Déjenme decirles cómo fue que sucedió. Quiero contárselos porque no se me hace justo que todos digan tarugada y media por el feis y yo que lo enfrento de cerca arriesgando mi salud, la de mi madre, mis hijos y mi esposo, me quede en silencio como si no significara nada. Pero eso del karma es cierto, ¿eh? O será que hay un Dios que no lo olvida a una y pone en su lugar a los desagradecidos. Bueno, mejor les cuento para no enredarlos más.
Fue hace una semana más o menos, justo el día de la semana que mi marido no puede llevarme al hospital porque entra bien temprano a su trabajo. Ahí me tienen, esperando el taxi colectivo al veinte para las siete, con mi cubrebocas y toda la cosa, cumpliendo los protocolos de seguridad para no contagiar ni contagiarnos. Junto a mí estaba una “señorita” toda glamorosa y con la falda a media pierna, asunto que a mí no me importa pero a la vez sí importa por esto de lo que estamos hablando, ¿me entienden? Okey, le sigo. Entonces llega el taxi, la glamorosa abre rápido la puerta delantera y se sube. Yo intento abrir la puerta de atrás, pero no puedo porque tiene seguro. Es cuando el tipejo me grita que no sube enfermeras y arranca sin importarle que pudiera machucarme un pie. ¡No lo podía creer! Apenas ayer tuvimos una reunión en el hospital con un comisionado de la Secretaría de Salud. Nos echó el rollo de que éramos los héroes y heroínas de la nación y la esperanza de México estaba puesta en nosotros, y que la manga del muerto, pues. En serio que el señor parecía sincero para ser político y hasta me sacó una lágrima. Nos entregaron nuestro kit de trabajo: unos pocos cubrebocas N 95, poquitos porque seguro son benditos, unos cuantos guantes y nuestros googles de medio pelo. ¿Después de eso se imaginan cómo me sentí con lo que me pasó? Ahí me tienen, la súper enfermera esperando un taxi que la quisiera levantar porque un idiota no quiso hacerlo. Llevo más de veinticinco años embarrando mis manos con sangre de enfermos, limpiando excremento apestoso de traseros, esmerándome por no ponchar una vena, tratando de entender lo que siente cada enfermo y quitarle sus molestias, exponiéndome a bacterias y virus de todo tipo. Hasta estudié una especialidad y soy poco más que licenciada ¿Y para qué? ¿Para que un imbécil levante a una que le enseña las piernas y me cierre la puerta a mí, que tal vez ya cuidé a su… madre en el hospital? ¿Para eso tanta joda?
Está bien, me tranquilizo. Respiro hondo como me enseñaron en mis clases de yoga: inhalo paz, exhalo angustia; inhalo amor, exhalo odio y resentimientos. Ah, pero ¿qué creen? Por eso les digo que todo da vuelta como el bumerang. Imagínense que cuatro días después el fulano ese cayó enfermo de peritonitis en el hospital. Lo operaron de emergencia y ¿a quién creen que le tocó atenderlo durante mi turno de trabajo? Pues a mí, si para eso nos hicieron nobles y capaces de controlar nuestras emociones con tipejos como ese, ¿verdad? Les diré que me dieron y siguen dando ganas, porque no ha sido dado de alta, de inyectarle alcohol en la solución que le entra por la vena o meterle un dedo en la herida cuando le hago sus curaciones. ¿Qué quieren? Una es humana y tenemos nuestra parte perversa. ¿Saben qué? Lo peor fue que no se acordaba de mí el angelito, hasta que le refresqué la memoria. Entonces se le salieron las de San Pedro y me pidió perdón el muy justo. Ya me estaba conmoviendo y pensando en perdonarlo algún día, nada más pensando, ¿eh?, cuando me suelta otro rollo que me hizo encabritar en vez de contentarme: que lo hizo por miedo a contagiarse del coronavirus y de poner en peligro la vida de sus hijos; que su compadre le dijo que eran los mismos médicos y enfermeras quienes estaban regando el virus por todas partes, que en el feis había escuchado esto y lo otro. Bueno… ya no quise escucharlo. Tuve el impulso de ir a la cama del muchacho que vino de Texas contagiado del virus, pasarle un pañuelo por su boca y luego ir a restregárselo en el hocico a este ignorante. Si supiera el deslenguado que es él quien está con mayor riesgo si se contagia, por panzón, hipertenso y fumador. Lo sé porque conozco su expediente. ¡Ay!, ¿por qué los haces así, Señor? De por sí es hombre y de pilón bruto; pobre de su mujer, tan bonita ella.
Está bien. Ya eché fuera todo el coraje que tenía. Ahora debo perdonarlo y aceptar que otro taxista no quiera llevarme y hasta me rocíe de cloro como en Guadalajara, que yo elegí esta profesión y no debo sorprenderme por la falta de solidaridad hacia nosotras de parte de mucha gente, que eso de los aplausos sólo está ocurriendo en España, que aunque mi salario no es la gran cosa me da para comer y yo debo seguir llegando todos los días a mi hogar, encuerarme en la entrada, rociar hipoclorito de sodio en mis ropas y calzado, lavarme las manos si quiero tener derecho de entrar a mi casa, bañarme de inmediato, no besar a mi marido ni a mis hijos y desinfectar como cada día, cual loca compulsiva, las manijas de las puertas, las patas de los perros, cada verdura que cocino, cada pensamiento insano que tengo, cada duda, cada instante de miedo; aunque afuera la mayor parte de las personas paseen despreocupadas como si cualquier cosa, sin la sana distancia ni nada, aunque a Juancho le hayan pagado por andar mañana y tarde voceando por todo el pueblo cuál es el protocolo mínimo a seguir para evitar la expansión del virus, con la voz del Subsecretario de Salud repitiendo una y otra vez: “Quédate en casa, quédate en casa” Yo le agregaría una grabación que dijera: “Con una chingada, ¡quédate en casa!”, porque parece que en este país solo entendemos si nos mentamos la madre y nos mandamos al carajo. Ya ven, otra vez ya perdí mi centro. Respira hondo, Liliana, respira. Ommmmm… Inhala en seis tiempos; exhala en ocho. Inhala; exhala… ¡Ah, no!, antes de que me relaje otra vez déjenme decirles que ni el curita entiende, sigue invitando a misas y preparando las ceremonias de Pascua. En fin, les digo que el pueblo mío, me refiero a este donde vivo y a todo el país, obvio, es muy raro, rarísimo diría por no decir otra cosa que no quiero decir, como si Dios después hacernos rompiera el molde para que no hubiera otro igual, Por si algo faltara, tan cerca de los gringos para acabarla de amolar.
Miren, ya para terminar mi perorata les diré que yo no sé si este bicho lo inventaron los gabachos o los chinos, por eso de la guerra comercial que se traen y esa cuestiones que no entiendo; o si es un asunto del planeta sacudiéndose de su cuerpo el virus más peligroso: los humanos; o si es cierto el asunto del murciélago o son los medios de comunicación los que le han dado una difusión a un asunto que ya hemos vivido muchas veces, como dicen algunos sabiondos. Yo sé que no sé nada, como dijo aquel que no me acuerdo. Sí sé que voy a cumplir cincuenta y no me cuezo ni al segundo hervor como dice mi madre, y debo cuidarme y cuidarla a ella, cuidar a los míos como a mis enfermos, incluyendo al inútil ese que a fin de cuentas… pues ya perdoné. Solo es un estúpido de tantos. A lo mejor con esta lección se le quita.
¡Cuánta ignorancia! ¿No creen? Y cuánta falta de solidaridad. De eso debemos cuidarnos. No solo ahora. ¡Siempre! Bueno, me callo porque voy a mi clase de yoga y se mi hizo tarde. Perdonen si ahora sí me eché un choro bien largo en el chat del grupo, pero tenía que desfogarme. Ah, les digo: mi cuñado está elaborando gel antibacterial en su casa, al setenta por ciento aunque no crean. Si alguien quiere comprar por ahí me wasapea. Cuídense que quiero abrazarlos a todos cuando termine esto. Abrazo de lejos y, con una chingadita, así, tiernito para que no se me sientan: quédense en casa los que puedan. A’i se ven.