteles de buen gusto y escapadas en moto a Cuernavaca y Tequesquitengo, adherida gozosamente a una chamarra de cuero y sus manos a un vientre masculino que la desquiciaba.
Ahora camina enamorada del suelo que pisa, como si posara sus pies en pista de tartán, flotante su emoción. Al llegar al café, él aún no ha llegado. Es raro, pues si algo lo caracteriza es su prisa por llegar y por irse después de estar con ella, alegando mil compromisos de los que nunca ha dado detalles. Después de quince minutos llama a su celular y nada. A la media hora se inquieta sobremanera por no poder comunicarse con él. Más al rato se retira y llama a los amigos de Mario. Pasa buen rato para que alguno responda y hubiera sido mejor que no sucediera. Tarda mucho tiempo en reaccionar al escuchar que Mario ya no está, que se ha ido. Ella no sabía que él llevaba tiempo haciendo fila para que una “nueve milímetros” le borrara su sonrisa encantadora, ni que había hecho muchos méritos para eso distribuyendo polvos blancos e imaginaciones verdes. Alguien o algunos lo ayudaron a cumplir con su destino.
Eloísa camina hoy por una calle sin tartán y siente que un tropel de cuervos da vueltas sobre su cabeza. Partida por una tristeza que pinta de tono gris sus veinticuatro años, toca su vientre y cree sentir al pequeñísimo ser que hace fila para venir al mundo, sin haberlo pedido y con una sola persona que sabe de él y lo espera. Tal vez nazca alrededor del día en que Iron Maiden dé su tercer concierto en la ciudad. Puede ser que Eloísa venda su boleto y nunca regale a su hijo un muñeco de Ediee the Head.
II
Encorvado y lento, va de la cocina a la recámara con el té para su esposa en la mano. Ella dormita: los ojos hundidos, la boca semiabierta; su piel delgada y pálida resalta sus pómulos. La mujer respira lento, y sube y baja su abdomen como si le costara hacerlo, como si ya no quisiera, cansada de hacer fila para morir durante meses. El anciano suplica que ella beba un poco. Con voz casi inteligible dice algo a su esposo que a él le empaña la mirada. Por las mañanas están solos, como ahora; sus dos hijas se turnan para estar con ellos las tardes y noches. El hombre desiste en su intento de hacerla beber. Va hacia la ventana para mirar el triste espectáculo de cables, rótulos publicitarios y casas tristes. Durante casi cuarenta años tomó su lugar en la fila de aspirantes a una casa con jardín, árboles y barda de piedra, pero fue insuficiente el crédito que le ofreció la vida para lograrlo. Se pregunta por qué no fue posible si sus jornadas eran extenuantes, su aplicación al trabajo reconocida por sus jefes y su nobleza a prueba de cualquier duda. Tal vez ese fue el problema, piensa, pues en este mundo, en esta ciudad y en este barrio, poco se premia la conducta intachable y el trabajo honrado. No nació con las agallas para tomar lugar en la fila de los que trampean, oprimen y carecen de escrúpulos de todo tipo.
Voltea a mirar a su esposa y sabe lo que ella le suplica con sus ojos apagados, pero no tiene el valor de cumplir la promesa que ambos se hicieron hace unos veinte años. Sabe dónde está el frasco, cuál es la dosis exacta y cómo preparar la mezcla, pero se resiste a aceptar que le toque a él realizar el procedimiento y no a su pareja, con todo y que su esposa es ocho años menor. Siempre pensó que sería a ella a quien le tocaría hacerlo. Le dolería mucho vivir en la fila de la soledad. Se acerca al cristo que está en la pared, como pidiéndole consejo como casi nunca lo hizo, porque no fue de esos que se forman a esperar el acontecer de los milagros. El cristo ensangrentado no tiene nada que decirle, a no ser que deba sufrir una culpa que no le corresponde por el martirio eterno de su crucifixión. Se rebela y se retira. Deberá tomar la decisión solo. Resuelto, toma al gato que los acompaña desde hace siete años y lo lleva afuera, pues no merece el felino involucrarse en esto. Vuelve a entrar al departamento y cierra con todo cuidado las ventanas. Antes de cerrar la que da a la calle, mira durante unos minutos ese paisaje que aprendió de memoria: el puesto de revistas y la cara aburrida de su dueño, la señora joven que llega a la casa de enfrente como todos los días a esa hora, jalando a sus dos niños y cargada de bolsas de comestibles, el enrejado de cables, los autos, el pedacito de cielo en azul grisáceo que les tocó mirar cada día desde su rincón del mundo. Nada de eso lo seduce para hacerlo cambiar de opinión. Cierra esta última ventana y las puertas del departamento, menos la que da a su recámara, contigua a la cocina. Después, sin pensarlo, abre todas las llaves de la estufa de gas. Entra en su cuarto y va al mueble donde están los retratos de sus hijas, algunos de sus nietos y una foto del gato cuando era cachorro. Parece hablarles, como en plegaria. Con gran placidez se dirige hacia su esposa y toma su mano, apretándola. La mujer reacciona y por unos minutos se miran con los ojos encendidos, como si vieran en ellos la película entera de su vida. Después, lentamente, se acomoda en una orilla de la cama, abrazando a su mujer y besando sus ojos humedecidos. La respira hondo. El reloj de pared marca las 2:45 de la tarde, y contando. Es la última espera, ahora están hasta el frente de la última fila de su vida. Extrañamente, comienzan a sonar las campanas de la iglesia cercana, y el hombre, que ya entra en el letargo definitivo, siente que es por ellos. Afuera, el gato araña el cristal de la ventana de la sala; él aún está formado en la fila del hambre y de la vida.
III
El día que Tito se fue de casa nadie se dio cuenta, o no quisieron darse cuenta, pues el domingo era hermoso y la mañana digna para un pintor de paisajes naturales. Ese día era importante para acudir a la iglesia y hacer fila en busca de la sugestión del perdón de los pecados, renovarse con el discurso de un hombre de sotana, a modo de un contrato amañado de conveniencia mutua; importante para beber cerveza e ilusiones de corto alcance al calor de un partido de futbol o de la simple francachela. Pero no era importante para pensar en Tito. ¿Por qué habría de serlo si nunca había sido así? Él se entendía bien con su esquizofrenia simple que esa mañana luminosa pasó a ser paranoide. Durante años hizo fila para dar el gran salto, es espera no declarada de que alguien o algo lo retirara de ella o al menos le diera un lugar alejado en la cola. Pero no hubo manos, palabras, abrazos, besos, bondades y voluntades que detuvieran su avance.
Cuando partió llevaba los tenis nuevos y la chamarra vistosa, pero las caminatas que hacen los desahuciados como él por las carreteras, enfilados hacia el olvido y la indiferencia colectiva, desgastan las suelas; el sol desgarra las prendas de vestir y las pocas luces que aún quedaran en esos quijotes sin estampa, empeñados en seguir el derrotero de sus delirios hasta ese mundo que construyen dentro, menos doloroso que el de afuera.
Adentro seguramente habrá infiernos, pero alguna compasión divina tal vez intervenga para regalarle pequeños paraísos, porque Tito sonríe con extrañas muecas y ejecuta danzas maravillosas con su mirada; tal vez en ella navegan barcos de piratas nobles o corren caballos jineteados por sus deseos infantiles. Tal vez Tito dejó de hacer fila en los almacenes del mundo que expenden sufrimiento y un día, bajo un árbol, a la orilla de un camino o bajo una cornisa, deje de caminar y vuele en el vapor de la última gota salada que fluya por sus ojos.