Lo cierto es que Nina sabe lo que pasa entre ellos dos y vive acongojada. Ya no corre en el departamento, come poco, duerme mucho y, en vez de ladrar, aúlla lastimera si los oye discutir. Hace cuatro años, uno después de que Alfredo y Pola se casaran, ella la recogió malherida en la calle al haber sido golpeada por un auto. Le prodigaron los cuidados que esperaban ofrecerles a sus hijos, cuando los tuvieran. Para estas alturas, la frustración había convertido a ese espejismo en un vidrio roto.
Todo está listo para que Alfredo se marche: las maletas, el acuerdo sobre el trámite de divorcio y la división de sus bienes. La fase de las grandes discusiones ha pasado, flotan ahora en el naufragio del desconsuelo, entre ráfagas de resentimiento, simas de nostalgia y oleadas de duda. Pola, sobre todo, es quien padece más la ruptura. La exitosa administradora de empresas, con maestría en finanzas internacionales y un salario que duplica al de Alfredo, ve caer el sólido edificio que pensaba era su vida hasta hace poco más de un año. Nunca imaginó que se aferraría al amor de una perrita como si fuera un madero salvador en medio de la tormenta; no renunciaría a ella. Él llevó las de ganar casi siempre, con un ímpetu nacido de su carácter voluble y a veces iracundo, tan distinto al del chico amable y casi tímido del que se enamoró en la preparatoria. Esta vez, ella está dispuesta a luchar por Nina.
Por su parte, Alfredo no concibe su vida sin su compañera de trote; él, quien por indicación médica tuvo prohibido tener una mascota durante la niñez, y cuya madre vivió obsesionada en librar a su único hijo de microbios y bichos que pusieran en riesgo la fragilidad de su sistema respiratorio. Está dispuesto, si fuera necesario, a pelearla legalmente; o como último recurso, a robársela. No soporta la idea de que su esbelta Nina engorde como le empieza a suceder a Pola.
Alfredo lleva quince días viviendo en casa de su madre y retirará mañana sus cosas del departamento. Hoy se citó con Pola para discutir por última vez el asunto de Nina. Un café capuchino para ella y un irlandés para él, tal vez abran en la imaginación de ambos una puerta de bondad que los conduzca a la mejor decisión.
─Pola, por el bien de Nina, te pido que reflexiones lo siguiente: ¿a quién se parece más?, ¿a ti o a mí? Piénsalo bien, ella es enérgica, le gusta moverse, olfatear por aquí y por allá. ¿Qué hará las once o doce horas que tú pasas fuera? ¿La llevarás a un albergue? Yo trabajo en casa, lo sabes; no tengo ese problema.
─Mira, señor arquitecto, ya me las arreglaré; no soy la única mujer que trabaja y tiene un perro. Si tuve un marido y pude soportarlo, ¿por qué no he de poder con una mascota?
─No se trata de soportarla. ¿O sí?
─Oye, Alfredo, si alguien la quiere y se lo demuestra, soy yo.
─En efecto, ¡ésa eres tú!, la que sabe querer y demostrar su amor a los perros.
─ ¿Qué insinúas?, ¿que nunca te lo demostré a ti? Antes fui cariñosa contigo, más de lo que podía serlo; pero tú querías una criada y, de paso, una hembra exuberante que todas las noches te esperara ávida de hacerte el amor.
─Por favor, Pola… No estamos aquí para discutir eso ─baja la voz.
─ ¡Ah! ¿No? ¿Quién empezó con la ironía?
─Está bien… Retomemos el asunto.
─Muy bien, voy a resumir mi posición así ─su aparente seguridad también refleja una honda emoción─: quiero a Nina conmigo porque a ella no le preocupa que antes fui talla siete y ahora once; porque ella no escapa de mí para irse al gimnasio o al bar con sus amigos cuando llego del trabajo; porque ella no deja de lamerme las manos con amor, aunque yo no tenga tiempo para prepararle platos exquisitos en la cocina; porque ella…
─ ¡Pola!, para por favor.
─No, Alfredo, callé mucho tiempo y sólo grité como poseída a causa de la soberbia que de pronto te nació. Escúchame una última razón: quiero a Nina conmigo porque ella es lo último que me quedará de ti… mientras dejo de quererte.
Un silencio húmedo se evapora en las tazas de café. La imagen de Nina se dibuja en los ojos de ella.
─Nunca fuiste tan clara… como ahora.
─Desde hace mucho no tuviste tiempo de escucharme, como hoy. Ahora quiero escuchar tus razones profundas para quedarte con Nina… ¿Cuáles son?... ¡Dímelas!
─Yo… Yo quiero a Nina porque… porque ella no me cambia por una maestría, prefiere quedarse aquí conmigo sin reclamar tanta independencia; la quiero porque tengo con quien comer acompañado todos los días; porque no está histérica e intuye que necesita ejercitarse para estar esbelta y saludable. Y también la quiero porque ella se quedó con la ternura que tú perdiste detrás de un escritorio, o en tus horas extras de trabajo, o que congelaste en el refrigerador. Y acabemos: la quiero porque… te quiero, aunque ya no debo quererte.
El nuevo silencio es ahora más espeso y turbio, ya no de café. Durante el interregno, él siente necesidad de un escocés en las rocas, mientras sus ojos se escapan por la axila de la mujer desnuda que seca su pelo en un cuadro de Degas colgado en la pared, sentada en la orilla de una bañera. Experimenta una emoción tierna y a la vez erótica por esa joven. Quisiera conocer su rostro, acariciar su espalda y sus senos, aferrarse a la frescura que emana de su cuerpo, como se aferró a Pola años atrás cuando no tenía los pétalos ajados y una mueca agria en su rostro.
Ella siente deseo de un tequila. Se evade en el humo de un cigarro mentolado que él enciende para dárselo, en un súbito gesto de cortesía para una dama cuyo semblante ha vuelto a la adolescencia, con un delicado matiz de desamparo. Alfredo, al descubrirla de nuevo después de abandonar a la bañista del cuadro, siente por ella una ternura que creía extraviada; le sube por la columna vertebral hasta asomarse por su mirada. La densidad del silencio se diluye con el efecto de las bebidas.
─ ¡La quiero tanto, Fredy!
─No tienes idea cuánto la amo yo, Pola.
─No sé qué haría sin ella.
─Po, sufro sólo de pensar que no tenga quien le quite sus lagañas cada día; siempre te ha dado asco hacerlo.
Ahora el silencio es brevísimo, pero inquieto y lleno de luz como los ojos de un niño.
─Oye, Fredy, creo que ya le toca desparasitarse, lo hemos olvidado.
─La llevaré mañana, Po.
Tal vez los abogados deban esperar un poco; puede ser que mucho. Deberían buscar casos más seguros para garantizar sus ingresos, donde no haya una Nina, un Tito o una Fifí que estropee sus negocios.