Hay quienes nacen con estrellas en sus manos. Si a esto agregamos una humildad básica y capacidad innata para encontrar brillos donde otros ven cardos, sombras y motivos para renegar de la vida como viene, tenemos entonces un portento de vitalidad que sobrepone la sonrisa a las endechas que se escuchan cotidianamente en las filas del banco, por ejemplo, o en las del Seguro Social, mientras se espera la atención del médico especialista cuya consulta se conquista como si fuera la cumbre de una montaña.
En esta ocasión se trata de Antonio, cuyo solo nombre es una campanada echada al aire desde la torre de alguna catedral. Antonio y la sonrisa, podría ser el título de la descripción de cualquiera de sus días, pues en ningún momento las comisuras de su boca apuntan hacia abajo, y sus ojos redondos brillan e indagan como si algún augur los hubiera enviado para mostrarte que la vida es sorpresa constante.
Antonio bolea zapatos en la entrada de las oficinas del Registro Agrario Nacional, donde abundan ingenieros agrónomos con botas de piel, abogados de zapato elegante y tramitólogos de profesión que han hecho de su labor de intermediarios su modus vivendi. No falta algún campesino que ese día se puso zapatos para hacer el viaje a la ciudad, de modo que no digan que el origen humilde no puede significar una mínima elegancia. La manera en que la brocha espumosa recorre la piel del calzado simula la caricia suave de una dama enamorada, y luego sigue el betún que borra cicatrices, impurezas e imperfecciones; después el trapo encargado de dar lustre rechina en el zapato hasta que nace el sol sobre la piel negra o café. En el transcurso, Antonio silba o comenta la noticia del día con el cliente, o le confiesa un secreto de tantos aprendidos en el lugar: que aquel de allá reparte bonito su comisión con algunos jefes para que el trámite salga rápido, que ese otro tiene un qué ver con la chica recepcionista de la sonrisa permanente y eso le ahorra tiempos y dineros para apresurar sus diligencias, que el cabrón que está ahorita en el mostrador es un ojete y te pone todas las trabas del mundo. En eso, alguien lo llama desde una oficina donde se atiende a quien obtuvo la ficha doce blanca, por lo que Antonio se disculpa diciendo que regresará en un tris. Ingresa con alguien que lo espera en la puerta y, en efecto, en cuatro minutos sale después de firmar como testigo de algún trámite en el que se deciden los derechos sucesorios de alguien, o algo por el estilo, por lo que cobra su correspondiente comisión como debe ser. Testigo de ocasión y bolero, sin duda oficios nobles.
Las botas ya están listas y caminan presuntuosas rumbo a la calle. Tiempo de espera. Habrá que cazar cliente nuevo, o espantar las moscas si no llega nadie, echarle un vistazo a los autos estacionados que también cuida o tal vez fisgonear con recato a la señora guapa que se formó en la fila con cara de “estoy hasta la madre de tanto trámite”. De pronto alguien lo llama desde la calle: “Ese Toño, aquí hay un señor que quiere un rapidín con su coche, ca…” Deja encargado el cajón de bolear con el vendedor de dulces de la entrada y hace aparecer una cubeta llena de agua y una franela roja. Le dijeron que era un “rapidín”, por lo que tiene unos quince minutos para que sus musculosos brazos dejen el auto listo a fin de que su dueño atienda un compromiso de urgencia, de aquellos para los que un auto limpio es imprescindible. ¡Vaya usted a saber de qué se trate! ¿Tienes alguna fragancia?, le pregunta el cliente de camisa a cuadros y sombrero tejano. Solo tengo lavanda y jazmín, patrón, le contesta. ¿Tú cuál me recomiendas?, vuelve a preguntar el vaquero. Pues el lavanda, jefe, el otro como que es muy finito para usted; ese lo uso para las señoras. ¡Vaya!, testigo circunstancial, bolero, cuidador de autos y lava coches, un mil usos simpático y efectivo.
Los minutos se deslizan. Hombres y mujeres salen y entran en el recinto, repitiendo el ritual de la vida moderna apresurada. Parece que el sentido de la existencia es hacer trámites, legalizar documentos, dar fe con ellos de que poseemos algo o soñamos poseerlo. Así, los días justifican el paso del tiempo, lo diluyen, lo embalsaman en asuntos varios, pretenden detenerlo en un pedazo de tierra inamovible del que nos creemos dueños, la misma tierra que generó revoluciones que tal vez no fueron y que nos inspira para hacer apologías de estatuas que alguna vez fueron hombres y mujeres de carne y hueso. Sin embargo, Antonio, con su chaleco amarillo y la sonrisa eterna de niño asombrado y un dejo de sorna constante en su gesto sanguíneo, parece no caer en el juego de los demás. Nada lo amedrenta para inhalar con plenitud el aire y aceptar lo que le depare el día con regocijo, como si todo fuera un juego. Por eso responde con emoción al llamado de un hombre del mostrador que le entrega una lista completa de almuerzos que debe traer, pues son las diez treinta y los burócratas tienen hambre. Franela y betún lo esperarán pacientes, porque ahora está en su rol de mozo mandadero. Con gusto va por la calle rumbo a los tacos acorazados, y con qué agrado piropea a la morenita que los sirve y se sonroja, y lo mira como diciéndole: “Te dije que delante de los demás no me andes con tus cosas. Por whatsapp lo que quieras, pero aquí no”. Como sea, la morena le guiña un ojo, promesa gestual que podría ser cumplida un día estos en algún lugar secreto. Y luego pasa por las cocas, maldito veneno negro que él bebe sin remordimiento alguno.
Tres boleadas más, dos lavados de auto y otra comparecencia como testigo de nivel, y casi dan las dos treinta, hora en que cierran las oficinas de RAN. Parece que será todo por hoy para Antonio. Sin embargo, cinco minutos antes del cierre un auto aparca a escasos metros de la entrada. Lo conduce una dama de cabello rubio postizo y lentes oscuros. No es necesaria señal alguna para que Toño, quien ya se enfundó en una playera ajustada de las Chivas del Guadalajara que deja apreciar sus fuertes pectorales, se dirija al auto y suba en él con gesto de profesional, no sin antes guardar sus enseres de trabajo en la cajuela que desde adentro abrió la dama. En el rudo oficio que lo mantendrá ocupado las dos o tres horas siguientes no requerirá de betún, chaleco amarillo y franela; son ahora sus manos, su boca y el cuerpo entero los instrumentos para que la mujer entre y salga en un efímero paraíso de tal vez unos cien minutos flotantes, en el que su cuerpo será una balsa abandonada sobre una corriente de rápidos que la llevarán hasta un apacible remanso, donde todo guarda silencio y las arenas cotidianas no queman.
Cualquiera diría que ahora sí ha concluido la jornada. No precisamente. A las cinco con quince Antonio pita un encuentro de futbol en la colonia donde vive. Su prestigio como árbitro le asegura al menos tres partidos por semana, sobre todo en viernes y sábado.
Al llegar a su hogar alrededor de las siete, dos niñas y un varoncito salen a recibirlo en el patio de la casa en construcción donde vive, sin revoque y con ventanas faltantes. Levanta sin ningún esfuerzo a las dos niñas y luego entrega a cada uno un dulce que compró en la esquina. Su mujer lo recibe con un beso rápido y sigue levantando la ropa seca del tendedero. Se acabó el gas, Toño, le recuerda, y no hemos pagado la luz, a ver si no la cortan; ah, y se me hace que debemos desparasitar a los chamacos, pues se les fue el hambre y no les quito el dolor de panza. Mañana veo todo eso, mujer, le contesta después de exhalar un largo suspiro.
En tres días será domingo. Ese día, como siempre, Antonio tendrá que seguir pegando tabicones en su casa a medio construir. Deberá darse prisa, pues el vientre de su mujer se abomba y pronto será necesario el otro cuartito. Piensa en qué otra chamba puede sacar algo extra, o en otra dama generosa que de vez en cuando pase por él al trabajo a las dos con veinticinco, en busca de una balsa y un remanso que su vida diaria no le da.
Antonio sabe que debe remendarse cada día para no perder la sonrisa y ejercitar la fe sin etiquetas que lo mantiene a flote, y arriesgarse más allá de lo que indica la norma. Antonio sabe que es un hombre bueno, pero también que no basta serlo. Ahora ya duerme y es el sueño el que lo remienda con aguja e hilos invisibles.