Los berridos del niño en la casa vecina son molestos, sobre todo porque suelen prolongarse mientras la joven madre no ceda a los caprichos del nene, quien deberá aprender a enfrentar la frustración de otras maneras; rudo proceso por el que pasan todos. Sin embargo, te has acostumbrado a ese llanto instrumental y engañoso, y lo escuchas como si fuera el pájaro que canta en el árbol. Sabes que más al rato el mismo escuincle correrá por el jardín con el tilingo al aire y risa encantadora. Te preocupan otros llantos. Son estos últimos los que te han pintado esta mañana una omega en el entrecejo.
El día anterior habías decidido desconectarte del mundo, hundirte en la frágil paz de un estado meditativo y escribir haikús en busca de un verso poderoso que retratara el estado de tu alma. El llanto de Leo, el pelirrojo chillón de al lado, no te impediría intentarlo, a menos que su madre, desesperada, le gritara como a menudo suele hacerlo: “¡Leobardo!, ¡que te metas a la casa con una chingada!”, con el consecuente llanto ininterrumpido durante una hora. Más que el llanto, te molesta la palabra de vibraciones tan bajas (ni hablar, estos días andas pudibundo) que sí es capaz de sacarte de tu nimbo espiritual. Hoy no hay tal grito histérico; es más, ni siquiera ha venido a tu calle el camión del gas con su sirena insoportable e innecesaria. A pesar de eso, no logras la paz tan codiciada porque las noticias no son buenas, las últimas te han calado hondo, son de esas que cuentan tragedias de personas que has querido, tocado, escuchado de cerca, y que ahora ya no están en este plano físico.
El café te encuentra triste en la mesa. Juraste no hacerlo, pero te retractas y enciendes la radio con la esperanza de que el noticiario diga algo bueno, a sabiendas de que el ochenta por ciento de sus informes no lo son. Otra vez las estadísticas de la gran enfermedad, frías y terribles como cada día (a tu mente llegan los rostros desdibujados de tus familiares y amigos queridos: todos tienen un número pintado en la cara), y las noticias del funcionario extraditado de Europa que tal vez llegue a un arreglo para no ir a la cárcel y adherirse al famoso “criterio de oportunidad” (piensas en las oportunidades que no tienen los pobres en este país); nuevamente sale a la luz el candidato a gobernador acusado de acoso sexual por muchas mujeres (el café te da nausea) y el otro ex “gober precioso” amigo de pederastas que ha caído preso (ahora casi vomitas); y el debate sobre la vacuna rusa y sobre la otra no apta para ancianos (recuerdas las canas que insisten en platear tus sienes); enseguida te enteras de cómo ha crecido el número de figuras públicas y deportistas que aspiran a un puesto político (imaginas a Paquita la del Barrio en una tribuna arengando a sus seguidores: “¿Me están oyendo, inútiles?”).
Apagas la radio. Aún no entiendes por qué sueles escuchar a ese periodista con acné y tan criticado por favorecer a los regímenes políticos nefastos; también dicen que enriquecido a través de su oficio. Hoy te enteraste de algo: nació bajo el signo de Acuario, como tú, y esa podría ser la razón. Nunca has sido adepto a ese tipo de charlatanerías seudocientíficas, pero no deja de sorprenderte que muchos de tus buenos amigos sean de tu mismo signo zodiacal; incluso, al conocer a una persona que te cae demasiado bien de inmediato sospechas que es un acuario, y después lo compruebas con sorpresa. Ese misterio es un encanto para tu ser escéptico, lo vulnera y lo empuja relajando sus normas.
Pero hoy no es suficiente el horóscopo para alentarte. Cierras los ojos y vuelas al pasado. Recuerdas al joven dentista que diagnosticó el estado lamentable de tu dentadura, a tus apenas 20 años. Tenía poco de haber egresado y montado su consultorio. Hizo lo que pudo por ti, con más entusiasmo que experiencia. Lo recuerdas alegre y animoso, sonreía mucho para mostrar que sus dientes eran buenos e influir en tu decisión de dejarte torturar con la fresa en sus manos, calamidad de la que no escaparías, sea con él o con otro. Hace tres días supiste que partió con su buen humor a cuestas. Quien sabe si haya un cielo lleno de ángeles con dientes repletos de caries. De no ser así, deseas que no se aburra mientras espera a que lo alcancen los que amó, y que siga sonriendo como lo hacía en la última foto suya que viste en las redes, como lo hacía siempre.
Intentas perderte en la novela que lees mientras la mañana se hace vieja. Después de diez páginas, tu hija te interrumpe para contarte que en el chat del grupo de animalistas alguien llama con urgencia para auxiliar a una perra que está pariendo en plena calle, a más de veinte kilómetros de tu casa. Ha parido cuatro perros y tiene otro atravesado que no puede salir; eso contó la dama que lo vio y no pudo quedarse a auxiliarla. Tu hija es capaz de recorrer la ciudad de lado a lado para quitarle una garrapata de la oreja a un perro. Por eso te pide acompañarla a su labor de salvación y de paso a atender otros asuntos que de por sí estaban planeados para esa tarde. Te resistes, habrá alguien más cercano que se encargue del animal. Ella insiste. Preguntas a la nube que alcanzas a ver por la ventana por qué tu hija no es una chica normal. Te llenas de valor y le dices que no. ¡Esta vez no!
Media hora después manejas tu auto rumbo a la parturienta de cuatro patas, después de constatar que al menos la mitad de los animalistas sólo son del tipo: “Pásame una cuenta y te coopero”, o “mándame los datos y la foto para compartir; ¡ay!, pobrecito animal”. En un alto necesario durante el trayecto checas tu móvil y te enteras de que una estimada profesora y amiga también ha cerrado sus ojos. ¡Cómo anda terca la muerte! ¡Carajo!, casi gritas, mientras mil emociones se te aprietan en el pecho.
Han llegado al lugar siguiendo las indicaciones que te da la mujer esa del Google Maps. Súper Chica, o sea tu hija, se coloca cubrebocas, careta y guantes. Enseguida sale, indaga, platica con dos herreros desprovistos de algún aditamento de protección. Luego regresa para indicarte el lugar donde están los perritos abandonados, pues su perra madre no se encuentra ya en el lugar. Después de dialogar con otra señora del rumbo que se ha sumado, y con su esposo, Súper Chica (SCh, para efectos prácticos) va con ellos a buscar la perra en la periferia. ¡Horror! La encuentran a doscientos metros de ahí, con una protuberancia tremenda colgando atrás, tumor o cachorro atravesado, nadie sabe. Tú esperas en el auto y SCh llega. Llamadas al veterinario y toma de decisiones; a sacar tu cartera para mostrar la nobleza. Levantas los perros que han nacido vivos y dejas ahí los muertos (SCh no es capaz de hacerlo, ni aún con sus guantes super profilácticos; para eso te tiene a ti, que en las sombras de una covacha debajo de unas escaleras apresas una rata muerta en vez de un cachorrito). Tiempo después, ya en la clínica veterinaria, SCh y tú se despiden ofreciendo apoyo a distancia y deseando lo mejor para la orejona callejera. La vecina del lugar se hará cargo.
Después de realizar algunas compras se dirigen a casa, con la satisfacción moral de haber cumplido y después de que tu hija te roció el cuerpo con desinfectante teóricamente anti virus. Ella ha dejado de ser SCh. Su semblante es triste. La oyes decir que si para algo quisiera tener mucho dinero es para construir un gran albergue donde recibir y hacer felices a todos los perros callejeros. Así como están las cosas, agrega, sólo casándome con un rico. Buscas las palabras, las más sabias para ayudarla con su dilema. No las encuentras. Así son las cosas, hija, no puedes resolver todo del mundo; le sueltas esas frases y otras que cachas al vuelo, a sabiendas de que no ayudas mucho. En el fondo deseas que no se vuelva un día la pareja de un papanatas, y que, además de no serlo, algún dinerito tuviera guardado bajo el colchón.
Al entrar a casa, un haikú atraviesa tus sienes. Lo escribes:
En su mirada
descubrió lo que no es:
un crisantemo.
Los tres versos son flagelos para tu ánimo. Querías ser esta tarde la luz dorada que despide al sol y te identificas más con las sombras que se anuncian en el oriente. Desistes de la idea de construir otro haikú. Temes no encontrar en él conejos en fuga o alegrías sonoras de bambú, o al menos una tersura de rosa para terminar el día con ánimo aterciopelado.
El teléfono móvil es una tentación. La resistes. No quieres recibir más noticias lamentables. Llamas a tu madre y a tus hermanas para saber si todo va bien. Enseguida apagas tu celular, haces gárgaras con vinagre de manzana y te dispones a seguir con la lectura pendiente. Antes, escuchas el que podría ser el último chillido del día del pequeñín de al lado y, para tu consuelo, oyes a tu hija cantar en su cuarto una canción setentera. Ambos hechos, el llanto y el canto, suenan a bendición en tus oídos. El mundo gira como debe ser y tú con él. Un día más de resistencia que has ganado.
Te zambulles en el mar de palabras.