Como hace cuatro años y para coincidir con la celebración del Mundial Rusia 2018 -sin la pretensión de convertir este espacio en una columna deportiva-, es interesante recordar algunos datos históricos respecto a los inicios y desarrollo del futbol, para posteriormente abrir paso a la reflexión en torno a las acciones y reacciones de quienes rodean la pérdida o el triunfo de un equipo; metáforas que rodean al propósito del juego: el gol.
No es fácil precisar la fecha exacta en la que el gusto de impulsar objetos esféricos surgió en el hombre, aunque existe la presunción de que el juego, mediante diversas manifestaciones del mismo, tuvo un papel importante en diversas sociedades desde mucho tiempo atrás.
Es posible enumerar algunos deportes que fueron practicados en la antigüedad y que pueden ser considerados como los orígenes del moderno futbol: eltsu chu en China, que se llevaba a cabo el día del cumpleaños del emperador y en el que se enfrentaban dos equipos, delante del palacio real; el kemarien Japón, que se realizaba en un jardín que debía tener un cerezo, un pino, un sauce y un arce, uno en cada uno de sus ángulos, y en donde se pasaba la pelota -ceremoniosamente- entre los jugadores.
En Grecia y Roma, el harpaston y el episkyros, así como el harpastum, respectivamente, servían como distracción y adiestramiento de las tropas; en Bretaña y Normandía, el soule fue el medio por el que los pobladores de dos comunas vecinas se ejercitaban, mientras que el juego medieval florentino llamado calcio, se realizaba para festejar diversas fechas, por ejemplo la del patrono de la ciudad, San Juan Bautista.
En América, por supuesto, también se practicaron deportes de este tipo y hay numerosos campos de juego cuyos restos aún existen en diversas zonas arqueológicas de Mesoamérica: un dato curioso es que los campos de Chichén Itzá y Tula presentan casi las medidas reglamentarias de las canchas actuales de futbol.
En Inglaterra y según la tradición, la primera pelota de futbol utilizada fue la cabeza de un soldado romano muerto en combate, al ser expulsadas las tropas de Julio César; otras versiones afirman que este deporte derivó del harpastum romano, del soule que los soldados de Guillermo El Conquistador importaron de Francia o del calcio que introdujeron algunos inmigrantes florentinos.
Se ha reseñado que el conde de Albermale regresó a Inglaterra proveniente de Italia, muy entusiasmado por el juego que había visto practicar, pero en el país británico estaba prohibida la práctica del futbol primitivo y salvaje -heredado posiblemente de los romanos-, ¡incluso bajo pena de prisión!; sin embargo, el conde logró que el rey Carlos II accediera a celebrar un partido, pero con nuevas reglas: los equipos del rey y del conde se enfrentaron, ganando el de Albermale y, con las nuevas reglas, también logró que se levantara la prohibición real, conservando el nombre inglés de foot (pie) y ball(balón).
Los británicos invadieron el mundo con el football, que se propagó a América. En Brasil, específicamente, no se permitía jugar a los negros, a quienes se relegaba a ser únicamente quienes devolvían a sus señores los balones que salían del campo, pero aquéllos comenzaron a practicar en las playas hasta que su habilidad fue superior.
También en Argentina comenzaron los primeros partidos, impulsados por Alejandro Watson Hutton, un ex jugador de la Universidad de Cambridge y que fue designado titular de Educación Física, organizando un partido entre alumnos del Colegio Nacional de Corrientes y el personal que laboraba en los ferrocarriles, encuentro que terminó en la comisaría: ahí fueron llevados los jugadores por pretender jugar con pantalones cortos.
Mientras tanto, en Uruguay surge el primer “hincha”, cuando la pasión se manifestó entre los espectadores; el encargado de “hinchar” la pelota del Nacional de Montevideo fue el talabartero Prudencio Miguel Reyes, quien recibió ese sobrenombre por sus gritos de aliento.
El vocablo “hincha” se extendió rápidamente y hoy tiene diversos equivalentes: “torcedor” brasileño, “porrista” mexicano, “tifosi” italiano, “supporteur” francés. Y al juego que los ingleses denominaron football, los alemanes lo llamaron fussball; los brasileños, futebol; los checoslovacos, fottballova; los daneses, boldspil; los españoles balompié o fútbol (con acento) -como en Sudamérica-; los estonios, jalg pall; los finlandeses, palloliitto; los griegos lo pronuncian podosferiki; los holandeses, voetball; los húngaros labdarugok; los italianos, calcio. En México se dice sin acento: futbol, y se escribe como suena.
En su libro “Los dueños del tiempo”, Emmanuel Carballo escribe acerca del futbol: “Me interesa la gente que, sabiéndolo o ignorándolo, ve el futbol como un drama. Gente que traspasa la categoría del “enterado” e ingresa en el compartimiento irracional de los “hinchas”. Gente que en cierto sentido se despersonaliza y se enajena, gente que se conduce a base de intuiciones y desecha, por inoperantes, las certezas. (…) El hincha no comprende que existe una persona que actúe fríamente, que racionalice lo que ve: se comporta con premeditada parcialidad, con evidentes simpatías y antipatías. Todos los atributos positivos son patrimonio de su equipo, todos los defectos los posee el equipo adversario”.
Por su parte, Ramón de Ertze Garamendi, en su columna “Suma y Resta”, ya desde el año 1970 observa lo siguiente: “Como todos los deportes sociales, el futbol tiene un valor positivo, porque el “adversario” es, al mismo tiempo, un “compañero de juego” y no un “enemigo”, y porque no es posible el juego, en su forma de competencia, sino en la proporción en que se mantenga la moral del juego común gracias a la disciplina, al espíritu deportivo y al buen humor. (…) Al lado de ese futbol pedagógico, existe el otro, el verdadero, el futbol de la literatura semanal, el de las manifestaciones líricas, románticas, épicas, el de las charlas de radio y televisión, el de las pequeñas y grandes asociaciones, el de las conferencias internacionales solemnes y de los reglamentos precisos, el de los estadios gigantescos y finanzas desarrolladas, el futbol de los fanáticos del orgullo nacional y del culto de los héroes”.
El deporte nos sirve para explorar la identidad propia en relación con los demás y entre las posturas de Carballo y de Ertze Garamendi, es imposible no recordar el fenómeno del “hooliganismo”, término que comenzó a utilizarse a partir de los años sesenta y que describe el comportamiento violento de ciertos hinchas británicos, sobre el cual el norteamericano Bill Buford escribió un libro.
“Entre los vándalos” relata las vidas de varios “hooligans” (algunos con apodos como “Pete Parafina”, “Sammy el Caliente” y “Cabeza de Piedra”; o el que incluso arrancó el ojo a un policía, de un mordisco) y escenas de violencia extrema, que en uno de los casos sólo pudo detenerse con la llegada de un tanque del ejército; luego de ocho años de documentar dichas acciones (de 1982 a 1990), Buford no encontró una justificación para las mismas.
El equivalente de los “hooligans” en Latinoamérica son las “barras bravas”, respecto de las cuales existen también muchos episodios relacionados, por desgracia: un ejemplo es la “Guerra del futbol”, nombre que acuñó Ryszard Kapuscinski, reportero polaco de la agencia PAP, al describir diversos partidos disputados entre las selecciones nacionales de Honduras y El Salvador -durante la fase de clasificación para el Mundial de México 1970-, detonantes que dieron paso al conflicto armado entre los dos países, un 14 de julio de 1969.
El narrador deportivo Jaime Bonnail menciona que el futbol ayudó a acrecentar la rivalidad entre los dos países, que ya estaban enfrentados por problemas respecto a procesos migratorios, concluyendo dicha rivalidad en una “miniguerra” -como la bautizó la revista Time- que los salvadoreños han calificado como campaña humanitaria y los hondureños como defensa de su soberanía; el resultado: más de seis mil bajas y más de doce mil heridos.
De manera particular, dentro de los hechos que rodearon a la también llamada “Guerra de las 100 horas”, se cuenta la historia de la joven salvadoreña de dieciocho años, Amelia Bolaños, quien al estar sentada frente a la televisión y observar el gol de la victoria del equipo hondureño, se levanta, toma la pistola que su padre guarda en el primer cajón y se suicida, con un disparo en el corazón. Su entierro lo encabeza una guardia de honor del ejército de El Salvador; su féretro va cubierto con la bandera nacional.
El partido definitivo entre Honduras y El Salvador se jugó en México, en el Estadio Azteca; Kapuscinski precisa que El Salvador ganó, 3-2: “los hinchas de Honduras fueron colocados a un lado del estadio, los salvadoreños al otro lado entre cinco mil policías mexicanos armados con garrotes”.
El texto de Kapuscinki también relata el episodio protagonizado por Augusto Mariaga, guardia de una prisión de máxima seguridad en Chilpancingo, Guerrero, cuando México gana a Bélgica 1-0 y, delirante de alegría, disparando una pistola al aire y gritando “Viva México”, abre todas las celdas y libera a 142 criminales peligrosos; es absuelto por actuar “en exaltación patriótica”.
Demasiadas historias de vida, pasión y guerra, escritas y por escribirse; al final, destacamos que el escritor Juan Villoro señaló que “el hombre en trance futbolístico sucumbe a un frenesí difícil de asociar con la razón pura”. Coincidimos.