Dijiste a tu madre que te ibas por un año, si acaso, pero que tal vez sólo durarías unos seis meses por allá, los suficientes para juntar un dinero y casarte con la Juanita. Te sonsacó Melquiades y su camionetota, quien ya había ido y venido varias veces para contagiarte la idea de que nomás era llegar y ponerte a juntar billetes verdes. Tus dieciocho años tenían guardada suficiente fe para creerlo. Te fuiste atravesando el cielo que mirabas hacia el norte, humedecido por las lágrimas de Juanita y tu madre, quienes te envolvieron en un padrenuestro para que nada te pasara. Durante el primer año cuatro cartas dieron testimonio de que estabas vivo, de que aún pensabas en Juanita; en el segundo fueron tres y muchas promesas de un pronto regreso. Para el tercero nada más llegaron dos, una para tu madre y otra para tu prometida, en la que pedías perdón por lo que ibas a hacer: casarte con una chicanita de la que te habías enamorado. “Cásate con un buen hombre del pueblo que te merezca, y perdóname”, le dijiste. Después, cuando llegaron las cartas electrónicas, no hubo una más para Juanita, sólo llamadas telefónicas para tu madre en navidad y días de fiesta.
Ahora que regresaste, Juanita apenas sí te reconoció. Te dio la bienvenida con una mirada revuelta y confundida. Eso fue todo, dio la vuelta y se fue para atender a sus hijos. Para estas alturas era otra, te diste cuenta. Si alguien derramó una lágrima fuiste tú, porque en realidad nunca la dejaste de querer, pero en ese entonces eras joven y medio estúpido, y por eso te habías perdonado; quién sabe si ella también.
Desde tu llegada al pueblo quisiste comerte cada minuto al ritmo de la banda y con el sabor del mezcal, para que ahora que volvieras al gabacho lo hicieras lleno del aroma de tu tierra. Quince días y quince noches pronunciaron sólo tu nombre por las orillas del apantle, en los potreros y en los corrales de toros. Las sombras decembrinas de los tamarindos se alegraron en los patios de las casas. Creías que las campanas repicaban para saludarte durante la semana que duró la fiesta de san Juan Evangelista. Gastaste con gusto muchos billetes verdes para comprarle flores al santo y pedirle perdón por abandonarlo tanto tiempo. Compraste muchas más flores para la tumba de tu madre, que murió cuatro años atrás con tu nombre en sus labios. Ahí lloraste un aguacero, acompañado de la música de viento, pidiéndole perdón una y otra vez por no haber regresado a tiempo para verla, todo por falta de unos malditos papeles, le decías llorando. Querías dormir en su sepulcro, hasta que dos amigos menos ebrios te levantaron para llevarte a tu casa.
El último día de la fiesta de san Juan, cuando ya parecías otra vez de aquí, estuviste más alegre que nunca. Sentías que tu madre te había perdonado. Tus amigos del pueblo te consideraban otra vez uno de los suyos, porque ya decías de nuevo: “compa”, “quiúbole”, “órale”, en vez de esos terminajos espantosos en spanglish que trajiste desde el otro lado. Inclusive te habías relacionado con una de las Ramírez, con Lupe, la que enviudó antes de los treinta cuando su marido se electrocutó en el cumplimiento de su chamba, dejándola sin amor y con un hijo. Todos lo veían bien, tenías dinerito y te la ibas a llevar al otro lado, donde tenías dos chavalos, pero cuya madre estaba fuera de tu vida desde hace mucho. Echaste la casa por la ventana, o mejor dicho, todas las luces al cielo, porque compraste buena cantidad de pirotecnia, como si iluminando el firmamento pudieras atisbar el rostro de tu madre, aunque fuera unos segundos.
El mezcal y el tequila, elíxires que concentraban el sabor de tu tierra, bajaban lujuriosos por las gargantas de toda la banda de amigos, quienes bebían para despedirte del pueblo. Al siguiente día, a medio sol, lucirías tu sombrero tejano y tus mejores botas para decirle adiós a los compas. Subirías a la Lupe en tu camioneta, más chula que la que presumía Melquiades hace dieciocho años, arrancarías hacia el norte por la carretera que vadea el río, respirando el olor a estiércol de vacas y escuchando los sonidos del agua entre las piedras, esos que memorizaste desde crío como si fueran tu nombre.
Pero ya no te fuiste, Florencio, o no deseabas hacerlo, porque el último día de tu gran fiesta el destino dio un vuelco y te convirtió en luz. Bebías, cantabas y bailabas como si adivinaras que ya no te irías por el camino polvoso, como si supieras que te quedarías a escuchar para siempre el mugido de las vacas, el canto de las urracas, los tíjolos y las primaveras. Cargaste el torito de lumbre con tal energía y gozo que se volvió un semental encima de tus hombros. Algunos aseguran que bramaba de júbilo en medio de los rehiletes y los buscapiés. Después delirabas de contento cuando te asomaste al mortero para investigar por qué el obús que iluminaría tu firmamento no salía para darte sus brillos. Sin embargo, la estrella estaba ahí, esperándote, como si hubieran pactado de antemano. Cuando todos la creían muerta, emergió por el hueco cilíndrico y se te regaló toda, potente, enjundiosa. Llenó de luz tu rostro y lo reventó en pedazos de colores.
No hubo antes una feria de san Juan tan alegre; y nunca una resaca de fiesta tan triste. Viniste a revivir en tu tierra, Florencio; también a morir.
La Lupe casi no lloró por ti, en ella eras una ilusión que no alcanzó a nacer completa. Lloró por ella, porque no salió del pueblo rodando en cuatro llantas hacia un futuro distinto. Algunos cuentan que Juanita sí te lloró un aguacero a escondidas.
¡Qué poco tiempo el tuyo para morirte, Florencio! ¡Qué poco tiempo!