A mi mamá le molestaba que le dijera tía a la tía Aurelia. Al principio no entendía el porqué. Si la madre de mi madre era prima hermana del padre de Aurelia, entonces ellas dos eran primas y yo debía decirle tía; así razonaba mi cerebro púber. Pero no, mi santa señora se avergonzaba de su prima y evitaba a toda costa que hablara de lo bien que me caía. Y cómo no iba a gustarme su carácter si sacaba chispas, alegraba las calles por las que pasaba y me producía una curiosidad extraña en el vientre al ver el bamboleo exagerado de sus caderas. En ese entonces yo pensaba que algo andaba mal en los huesos de su coxis y por eso al caminar tenía que mover su anca veinte centímetros a la derecha y veinte a la izquierda; ya después me di cuenta de que algunas chicas de mi edad también movían el cuadril, cómo decía mi abuela, pero ninguna lo hacía como la tía Aurelia, ni las demás muchachas mayores o las señoras que veía pasar por mi calle.
Debo decir, sin embargo, que no era el bamboleo lo que más me encantaba de la tía, a mí y a muchos, sino esa manía suya de estarse riendo todo el tiempo, como si nunca hubiera nada que lamentar, como si no fueran pobres su familia y la mía, como si nada más respirar fuera suficiente para traer pintada una rosa roja en las mejillas. Mi casa estaba enfrente de la suya y muchas veces escuché a su padre, el tío Nico, de gran nariz y bien gruñón, regañarla con palabrotas que yo no podía pronunciar a riesgo de que me zumbara mi madre con la vara de cuaulote que siempre tenía lista para aleccionarnos. Muchas veces castigaban a la tía Aurelia con no dejarla salir durante días. Ella ni se abrumaba, pasaba la tarde asomada en el balcón de grandes barrotes que da a la calle y desde ahí hacía que la tarde tuviera golondrinas, aunque no fuera primavera. Yo la veía atisbando tímido por las cortinas de una ventanita de mi casa. Así descubrí una noche que estaba enamorado de la tía. Hacía cuentas y calculaba que me llevaba cuando menos unos ocho años, por lo tanto “lo nuestro”, y lo decía así, emulando a los galanes de las telenovelas que veía la abuela, sería imposible. Además, sería incesto. ¡Horror! Pecado mortal, diría mi madre si hubiera adivinado mis pensamientos.
¡Pecatum masturbari!, fueron las primeras palabras encendidas que pronunció el cura en el confesionario cuando le revelé que me había tocado mis partes nobles pensando en la sonrisa y en el escote de la tía Aurelia. Me sonaron a condena en los infiernos, a tridente de demonios encuerados y a mi abuela golpeándose el pecho entre jaculatorias para lograr la redención de su nieto malcriado. Cumplí la penitencia de rezos y silencio que me impuso, pero no logré jamás detener al demonio que se me había metido dentro, aunque por las noches las pesadillas me atormentaban y concluí que había ganado un lugar de honor dentro del gran cazo de aceite hirviendo donde eran castigados los mayores pecadores que llegaban al averno. Sin embargo, no me importó. Crecería, me haría fuerte trabajando con el ganado y la tierra, y liberaría a mi amada de su cárcel y de su padre carcelero.
No fue necesario esperar ni siquiera unas semanas. A los pocos días Aurelia se fue con un ranchero bragado de ojos zarcos que la subió en su camioneta y levantó una polvareda al arrancar rumbo a no supe dónde. En esa nube de polvo se perdió el ímpetu pueril que había nacido en mí y sufrí como el tío abuelo Nico; él lloraba de rabia por el deshonor y yo de abandono. Su mujer, mi tía Pita, sólo fingió pena, porque en el fondo se puso contenta de que Aurelia encontrara hombre, sin importar que no se vistiera de blanco como las mayores.
A nadie le duró mucho la pesadumbre o el gusto, porque a los siete meses el ranchero ojizarco la devolvió en la misma camioneta y la dejó frente a su casa con una maleta y una panza en la que hubiera cabido un becerro. Que fue porque nomás se le iba en puro reír y hablaba sin parar con las plantas; que porque el niño era de otro que se metió en su cuarto un día cuando aquel no estaba; que porque no sabía freír ni un huevo y no quería hacer pie en la casa; que el ranchero hacía así con todas y no había quien le echara pleito. Duró una semana entera la comidilla de la gente. No supe a quién creerle. Para ese entonces ya tenía la oreja bien entrenada; captaba de aquí y de allá los decires y cacareos. Como sea, me puse feliz por su regreso porque vi los beneficios para mis intereses ingenuos: con la panza y el nacimiento del niño no habría quien la quisiera; de eso modo, el tiempo pasaría y mi esperanza de alcanzarla despertaba.
Pronto terminaría la primaria. En la secundaria ya tendría bigotito como mi primo Memo y eso me alentaba. No volví a confesarle ninguna de mis fantasías al cura, pues mis amigos hacían lo mismo que yo con sus cuerpos y era normal que sucediera. Mandé a los demonios a hacerse cargo de los abigeos y los asesinos, de los ladrones de niños y las comadres chismosas.
Una vez fui a comprar tablillas de chocolate criollo con la tía abuela Pita y ahí estaba su hija, mi adorada tía Aurelia, amamantando a su hijo de más o menos tres meses. Se sorprendió al verme tan crecido y me acarició el pelo como nunca lo había hecho. La caricia y su risa eran para mí pruebas irrefutables de que me quería. Guardé esa ternura para apaciguar mis noches y darles sentido a mis suspiros. La guardé muchos meses, un año entero, hasta que Aurelia se llevó otra vez su risa, su crío y su bamboleo al irse con otro hombre.
Sentí en mi pecho una punta de maguey atravesándome. Por las tardes huía hacia los campos para que la tristeza la enterrara más o terminara sacándola. El tiempo fue el ungüento necesario para olvidar a la Aurelia y estrenarme dos años después en dar besos de pajarito a una noviecita de la escuela, flaca como un espanto, pero con unos ojotes que se comían todo mi asombro.
Cumplí quince y la vi regresar de nuevo, ahora con dos chilpayates arrastrando, el mayorcito ojizarco como su padre y el pequeño medio mulato, como dicen que era el segundo hombre que se la llevó, a quien una vez juré matar. No me emocioné como antes al verla, nada más me dieron ganas de estar con ella para entender por qué la querían encuerar todos los hombres y en dónde tenía en su piel el botón para apagar su sonrisa eterna y ladina, cambiarla por un grito mientras estaba conmigo. Porque su risa ya no hacía aparecer golondrinas en el invierno, sino lumbre ardiendo en mis ojos y mis manos.
El tío Nico la obligó a vivir en el fondo de su enorme patio, en unos cuartos que daban al callejón que lleva al mercado. No quiso dejarle el balcón para que desde ahí conchabara a otro que le plantara un tercer hijo. Se le oía decir que esta hija suya, la menor de todas, le había manchado el orgullo a la familia, pues las otras tres tenían temor a Dios y estaban bien casadas, aunque quién sabe si fueran felices. El tío ya andaba agotado y pronto se hizo de la vista gorda cuando por las noches veía moverse unas sombras en el patio, y luego saltarse la barda hacia el callejón. Se dio cuenta de que nada podía hacer y se conformó con la esperanza de no ver llegar más niños sin padre a través del vientre de la tía Aurelia, de quien ya no deseaba sentirme sobrino para brincarme también la barda una noche de esas.
Andaba en mis dieciséis cuando por fin me animé, no a saltar la barda en lo oscuro, sino a tocar su puerta un sábado que regresaba de ayudar a mi padre en una faena. Le confesaría mi emoción y tal vez se compadeciera de mí descifrándome algunos de sus misterios de mujer. Para mi sorpresa, la puertita que daba al callejón estaba abierta; temblando, me aseguré de que nadie me viera y la empujé. Encontré al pequeño dormido en una hamaca del patio y el otro tal vez andaría con los abuelos. Seguí el caminito empedrado que daba a su dormitorio, la llamé quedito al estar frente a la puerta y respondió el silencio. Empujé y entonces la vi, desnuda y abrazada al cuerpo también desnudo de un fulano; ambos dormían profundamente. Yo sudaba por la turbación extraña que me provocó esa imagen, molesto y excitado a la vez. Increíble que aun estando dormida no se desdibujara esa sonrisa que nuevamente hacía trizas mis emociones. Después de unos segundos reaccioné y en puntas eché a andar hacia la puerta antes de que el tío Nico apareciera por ahí, o la tía Pita, a quien poco le importaba que Aurelia metiera hombres a su cuarto si ella de vez en cuando recibía algo de los buenos pesos que juntaba, según supe luego por medio de las lenguas viperinas que nunca faltan.
El desencanto lo curé pronto con una novia de manita sudada e ida a misa juntos. De alguna manera la tía Aurelia había muerto para mí. Dejó de ser la tentación incestuosa, el ensueño, la duda, la sonrisa permanente. Sobre todo, cuando se largó nuevamente con alguien para regresar muchos años después con una hija nueva, morenita y de pelo color azabache. Crecí, me casé y dejé de interesarme por sus amantes. El tío Nico se murió y años más tarde lo siguió la tía Pita. Entonces el balcón que da a mi calle cobró vida nuevamente. Las cortinas se abrieron y adentro se instaló una alegría de borrachos y botellas chocando entre sí. El patio de su casa se convirtió en centro de reunión de bohemios campiranos bebedores de mezcal y cerveza, y uno que otro ingeniero agrónomo de botas y tejana. Aurelia ganó muchos kilos y algunas arrugas, pero parecía seguir viendo en el aire colores que nadie más miraba y escuchando campanas alegres, porque su risa jamás envejecía.
Me fui del pueblo con mi esposa y mis hijos durante media vida. Al regresar la encontré marchita y cuidando al único hombre que quiso quedarse con ella, igual de viejo e inútil como estropajo rancio. Al poco tiempo se le murió. Lo lloró unos cuantos meses.
Una mañana se puso un vestido de flores y encaje, colorete en las mejillas, algo de rímel en las pestañas y salió a la calle, encorvada y con su sonrisa de pocos dientes, medio enloquecida y con brillo desquiciado en los ojos. Recorrió las calles del pueblo tocando en cada puerta, preguntando a quien la atendía si en esa casa habría un hombre para ella. Ofrecía su balcón con herrería para mirar desde ahí la calle y esperar la muerte, y también sus labios ajados que seguían apuntando hacia arriba incluso en la desolación. No pasó a tocar en mi puerta, justo frente a la suya. Uno de sus hijos, al comunicarle una comadrita el desfiguro que andaba haciendo su madre, fue por ella para regresarla a casa, sin saber que lo agarraría a bastonazos al intentarlo, gritando a viva voz que necesitaba un hombre a su lado para seguir viva.
Un día se esfumó la última alegría que guardaba su cuerpo. Yo mismo la vi salir por entre los barrotes del balcón y dejarla a ella dormida para siempre en su mecedora. Tenía forma de golondrina. Juro que dio dos o tres giros en el centro de la calle y después voló hacia una nube que pasaba.
La mañana siguiente sonaron extrañamente alegres las campanas de la iglesia. Y la llevaron a enterrar.