SECRETOS DEL IRIS
Había encontrado palabras para todo. Igual que un pintor, aprendió a combinarlas para describir paisajes, acontecimientos y emociones. Sin embargo, cuando se trató de hacer referencia al amor el resultado fue el silencio. Lo intentó con ahínco, pero en su mente mil nubes competían en su afán de oscurecerlo, callarlo y mutilar sus pensamientos. Probó con fórmulas ya hechas y con algunas ya olvidadas. No hizo más que confirmar cuán conmovedores son los intentos de un ser humano por hacer alquimia con las palabras. Por eso, dejó en blanco la carta y sólo estampó un beso sobre ella, muriendo de vergüenza por su falta de talento.
Al entregarle el ramo de rosas a su amada, con la hoja de papel perfumada y sus labios simples y delgados estampados en ella, sólo acertó a decir: “Búscame en la mirada, tal vez en ellas encuentres algún incendio, algún significado”. Ella lo llevó hasta algún lugar lleno de luz para atender su petición. Era cierto. Sin conocimientos de iridología pudo encontrar oleajes de mediana intensidad, cervatillos saltando con alegría y orquestas con músicos milimétricos interpretando sinfonías. Él, en ella, descubrió planicies enormes de trigales encendidos y los murmullos que produce un volcán a punto de erupción. Y había más, mucho más en medio de los trazos y las vetas de color de sus ojos.
El resto lo descubrieron bajo la tenue luz de dos lámparas de buen gusto colocadas sobre los burós de cama en el cuarto del hotel. Los dedos de sus manos también leyeron lo propio sobre las pieles.
Mientras tanto, afuera, continuaba el discurso consumista e inacabable del tal llamado amor.
UNO, DOS, TRES…
Vuélcate, corazón, en contra de tus victimarios. Te venden y compran, inflan tu imagen en horrorosos plásticos, encapsulan tu imaginario latido en bolsas y cajas de regalo, entre celofanes y tiras de papel; vales a veces menos de diez pesos, aunque también te mercadean los grandes señores solidificado en plata o en oro, incluso en diamante. Me duele el vilipendio que hacen de ti miles de canciones: en ellas eres bueno y dador de las bondades u oscuro y traidor asesino del amor. Mientras tanto tú, incólume guerrero, sigues tocando tu tambor y regalando vida al pecho que te lleva, ignorando las injurias y desdeñando las lisonjas, firme y soldadesco a favor de la vida libre y trotamundos, guardado en tu cárcel oscura de clavículas y carne. No mueres de pena como dicen las canciones tristes, mueres de tanta vida medida en los relojes de arena, en los ciclos solares y lunares. Mueres poco a poco en la fuga de una liebre, en el ascenso de los médanos que la existencia impone, en la lucha alada de un colibrí por descubrir el néctar de los néctares. Mueres, en fin, de tanta vida acumulada. Por eso me resisto a la inútil pleitesía de una forma que no es tuya. Prefiero agradecer la caliente osadía de tus ventrículos y entrar en el silencio para que tú te escuches en toda la amplitud de tu potencia. Ahí adentro, en la contemplación exclusiva de tu fiesta, percibir el aliento divino que empuja tu uno, dos y tres inacabable.
CUESTIÓN DE ONDAS EXPANSIVAS
Es cierto, tiene muchas formas el amor. Sobre eso saben mucho los psicólogos, los filósofos y quizá los poetas. Yo sólo poseo algunas evidencias objetivas. Con la prima Chucha, viuda en sus cincuenta y tantos, por ejemplo, el amor tuvo cara de borracho y con apariencia de espantapájaros. La prima lo lloró cuando murió como si se perdiera al hombre más hermoso y benefactor que haya habido sobre el planeta, cuando su marido era un pelafustán bueno para nada que parasitó casi toda su vida, además de feo y sin ninguna gracia. Cuando lo velaban, Chucha decía que hombres como él ya no había en el mundo y que pronto se convertiría en un ángel del señor. Por consolarla, con hipocresía compasiva, le daban por su lado y trataban de enumerar con grandes esfuerzos una o dos virtudes del difunto. Muchos se preguntaban qué secreto tan bello guardaría el hombre como para mantener intacta la devoción de su triste esposa.
Después de enterrarlo y del novenario de rigor, me acerqué a ella para entenderla mejor. Sin siquiera esperarlo, me descubrió el secreto de su dolor: “Todo le perdonaba, su pereza y su fealdad, cuando por las noches me besaba los pies con devoción y después se expandía el paraíso debajo de su ombligo”. Y se me quedó viendo con ojos que dejaron de ser los de mi prima.
Entonces me alejé, sacudido por una onda expansiva que sacudió mi cuerpo.
DILUVIO
Al contrario de lo que pensó en un inicio, Noé tuvo serios problemas con varios tipos de aves que se resistían a ingresar en el arca. Acostumbradas al vuelo, no veían con buenos ojos eso de quedarse encerradas tanto tiempo y, por si fuera poco, tener que oler los abundantes excrementos de los elefantes elegidos y de otras bestias de gran talla. Estos pájaros rebeldes parecieron aliarse con aquellos hombres y mujeres que se burlaban del “loco del arca”; pero se convencieron casi al final, cuando vieron nubes tan oscuras y gruesas llenando el cielo, como jamás antes las hubo.
Paradójicamente, animales como el lagarto, el león y la hiena, entre muchos otros de igual fama agresiva, aceptaron la propuesta de Noé sin resistencia alguna. Cuando inició el abordaje, los más temibles por su veneno, como la cobra o el escorpión, fueron de los primeros en inundar los compartimientos, las rajaduras de la madera, las oquedades y las esquinas altas. Las moscas, cucarachas, ratas y otras especies similares regularmente detestadas, no pidieron permiso para entrar porque no lo necesitaban; como siempre, se colaron por todas partes
El día esperado llegó. Con el arca repleta, Noé y su familia la abordaron. Una gran compasión lo inundó por los demás miembros de su especie, que serían destruidos por traer en su sangre la malignidad de Caín.
Después de los ciento cincuenta días que duró la inundación, agradecido y librado de tan grande responsabilidad, Noé mandó a las parejas de animales a poblar el mundo y reproducirse a lo grande; igual orden dio a sus hijos y sus parejas, que ya estaban hartos de ayuntarse a escondidas en los lugares menos inhóspitos del arca, utilizando incómodos preservativos de tripa de animal y lino; poco seguros, por cierto.
Noé, dicen, vivió aún 350 años después del diluvio, por lo que pudo darse cuenta de que la vocación del corazón del hombre seguía siendo hacia la imperfección y la crueldad.
Antes de morir, concluyó que si hubiera sabido que su sangre aún llevaba dentro el germen de una bestia apocalíptica, que tiempo después depredaría a las especies que cuidó con tanto celo, incluyendo a la suya, habría desobedecido y cerrado la puerta del arca, quedándose afuera él y su familia en el acto de amor más pleno hacia el mundo; claro, después de ingresar a la última pareja de animales.
LA VENTANITA
Cuando eras jovencito, la abuela te contaba que tu abuelo le hacía el amor por la ventana. Se refería al único tragaluz de la pared que daba a la calle y conectaba al exterior con el pasillo de la casa que hacía las veces de terraza, sala de estar y comedor, como eran las típicas viviendas de pueblo hechas de adobe y con techo de teja.
Tu cerebro, enfebrecido y apenado a la vez, se debatía en su intento por comprender cómo era posible, si la ventanita triangular apenas tendría unos cuarenta centímetros por lado. El abuelo era esbelto, pero no una lombriz como para colarse por ahí. El pudor te hizo olvidar aquello.
Creciste e hiciste el amor infinidad de veces, pero nunca a través de una ventana. Te casaste, compraste una casa, algo diste al mundo y llego luego la vejez. Ya no haces el amor y esperas en paz la muerte. Las canas te han vuelto inocente de nuevo, como un niño.
Hasta ahora entiendes finalmente a la abuela.
LINAJE
¿Qué no tengo ancestros literarios? ¡Claro que sí! Mi padre abría renglones en la tierra con el arado, y escribía en ellos; sus letras florecían tiempo después. Mi madre cuece poemas al fuego, sobre un comal; los como ávido y satisfecho. Tuve un abuelo que escribió con la aguda pluma de su bajo vientre sobre cantidad de pieles femeninas; produjo cantidad de versos que por ahí deambulan, escribiéndose a su vez una historia. Otro abuelo declamaba alcoholes, emborrachado por las rimas; escribió una maravillosa narración: la de su muerte dentro de una cabina telefónica, mientras dialogaba a través del alambre con alguna dama o tal vez con Dios. Más hondo en el tiempo, encuentro a un bisabuelo que escribió con balas la fabulosa anécdota de su fusilamiento; es tan hermosa que le debo un premio, una lágrima y una rosa en su tumba.
Como verán, soy un hombre de fina ralea artística, y eso que no les hablé de un tío medio enloquecido que recogía borrachos en su carretilla, para convertirlos después en las delicadas líneas de una historia de amor que se deshacía entre sus manazas, mientras apresaba las cinturas indefensas de los beodos.