Como en años pasados y retomando el artículo titulado 'Vir bonus, dicendi peritus' publicado en ‘Panóptico Rojo’, este domingo dirigimos una felicitación a los abogados en su día, fecha que se celebrará la semana entrante.
En México, el 12 de julio se celebra el Día del Abogado. La fecha se retoma desde 1960, conmemorando la primera cátedra de Derecho en América, “Prima de Leyes”, en la Real y Pontificia Universidad de México, impartida por Bartolomé Frías y Albornoz, el 12 de julio de 1533; la carrera de leyes que se impartía en dicha Universidad comprendía cinco años de Prima y Vísperas de Derecho y dos cursos más de un año de Jurisprudencia Civil.
También la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de México (UNAM) conmemora el 3 de junio, ya que en esa fecha pero del año 1533 se pronunció la primera lección jurídica en América, “Prima de Cánones”.
El Día del Abogado está señalado en Guatemala, el 24 de septiembre; Ecuador, 20 de febrero; Argentina, 29 de agosto; Perú, 2 de abril; Colombia, 22 de junio y Venezuela, 23 de junio; en algunos países de Europa se celebra el 19 de mayo, día de San Ivo Hélory de Kermartin: patrono de la región de Bretaña, de los abogados y los niños abandonados, a quien poéticamente se conoce como "Abogado de los pobres"; enterrado en Tréguier, sobre su tumba se inscribió supuestamente en latín: Sanctus Ivo erat Brito/Advocatus et non latro/Res miranda populo ("San Ivo era bretón/ Abogado y no ladrón/ Maravilla para el pueblo").
En el proemio de la obra “De Institutione Oratoria”, Marco Fabio Quintiliano nos indica su propósito: la educación del orador perfecto, mismo que en la antigua Roma era el advocatus (deriva de vocare, “llamar”, “abogar”), que con su elocuencia acudía a la defensa de sus representados en el foro.
Roma nos legó los conocimientos de jurisconsultos como Ulpiano, cuya fórmula: “Honeste vivere", “Alterum non laedere" y “Suum cuique tribuere”, es decir: "Vivir honestamente", “No dañar a otro" y "Dar a cada uno lo suyo", constituyen preceptos simples de conducta recta, no sólo para abogados, sino para todos los seres humanos.
La profesión de abogado comprende hoy en día no solamente la misma función que ejercían en Roma los oradores, sino también la de los jurisconsultos; Cicerón, por su parte, definió al orador como un hombre virtuoso (vir bonus), diestro en hablar (dicendi peritus) y que sabe utilizar la perfecta elocuencia para defender las causas públicas o particulares.
En Egipto, con la aparición de la escritura, se desplazó la alegación verbal en los tribunales, ante el temor de que la mímica de los oradores sedujera a los jueces; los inculpados que no sabían escribir ni conocían las leyes, debieron valerse entonces de quienes supieran poner por escrito su defensa.
Fray Bernardino de Sahagún, en su Códice Florentino, específicamente en el Libro Décimo, Capítulo Noveno -“De los Hechiceros y Trampistas”-, relata pormenorizadamente la actividad del “Procurador” o “Tepantlato”, cuya traducción, según Fray Alonso de Molina en su obra “Vocabulario en Lengua Castellana y Mexicana y Mexicana y Castellana”, es: “Tepan tlato, intercesor, abogado” y también “Tepan nitlatoa, abogar o rogar por otro”.
En el libro “Formación y discurso de los juristas” del doctor en Derecho Juan Ricardo Jiménez Gómez, se documenta la formación de los aspirantes a obtener el título de abogado en el siglo XIX. Por ejemplo, la pasantía de los juristas en los despachos y la práctica en los juzgados, que exigía la asistencia durante tres a cinco horas diarias para instruirse en el trámite de causas criminales y juicios civiles, el estudio de las jurisprudencias y la realización de diligencias propias de los tribunales.
Jiménez Gómez señala que el nombre dado al primer examen ante una junta sinodal designada era el de “noche triste” (expresión que aparece en varios expedientes de examen de abogado, hasta el año 1887); el nombre era justificado por el bachiller Sáenz, en 1871: “todavía no me abandona la angustia terrible que se apoderó de mi ánimo en aquella noche, que con razón lleva el calificativo de triste”.
Era la primera prueba que el aspirante al título de abogado debía superar, un momento culminante en la carrera y requisito indispensable para ser admitido a presentar un segundo examen, que consistiría en disertaciones leídas ante los examinadores, “máximos exponentes de la judicatura estatal, los ministros del órgano cabeza del poder judicial, llámese Supremo Tribunal de Justicia, Tribunal Superior de Justicia o Suprema Corte de Justicia”.
Sobre los “decálogos” que son visibles en numerosos despachos de abogados, si se entiende a la abogacía o profesión de abogado como la protección y defensa que una persona realiza sobre otra que necesita el amparo de la justicia, comprenderemos que se hayan escrito textos que aspiren a describir, en pocas palabras, la “jerarquía del ministerio del abogado”: desde el de San Ivo, del siglo XIII (“Doce mandamientos”), hasta el de Ossorio, del siglo XX, sin olvidar el “Decálogo del Abogado”, por Eduardo J. Couture, todos confortan y mantienen alerta la conciencia del deber.
Parafraseando al jurista italiano Ciuratti en su libro “Arte Forense”: "Dad a un hombre todas las dotes del espíritu, dadle todas las del carácter, haced que todo lo haya visto, que todo lo haya aprendido y retenido, que haya trabajado durante treinta años de vida, que sea en conjunto un literato, un crítico, un moralista, que tenga la experiencia de un viejo y la inefable memoria de un niño y, tal vez, con todo esto forméis un abogado completo”. Coincidimos.