Ha llegado la hora de hacer balance de las pérdidas y las ganancias. No sé si habrá suficientes uvas en la mesa para acompañar las doce campanadas; quisiera mejor pensar en la docena de milagros que tendremos que fabricar durante el año que se anuncia. Las luces aún adornan las fachadas y los cánticos navideños insisten con su nostalgia a pesar de que un decreto nos arrojó afuera de las tiendas, entristeciendo a los modernos flautistas de Hamelin que insistían en meternos en ellas para atender al discurso de un imperialista gordo, blanco y barbón vestido de rojo.
En los hospitales, los nuevos héroes embozados sin súper poderes caen rendidos por el cansancio o mueren en solitario deshonor para convertirse en cenizas. A la par, hemos descubierto la vulnerabilidad de nuestra dieta de carbohidratos, fritangas y venenos dulces embotellados, y que nos ha colonizado la ignorancia digitalizada. Nunca antes imaginamos que nos acostumbraríamos a los besos y abrazos electrónicos, que renunciaríamos sin demasiada dificultad a la necesidad de congregarnos para reír, comer, beber, amar, o simplemente para satisfacer la necesidad magnética de estar junto a otros incluso dentro de largos silencios compartidos.
Debo registrar en la agenda que la esperanza prometió pronto una cotidianidad que hoy nos suena a paraíso y, en cambio, diciembre difícilmente nos abre las puertas a un purgatorio de espera. Los más soñaremos con vacunas milagrosas y otros pocos gritarán que en la solución de las jeringas se aloja otro virus más letal que nos volverá zombis. Y luego seguiremos viviendo y muriendo como siempre, viviendo del amor que nunca muere y muriendo porque es oficio necesario.
Mientras tanto, debo anotar también en la libreta el número de besos reales que no pude dar y recibir, los muchos abrazos convertidos en deseos y pechos anhelantes, y las hermosas noches de viernes que no me regalaron su algarabía de cristales chocando y carcajadas negando el mutismo. Anotaré también los cientos de sonrisas encubiertas que me tuvieron miedo al pasar y se replegaron hacia su mueca de indiferencia, y los pequeños pecados que no gocé porque casi todas las voces se volvieron discursos sobre un púlpito. Registraré los días que no existieron, el nombre de las playas que no pisaron mis pasos, los cientos de impulsos convertidos en dudas cuando apenas nacían, las quinceañeras que no compraron sus vestidos albos, los amantes que tuvieron excesiva precaución y se replegaron, los miles que perdieron sus trabajos y aprendieron a medio comer sólo dos veces al día, las risas de los perros que no sacudieron la soledad de los árboles en los parques, los suspiros de los abuelos meciéndose en los patios en eterna espera de sus nietos. Y guardaré también en los renglones todos los nombres que no dije al no saludar a la gente por las calles, los tantos asombros que no alcanzaron a mis ojos y los vaivenes de caderas que no despertaron a esta piel enjutada por el ritmo desquiciante de las horas.
Pondré también claves en mi agenda para evitar que los recuerdos se conviertan en amnesia, porque la tiniebla honda y larga que antecede al sol guarda en su misterio las verdades profundas. ¿Quién no ha despertado en esas madrugadas que llena con su canto el gallo, o en su caso el rugido de los primeros autos, para descubrir en su mente un hallazgo, o emocionarse con la hermosa serendipia que le regala lo no buscado? ¿Quién no ha interrumpido el sueño para descubrir a las cinco y sereno que en realidad amaba a alguien sin saberlo y por eso moja su almohada con un llanto que sabe a distancia? ¿Quién no se ha creído el adivino al hallar en duermevela la punta del hilo de la madeja y espera ansioso la aurora para salir a gritar los secretos desvelados o a enmendar entuertos? Así ahora esperamos que amanezca después de la noche densa para salir a contarnos las verdades que aprendimos, y hacerlo a labios descubiertos, a insana distancia, sin fina prudencia y con los ojos limpios.
Tenme un poco de paciencia, tinta. Saldré a buscar para ti las historias que se esconden tras los muros y a veces asoman sin tapabocas por las ventanas. Tal vez podamos escribir tú y yo en los muchos espacios vacíos de la agenda los nombres de los que estamos vivos y ojalá lo sigamos estando, porque a mí no me gusta contar a los muertos, me duele y quizá prefiero guardarlos en la memoria. Pero seremos tantos que no habrá suficientes renglones. Pudieran ser nada más los nombres de los valientes, aunque siguen siendo muchos; los encuentro a diario limpiando parabrisas en los semáforos, saliendo por docenas de las fábricas o laborando en los centros comerciales, en el mercado, las tiendas, las panaderías, las oficinas, los puestos callejeros y, sobre todo, en los hospitales. Mejor anotaremos en los renglones solitarios las consignas que gritaremos mañana y el nombre de las estatuas que será obligación derribar cuando las calles sean recuperadas. No olvidemos registrar los nombres de los falsos superhombres que nos embaucaron por décadas y que hoy han muerto llevándose a la tumba sus ridículos poderes envueltos en sus capas o desechos en sus músculos inútiles.
Antes de cerrar diciembre dibujaré velas encendidas en los márgenes de cada página y no caeré en el cuento de aquellos agoreros que escuchan en el veinte veinte el tintineo del año de la bestia. Mantendré abierta la agenda vieja a un lado de la nueva para hacer frente a los olvidos y descolgaré los frutos nuevos del árbol sin dejar de honrar aquellos que no supieron de nuestras manos y cayeron al suelo para convertirse en abono y semilla. El propósito mayor será no ser el mismo, cambiar la piel, renovar el iris, aprender a hablar en el silencio, injertar agujas de fe en mi corteza, lanzar las redes, perseguir embustes, llover sobre el estío si alguna vez puedo ser agua. Y no vender a los hijos del amor por treinta denarios; y no perdonar a los padres del horror si no es tras los barrotes; y no esconder fotografías de los caídos en archivos muertos. Sobre todo, no olvidar lo pequeños que parecemos ante un microscópico enemigo que tejió su redonda telaraña por el mundo para sacudir y aquietar nuestra soberbia, como nefasto semidios encargado del trabajo sucio.
No suenen a duelo las doce campanadas; no amarguen las uvas la noche que recibe la década tercera del tercer milenio; no enciendan las luces los rictus de las sombras. Aquí está mi copa y el vino está limpio. Encerremos a Átropos, la Moira que corta el hilo de la vida, y liberemos a las Auras para que limpien los vientos.